—¡Qué maravilla!

Después de seis días de viaje, el ánimo dio lugar al tedio y la rutina se coló e invadió el ambiente. Como ya nadie tenía novedades que contar, pensaban que no habían hecho prácticamente nada aparte de comer, dormir al raso, tratar de encontrar una mejor postura en el asiento, abrir y cerrar las ventanas por culpa del humo de los cigarrillos, aburrirse con sus propias historias y con las conversaciones de los demás (que nunca perdían una oportunidad para lanzar una pequeña pulla aquí y allí, como suelen hacer siempre los seres humanos cuando están en rebaño, aunque el rebaño sea pequeño y esté lleno de buenas intenciones como aquél).

Hasta que aparecieron las montañas. Y el valle. Y el río que corría por el desfiladero. Alguien preguntó dónde estaban y el indio dijo que acababan de entrar en Austria.

—Dentro de un rato vamos a bajar y parar cerca del río que corre por ahí, para que todos podáis bañaros. Nada mejor que el agua helada para convencer a la gente de que tiene sangre en las venas y pensamientos que pueden ser desechados.

Todos se animaron con la idea de la completa desnudez, la libertad absoluta, el contacto con la naturaleza sin intermediarios.

El conductor se metió por una carretera pedregosa, el autobús se balanceaba de un lado a otro y algunos gritaron pensando que iban a volcar, pero el conductor se reía. Por fin llegaron a la orilla de un riachuelo, o, mejor dicho, un brazo del río que salía del cauce, formando una pequeña curva en la que el agua estaba más tranquila y que después volvía a la corriente.

—Media hora. Aprovechad para lavar las cosas que usáis.

Todos corrieron hacia las mochilas. Formaba parte de cualquier equipaje hippie una pequeña toalla de manos, un cepillo de dientes, trozos de jabón, porque siempre solían acampar en lugar de hospedarse en hoteles.

—Resulta graciosa esa historia de que no nos bañamos. Posiblemente somos más limpios que la mayoría de los burgueses que nos acusan.

¿Acusan? Y ¿a quién le importaba eso? El simple hecho de admitir las críticas ya le daba poder al que criticaba. El que hizo ese comentario recibió una serie de miradas furiosas. Nunca prestaron la menor atención a lo que decían los demás, lo que era verdad a medias, porque les gustaba llamar la atención con sus ropas y sus flores, y aquella sensualidad expresa y provocativa a cada paso, y los escotes que insinuaban los senos sin sujetador, cosas por el estilo. Y faldas largas, porque era más sensual y más elegante, según habían decidido los estilistas colectivos, cuyo nombre nadie sabía. La sensualidad, por cierto, no era una manera de atraer a los hombres, sino de sentir orgullo de su propio cuerpo y hacer que todos lo supiesen.

El que no tenía toalla cogió camisetas de repuesto, camisas, jerséis, ropa interior..., en fin, cualquier cosa que le sirviese para secarse. Bajaron y, a medida que se acercaban a la orilla, se fueron quitando toda la ropa, excepto las dos chicas que parecían menores, que también se quitaron la ropa, pero se dejaron puestas las bragas y el sujetador.

Había corrientes de aire relativamente fuertes y el conductor dijo que estaban en un sitio alto y seco, de modo que la humedad y el aire ayudarían a que todo se secase más rápido.

—Por eso he decidido parar aquí.

Desde la carretera allá arriba no se veía nada de lo que pasaba. Las montañas impedían que el sol se asomase, pero la belleza era tal —rocas a ambos lados, pinos prendidos en ellas, piedras pulidas por siglos de erosión— que lo primero que hicieron fue lanzarse sin pensar al agua fría, de golpe, gritando, salpicándose unos a otros, un momento de comunión entre los diferentes grupos que se habían formado, como diciendo: «Por eso somos peregrinos, porque pertenecemos a un mundo que detesta estar parado».

«Si permanecemos en silencio durante una hora, podemos escuchar a Dios —pensó Paulo—. Pero si gritamos de alegría, Dios también nos escuchará y vendrá hasta aquí a bendecirnos.»

El conductor y su ayudante, que ya debían de haber visto una infinidad de cuerpos desnudos de jóvenes que no tenían el menor reparo en mostrarse, dejaron al grupo bañándose y fueron a comprobar la presión de los neumáticos y el nivel de aceite.

Era la primera vez que Paulo veía a Karla desnuda y tuvo que controlarse para no ponerse celoso. Sus pechos no eran ni grandes ni pequeños, le recordaba a la modelo que había visto en la sesión de fotos en el Dam; mejor dicho, era mucho, muchísimo más hermosa.

Pero la verdadera reina era Mirthe, de largas piernas, proporciones perfectas, una diosa caída en un valle cualquiera en mitad de los Alpes en Austria. Sonrió cuando se dio cuenta de que Paulo la estaba observando y él le devolvió la sonrisa, sabiendo que aquello no era más que un juego para provocar los celos de Rayan y hacer que se apartase de la tentación holandesa. Como todos sabemos, un juego con segundas intenciones puede convertirse en realidad, y por un momento Paulo soñó que aquello fuese verdad y decidió que a partir de ahí iba a dedicarle más tiempo a la mujer que, por voluntad propia, se acercaba cada vez más a él.

Los viajeros lavaron sus ropas, las dos chicas aburridas fingieron que no había un grupo de más de veinte personas desnudas a su lado, y de repente parecían haber encontrado algún tema interesante del que hablar. Paulo lavó y escurrió la camisa y el calzoncillo, pensó lavar el pantalón y ponerse el de repuesto que siempre llevaba, pero supuso que era mejor dejarlo para el siguiente baño colectivo: los vaqueros servían para todo, pero no secaban rápido.

Le pareció ver una pequeña capilla en la cima de una de las montañas y los surcos en la vegetación dibujados por ríos temporales que debían de formarse en primavera, cuando se derretía la nieve. En ese momento eran caminos de arena que bajaban desde lo alto.

El resto era el caos absoluto, el caos de las piedras negras mezcladas con otras piedras, sin ningún orden, sin ninguna estética, lo que las hacía particularmente hermosas. No hacían nada, ni siquiera organizarse o acomodarse para resistir mejor los constantes ataques de la naturaleza. Podían estar allí hacía millones de años, o hacía sólo dos semanas. Había señales en la carretera advirtiendo a los conductores del riesgo de desprendimientos, lo que significaba que las montañas aún estaban en construcción, estaban vivas, las piedras se buscaban unas a otras igual que hacen los seres humanos.

El caos era hermoso, era la fuente de la vida, era como él se imaginaba el universo allí fuera, y también en su interior. No era una belleza fruto de comparaciones, de oraciones, ni de deseos, sino sencillamente una manera de vivir su larga vida bajo la forma de piedras, de pinos que amenazan con despeñarse por las montañas, pero que debían de llevar allí muchos años porque sabían que eran bienvenidos, agradables a los ojos de las piedras, y a ambos les encantaba hacerse compañía unos a otros.

—Allí arriba hay una iglesia o una ermita —comentó alguien.

Sí, todos la habían visto, y pensaban que la habían descubierto, pero ahora sabían que no; se preguntaban en silencio si viviría alguien allí o estaría abandonada desde hacía muchos años, por qué la pintaron de blanco en un sitio en el que las rocas eran negras, cómo habían conseguido llegar hasta allí para construirla... En fin, ahí estaba la ermita, lo único ajeno al primitivo caos del entorno.

Permanecieron allí, mirando los pinos y las rocas, tratando de averiguar dónde estaba la cima de aquellas montañas a ambos lados, poniéndose ropa limpia y siendo conscientes, una vez más, de que un baño puede curar muchos de los dolores que insisten en permanecer estancados en la cabeza.

Hasta que sonó la bocina; era hora de retomar el viaje, algo que la belleza del lugar les había hecho olvidar.