19

 

 

 

 

La niebla de noviembre cubría el parque de la villa de las telas, se extendía en forma de vapores lechosos sobre los prados y solo dejaba entrever de vez en cuando la silueta negra de un enebro o el esqueleto desnudo de un arbusto sin hojas donde descansaba un cuervo solitario.

—Parece que estemos solos en el mundo —comentó Else, afligida—. Ni siquiera se ve Perlach y la cúpula, la niebla lo ha engullido todo.

—Estamos en otoño —protestó Fanny Brunnenmayer—. La estación de las brujas de la niebla y los fantasmas.

—¡Virgen santa! —exclamó Else, asustada, y se santiguó—. No digas eso, cocinera. Me da miedo cuando tengo que ir al retrete de noche por el corredor.

—¿Por qué no enciendes la luz eléctrica? —preguntó Fanny Brunnenmayer sacudiendo la cabeza—. El señor la hizo instalar para no tener que andar a tientas con la linterna en el corredor.

Else hizo un gesto de desdén.

—¿La luz eléctrica? ¡Jamás en la vida! ¿Para que todo esté deslumbrante y se me vea en camisón?

—Sí, claro —contestó Fanny Brunnenmayer con una sonrisa—. Podrían confundirte con un fantasma, Else. Coge de la despensa la caja con los utensilios para limpiar la plata y el trapo. El trabajo es el mejor remedio contra la melancolía y los espíritus de la niebla.

Era domingo por la tarde, la cocinera había preparado una gran cafetera para los empleados, además comerían pan con mantequilla y mermelada de ciruelas para endulzar el trabajo. Liesl ya tenía instrucciones de fregar los fogones y se estaba dejando el alma para que brillara la placa negra. Después Hanna limpiaría la nevera, la cocinera ya se lo había anunciado, y ella quería dedicarse a la despensa. El día antes Liesl se topó con el claro legado de un ratón, por eso había que revisar con atención las alacenas protegidas con alambre por si el roedor se había comido algo. Fanny Brunnenmayer sacó enseguida una ratonera del cajón de la mesa y puso un trocito de tocino para atraer al ratón.

Hanna tardaría en aparecer. La anciana señora Melzer la había llamado para que le frotara las sienes con aceite de menta porque la pobre volvía a sufrir una maldita migraña, condicionada por esa niebla asfixiante.

En cambio Gertie llegó por el pasillo del servicio, llevaba una bandeja con la tetera grande y varias tazas.

—La señora Elisabeth mima a su marido como si fuera una gallina clueca —se quejó, y se puso a imitar su forma de hablar—: «Ay, mi tesorito, ¿el asiento es lo bastante blando? ¿Te has tomado las pastillas? Deja que te cambie la venda, mi amor»…

—Pobre señor Winkler, la verdad —comentó la cocinera con empatía—. A quien cae en manos de esos asquerosos se le acabaron las risas. Los de la extrema derecha esperan la ocasión para armar jaleo y pegarse.

Gertie estaba de mal humor, como siempre últimamente. Se encogió de hombros y dijo que seguro que el señor Wink­ler tampoco era un corderito.

—Le ha caído una demanda —le informó—. Por haber herido a un hombre de las SA con una jarra de cerveza.

—¿El señor Winkler? No me lo imagino —comentó Fanny Brunnenmayer, con un gesto de impotencia.

—Es una caja de sorpresas —le instruyó Gertie, que se sentó a la mesa con Else a tomar un café—. A primera vista, ningún hombre enseña lo que esconde en su interior. Algunos no se descubren hasta que no miras con más atención. Pero vosotras dos, como respetables solteronas, no sabéis nada de eso.

La cocinera se contuvo de hacer un comentario mordaz y prefirió irse con la ratonera a la despensa para colocarla en un buen sitio. Sabía que Gertie últimamente tenía sus amoríos, incluso la habían recogido dos veces en automóvil en su día libre y la habían traído de vuelta. Sin embargo, el conductor ya no iba a la villa, pero sí un ciclista, un chico de buen ver con el cabello castaño y rizado. A la cocinera le parecía que Gertie era una imprudente. Era muy fácil que le pasara como a Auguste, que de repente se vio con una hija y tuvo que buscarle un padre. A Gertie, en cambio, no se le podían dar consejos, era respondona y creía saberlo todo. En el edificio contiguo se oyó que los señores la reclamaban de nuevo.

—No llevo ni un minuto sentada —se quejó—. Que se prepare ella el té, la muy vaga. Además, la señora Elisabeth me contrató como doncella, pero no puedo ocuparme de sus vestidos porque me manda llamar por cualquier tontería.

Estuvo a punto de chocar con Humbert, que llevaba una enorme cesta de mimbre llena de objetos de plata que se habían puesto negruzcos.

—Los cubiertos están abajo del todo —aclaró, y dejó la carga en el suelo—. La señora Alicia quiere que se limpien lo primero.

—Entonces eso significa que lo vamos a necesitar —intervino Else, que se encogió de hombros—. Hace tiempo que no hay grandes celebraciones en la villa de las telas. ¡Cuando pienso en los preciosos bailes que se organizaban aquí, cuando la señorita Kitty y la señorita Elisabeth aún estaban solteras! ¡Era todo resplandor! Las señoras con sus elegantes vestidos de noche y los jóvenes señores vestidos de frac, que bailaban por toda la sala.

—Se diría que tú también bailabas —se burló Humbert.

—Tonterías —protestó ella, sonrojada—. Yo miraba después de recoger los abrigos de los invitados. Y a veces subía cuando las damas necesitaban algo en el baño.

—Los buenos tiempos ya pasaron —suspiró la cocinera—. La señora Elisabeth me ha recortado otra vez el presupuesto. Ha autorizado el menú habitual para Navidad, pero por lo demás hay que ahorrar. Pronto me hará contar uno por uno los trozos de carbón para la cocina.

—Mejor así que otra cosa —intervino Humbert en voz baja—. ¿Leyó usted ayer la prensa?

No dijo nada más porque Gertie entró con Hanna en la cocina. Las dos se sentaron a la mesa con Else y Hanna sirvió café con leche en las tazas. La cocinera calló, sabía muy bien a qué se refería Humbert. Acababan de vender la villa Mantzinger, y habían despedido a todos los empleados. Fanny Brunnenmayer los conocía, eran quince, algunos hacía más de veinte años que trabajaban al servicio de la familia, y ahora estaban en la ruina. ¡Qué tiempos! Gracias a Dios parecía que la fábrica de los Melzer aún funcionaba. Mientras se trabajara allí, la villa de las telas también saldría adelante, de eso estaba convencida.

En ese momento se abrió la puerta que daba al patio y entró Christian, y tras él Dörthe, que se quitó las botas de goma en el pasillo.

—Que viene Dörthe —bromeó Gertie—. Vigilad vuestros panecillos con mantequilla.

Christian se acercó a los fogones para intercambiar unas palabras con Liesl. Sin embargo, la joven estaba tan concentrada en su trabajo que solo contestaba con monosílabos. Por eso se acomodó en la mesa con cara de decepción y se reconfortó con un café con leche y un panecillo untado con una gruesa capa de mermelada de ciruela.

Fanny Brunnenmayer le llevó lo mismo a Liesl.

—Vamos, niña —dijo, y se lo dejó sobre los fogones—. Come o te quedarás en nada.

En la mesa empezaron a hablar sobre el cambio de situación de los Melzer.

—¿Tilly von Klippstein sigue de visita en casa de la señora Kitty? —le preguntó la cocinera a Humbert, que estaba más informado por ser el chófer—. Ya han pasado tres semanas.

—Ya no le hace falta trabajar en el hospital —comentó Hanna—. Así que tiene tiempo para visitar a su madre.

A Gertie le parecía una situación curiosa, sobre todo porque Humbert le había contado que Tilly vino de Múnich en coche y no en tren, como solía hacer.

—Algo no va bien —elucubró—. La próxima vez que vea a Mizzi en la ciudad la tantearé.

—¿Qué es lo que no va bien? —se asombró Hanna.

Gertie, en cambio, puso cara de saber algo y se encogió de hombros.

—No es fácil estar casada con un hombre que no puede hacer nada en la cama…

No encontró mucha aprobación en la mesa. Humbert contestó con frialdad que últimamente solo tenía una cosa en la cabeza, y Fanny Brunnenmayer sentenció con severidad:

—En mi cocina no se habla de los señores con tan mala baba. ¡Recuérdalo, Gertie!

Como era de piel dura, Gertie esbozó una sonrisa despectiva y pronosticó:

—Lo ha dejado y se queda en Augsburgo. Ya veréis como tengo razón.

—Aunque así fuera —argumentó la cocinera—, no es asunto tuyo.

—Es que me da pena el pobre señor Von Klippstein —respondió Gertie, incansable—. Primero ella accede a un «matrimonio de conveniencia» con él y luego lo deja tirado.

—Vigila que nadie te deje en la estacada a ti, Gertie —le advirtió Humbert, muy serio—. Con esa lengua tuya no me extrañaría.

Hanna le dio un suave codazo.

—Vamos, Humbert. Estate tranquilo. Gertie no lo dice en ese sentido.

—Pero es cierto —insistió él, que cortó su panecillo con mermelada de ciruela en trocitos para no mancharse el traje al comer.

Se hizo un silencio durante un rato, la cafetera pasó por todos, los cuchillos arañaban los platos y se oía a Dörthe masticar a placer. Al final Else mencionó que echaba de menos que Leo no tocara el piano.

—El chico ha adelgazado mucho —comentó Fanny Brunnenmayer.

—Y siempre está solo en su habitación.

—Eso no es sano —opinó Else—. Ni siquiera quiso ir a Frauentorstrasse. Y a su amigo Walter hace semanas que no lo veo en la villa.

—Va camino de convertirse en un ermitaño, el joven Leo —añadió Humbert—. Su madre, la señora Marie Melzer, está muy triste. No como su padre, que hace poco dijo durante el desayuno que se alegraba de que Leo por fin hubiera entendido de qué iba la vida.

—Claro —intervino Gertie—. Un día Leo se hará cargo de la fábrica. Si es que aún existe la fábrica de telas de los Melzer.

—¿Qué tonterías dices, Gertie? —la reprendió la cocinera—. Por supuesto que la fábrica seguirá existiendo hasta que sea adulto. Existe desde 1882, superó la guerra y perdurará después de esta crisis.

Como siempre, Gertie sentía un placer furtivo difundiendo malas noticias.

—Para que lo sepáis y luego no me reprochéis que no os lo avisé: anteayer el señor estuvo en casa de la señora Elisabeth y, cuando les llevé el té, oí unas cuantas palabras…

—Con la oreja pegada a la puerta, como siempre —apuntó Humbert.

—Puedo callarme si no queréis saberlo —repuso Gertie, arisca.

—Habla de una vez —gruñó la cocinera—. Si no, al final te vas a ahogar con tus novedades.

Gertie bebió un trago largo de café y dijo muy afectada que no tenía por qué contarles lo que sabía, y que solo lo hacía como un favor a todos.

—¿Es algo malo? —preguntó Hanna, angustiada.

—Depende de cómo te lo tomes. El señor le pidió a su hermana que escribiera una carta a Pomerania. Para pedirle a la tía Elvira que les prestara dinero. Eso oí. Y también sé por qué el señor Melzer necesita dinero con tanta urgencia. —Hizo una pausa y miró al grupo. Al ver que todas las miradas estaban pendientes de ella, asintió satisfecha y prosiguió—. El señor necesita el dinero porque pidió un crédito al banco y ahora quieren que lo devuelva todo.

—¿Qué tipo de crédito? —quiso saber Humbert.

—Pidió prestado dinero al banco para la reforma —aclaró Gertie—. Y como la reforma se hizo para la señora Elisabeth y su familia, ella debe ayudar a reunir el dinero. Pero ahí no acaba todo, ni mucho menos…

—Y todo eso lo oíste mientras servías el té —comentó Humbert con ironía—. ¿Contaste los terrones de azúcar y limpiaste las tazas varias veces?

Todos sabían que los señores nunca hablaban de esas cosas en presencia de un empleado: estaba claro que Gertie escuchó tras la puerta. Sin embargo, salvo Humbert nadie se indignó porque las noticias eran preocupantes. Liesl también se sentó con ellos a la mesa a escuchar, solo Dörthe cogió con indiferencia el último panecillo y lo untó con mantequilla.

—¿Qué más? —preguntó Fanny Brunnenmayer, acongojada.

Gertie hizo una pausa teatral porque estaba enfadada por el comentario de Humbert, reunió unas cuantas migas de pan en la mesa y formó una bolita.

—Parece que la fábrica va muy mal —anunció—. El señor Melzer ha tenido que vender tres edificios en Augsburgo para invertir el dinero en la fábrica.

—¿También la casa donde está el atelier?

La información de Gertie tenía sus límites, no podía contestar a la pregunta de Hanna. Los Melzer eran propietarios de varios edificios en Augsburgo, ni ella ni nadie en la mesa sabía de cuántos.

—¿Y si la fábrica quiebra igualmente? —Hanna preguntó lo que todos estaban pensando—. Entonces puede que vendan incluso la villa de las telas.

—Claro —confirmó Gertie—. Y nos quedaremos sin trabajo.

Un horror mudo se propagó por la mesa. Christian se quedó boquiabierto y con los ojos como platos del susto.

—¿Eso podría pasar de verdad? —susurró Liesl, atemorizada.

—Bueno, también podría ser que el nuevo propietario se quedara con algunos de los empleados —dijo Humbert.

La idea de trabajar para otro propietario de la villa de las telas completamente desconocido fue para todos como una bofetada. Ni siquiera Gertie quería. Para Fanny Brunnenmayer y Else era del todo impensable, y Hanna aseguró que prefería cobrar el subsidio. Humbert se resguardó en un sombrío silencio, Christian miraba desesperado el plato vacío, solo Dörthe hizo un comentario lacónico:

—Entonces volveré a Pomerania. Ahí hay trabajo de sobra.

Dicho esto, salió arrastrando los pies para volver a ponerse las botas de goma. Cuando abrió la puerta exterior con el empujón acostumbrado, fuera se oyó una furiosa maldición.

—¿No puedes ir con más cuidado?

—No veo a través de la madera —dijo Dörthe, y salió a la niebla para cortar los últimos árboles.

Auguste entró dando tumbos en la cocina, con la mano en la frente.

—No hay en el mundo una persona más torpe —se quejó—. Me ha dado con la puerta en la frente. Dame un trapo frío, rápido, Liesl, si no me saldrá un chichón.

Liesl se levantó de un salto para poner un paño de cocina bajo el agua, los demás miraron a su madre con recelo porque sabían perfectamente que había ido a gorronear.

—¿Os queda un poco de café? —preguntó de inmediato, y se quitó la chaqueta húmeda—. Estoy helada. Y en casa apenas queda carbón. Solo Dios sabe cómo vamos a pasar el invierno. Hansl tiene bronquitis, y Fritz también tose.

Cogió el paño húmedo que le dio Liesl y se lo apretó contra la frente, luego se dejó caer en una silla en un gesto dramático.

—Puedes colgar la chaqueta mojada en la entrada, Auguste —la reprendió la cocinera, hostil.

—Que lo haga Liesl —contestó Auguste, y soltó un gemido—. Una vez que me siento, me cuesta volver a levantarme. Y fuera tengo una cesta de hierbas frescas que he cogido en el invernadero. Hay repollo, además de un manojo de puerros para la sopa.

—No puedo comprártelo todo —replicó la cocinera—. Salvo que bajes el precio. Aún me queda puerro de ayer, y el repollo de hace poco estaba congelado.

—Siempre tienes algo que criticar. Y eso que sabes lo difícil que lo tengo desde que murió Gustav. En los invernaderos hace frío cuando hiela. ¿Cómo quieres que los caliente? Vamos, Liesl, sírveme un café.

—El café se ha terminado —dijo la cocinera con resolución—. Hazlo con el poso de la cafetera, Liesl.

Entretanto, Humbert había puesto la cesta con los objetos de plata sobre la mesa en un gesto ostensible, y Hanna llevó un montón de periódicos viejos para poner debajo y que el sobre de la mesa no se manchara. Else cogió la jarrita de la nata, pero Humbert se la quitó de la mano y abrió la caja de la cubertería. Gertie sacó los tenedores y le dijo a Auguste, que sorbía su café:

—Puedes ayudarnos si quieres, Auguste. Ya que estás aquí.

Ella se rio del comentario y dijo que ya tenía bastante trabajo en casa, no le hacía falta limpiar plata en la villa de las telas.

—Al menos no gratis. Si la señora Elisabeth, que ahora dirige la casa, me contratara unas horas a la semana, me ayudaría a mí y a los chicos. Por desgracia no quiere.

Nadie le contestó. Si andaban tan justos de dinero, la señora Elisabeth no podía contratar a más empleados, pero no se lo iban a contar a Auguste. Sería una traición a los señores, esas cosas no debían saberse fuera. La semana anterior la señora le había regalado una cesta de ropa usada, y Marie Melzer añadió pantalones y jerséis para sus hijos que ya le iban pequeños a Leo. Sin embargo, Auguste nunca estaba contenta, ni siquiera en vida de su marido. Siempre había animado a trabajar al pobre Gustav, ahora vería cómo se las arreglaba sin él.

—Puedes enviarme a tus chicos mañana al mediodía —dijo Fanny Brunnenmayer—. Hay fideos de patata con repollo, siempre sobra algo.

—Está bien —dijo Auguste, no muy contenta—. Necesitamos con urgencia madera para el invierno. Y carbón —añadió exigente.

Fanny Brunnenmayer se encogió de hombros. ¿Qué se creía? ¿Que podía llevarse a escondidas un poco de carbón de las provisiones de la villa?

—Entonces tendrás que comprar madera y carbón —replicó sin compasión.

Auguste miró alrededor en busca de ayuda, pero nadie estaba dispuesto a apoyarla; todos se fueron a trabajar.

—¿Comprar? —se lamentó Auguste—. ¿Con qué voy a pagar la madera y el carbón? Tengo que liquidar un crédito, y en invierno los invernaderos no generan nada. Vamos a morir de hambre y frío. Aquí, en la villa, viven todos a cuerpo de rey. Tenéis carne en el plato y carbón en el horno. Vais todos los domingos a misa a rezar por vuestras pobres almas. Al mismo tiempo, la avaricia os supura por todos los poros de la piel y ni siquiera sois capaces de conceder a una pobre viuda un pedacito de madera para la estufa.

—Mamá, por favor —la interrumpió Liesl, que ya no quería seguir escuchándola—. Para de quejarte, es una vergüenza.

De pronto Auguste dirigió toda su rabia contra su hija. Que si era una insolente, una soberbia, que si Gustav siguiera con vida hacía tiempo que le habría parado los pies.

—Este mes no has llevado a casa ni un penique —continuó—. ¿Qué has hecho con tu sueldo? Maxl necesita zapatos nuevos, y cuestan dinero.

Fanny Brunnenmayer hervía de rabia, pero antes de que pudiera responder, Gertie abrió la boca.

—¿Por qué tiene que darte la chica el sueldo entero, Auguste? ¿Qué gastos te supone Liesl? ¿Duerme en tu casa? ¿Come en tu casa? Si yo fuera Liesl, no te daría ni un penique.

Por una vez, Gertie dijo algo sensato. Auguste era la culpable de su miseria por no haber seguido el consejo de Marie Melzer. En vez de ahorrar una cantidad para el invierno, se había comprado, entre otras cosas, varios manteles de damasco, además de finas copas de vino y un decantador de cristal. Quería que su casa fuera muy elegante. Lo que había visto en la villa de las telas, igual debía ser en su casa.

—Trae la cesta de la verdura —ordenó la cocinera con vehemencia para evitar más riñas—. Voy a ver qué necesito y te lo pago.

Auguste se apresuró a ofrecer sus productos porque no quería volver a casa sin unos ingresos. Regateó un rato con la cocinera por un repollo, pero al final tuvo que ceder y recibió el dinero en mano.

—Con esto no tengo ni para el camino —se quejó, se puso la chaqueta y se fue dando zancadas con su cesta.

En la cocina trabajaban en silencio. Sobre todo Humbert y Gertie tenían ganas de despotricar de Auguste, pero no lo hicieron por no herir a Liesl. Al fin y al cabo, Auguste era su madre. Más tarde, cuando la merienda de los señores estuvo preparada y en la cocina solo quedaron Fanny Brunnenmayer y Liesl, la cocinera intentó consolar a la chica.

—No te tomes en serio lo que diga Gertie, Liesl. Seguro que no venderán la villa. Y la fábrica ya se recuperará.

—Quería preguntarle algo, señora Brunnenmayer —titubeó ella.

—Pregunta…

Liesl enjuagó el último plato y se secó las manos en el delantal, luego miró a la cocinera con los ojos bien abiertos, suplicante.

—Yo… necesito un poco de dinero. Cincuenta o sesenta marcos imperiales. ¿Podría usted prestármelos?

Fanny Brunnenmayer no estaba segura de haberla entendido bien. ¿Liesl necesitaba dinero? Eso no había pasado nunca.

—¿Para qué necesitas tanto dinero? —preguntó confusa—. Para un buen abrigo bastan diez marcos, si lo compras de segunda mano.

Liesl apretó los labios y sacudió la cabeza con fuerza.

—No quiero comprar ningún abrigo, señora Brunnenmayer. Quiero ir a Pomerania. A ver a mi padre.

—Quítatelo de la cabeza —exclamó la cocinera, asustada—. Seguro que no te está esperando. —Al ver que la chica miraba al suelo y callaba, añadió—: Mejor vete a la cama y olvídate de esas tonterías, Liesl.

—Voy a ir de todas formas —contestó ella a media voz, decidida—. Aunque no tenga dinero. Porque quiero verlo. Si no, no encontraré la calma en la vida.