Qué alegría estar allí botando, saltando, cantando a todo pulmón, siguiendo a aquella gente que se vestía de naranja, tocaba campanillas y parecía en paz con la vida. Otras cinco personas habían decidido sumarse al grupo, y a medida que caminaban por las calles, se unía más gente. Cada dos por tres giraba la cabeza para ver si la holandesa lo seguía. No quería perderla, se acercaron por algún misterio, misterio que había que preservar; no entenderlo, sino conservarlo. Sí, estaba allí, a una distancia segura, evitando ser identificada con los monjes o aprendices de monjes y, cada vez que sus ojos se encontraban, se sonreían el uno al otro.
Se estaba creando un vínculo y se hacía fuerte.
Recordó un cuento de su infancia, El flautista de Hamelín, en el que el personaje principal, para vengarse de una ciudad que había prometido pagarle y no lo hizo, decidió encantar a los niños y llevárselos lejos con el poder de su música. Era lo que ocurría ahora: Paulo se había convertido en un niño y bailaba en medio de la calle, algo muy diferente de los años que pasó sumergido en libros de magia, haciendo complicados rituales y pensando que se acercaba a los verdaderos avatares. Tal vez sí, tal vez no, pero bailar y cantar también ayudaba a alcanzar el mismo estado de espíritu.
De tanto repetir el mantra y saltar, entró en un estado en el que el pensamiento, la lógica y las calles de la ciudad ya no importaban tanto. La cabeza estaba completamente vacía y volvía a la realidad sólo de vez en cuando para comprobar si Karla lo acompañaba. Sí, estaba allí, y le encantaría que siguiera en su vida durante mucho tiempo, aunque sólo la conocía desde hacía tres horas.
Estaba seguro de que a ella le sucedía lo mismo, o sencillamente podría haberlo dejado en el restaurante.
Entendía mejor las palabras de Krishna al guerrero Arjuna, antes de la batalla. No era exactamente lo que ponía en el libro, sino en su alma:
«Lucha porque hay que luchar, porque estás ante un combate.
»Lucha porque estás en armonía con el universo, con los planetas, los soles que explotan y las estrellas que encogen y se apagan para siempre.
»Lucha para cumplir tu destino, sin pensar en ganancias ni beneficios, ni pérdidas ni estrategias, ni victorias ni derrotas.
»No trates de complacerte a ti mismo, sino al Amor Superior, que nada ofrece aparte de un contacto breve con el Cosmos, y para eso exige un acto de devoción total, sin cuestionamientos, sin preguntas, amar por el hecho de amar y nada más.
»Un amor que no se debe a nadie, que no está obligado a nada, que se alegra simplemente por el hecho de existir y poder manifestarse».
El cortejo llegó al Dam y rodeó la plaza. Paulo decidió parar y dejar que la chica que había conocido volviese a su lado. Parecía distinta, más relajada, más cómoda con su presencia. El sol ya no calentaba como antes, difícilmente iba a ver a más chicas con los pechos al aire, pero, como todo lo que pensaba parecía suceder justo al contrario, vieron unas luces intensas a la izquierda de donde estaban sentados. Como no tenían absolutamente nada que hacer, decidieron ir a ver qué pasaba.
Los reflectores iluminaban a una modelo completamente desnuda que sujetaba un tulipán que sólo le tapaba el sexo. El fondo era precisamente el obelisco que había en el centro del Dam. Karla le preguntó a uno de los asistentes qué era aquello.
—Un póster encargado por la oficina de turismo.
—¿Es esa Holanda la que se les vende a los extranjeros? ¿Anda la gente desnuda en la ciudad?
El asistente se alejó sin contestar. En ese momento se interrumpió la sesión y Karla se dirigió a otro asistente mientras la maquilladora se acercaba para retocar el seno derecho de la modelo. Repitió la misma pregunta. El hombre, ligeramente estresado, le pidió que no lo interrumpiera, pero Karla sabía lo que quería.
—Pareces tenso. ¿Qué es lo que te preocupa?
—La luz. La luz se está yendo rápido y dentro de nada el Dam estará a oscuras —contestó el asistente para librarse de aquella criatura.
—No eres de aquí, ¿verdad? Estamos a principios de otoño y el sol aún va a brillar hasta las siete de la tarde. Además, yo tengo poder para parar el sol.
El hombre la miró sorprendido. Había conseguido lo que quería: llamar su atención.
—¿Por qué hacéis un póster con una mujer desnuda sujetando un tulipán sobre su sexo? ¿Es ésa la Holanda que queréis venderle al mundo?
La respuesta llegó de una voz enfadada pero contenida:
—¿Qué Holanda? ¿Quién ha dicho que estás en Holanda, un país en el que las casas tienen ventanas bajas que dan a la calle y las cortinas abiertas para que todo el mundo pueda ver lo que pasa dentro, que nadie peca, que la vida de cada familia es un libro abierto? Eso es Holanda, hija mía: un país dominado por el calvinismo, en el que todos son pecadores hasta que se demuestre lo contrario; el pecado está en el corazón, en la mente, en el cuerpo, en las emociones. Donde sólo la gracia de Dios puede salvar a algunos, pero no a todos, sólo a los elegidos. ¿Eres de aquí y aún no lo sabías?
Encendió un cigarrillo y vio que la chica, antes tan arrogante, ahora parecía intimidada.
—Esto no es Holanda, jovencita, es Ámsterdam, con sus prostitutas en los escaparates y las drogas en la calle, delimitada por un cordón sanitario invisible. Pobre del que se atreva a llevar esas ideas más allá del distrito de la ciudad. Aparte de ser mal recibido, no encontrará ni una habitación de hotel si no lleva la ropa adecuada. Lo sabes, ¿verdad? Entonces, por favor, márchate y déjanos trabajar.
El que se alejó fue él, dejando a Karla con la misma cara que si hubiese recibido una bofetada. Paulo intentó consolarla, pero ella murmuró para sí:
—Realmente es así. Tiene razón, es así realmente.
¿Cómo que realmente era así? ¡El guardia de la frontera llevaba pendiente!
—Hay un muro invisible alrededor de la ciudad —contestó ella—. ¿Queréis hacer el loco? Entonces vamos a buscar un sitio en el que todo el mundo pueda hacer casi todo lo que quiera, pero no paséis de ese límite, porque acabaréis presos por tráfico de drogas, aunque sólo las estéis consumiendo, o por atentado contra el pudor, porque si no se usan sujetadores, y se mantienen el recato y la moral, este país jamás saldrá adelante.
Paulo estaba un poco sorprendido. Ella se alejó.
—Nos vemos aquí a las nueve de la noche. Te prometí que iba a llevarte a escuchar verdadera música y a bailar.
—Pero no...
—Claro que sí. No faltes, porque nunca un hombre me ha dejado plantada y se ha ido.
Karla tenía sus dudas. Se arrepentía de no haber participado en el baile y los cantos en la calle, se habría acercado más a él. Pero, en fin, son riesgos que corre cualquier pareja.
¿Pareja?
—Me creo todo lo que la gente me dice y siempre acabo decepcionada —solía oír—. ¿A ti no te pasa?
Claro que sí, pero con veintitrés años sabía defenderse mejor. Y la única alternativa —además de confiar en la gente— es convertirse en alguien que vive siempre a la defensiva, incapaz de amar, de tomar decisiones, culpando siempre a los demás por todo lo que sale mal. ¿Qué gracia tiene vivir así?
Todo el que confía en sí mismo confía en los demás. Porque sabe que, cuando lo traicionen —y lo traicionarán, forma parte de la vida—, será capaz de devolver el golpe. Parte de la gracia de la vida está precisamente en eso: correr riesgos.