Todo habría salido según el plan si, al llegar a orillas del Titicaca (el mencionado lago más alto del mundo), no se hubiesen encontrado de frente un monumento antiquísimo, conocido como Puerta del Sol. Junto a ella, había más hippies reunidos, cogidos de la mano, en un ritual que ellos no querían interrumpir pero en el que, al mismo tiempo, les gustaría participar.

Una chica los vio, los llamó haciendo un gesto silencioso con la cabeza, y los cuatro pudieron unirse a los demás.

No era necesario explicar la razón de estar allí; la puerta hablaba por sí misma. Había una grieta justo en el centro del travesaño superior, posiblemente causada por un rayo, pero lo demás era una verdadera maravilla de bajorrelieves, que contaban la historia de un tiempo ya olvidado pero aún presente, que quería ser recordado y descubierto otra vez. Estaba esculpida en una única piedra, y en el travesaño superior estaban los ángeles, los señores, los símbolos perdidos de una cultura que, según cuenta la gente del lugar, muestran la manera de recuperar el mundo en caso de que sea destruido por la avidez humana. Paulo, que a través de la abertura de la puerta podía ver el lago Titicaca a lo lejos, empezó a llorar, como si estuviese en contacto con sus constructores; gente que abandonó el lugar con prisas, antes incluso de terminar el trabajo, temiendo algo o a alguien que apareció y les pidió que parasen. La chica que los había invitado a unirse a la rueda sonrió, también ella tenía lágrimas en los ojos. El resto tenía los ojos cerrados, mientras hablaban con los antiguos, tratando de averiguar lo que los había llevado hasta allí, respetando el misterio.

El que quiera aprender magia debe empezar por mirar a su alrededor. Todo lo que Dios le quiso decir al ser humano se lo puso justo delante, la Tradición del Sol.

La Tradición del Sol es democrática, no se hizo para los estudiosos ni los puros, sino para la gente común. El poder está en todas las pequeñas cosas que forman parte del camino de un hombre; el mundo es un aula, el Amor Supremo sabe que estás vivo y te va a enseñar.

Todos estaban allí, en silencio, prestando atención a algo que no comprendían bien, pero que sabían que era verdad. Una de las chicas cantó una canción en una lengua que Paulo no entendía. Un chico —tal vez el mayor de todos— se levantó, abrió los brazos e hizo una invocación:

Que el Sublime Señor nos dé

un arco iris para cada tempestad,

una sonrisa para cada lágrima,

una bendición para cada dificultad,

un amigo para cada momento de soledad,

una respuesta para cada oración.

Y justo en ese momento se oyó la bocina de un barco, que realmente era un navío construido en Inglaterra, desmontado y transportado hasta una ciudad de Chile, cargado en piezas por mulas hasta los tres mil ochocientos metros de altura, donde se encuentra el lago.

Embarcaron todos hacia la antigua ciudad perdida de los incas.

Pasaron allí días inolvidables, porque rara vez alguien era capaz de llegar hasta allí, sólo aquellos que eran los niños de Dios, los libres de espíritu y dispuestos a afrontar sin miedo lo desconocido.

Durmieron en las casas abandonadas y sin techo mirando las estrellas, hicieron el amor, comieron lo que habían llevado, se bañaron todos los días completamente desnudos en el río que corría bajo la montaña, hablaron sobre la posibilidad de que los dioses fuesen realmente extraterrestres y hubiesen aterrizado en aquella región al llegar a la Tierra. Todos habían leído el mismo libro del suizo que interpretaba que los dibujos incas mostraban a los viajeros de las estrellas; asimismo, también habían leído a Lobsang Rampa, el monje del Tíbet que hablaba de la apertura del tercer ojo, hasta que un inglés les contó a todos los que estaban reunidos en la plaza central de Machu Picchu que dicho monje se llamaba Cyril Henry Hoskins, y era un fontanero del interior de Inglaterra, cuya existencia se había descubierto recientemente y cuya autenticidad ya había sido desmentida por el dalái lama.

Todo el grupo se sintió bastante decepcionado, sobre todo porque, al igual que Paulo, el resto estaba convencido de que realmente había una glándula entre los dos ojos, conocida como pineal, y cuya verdadera utilidad aún no había sido descubierta por los científicos. Así pues, el tercer ojo existía, aunque no del modo que Lobsang Cyril Rampa Hoskins había descrito.

Al tercer día, su novia decidió volver a casa, y también decidió —sin dejar ningún lugar a la duda— que Paulo debía acompañarla. Sin despedirse ni mirar atrás, partieron antes de salir el sol y pasaron dos días descendiendo por la cara este de la cordillera en un autobús lleno de gente, animales domésticos, comida, artesanía. Paulo aprovechó para comprar una bolsa de colores, que podía doblar y meter dentro de su mochila. También decidió que nunca más iba a volver a hacer viajes en autobús que durasen más de un día.

Desde Lima hicieron autostop hasta Santiago de Chile (el mundo era seguro, los coches paraban aunque sintiesen cierto miedo de la pareja, por la manera como iban vestidos). Allí, después de una noche de buen descanso, le pidieron a alguien que les dibujase un mapa para cruzar la cordillera y volver a través de un túnel que unía el país con Argentina. Siguieron hacia Brasil, haciendo autostop otra vez, porque su novia decía que el dinero que aún le quedaba podía ser necesario para alguna emergencia médica (siempre prudente, siempre mayor, siempre con su práctica educación comunista, que nunca la dejaba relajarse del todo).

Ya en Brasil, en el estado en el que la mayoría de los que tienen pasaporte es gente rubia y de ojos azules, decidieron parar una vez más, por una sugerencia de su novia.

—Vamos a visitar Vila Velha. Dicen que es un lugar fantástico.

No vieron la pesadilla.

No presintieron el infierno.

No se prepararon para lo que les esperaba.

Habían pasado por varios lugares fantásticos, únicos, en los que ya se atisbaba cierta sombra de destrucción en el futuro por hordas de turistas que sólo pensaban en comprar y comparar las delicias de su propia casa. Pero, tal como su novia lo dijo, no dejó lugar a dudas, no había signo de interrogación al final de la frase, era sencillamente una forma de decirlo.

Vamos a visitar Vila Velha, por supuesto. Es un lugar fantástico. Un yacimiento geológico con impresionantes esculturas naturales, esculpidas por el viento (que el ayuntamiento de la ciudad más cercana trataba de promocionar a toda costa, gastando una fortuna). Todos sabían que Vila Velha existía, pero algunos más fiesteros iban a una playa en un estado cercano a Río de Janeiro; otros la encontraban muy interesante, pero muy lejana para ir hasta allí.