Liesl estaba muy confusa. Creyó que lo que dijo su madre de Pomerania y de «tiene que darnos dinero» eran alucinaciones. Que su madre había perdido la cabeza por la angustia de la repentina muerte de su padre. Sin embargo, más tarde, en el entierro, Else se fue de la lengua y habló de cosas muy raras, así que de repente Liesl no sabía qué pensar.
El entierro había sido una celebración. Su madre invirtió el último dinero que les quedaba en comprar un ataúd bonito para que no llevaran a la tumba a su padre como a un pobre perro. Para la decoración floral que confeccionó Christian, la señora Melzer le había enviado flores del vivero del cementerio municipal. Allí lo compraban todo en el mercado grande y ofrecían rosas, claveles y lirios de todos los colores. En la capilla del cementerio de San Miguel el ataúd de madera marrón yacía sobre los peldaños, y luego todo el mundo comentó que nunca había visto una corona de flores tan bonita.
Liesl tuvo que sentarse en primera fila con su madre y sus hermanos, le daba vergüenza porque los asistentes no paraban de mirarlos. Hanna le había prestado una blusa negra, la capa oscura era de su madre y le quedaba grande. Los hermanos iban vestidos con normalidad, no lucían prendas negras, y Auguste llevaba un vestido de la época en que era criada en la villa de las telas que no le abrochaba por detrás.
Mientras el cura hablaba, ella se iba secando los ojos con un pañuelo de encaje blanco. Maxl era un baño de lágrimas y se las limpiaba con el dorso de la mano porque no tenía pañuelo. Fritz y Hansl no lloraban, solo miraban fijamente el ataúd marrón, donde estaba encerrado su padre bajo las bellas flores. El discurso del cura era como un ruido de fondo para Liesl, más tarde solo recordaría que mencionó las palabras «fiel», «recto» y «temeroso de Dios». Cuando cargaron el ataúd en un carro y salieron de la capilla hacia el cementerio, brillaba el sol y los arbustos habían brotado, las flores de colores de las tumbas brillaban por todas partes y en los árboles brincaban los paros y los pinzones. Maxl y su madre seguían al cura, luego iba Liesl con Fritz y Hansl cogidos de la mano. Tras ellos se movía una multitud vestida de negro que a ella le resultaba muy inquietante, pese a conocer a la mayoría. Lo que sucedió después fue horrible. Tuvo que agarrar de la mano muy fuerte a Fritz porque no quería que bajaran a su padre a la fría zanja. Empezó a dar patadas y a gritar hasta que al final el cura se acercó a él y le puso una mano en el hombro.
—Tu padre se va a la eternidad con Dios —le dijo al niño—. Deberías alegrarte por él y no llorar.
—¡Vete! —gritó Fritz, que le dio una patada al cura.
Entonces se acercó su madre y le dio una bofetada a su hijo. Fritz se quedó quieto al instante. Cuando todo terminó en el cementerio, la casa se llenó de invitados, a los que se ofreció café y pasteles. Liesl había hecho los pasteles en la villa de las telas, porque el horno era mejor y Fanny Brunnenmayer le había regalado la harina y la mantequilla. Hicieron cinco bandejas grandes y se comieron hasta la última migaja.
Su madre estaba muy orgullosa porque asistieron el señor y la señora Melzer, además de la señora Elizabeth y su marido, el señor Winkler. La señora Alicia Melzer se había disculpado porque tenía migraña, y tampoco estuvo ninguno de los niños. A cambio había ido Kitty Scherer con su marido, que conocía a Gustav de cuando era criado en la villa de las telas. De los empleados fueron Hanna y Humbert, y Gertie y Dörthe se quedaron solo a tomar un café porque tenían que volver al trabajo, lo mismo que Fanny Brunnenmayer, que tampoco tenía tiempo de quedarse más rato en el salón con ellos. Solo la vieja Else tuvo la paciencia suficiente y habló mucho con Auguste de los viejos tiempos. Luego fue a la cocina, donde Liesl lavaba las tazas y los platos que había cogido prestados en la villa de las telas.
—Os habéis gastado un dineral —comentó Else con admiración—. ¡Ahora que el café es tan caro!
—Hoy da igual. Según mi madre no hay que ser tacaño con un entierro decente —contestó la chica.
Else asintió despacio.
—Gustav era un hombre de buen corazón —dijo—. Nadie pensaba que todo acabaría tan rápido para él.
—No —contestó Liesl mientras guardaba un montón de platos en una cesta que más tarde llevaría a la villa de las telas. Luego se detuvo porque Else dijo algo curioso:
—Gustav ha sido como un padre para ti.
—Por supuesto —contestó Liesl, un tanto confusa—. Porque era mi padre.
—Dios mío —exclamó Else, que se llevó la mano a la boca—. En ese caso, ojalá no hubiera dicho nada.
Al ver que Liesl la miraba aturdida, Else se inclinó enseguida hacia la cesta.
—Esta me la llevo yo ahora, no puedes arrastrarlo todo tú sola.
Antes de que Liesl pudiera hacerle más preguntas, se fue al salón con la cesta para despedirse de su madre y salió de la casa con tanta prisa que se podía oír el golpeteo de los platos.
Liesl se quedó en la cocina pensando en qué había querido decir Else. ¿«Como un padre»? ¿Es que no lo era? Por supuesto, sabía que ella nació antes de la boda de sus padres, lo supo cuando aún iba a la escuela de primaria.
En ese momento se abrió la puerta de la cocina. Auguste entró con una bandeja llena de vajilla y la dejó al lado del fregadero.
—Lávalo rápido, luego puedes llevártelo todo.
Su madre parecía cansada. Había sido un día largo y duro para ella, y se quejaba de dolores en las piernas, eran las varices que tenía después de tantos embarazos.
—Me gustaría preguntarte algo, mamá.
—Ahora no, Liesl. Tengo que volver. El cura está ahí dentro con Loni y Magda, del mercado. Me gustaría que se fueran a casa de una vez, estoy tan cansada que me voy a caer redonda.
La puerta se cerró y Liesl se dirigió con un suspiro a la nueva montaña de vajilla. Entretanto entró Maxl en la cocina pidiendo una bolsa de agua caliente porque Hansl estaba arriba acostado en la cama con unos terribles retortijones.
—Se ha comido doce trozos de pastel. No me extraña.
—Pobre —comentó Liesl, al tiempo que sacudía la cabeza—. Ahora subo con una infusión de manzanilla.
Auguste seguía sentada con los últimos invitados en el salón. Les había servido un chupito de licor, luego un segundo y un tercero, y las conversaciones giraban en torno a los pecados mortales de la codicia, que a juicio del cura se extendían sobre todo en Estados Unidos, por lo que Dios nuestro Señor había castigado a los estadounidenses con el Viernes Negro. Cuando su madre mencionó que el último tranvía pasaría dentro de un cuarto de hora, los tres se fueron a casa.
—Me alegro de poder quitarme el vestido por fin —gimió—. Por delante me aprieta y por detrás tengo frío. Liesl, ¿recoges un poco antes de irte a la villa de las telas?
—Lo haré encantada, pero antes tengo una pregunta que hacerte…
Su madre soltó un gemido.
—¿Qué pasa? Estoy muerta de cansancio.
La inseguridad se apoderó de Liesl. ¿Le habían ocultado algo? ¿Algo que no solo Else, sino todos los empleados de la villa de las telas sabían sobre ella?
—Siempre has dicho que Gustav era mi padre… —empezó—. Sin embargo, creo que no es verdad.
Auguste clavó la mirada en ella, cerró los ojos un instante y soltó un bufido.
—¿De dónde sacas eso? ¿Te lo ha contado alguien de la villa de las telas? ¿Brunnenmayer?
Así que era cierto, se lo notó a su madre.
—Else ha dicho algo…
—Esa vieja chismosa y boba —maldijo, furiosa, antes de darle la espalda—. Bueno, Gustav y yo hacía tiempo que queríamos decírtelo y no encontrábamos el momento. Ahora lo has descubierto de otra manera. Es verdad, Gustav no era tu padre. Es otro.
Otro. A Liesl el corazón le latía con tanta fuerza que tuvo que sentarse en una silla.
—¿Quién? —preguntó temerosa.
Parecía que a su madre le molestaban tantas preguntas, y le hizo un gesto malhumorada.
—Fue una historia muy tonta —dijo mientras daba vueltas por la cocina para colocar bien las sillas—. Yo era joven e ingenua, creía de verdad que se casaría conmigo. ¡Puedes reírte de mí si quieres! ¡Un noble que se casa con una criada! Eso no existe. Por eso me quedé con una hija bastarda…
La hija bastarda que Auguste consideraba una desgracia era ella. Liesl. «Qué horrible», pensó. Volvió a mirarla y, al ver su cara afligida, su madre lamentó haber pronunciado esas palabras.
—No estés triste, niña. Gustav te crio como si fueras hija suya. Tuviste un buen padre. Y el otro, tu padre de verdad, pagó por ti. No siempre, porque a menudo no tenía dinero suficiente…
—Dime quién es —interrumpió Liesl la verborrea—. ¿Es que lo conozco? ¿O ya no está vivo? Dime su nombre.
La madre se retiró un mechón de pelo de la frente y miró a Liesl con disgusto.
—Tenías que salir con eso justo hoy —gruñó irritada—. Está bien: se llama Klaus von Hagemann y vive lejos de aquí, en Pomerania.
—¿En Pomerania?
¿No había hablado su madre de Pomerania hacía poco? ¿Que tenía que ir a recoger dinero? Entonces, ¿su padre era rico?
Ahora que la historia de su amorío echado a perder y la hija ilegítima había salido a la luz, su madre hablaba con ella de un modo muy distinto.
—Es noble, el señor Von Hagemann. Ahora lo sabes, y no debes olvidarlo. Eres mi hija, Liesl, pero por tus venas corre sangre noble, la de los Von Hagemann. Por eso algún día llegarás más lejos que yo. A Christian déjalo a un lado, no es para ti, niña. En la villa de las telas puedes progresar. Por supuesto, no en la cocina, apunta más alto. Por cierto, ¿sabes que Marie Melzer también fue ayudante de cocina?
Su madre hacía gestos elocuentes con la cabeza, luego se quejó porque no podía aguantar el vestido ni un segundo más y se fue. Liesl esperó un rato por si volvía a la cocina, pero por lo visto su madre se había acostado. A Liesl no le quedó más remedio que meter el resto de la vajilla en una cesta, apagar todas las luces de la cocina y el salón y marcharse a la villa de las telas, un camino tenebroso porque había oscurecido y en la calle ya no ardía ni una sola farola. Hasta que no atravesó la portezuela lateral del parque de la villa no apareció una lucecita entre los arbustos. Era el cobertizo, donde se guardaban todos los aparejos del parque. Por lo visto Christian aún estaba trabajando. Por un momento tuvo la tentación de ir a verlo para contárselo todo. Lo descartó porque su madre antes había dicho cosas que seguro que no eran del agrado del jardinero. Caminó presurosa por la hierba húmeda hacia la villa y comprobó con alegría que en el anexo aún había luz. Llamó a la puerta del servicio sin aliento, que por la noche estaba cerrada con pestillo por dentro.
—¿Eres tú, Liesl? —oyó la voz de la cocinera.
¡Fanny Brunnenmayer estaba despierta! No era lo habitual en ella, normalmente se acostaba pronto.
—Sí, soy yo, señora Brunnenmayer. He traído las tazas y los platos.
La cocinera retiró el pestillo con un chirrido y su ancha figura apareció en el pasillo. Encima del camisón llevaba una chaqueta de punto. Se había quitado la cofia blanca que usaba cuando trabajaba y se le veía el pelo, gris y un poco ralo.
—Por fin has vuelto, niña —dijo, y le cogió la cesta—. Ya es noche cerrada. ¿Por qué no te has llevado una linterna?
—Se me ha olvidado.
La mujer sacudió la cabeza y dejó la cesta en un taburete, luego se sentó, agarró la jarra marrón y se bebió su cerveza.
—Ha sido un día duro, ¿verdad? —preguntó—. He pensado mucho en ti. Me ha quitado el sueño, por eso he bajado a la cocina a beber algo para dormir. ¿Quieres?
Liesl rechazó la oferta, pero se sentó y esperó a que Fanny Brunnenmayer hubiera bebido un trago largo de la jarra.
—Lo sabíais todos, ¿verdad? —dijo Liesl en voz baja y tono de reproche—. Todos sabíais que Gustav no era mi padre. Pero nadie me lo dijo.
La cocinera se limpió la espuma de la cerveza con el dorso de la mano.
—¿Por fin te lo ha confesado tu madre?
Liesl dudó en la respuesta porque no quería hablar mal ni de su madre ni de Else. Sin embargo, le contó la verdad.
—Else se ha ido de la lengua. Luego se lo he preguntado a mi madre y me lo ha contado. Mi padre se llama Klaus von Hagemann y vive en Pomerania.
Enmudeció y esperó a que la cocinera dijera algo. Arriba, junto a la lámpara, dos moscas volaban juntas, chocaban contra la pantalla, zumbaban enfadadas, incapaces de abandonar el vuelo salvaje alrededor de la luz.
—¿Y qué más te ha contado de tu padre? —preguntó Fanny Brunnenmayer al final.
—Nada.
—Bueno, entonces ahora estarás bastante confundida, niña. ¿Tengo razón?
Liesl asintió mientras hacía garabatos con los dedos en la superficie de la mesa, impaciente. La cocinera bebió otro trago de cerveza antes de tomar de nuevo la palabra:
—Liesl, tienes que saber que el señor Von Hagemann estuvo casado con Elisabeth Melzer. No fue una historia feliz, para ninguno de los dos. Todo esto terminó hace mucho tiempo, están divorciados, la señora encontró al hombre adecuado y tu padre por lo visto está a gusto en Pomerania.
Liesl se enteró de más cosas de su padre de lo que esperaba. La mansión en Pomerania donde vivía pertenecía en realidad a una tal Elvira von Maydorn, la cuñada de Alicia Melzer y esposa de su difunto hermano Rudolf.
—Por aquel entonces nombró a Elisabeth, miembro natural de su familia, como única heredera tras su muerte, pero con el divorcio Lisa cedió sus derechos al señor Von Hagemann. No sé por qué razón.
Liesl comprendió que su padre gestionaba una mansión que un día heredaría. Así que era rico. Además, la cocinera le contó que tras separarse de la señora se casó con una chica del pueblo.
—Seguro que no heredarás nada —afirmó Fanny Brunnenmayer—. No te hagas ilusiones con eso porque ya tiene descendencia con Pauline. Además, Elvira es la propietaria mientras viva, y el señor Von Hagemann rinde cuentas ante ella como administrador.
Vaya, las cajas de salchichas, jamón y carne ahumada que de vez en cuando llegaban a la villa procedían de la mansión Maydorn. Seguramente las enviaba su padre desde Pomerania a Augsburgo, ¿o no?
—¿Me ha visto alguna vez? —preguntó—. Si soy su hija, en algún momento me habrá visto, ¿no?
La cocinera dudó antes de contestar.
—Puede ser —admitió a continuación—. Pero no lo recuerdo bien. Tienes que preguntárselo a tu madre, ella lo sabrá.
Liesl bajó la cabeza, afligida. Si el señor Von Hagemann la hubiera visitado, seguro que su madre se lo habría contado. Solo dijo que pagaba por ella. Y de vez en cuando. Sin embargo, había otra pregunta que la consumía por dentro.
—Señora Brunnenmayer…
—¿Qué más quieres saber? —dijo ella, afable.
—¿Mi padre es buena persona?
No parecía una pregunta fácil de contestar porque la cocinera respiró hondo y parpadeó pensativa hacia la lámpara.
—Por lo menos no es malo, niña. En aquella época, cuando venía de visita a la villa, era un tipo atractivo. Alto, gallardo, con un bigotito sobre el labio superior. Muchas se enamoraron de él, no solo tu madre. Pero él solo tenía a una persona en la cabeza…
—¿Elisabeth Melzer?
—No, ella no. La hermana menor, la señorita Kitty. Le propuso matrimonio. Por aquel entonces todos los jóvenes le iban detrás.
La cocinera sonrió, por lo visto evocó un montón de buenos recuerdos. ¡Cuánto sabía de los señores! Bueno, ya hacía casi cincuenta años que era cocinera en la villa, seguro que había vivido muchas cosas.
—La señorita Kitty es la señora Scherer, ¿verdad? —se aseguró Liesl—. Hoy en día sigue siendo muy guapa. ¿Por qué mi padre se casó con Elisabeth si quería estar con Kitty?
—Muy fácil: porque le dio calabazas.
Liesl se quedó consternada. Debía de haber sido una mala experiencia para él. Era noble, pero la mujer de la que estaba enamorado no quiso estar con él.
—Se casó con Elisabeth por su dinero. Por eso fue un matrimonio infeliz. Además, el destino lo castigó porque una granada le destrozó la cara en la guerra.
—¡Dios mío, es horrible! —exclamó Liesl.
—Se curó bien —le restó importancia Fanny Brunnenmayer—. Le operaron. Puede estar contento de haber salido con vida. Muchos hombres no tuvieron tanta suerte.
Liesl lo sabía, por supuesto. Muchas de sus compañeras de clase se habían criado solo con sus madres, o tenían un padrastro que no siempre era bueno con ellas.
—No le va mal allí, en Pomerania —siguió explicando la cocinera—. Parece que es buen agricultor, ha recuperado la mansión y ha formado una familia. Creo que se ha convertido en una buena persona. Así es la vida, niña. Algunos tardan en encontrar su camino y primero cometen errores, hacen tonterías, se juntan con la pareja equivocada y se dan cuenta tarde de cuál es su sitio. Por eso a menudo lo más inteligente es no casarse. Como hice yo.
Liesl escuchó con atención la filosofía de vida de la cocinera y una sensación de desánimo se apoderó de ella. Así era. Casi todos se enamoraban primero de la persona equivocada. Su madre lo hizo, y su padre también. Por eso había pena y sufrimiento, hijos ilegítimos y separaciones; la vida le daba fuertes sacudidas a uno hasta que en algún momento pescaba un poco de suerte.
—Ahora estoy muerta de cansancio. —Fanny Brunnenmayer bostezó con ganas—. Vamos a la cama. Mañana será otro día.
Arriba, en el dormitorio, Dörthe dormía bajo el plumón; roncaba tanto que las paredes se movían. Liesl estaba acostumbrada, por lo general conseguía dormirse pese al concierto, pero hoy tenía demasiadas cosas en la cabeza. Seguro que Dörthe no había estado nunca casada, ni parecía necesitar ni querer marido. Eso ahorraba muchas penas a una mujer. De pronto pensó en Christian. Tenía unos ojos sinceros y una sonrisa tímida preciosa. No era un chico guapo como lo había sido su padre. Las orejas grandes y abiertas no ayudaban. En cambio, era una buena persona, eso seguro, y quizá incluso estaba un poco enamorada de él. Pero ¿y si era la persona equivocada?
Su madre le había dicho que se olvidara de él y apuntara más alto. No conseguía entenderlo del todo. ¿Adónde debía mirar? ¿Al cielo?
Le encantaría mirar hacia Pomerania, donde vivía su padre. Le encantaría verlo por lo menos una vez. Era raro tener un padre al que no habías visto en la vida. Sin embargo, Pomerania estaba lejos y ella no tenía dinero. Además, él no quería saber nada de ella.