La animada cháchara de la tía Tilly penetró desde el vestíbulo hasta el dormitorio de la planta de arriba. Dodo cogió su bolsa de viaje y quiso bajar corriendo la escalera, luego se detuvo y abrió la puerta de la habitación de Leo. En efecto, su hermano estaba en su escritorio, con la cabeza metida en los libros de texto.
—¿De verdad no quieres venir? —preguntó—. Al fin y al cabo la tía Tilly nos ha invitado a los dos a pasar unos días en su casa.
—¡No! Tengo que estudiar latín. —Ni siquiera se volvió hacia ella, en cambio hojeaba la gramática latina y murmuraba para sus adentros palabras incomprensibles—. ¡Son las vacaciones de otoño!
—Sí, ¿y? —Dodo sacudió la cabeza, confundida—. Nadie medio normal estudia durante las vacaciones.
—Tengo mucho que recuperar —insistió—. Ahora déjame tranquilo. Que te lo pases muy bien en Múnich. Puedes escribirme una carta.
—Puedes esperar sentado —gruñó ella, decepcionada, y cerró la puerta.
En el comedor se encontró a la tía Kitty con la abuela y la tía Lisa tomando un té y unas pastas que les servía Humbert.
—No, Kitty —se lamentó la tía Lisa, y se limpió la cara con el pañuelo de bolsillo—. De ningún modo iré con vosotros a Múnich. No soporto la escena, seguro que empiezo a llorar, lo sé, y no pararía durante todo el trayecto. No, no quiero pedirle eso a nadie.
—Cielo santo. ¡Sigue vivo, Lisa! Un poco maltrecho, sí. Sobre todo en la cabeza, como ha dicho Tilly. Pero en eso siempre ha sido un poco peculiar. El resto sigue intacto, solo la rodilla está un poco perjudicada. Piensa en el pobre Klippi. Él tiene otras partes perjudicadas…
—¡Kitty, por favor! —la reprendió la abuela—. Pas devant les enfants!
Dodo conocía esa frase desde que tenía uso de razón, su abuela la decía siempre que la conversación se ponía interesante.
—¡Ah, Dodo, ahí estás! —exclamó la tía Kitty, que estiró el brazo hacia su sobrina para atraerla hacia sí y besarla—. ¿Ya has hecho el equipaje? ¿Cómo? ¿Solo esa bolsita? Pero si ahí no cabe nada. Necesitarás un vestido de tarde bonito. Ropa para la ópera. Una bata… Bueno, para Navidad te regalaré un déshabillé maravilloso de color turquesa. Con encaje. Estarás arrebatadora. Ya he escogido las zapatillas a juego.
«Dios mío», pensó Dodo, horrorizada. Como no quería disgustar a la tía Kitty, hizo como si se alegrara, pero aclaró que le gustaría tener además unos pantalones largos y una chaqueta a juego.
—En mi época, las damas nunca llevaban pantalones —comentó la abuela—. Ni siquiera en una excursión a caballo. Usábamos una silla de montar para damas.
—Unos pantalones largos es una buena idea, Dodo —intervino la tía Kitty—. Te quedarían estupendos. Bueno, ¿y ahora qué, Lisa? ¿De verdad no quieres venir? Está bien. Tampoco yo quiero tus lloriqueos en mi coche; ya me encargo de traer a tu maltrecho caballero a Augsburgo. ¡Qué cosas se les ocurren a los hombres! Una cree que ha atrapado a un ejemplar pacífico y luego se pelea como si fuera un repartidor de cerveza.
La abuela Alicia dejó la taza de té que iba a llevarse a la boca en el platillo.
—¿Qué dices, Kitty? ¿Sebastian se ha peleado? ¿No se suponía que solo tenía un mal dolor de muelas?
Lisa fulminó con la mirada a su hermana y esta se mordió el labio inferior, asustada. Ya se había ido de la lengua otra vez.
—Tienes razón, mamá. Tiene dolor de muelas. ¿Sabes? Se tropezó. Fue en un bar, y había un cervecero…
—¿En un bar?
La abuela abrió los ojos de par en par, y la tía Kitty dejó las explicaciones, confusa.
—Dios mío, se ha hecho tarde —exclamó al tiempo que miraba el reloj de péndulo sobre la cómoda—. Tenemos que irnos sin falta, mi cochecito no es el más rápido del mundo. Lisa te explicará con exactitud qué le ha pasado a Sebastian, ¿verdad, hermanita? ¿Las cosas de Tilly están fuera, en la puerta? Pues que Humbert las coloque en el maletero. Dodo, ponte el abrigo, hace frío. Querida mamá, mañana volveré con Sebastian. A primera hora de la tarde, creo… ¡Dame un abrazo, mi queridita mamá! ¡Y dales un beso a los niños de mi parte! Y tú, Lisa, mañana tendrás aquí a tu amado y podrás cuidar al pobre inválido.
A Dodo le pareció muy elocuente la mirada de despedida de la tía Lisa. Seguramente tenía ganas de apuñalar a su lenguaraz hermana, pero la tía Kitty obvió con naturalidad y alegría su metedura de pata, y enseguida se la oyó hablando abajo en el vestíbulo con Gertie y Humbert de esto y de aquello.
—¡Este bolso de mano es un desastre! Todo lo que busco está en el fondo de todo. ¿Dónde está la llave del coche?
Dodo puso cara de desesperación, abrazó primero a la abuela y luego a la tía Lisa, prometió obedecer mucho en casa de la tía Tilly, no contestar con insolencias y hacer una reverencia siempre que saludara a un adulto. Luego bajó tan rápido la escalera hasta el vestíbulo que estuvo a punto de caerse con las papeleras que Else había dejado al pie de la escalera para vaciarlas en el cubo de la basura. Dodo sorteó el obstáculo con un audaz salto, pero volcó una cesta y el contenido se desparramó.
Observó las hojas de papel esparcidas ante ella en el suelo y no podía creerlo. Eran notas escritas a mano. Las composiciones de Leo. Su hermano lo había tirado todo a la basura.
—No hace falta que lo recojas ahora —la reprendió la tía Kitty, impaciente—. Deja que lo haga Else. No sé por qué deja las cestas delante de la escalera. ¡Vamos, tenemos que irnos!
—¡Ahora voy, tía Kitty!
Dodo recogió las hojas del suelo y las puso unas encima de otras. ¡La maravillosa música de Leo! ¿Cómo podía tirarlo todo? ¿Qué había hecho con su hermano esa bruja rusa del piano?
Enrolló el legajo con la bufanda de lana roja y se lo llevó. Esas hojas no podían quedarse bajo ningún concepto en la villa de las telas. Si caían en manos de Leo, al final las quemaría. No, iba a depositar las valiosas composiciones de su hermano donde estuvieran a salvo. Y ya sabía dónde.
Subió al coche con un suspiro. Ir en coche con la tía Kitty era un tormento porque maltrataba su pobre vehículo con tal crueldad que a Dodo le producía un dolor casi físico.
—Podrías poner una marcha menos, tía Kitty.
—¿Por qué, Dodo? Va estupendamente, y el petardeo es encantador.
—El motor se sobrecalienta cuando conduces a tantas revoluciones.
—Vamos, niña. Seguro que el viento frío lo refresca.
En el camino tuvieron que parar cuatro veces en una gasolinera porque el motor se estropeó, pero daba igual lo que el mecánico de coches le dijera a la tía Kitty, ella asentía con alegría, sonreía al hombre y seguía igual que antes.
«Si un mal pecador va al infierno, podría convertirse en un coche conducido por la tía Kitty», pensó Dodo. Sería un castigo terrible.
Llegaron a Múnich-Pasing a última hora de la tarde, y si Dodo no hubiera tenido el mapa en el regazo para guiar a su tía por la dirección adecuada, seguramente no habrían llegado hasta medianoche.
—¡Cielo santo! —exclamó la tía Kitty al ver la villa—. Ernst se ha hecho construir un buen parque. La casa parece la villa de las telas en miniatura. Baja, pequeña Dodo. Hemos llegado. ¿Ese no es Julius, el que mató a la pobre Maria Jordan? Ah, no, no fue él, solo tenía algo con ella, creo… ¡Julius, me alegro de volver a verte! Por favor, primero las tres bolsas, hay regalos para mi querida Tilly y para Ernst. Luego mi maleta. El bolso de mano lo llevaré yo. ¿Qué llevas envuelto en esa bufanda roja, Dodo? ¿No serán libros?
Su sobrina sacudió la cabeza y metió la bufanda y el contenido en su bolsa de viaje.
La tía Kitty corrió como una gallina exaltada para poner el equipaje en el lugar adecuado. En el vestíbulo de la entrada se lanzó al cuello de la tía Tilly, habló sin ton ni son y besó al tío Ernst en las dos mejillas. El tío le dio a Dodo la mano con educación. Le pareció aún más huraño que antes, aunque tal vez fuera porque estaba mayor, más flaco y más canoso.
—Me alegro de volver a verte, Dorothea —dijo mientras ella le hacía una reverencia, obediente—. Sí que has crecido.
Luego desapareció en su despacho y cerró la puerta tras él. La tía Tilly estrechó a Dodo entre sus brazos, parecía muy contenta de que ella y la tía Kitty hubieran llegado de visita.
—Vosotras traéis vida a la casa —aseguró con una sonrisa—. Lástima que Leo no haya venido. Tenemos un piano en el salón que no se usa prácticamente nunca.
El tío Sebastian estaba sentado en una butaca en la biblioteca, con una manta de lana sobre las piernas. A Dodo le pareció que tenía un aspecto horrible: la cara llena de rozaduras, un chichón en la frente, rojizo y reventado, los labios partidos y la mano derecha envuelta en una venda.
—Lo siensho mushísimo, querida Kishi —masculló cuando se acercaron a saludarlo.
La tía Kitty, que por lo general no tenía pelos en la lengua, lo trató con un cariño y una comprensión insólitos.
—¡Ay, pobre! —exclamó, y le apretó la mano izquierda—. ¡Lo que has sufrido! Por lo que veo, Tilly te ha cuidado bien y estás mejor, ¿verdad?
—Es un ángel. Le eshoy infinishamente agradecido.
—Mañana volverás a estar en casa —le consoló la tía Kitty.
Sin embargo, el tío Sebastian no parecía muy contento por su regreso. Seguro que cuando su mujer lo viera así al día siguiente le daría otro ataque de histeria. Más tarde tampoco participó de la cena, sino que la criada le llevó la comida a la biblioteca. No quería quitarles el apetito con su imagen. Dodo se alegró cuando escuchó eso, sobre todo el chichón reventado era una visión horripilante. Pobre tío Sebastian, debía de sufrir fuertes dolores.
Así, la cena fue incluso divertida porque la tía Kitty habló sin parar y se rio, y sorprendentemente al tío Ernst le gustó. Su tía se había cambiado a propósito para la cena, llevaba uno de sus vestidos negros ceñidos con un escote abierto por delante y por detrás y con brillos en algunas zonas. Tenía un armario lleno de modelos así, algunos incluían plumas, y otros, sobre todo los blancos, llevaban bordadas unas perlitas. Su prima Henny estaba loca por poder ponerse los vestidos de su madre, ella en cambio no se pondría uno de esos trapitos ni por todo el oro del mundo.
Aunque sí parecían ser del agrado del tío Ernst.
—Qué lástima, querida Kitty —dijo—. Mañana nos han invitado a un banquete de gala en la ópera. ¿Qué te parece si te quedas un día más con nosotros?
La tía Kitty rechazó la oferta. Por la pobre Lisa, que esperaba a su marido en Augsburgo, y por su marido. Lógico. Dodo también habría escogido al tío Robert de haber podido elegir. Era un tipo muy simpático.
De pronto el tío Ernst dijo que se había hecho tarde y que los niños debían acostarse pronto. Por eso Dodo tuvo que subirse a las ocho al dormitorio que esa noche compartiría con la tía Kitty. Se alegró de tener en la bolsa de viaje dos libros de la biblioteca municipal que podía leer hasta que llegara su compañera de habitación. La tía Kitty tardó en aparecer. Se tambaleaba un poco cuando entró justo antes de la medianoche, probablemente había bebido vino en abundancia.
—Aún estás despierta, mi niña —dijo asombrada—. ¡Leyendo en la cama! Te convertirás en una cuatro ojos si sigues así.
Dodo dejó el libro del piloto de combate Manfred von Richthofen en la mesita de noche y sacó de la bolsa de viaje los papeles envueltos en la bufanda roja.
—Tienes que llevarte esto a Frauentorstrasse —le pidió—. Guárdalo bien y no se lo enseñes a nadie.
—Madre mía —exclamó la tía Kitty cuando Dodo sacó las partituras de la bufanda de lana—. ¿Qué es eso?
—Las composiciones de Leo. Imagínate: las ha tirado todas.
Su tía era la persona adecuada. Observó las partituras y tarareó unas cuantas melodías, le pareció todo fantástico y afirmó que Leo era un artista y un día sería un célebre compositor. Siempre lo había sabido. Solo Paul, ese ingenuo, creía que un día se haría cargo de la fábrica.
—El pobre componía en secreto —se indignó—. No se ha atrevido a enseñárselo a nadie. ¡Ay, Dodo! Me alegro de que te fijaras. Esas valiosas partituras han estado a punto de perderse. No quiero ni imaginar lo que ha ocasionado esa Obramova, esa canalla.
—Pero ¿cómo puede ser que Leo lo tire todo por eso? —se lamentó Dodo—. Hasta ahora la música era lo más importante para él.
La tía Kitty arqueó las cejas y aclaró que seguramente Leo se había enamorado.
—El primer amor es algo muy grande, Dodo. Olvidas todo lo que es importante en la vida y haces cosas terribles y estúpidas. Yo me escapé con Gérard a París… y cuando ese primer amor tiene un final infeliz, es como si te hundieras en un abismo oscuro.
Dodo pensó que la tía Kitty estaba achispada y se iba por las ramas. Leo no podía haberse enamorado de una mujer tan fea y gorda como Obramova. No, era mucho más probable que lo hubiera embrujado.
—Me llevaré su obra y la esconderé bien en mi casa —prometió la tía Kitty, y envolvió el fajo de papeles en la bufanda roja—. Al fondo del todo de mi armario ropero. Ahí nadie lo encontrará.
Al día siguiente, durante el desayuno, reinaba en el ambiente una extraña tensión. La tía Kitty acaparó como de costumbre la mayor parte de la conversación, y el tío Ernst, para variar, no paraba de dedicarle cumplidos, mientras la tía Tilly apenas hablaba; parecía enfadada por algo. El tío Sebastian estaba en la biblioteca y mojaba los panecillos en su café con leche.
Poco después, Julius y Bruni lo llevaron al coche; no fue tan fácil con la rodilla enyesada, y encima el tío Ernst no ayudó y desapareció sin más en su despacho sin decirle adiós al herido.
«Pobre tío Sebastian», pensó Dodo. Ya era bastante duro ir en coche con la tía Kitty estando sano, pero con todo el cuerpo dolorido debía de ser espantoso.
—Que os vaya bien, que os vaya bien a todos en el precioso Múnich —gritó la tía Kitty desde el volante—. Dodo, sé buena con tu tía, se lo merece. Tilly, espero verte pronto, cariño. A decir verdad, no entiendo qué haces aquí todavía. ¡Ups!
El coche dio una sacudida hacia delante porque el motor se había parado de nuevo, y Sebastian, que estaba atravesado en el asiento trasero, se dio un golpe en el hombro contra el asiento delantero y soltó un grito ahogado.
—¡Se ha calado! —gritó Dodo desde fuera.
—Ay, este coche hace lo que quiere —se lamentó la tía Kitty.
Al segundo intento consiguió arrancar y el coche se fue haciendo ruido. Tilly, la doctora, comentó con preocupación:
—A lo mejor no ha sido buena idea que Kitty recoja a Sebastian. Tendría que haber conducido yo.
Cuando la tía Kitty y el tío Sebastian se marcharon a Augsburgo, el ambiente en la casa cambió. De pronto a Dodo los muebles le parecían más oscuros, las cortinas más gruesas, y Julius y Bruni más antipáticos. De repente la tía Tilly tenía arrugas alrededor de la boca y en la frente, y contestaba con monosílabos.
—¿Al aeródromo de Oberwiesenfeld? Es demasiado tarde, tal vez mañana, ¿de acuerdo?
En el programa del día figuraba un aburrido museo de arte que olía a cera y cuadros viejos y donde todo el mundo susurraba. Caminaron por salas grandes y altas que siempre desembocaban en otras salas grandes y altas, y por todas partes colgaban cuadros de las paredes. La tía Tilly le dijo a Dodo que su padre le había pedido que le transmitiera un poco de cultura a su hija y le enseñara la pinacoteca.
La cena en la mansión fue aún peor que el museo de arte. El tío Ernst se sentó en un extremo de la mesa, en el otro la tía Tilly; el sitio de Dodo estaba en un lateral entre los dos y se sentía como un barquito solitario en un océano glacial. Desde que la tía Kitty se había ido, el tío Ernst mostraba un carácter aún más avinagrado que antes, a veces era incluso malvado.
—Espero que me acompañes al banquete de gala, Tilly —exigió, y penetró con la mirada a su mujer.
—Lo siento, Ernst, pero tengo que ocuparme de mi invitada.
La invitada era ella, Dodo. Así que ella era el motivo por el que él contestó indignado que no era la primera vez que su esposa lo dejaba en la estacada.
—Puedo quedarme sola, tía Tilly —se ofreció Dodo en voz baja, pero nadie la oyó.
El tío Ernst hablaba ahora del tío Sebastian.
—No entiendo que tengas que acoger en nuestra casa a esa persona después de haberlo llevado a distintos médicos. A mi costa, claro. Un comunista que da problemas en un bar frecuentado por el NSDAP y que ha herido a un hombre de las SA. Pero a ti te da igual mi reputación. Ya me han mencionado el tema en varias ocasiones, y seguro que mis enemigos aprovecharán el incidente.
—Es una persona decente y necesita mi ayuda —se defendió la tía Tilly—. Era importante para mí, Ernst. Por cierto, no entiendo tu compromiso con ese partido.
—Ya lo he notado —contraatacó él con dureza, y cortó el bocadillo de jamón con el cuchillo.
Dodo miraba a uno y a otro sin entender nada. Era horrible. Ojalá se hubiera quedado en la villa de las telas. Pasar unos días de las vacaciones en Múnich había sido una ocurrencia absurda.
Al día siguiente cambió de opinión. La tía Tilly fue con ella al aeródromo de Oberwiesenfeld, situado entre los distritos de Moosach y Schwabing. A lo lejos pronto avistaron las grandes terminales blancas. Una construcción nueva con torres de antenas en el techo y un reloj enorme sobre la entrada. El recinto estaba rodeado por una valla para que ninguna persona no autorizada caminara sobre el césped, era una lástima porque había varios aviones. Dodo los conocía todos por la prensa y sus libros, era increíble poder ver esos aviones en la realidad.
—Mira, tía Tilly. ¡Ese es el D-1784! Dos asientos. ¡Hay tres! Y ese de al lado es el 1831. Y esos de ahí detrás son biplanos…
La tía Tilly ya no estaba tan nerviosa como en casa. Ahora se la veía mucho más alegre, tenía muchas preguntas y hasta le impresionaron los conocimientos de Dodo. A veces incluso se reía y comentaba que tenía muchas ganas de surcar los cielos algún día con uno de esos pájaros. Sin embargo, el punto álgido del día fue el momento en que entraron sin permiso en el hangar. Había varios aviones muy juntos, y delante del todo un D-1712. Tres hombres vestidos con ropa de trabajo oscura se esforzaban en empujar el avión un poco hacia delante y movían las hélices.
—Es él —murmuró Dodo con veneración.
Estaba tan emocionada que por poco se cae al tropezarse con una manguera negra cuando cruzó la sala. Apenas oyó las advertencias de la tía Tilly para que volviera enseguida. Sin aliento, se paró delante del D-1712 con la mano estirada, en la que llevaba la libreta escolar.
—¡Por favor, por favor, me encantaría un autógrafo, señor Udet!
El as de la aviación le soltó una buena reprimenda. ¿Qué se le había perdido allí? Estaba prohibida la entrada.
—Ahora mismo me voy —balbuceó ella—. Por favor, he leído mucho sobre usted. Su libro Cruz contra escarapela. Y los informes de su época en la aviación acrobática. Y he visto todas sus películas… Yo quiero ser piloto algún día. Por favor, deme un autógrafo.
En ese momento el piloto sonrió. Lo había conseguido. No parecía tan apuesto como en las películas, donde seguro que lo maquillaban. Ya sabía por las fotografías de la prensa que era un poco calvo porque en algunas no llevaba sombrero. En realidad no tenía aspecto de héroe, sino más bien de padre simpático. ¡Y era el mejor piloto del mundo! Dodo habría dado cualquier cosa por recibir clases de aviación de él.
—Está bien, joven —accedió—. ¿Tienes lápiz? Espera, yo tengo uno.
Se sacó un bolígrafo del bolsillo de la pechera y escribió su nombre con letras grandes y enérgicas en la libreta escolar. ¡«Ernst Udet»!
—¿Quieres ser piloto? —se interesó mientras le devolvía el cuaderno—. ¿Cuántos años tienes, si se puede preguntar?
—Casi quince.
Él sonrió de nuevo y la observó, para disgusto de Dodo. Con ese absurdo abrigo seguro que parecía una alumna ejemplar y obediente.
—Bueno —dijo él, y le guiñó el ojo—. Dentro de unos años puedes volver a verme.
—¿De verdad? —dijo ella, con el corazón acelerado de tanta felicidad.
—Claro. Y ahora fuera de aquí. Tu madre te está esperando ahí fuera.
—No es mi madre, es mi tía Tilly.
Udet ya no la escuchaba, les estaba explicando a los dos mecánicos que el motor se encontraba en un estado lamentable y que quería volar al día siguiente.
Dodo se pasó el resto del día hablando de ese gran acontecimiento, algo que deseaba en secreto y se había hecho realidad. Había visto al afamado piloto Ernst Udet en persona e incluso había hablado con él. Y tenía un autógrafo que conservaría hasta el fin de sus días.
—Ha dicho que dentro de unos años podía ir a verlo, tía Tilly. ¿Tú qué crees? ¿Lo intento el año que viene? Ya tendré casi dieciséis años…
—Hasta que no seas mayor de edad, eso tienen que decidirlo tus padres —frenó su entusiasmo su tía.
«Mamá quizá me dejaría, pero papá no —pensó Dodo—. Y la abuela seguro que no.» De todos modos, a ella no se lo iba a preguntar.
Por la noche guardó la libreta con la valiosa firma bajo la almohada, convencida de que iba a soñar con aviones. Con deslizarse sobre el océano irisado y avistar a lo lejos la costa africana. O con un peligroso despegue en un altiplano en la montaña, al borde de un precipicio, y un aterrizaje de emergencia en el desierto en plena tormenta de arena… Pero por la mañana no recordaría ningún sueño de ese tipo. Solo que había oído una acalorada discusión y arrebatos de ira procedentes de la biblioteca: la tía Tilly y el tío Ernst habían discutido a gritos.
Esa mañana la criada Bruni llamó a su puerta.
—¿Señorita Dodo? Los señores ya están desayunando abajo.
Se había quedado dormida, qué tonta. Se aseó un poco, se vistió deprisa y corriendo y en la escalera se peinó con tres dedos. La tía Tilly le había prometido acompañarla al museo de la técnica, que sin duda le gustaría más que la pinacoteca. Allí quería comprar dos postales, una para Leo y otra para mamá y papá. ¡Les sorprendería lo que tenía que contarles!
Por desgracia el día fue distinto a como había imaginado. En el comedor, la tía Tilly la saludó con un amable «buenos días, dormilona», y el tío Ernst masticaba pensativo un panecillo con mantequilla y ni siquiera pareció advertir su llegada.
—Es justo eso, Tilly. Creo que esas investigaciones son muy importantes para el futuro de todos.
—A mí me parecen prescindibles, Ernst —rebatió la tía Tilly, más enojada de lo habitual—. No consiguen más que crear mala sangre. Personas que viven pacíficamente entre nosotros de pronto serán estigmatizadas. ¿Para qué puede ser bueno?
Dodo no entendía de qué hablaban, pero la conversación tenía un tono amenazador y hubiera preferido volver a su cuarto de invitados. Por supuesto, no podía, así que se quedó en silencio en su sitio y dejó que Julius le sirviera café.
—¿Por qué te enfadas, Tilly? —El tío Ernst esbozó una sonrisa burlona a su mujer—. La familia Bräuer es aria hasta los bisabuelos y seguramente más allá. La familia de tu madre tampoco tiene problemas. De Mecklemburgo, sus antepasados eran comerciantes y se hicieron a la mar.
—¿A quién le interesa? —le interrumpió la tía Tilly, enojada—. Coge panecillos, Dodo. Aquí tienes mermelada o jamón…
Dodo se puso un panecillo en el plato del desayuno, con la esperanza de que el tío Ernst se levantara y se fuera a su despacho. Pero prefirió seguir hablando:
—En cuanto a la familia Melzer, en cambio, ahí sí veo problemas. Jacob Burkard era un judío converso, y la madre de Luise Hofgartner era judía. Así, Marie tiene tres cuartas partes de judía, y los niños son mestizos judíos…
De pronto, todo ocurrió muy rápido.
La tía Tilly se hartó y se levantó de un salto, y barrió su taza junto con el platillo de la mesa con un tintineo.
—¡Dodo! Recoge tus cosas. Nos vamos dentro de media hora. —Pronunció esas palabras en voz baja, pero con una resolución extraordinaria.
Cuando el reloj de la iglesia marcó las diez, las dos estaban en el coche, y en el asiento trasero había dos maletas grandes y la bolsa de viaje de Dodo.
—¿Adónde vamos, tía Tilly?
—A casa.