Pusieron la comida. Karla sabía exactamente a qué se refería Paulo, y lo que le iba a comentar cuando le tocase a ella estaría basado en sus palabras.
—¿Comemos en silencio? —preguntó ella.
De nuevo Paulo se sorprendió con su comportamiento: normalmente habría dicho la frase con un signo de exclamación al final.
Sí, comieron en silencio. Mirando el cielo, la luna llena, las aguas del Bósforo iluminadas por sus rayos, sus rostros iluminados por la llama de la vela, el corazón que explota cuando dos extraños se encuentran y de repente van juntos hacia otra dimensión. Cuanto más nos permitimos recibir del mundo, más recibiremos, sea amor, sea odio.
Pero en aquel momento no era ni una cosa ni otra. No buscaba ninguna revelación, no respetaba ninguna tradición, había olvidado lo que decían los textos sagrados, la lógica, la filosofía, todo.
Estaba en el vacío, y el vacío, por su contradicción, lo llenaba todo.
No preguntaron qué habían servido; sólo sabían que eran pequeñas raciones en muchos platos. No se atrevían a beber el agua del lugar, de modo que pidieron refrescos: más seguro, aunque muchísimo menos interesante.
Paulo se decidió a hacer la pregunta que lo mataba de curiosidad y que podía estropear la noche, pero ya no podía aguantarse más:
—Estás completamente diferente. Como si hubieses conocido a alguien y estuvieses enamorada... No tienes que responder, si no quieres.
—He conocido a alguien y estoy enamorada, aunque él no lo sabe todavía.
—¿Es ésa tu experiencia de hoy? ¿Es eso lo que quieres contarme?
—Sí. Cuando acabes tu historia. ¿O ya has acabado?
—No. Pero no necesito contarla hasta el final, porque aún no tiene final.
—Me gustaría escuchar el resto.
No se había enfadado con la pregunta, y él trató de concentrarse en la comida. A ningún hombre le gusta saber de esas cosas, sobre todo cuando está en compañía de una mujer. Siempre desea que ella esté allí, totalmente, concentrada en el momento, en la cena a la luz de las velas, en la luna que iluminaba las aguas y la ciudad.
Probó un poco de cada plato: masas rellenas de carne que parecían raviolis, arroz enrollado en pequeños cilindros hechos de hoja de parra, yogur, pan ácimo recién salido del horno, habas, pinchos de carne, algo parecido a una pizza pero con forma de barco, rellena de aceitunas y especias. Aquella cena iba a durar una eternidad. Pero, para sorpresa de ambos, la comida desapareció de la mesa: estaba demasiado deliciosa para dejarla allí, enfriándose y perdiendo sabor.
El camarero volvió, recogió los platos de plástico y les preguntó si podía llevar el plato principal.
—¡De ninguna manera! ¡Estamos más que satisfechos!
—Pero ya lo están preparando, ahora ya no pueden parar.
—Pagaremos el plato principal, pero, por favor, no traiga nada más o no podremos salir de aquí andando.
El camarero se rio. Los dos se rieron. Soplaba un viento diferente, que traía cosas diferentes, que lo llenaba todo a su alrededor de sabores y colores diferentes.
Nada tenía que ver con la comida, ni con la luna, ni con el Bósforo, ni con el puente, sino con el día que ambos habían vivido.
—¿Puedes acabar? —dijo Karla, encendiendo dos cigarrillos y dándole uno—. Estoy deseando contarte mi día y mi encuentro conmigo misma.
Por lo visto, había entrado en contacto con su alma gemela. En realidad, a Paulo ya no le interesaba la historia, pero se lo había pedido y ahora tenía que llegar hasta el final.