Volvía de su primer viaje largo por el camino hippie de moda. Con su novia —once años mayor que él, nacida y criada en el régimen comunista de Yugoslavia, hija de una familia noble que lo había perdido todo, pero que le había dado una educación que le permitía hablar cuatro lenguas, se fugó a Brasil, se casó con un millonario en régimen de separación de bienes, y se separó cuando descubrió que él ya la consideraba «vieja» a sus treinta y tres años y ahora andaba con una chica de diecinueve, cliente de un excelente abogado que le consiguió una indemnización suficiente para que no tuviera que trabajar ni un solo día el resto de su vida— había partido hacia Machu Picchu en el conocido como el Tren de la Muerte, un tren bastante distinto de aquél en el que estaba ahora.
—¿Por qué lo llaman el Tren de la Muerte? —le preguntó su novia al encargado de comprobar los billetes—. No pasamos por muchos precipicios.
A Paulo no le interesaba la respuesta lo más mínimo, pero la hubo igualmente.
—Antiguamente se usaba para transportar leprosos, enfermos y los cuerpos de las víctimas de una grave epidemia de fiebre amarilla que se extendió por la región de Santa Cruz.
—Supongo que habrán llevado a cabo un excelente trabajo de higienización de los vagones.
—Desde entonces, salvo algún que otro minero que decide vengarse de alguien, nadie más se ha puesto enfermo.
Los mineros a los que se refería no eran los nacidos en Minas Gerais, Brasil, sino los que trabajaban día y noche en las minas de estaño de Bolivia. Bueno, estaban en un mundo civilizado, esperaba que nadie decidiese vengarse aquel día. Para tranquilidad de ambos, la mayoría de los pasajeros eran pasajeras, con sus sombreros hongos y ropas de colores.
Llegaron a La Paz, la capital del país, cuya altitud es de 3.610 metros, pero como habían subido en tren, no sintieron demasiado los efectos de la escasez de aire. Aun así, al bajar en la estación, vieron a un joven con la ropa típica de la tribu a la que pertenecía, sentado en el suelo y algo desorientado. Le preguntaron qué le ocurría («no puedo respirar bien»). Un hombre que pasaba les sugirió que mascasen todos hojas de coca, una costumbre tribal que ayudaba a los habitantes a afrontar la altitud, y que se vendían libremente en los puestos de la calle. El chico ya se sentía mejor, y pidió que lo dejasen solo, se iba a Machu Picchu aquel mismo día.
La recepcionista del hotel que eligieron llamó a su novia a un lado, le dijo algunas palabras y después hizo el registro. Subieron a la habitación y se durmieron al momento, aunque primero Paulo le preguntó qué le había dicho:
—Nada de sexo los dos primeros días.
Era fácil de entender. No había la menor disposición para nada.
Pasaron dos días sin sexo en la capital de Bolivia, sin ningún efecto colateral por la falta de oxígeno, llamada soroche. Tanto él como su novia lo atribuyeron a los efectos terapéuticos de la hoja de coca, pero realmente no tenía nada que ver con eso; el soroche lo sufren personas que se apartan del nivel del mar y suben de repente a grandes altitudes —es decir, en avión—, sin darle tiempo al organismo a acostumbrarse. Y ambos habían pasado siete largos días subiendo en el Tren de la Muerte. Mucho mejor para adaptarse al lugar, y mucho más seguro que el transporte aéreo (Paulo vio en el aeropuerto de Santa Cruz de la Sierra un monumento a los «heroicos pilotos de la compañía, que sacrificaron sus vidas en el cumplimiento del deber»).
En La Paz vieron a los primeros hippies, que, como una tribu global consciente de la responsabilidad y la solidaridad que debían tener unos con otros, siempre llevaban el famoso símbolo de la runa vikinga invertida. En el caso de Bolivia, un país en el que todos llevaban ponchos, chaquetas, camisas y trajes de colores, era prácticamente imposible saber quién era quién sin la ayuda de la runa cosida en los abrigos o en los pantalones.
Esos primeros hippies eran dos alemanes y una canadiense. Invitaron a su novia, que hablaba alemán, a dar un paseo por la ciudad, mientras él y la canadiense se miraban el uno al otro sin saber muy bien qué decir. Cuando, media hora después, los tres volvieron del paseo, decidieron que debían partir enseguida en lugar de quedarse allí gastando dinero: se dirigirían al lago de agua dulce más alto del mundo, cruzarían en barco sus aguas, desembarcarían en el otro extremo, en territorio peruano, y seguirían directamente hacia Machu Picchu.