20

 

 

 

 

En cuanto Tilly colgó el auricular, Kitty irrumpió en el salón y se abalanzó sobre la butaca de mimbre.

—Era la tercera llamada hoy —dijo indignada—. ¿Qué se cree ese tipo? ¿Piensa que va a recuperarte practicando el terror, llamando cada media hora y leyéndote la cartilla? ¿Por qué no le dices que así no va a conseguir nada, pero absolutamente nada?

—Hace días que se lo digo, Kitty —suspiró Tilly—. Pero no le interesa lo más mínimo. Es como hablar con la pared.

Dejó el aparato sobre la cómoda y soltó un profundo suspiro. No, no se había imaginado que fuese a ser tan difícil. Creía que Ernst se comportaría como un caballero. Cierto, estaba enfadado por su precipitada huida, era comprensible porque hasta entonces no había sido una mujer de tomar decisiones por su cuenta. No obstante, ella le llamó esa misma tarde, le dijo que estaba en Augsburgo en casa de su madre y que tenía intención de separarse de él. Al principio recibió la noticia sin comentarios, pero al día siguiente le dejó claro por teléfono que no lo aceptaba y que lucharía por su matrimonio con todos los medios que estuvieran en su mano. Al cabo de unos días recibió una carta donde le explicaba, en cinco pliegos con una letra minúscula, su visión de las cosas. Le recordaba sus promesas conyugales, así como su acuerdo para contraer un matrimonio de conveniencia que él siempre había respetado. Al final enumeraba todas sus faltas por las que incumplía dicho acuerdo: su exagerada ambición profesional, su desinterés por sus actividades, sus escasos esfuerzos por llevar el hogar, que era tarea suya como esposa, su frialdad de espíritu, su insistencia en abrir una consulta médica en un barrio de trabajadores y… por cierto, opinaba que no vestía adecuadamente, no quería tener un aspecto femenino y deseable, y además hacía gala de un ostensible aburrimiento cuando se encontraba con las damas de la alta sociedad de Múnich en las ocasiones importantes.

Tilly leyó las hojas varias veces y, aunque podría haber puesto algunas objeciones, se acabó deprimiendo. En cierto modo Ernst tenía razón. Había sido una mala esposa para él, y tenía motivos para quejarse. Por eso le sorprendió tanto la reacción de Kitty. Cuando le enseñó la carta tras algunas vacilaciones, su cuñada se hundió en el diván después de una breve lectura y casi se muere de la risa.

—Debe de estar loco… ¡no me lo puedo creer! ¡Frialdad de espíritu! No me hagas reír. Ja, ja, ja… ¡Llevar la casa! Ja, ja, ja… Klippi siempre fue un tipo raro…

Esa risa desenfrenada, completamente exagerada, le sentó bien a Tilly en ese momento. Era liberador ver que una mujer era capaz de reaccionar a todos esos reproches con una carcajada.

—¿Por qué pones esa cara, Tilly, cariño? —preguntó Kitty, que dejó caer la carta a su lado en el diván—. ¿Acaso encajas en esa descripción? ¿El señor Von Klippstein se planta ante ti con toda su severidad masculina y tú tienes mala conciencia?

—Por supuesto que no —protestó Tilly, molesta—. Por desgracia, no puedo negar que hice la promesa de vivir con él en un matrimonio de conveniencia…

Kitty puso cara de desesperación, como hacía siempre que alguien decía algo que no correspondía a su opinión. Su cuñada admiraba esa seguridad: Kitty estaba convencida de que tenía razón y todos los demás no.

—Esa promesa se la hiciste al hombre que fue —la instruyó Kitty con el dedo índice levantado—. Lamentablemente, con el tiempo se ha convertido en un idiota desagradable, megalómano y descerebrado. Una persona que ha definido a mi querida Marie, ¿cómo lo dijo?, como una judía en tres cuartas partes. No, para mí ese tipo ya no es el que era. ¡Ya no lo conozco! Y siento muchísimo haberlo conocido alguna vez.

Tilly le había contado la conversación que fue la gota que colmó el vaso, y Kitty se horrorizó de tal manera que le dieron ganas de ir a Múnich en ese preciso instante para arrancarle los ojos a Ernst von Klippstein.

—Además, me parece aún peor que lo dijera delante de Dodo —añadió Tilly, asqueada—. La niña me hizo todo tipo de preguntas durante el trayecto sobre qué había querido decir el tío. Y si era malo ser mestiza judía, porque ahora podían darle una paliza en la calle a su madre, como le había pasado al amigo de su hermano. Dios mío, no sabía qué contestar de lo horrorizada que estaba…

—¡Ni una palabra más! —dijo Kitty, y reforzó la frase con un gesto decidido—. ¡Te quedas con nosotros y punto!

Acto seguido Tilly le dio un abrazo, agradecida. A esas alturas ya estaba convencida de haber hecho lo correcto, y se preguntaba por qué no lo hizo mucho antes. Cada duda, cada prolongación de esa situación insostenible le resultaba imperdonable. Ahora, en Frauentorstrasse, estaba rodeada de amor y calor, una vida familiar alegre, personas amables, todo lo que había echado de menos durante años. En particular, su madre estaba feliz de volver a tener a su hija al lado, poder mimarla y, por supuesto, como no podía ser de otra manera, transmitirle su sabiduría:

—Te lo dije desde el principio, Tilly. Ese hombre no es para ti. Quien sufre una herida tan delicada, que deja fuera de juego su virilidad, con el tiempo se vuelve raro.

—Tonterías, Gertrude —se inmiscuyó Kitty—. Klippi siempre fue raro. Pregúntale a Paul, él puede contarte unas cuantas cosas. Y mi querida Marie también sabe de él.

—Puede ser —replicó Gertrude—. Además, yo siempre quise nietos y en ese sentido no cabía esperar nada.

Por la noche, Robert, el marido de Kitty, también entró en la conversación. Conocía a Ernst von Klippstein muy por encima, habían coincidido en reuniones familiares y habían intercambiado algunas palabras, pero le resultaba desagradable que el señor Von Klippstein tuviera debilidad por su mujer y por Marie. En ese sentido no le tenía mucho cariño.

—Si estás decidida a separarte, querida Tilly —dijo cuando se sentaron—, deberías contratar lo antes posible a un abogado y pedir el divorcio.

—No contrates bajo ningún concepto a Grünling con su Serafina, esa tarántula venenosa —le interrumpió Kitty, y Robert hizo un gesto de rechazo entre risas.

—Si estás de acuerdo, Tilly, yo me ocupo —propuso.

Tilly dudó un momento. Sentía una resistencia en su interior que tenía que superar. ¡El divorcio! Se casaron por la iglesia a petición suya, y eso significaba que ante Dios ese matrimonio era indisoluble. Así lo veía Tilly, que, como Ernst, había sido educada en el catolicismo. Le costaba romper una promesa que había hecho ante el altar. Y, aun así, no tenía opción. Aunque solo fuera porque no quería vivir a costa de Kitty y Robert, ni de su madre. Tenía que buscarse un trabajo, y para firmar un contrato laboral necesitaba por ley el permiso de su marido, que Ernst seguramente usaría como prenda mientras estuviera casada con él.

—Si pudieras hacer eso por mí, Robert, me harías muy feliz —dijo—. Me gustaría acabar con esas horribles formalidades lo antes posible.

—Bravo. Brindemos por ello —exclamó Kitty en tono triunfal—. ¿Dónde está el champán que he comprado, Gertrude?

—En la nevera, dónde iba a estar. ¡Ay, Tilly! Podrías haberte ahorrado todo este asunto tan desagradable si me hubieras hecho caso… Pero bueno, dejémoslo…

 

 

Dos días después Tilly tenía una cita con un joven abogado, un tal señor Spengler, al que Robert conocía personalmente y apreciaba. Solicitó el divorcio, el lugar de jurisdicción era Augsburgo, porque fue donde se casaron. Con eso superaba lo peor, esperaba Tilly, y todo seguiría su curso legal. Pero se equivocaba. Ernst se negó a aceptar el divorcio y contrató a un abogado para agotar todas las opciones legales. Se enviaron cartas y escritos amenazadores, y además Ernst von Klippstein se dedicó a llamar varias veces al día a Frauentor­strasse.

—Ya no contestaremos al teléfono —decidió Kitty—. Estoy harta de oír su «me gustaría hablar con mi mujer».

Kitty lo despachaba cada vez con un frío «no le conozco» y colgaba. Sin embargo, eso no le impedía a Ernst intentarlo de nuevo al cabo de un rato. La víspera, a Robert se le acabó la paciencia y amenazó con dar parte a la policía la próxima vez y denunciar a Ernst por acoso. A fin de cuentas, él necesitaba su teléfono por su trabajo, y le estaba perjudicando que el señor Von Klippstein tuviera la línea siempre ocupada.

—Ándate con cuidado, Robert —le advirtió Tilly—. Es vengativo y conoce a gente importante en Múnich.

—¿Debería darme miedo? —se burló Robert.

—Por supuesto que no. Solo que hay que tenerlo en cuenta.

Ese día Ernst había llamado solo tres veces, así que ya era un avance. Kitty lo atribuía a la amenaza de Robert; Tilly esperaba en su fuero interno que su marido por fin hubiera entrado en razón.

—Se ha comportado como un niño obstinado, y ahora se da cuenta del ridículo que está haciendo.

—Dios te oiga, niña.

Gertrude sirvió té con pastas de Navidad, que desprendían un delicioso olor a nueces y almendras, y llamó a Henny y a Dodo para que bajaran. Desde que su tía Tilly se había mudado a Frauentorstrasse, Dodo iba casi todos los días de visita.

—¿Qué hacen las dos chiquillas? —se sorprendió Gertrude—. Están muy calladas. Me temo que se están disfrazando otra vez.

—Seguro que no. —Kitty cogió una estrella de choco­late—. Henny tiene terminantemente prohibido abrir el armario.

Las galletas navideñas olían de maravilla porque Gertrude utilizaba mucha mantequilla, nueces y almendras. Allí, en Frauentorstrasse, se notaba poco la crisis económica: Robert se retiró justo a tiempo de los negocios bursátiles y había invertido su dinero en otro sitio. Kitty no sabía cómo ni dónde, y le preocupaba poco porque tenía plena confianza en él y lo consideraba un hombre de negocios inteligente. Por lo menos le había explicado bien las causas de la crisis bursátil en Nueva York.

—¿Sabes, Tilly? Robert me dijo que solo los ignorantes han perdido su dinero en la bolsa. Los accionistas más experimentados sabían desde hacía tiempo que la situación no podía seguir así mucho tiempo y vendieron sus acciones cuando aún podían conseguir un buen precio. Imagínate: en Estados Unidos cualquier limpiabotas o cualquier dependienta había adquirido acciones. Los bancos les regalaban el dinero, y ellos calcularon que los dividendos de las acciones superaban los intereses del crédito, de manera que harían un buen negocio. Sin embargo, eso solo funciona siempre y cuando la economía no entre en números rojos.

Tilly asintió y se bebió el té en sorbitos nerviosos. En ese momento seguía por encima el discurso de Kitty porque, por una parte, siempre estaba pendiente de que sonara el teléfono y, por otra, tenía que pensar dónde conseguir un puesto de trabajo. Por cómo estaban las cosas, en Augsburgo no era fácil. Cuanto antes empezara a buscarlo, más opciones habría de tener un golpe de suerte. Sin embargo, tenía claro que la suerte no se había prodigado mucho en su vida hasta entonces. Tuvo que obligarse a volver a escuchar a Kitty.

—Y cuando la gente luego se dio cuenta de que las firmas y las empresas no podían repartir dividendos, de pronto todos quisieron vender sus acciones a la vez. Así se hundieron las cotizaciones y a esos pobres ingenuos les decían: «Tenéis que comprar aún más acciones para sostener las cotizaciones»… Entonces algunos gastaron hasta el último penique y sin embargo no…

—¿Qué os parece? —interrumpió Tilly el complejo discurso de su cuñada—. ¿Debería intentarlo en el hospital central de los suburbios de Jakober, aunque aún no tenga el permiso de mi marido?

Gertrude hizo un gesto de desaprobación con la cabeza, ella creía que su hija debía abrir su propia consulta. Kitty frunció el entrecejo y estaba a punto de decir algo cuando se oyó un griterío furioso que provenía de arriba, donde por lo visto se había desatado una discusión enconada.

—¡Dámelo, no es tuyo!

—¡Tampoco tuyo!

—¡Es de mi hermano!

—¿Y por qué está en el armario de mamá debajo de los camisones?

Kitty dejó la pasta de vainilla a medio comer y se levantó de un salto.

—Henny —rugió—. ¡Baja ahora mismo!

Tras sus palabras se impuso un silencio. Luego se oyó la voz tenue de Dodo:

—¡Mira lo que has conseguido!

—¿Vas a venir ya? —gritó la madre de Henny.

Tilly estaba tan sorprendida como impactada por el volumen de voz de Kitty. Parecía increíble que en ese cuerpo tan delicado se alojara un órgano tan potente.

Las dos chicas de catorce años bajaron la escalera y abrieron despacio la puerta del salón. La imagen que ofrecieron era un poema. Henny se había puesto un sofisticado vestido de baile de color verde irisado que colgaba olvidado en el armario. Dodo llevaba un traje de Robert: pantalones de rayas, un chaleco amarillo y encima una chaqueta azul marino que le iba demasiado ancha.

Tilly y Gertrude tuvieron que esforzarse para mantenerse serias; Kitty miraba horrorizada y furiosa el fardo que llevaba Dodo en la mano.

—Me dijiste que ibas a esconderlo bien —le reprochó su sobrina.

Durante tres segundos Kitty se quedó sin habla, luego se volvió hacia su hija, hecha una furia.

—¿Qué buscabas en el armario debajo de mis camisones, Henriette? ¿No te había prohibido revolver entre mis cosas?

—Necesito un vestido para la obra de Navidad en el colegio, mamá —se excusó Henny—. Para el ángel de la Anunciación.

—No creo que las camisolas de encaje de Kitty sean adecuadas —intervino Gertrude.

—¡Basta! —exclamó Kitty, enojada—. Dodo, dame las partituras. Las guardaré en otro sitio. Y subid las dos ahora mismo a cambiaros…

—Es una tontería esconder las partituras, mamá —protestó Henny, indignada—. Así no ayudamos en nada a Leo. Tenemos que enviárselas a alguien que le anime. A un músico. Muy famoso. Para que luego le escriba una carta a Leo y le explique que sabe componer muy bien.

Kitty seguía con el brazo estirado delante de su hija, el dedo índice señalaba la puerta.

—¡En marcha!

Henny puso los ojos en blanco y en ese momento el parecido con su madre era increíble.

—Sois todos tan tontos —se lamentó, y se dio la vuelta con un movimiento rígido, se levantó la falda ancha con ambas manos y salió pavoneándose. El vestido le sentaba como un guante, aunque le iba un poco largo.

—¿Qué partituras son esas? —preguntó Gertrude cuando las dos chicas estuvieron en la escalera.

—Las composiciones de Leo. Las tiró a la basura y Dodo las salvó —explicó Kitty.

Tilly ya sabía por Marie que Leo había dejado de tocar el piano y en cambio estudiaba con un ahínco desesperado para el colegio. Marie también le mencionó lo ocurrido en el conservatorio y a Tilly le daba mucha lástima porque siempre había creído que la música era el destino de Leo.

—A lo mejor Henny tiene razón —comentó Tilly, pensativa—. ¿Las composiciones merecen la pena, Kitty?

—Por supuesto —contestó su cuñada con el do de pecho de la convicción—. Son geniales. Por lo menos para un crío de catorce años. Tal vez deberíamos enseñárselas a alguien. A Klemperer, Furtwängler o Strauss…

—¿El rey del vals de Viena? Murió hace tiempo —aseguró Gertrude.

—No Johann, Richard Strauss. Sigue vivo.

Tilly le recomendó que lo pensara bien y que hiciera copias de las partituras antes de enviarlas. Para que no se perdieran si el señor director no consideraba necesario devolverlas.

El teléfono se inmiscuyó en su conversación, y las tres dieron un respingo del susto.

—No lo aguanto más —exclamó Tilly—. Ahora mismo me voy a la clínica de los suburbios de Jakober a preguntar si necesitan a alguien.

—Como quieras. —Kitty lanzó una mirada nerviosa al teléfono—. Puedes llevar a Dodo a la villa de las telas, vas en la misma dirección.

Gertrude se puso en pie y se dirigió al teléfono. Levantó el auricular con calma y escuchó un momento.

—¿Hola? Hola, ¿Tilly? ¿Eres tú? —sonó la voz estridente en el aparato.

—Se ha equivocado —dijo Gertrude, y dejó caer el auricular en la horquilla—. Así se hace —dijo satisfecha, y volvió a la mesa a tomarse la cuarta taza de té.

—A partir de ahora serás nuestra secretaria —anunció Kitty entre risas, y salió presurosa al pasillo a comprobar que las chicas hubieran seguido sus órdenes.

 

 

Afuera hacía frío y el tiempo era desapacible, un auténtico día de noviembre. El cielo estaba encapotado y lluvioso sobre la ciudad, en las calles y los parques se amontonaban las hojas mojadas, y muchos transeúntes ya llevaban abrigo de invierno. Dodo estaba sentada al lado de Tilly en el asiento del copiloto y observaba todos sus movimientos.

—El indicador de gasolina está muy bajo, tía Tilly —afirmó—. Y creo que hay que rellenar el aceite. ¿Quieres que lo haga mañana? Sé cómo funciona.

Era raro que los mellizos tuvieran cada uno un talento tan pronunciado. Leo era músico por naturaleza, Dodo se inclinaba por la técnica. En cambio Henny, la hija de Kitty, no mostraba ningún talento especial salvo su capacidad para engatusar a chicos de diferentes edades.

—Creo que no será necesario, Dodo. No usaré el coche en los próximos días, iré en tranvía.

—¿Por qué?

—Porque, por desgracia, está a nombre de mi marido y quiere recuperarlo.

Dodo no dijo nada más y Tilly se concentró en el tráfico. Había oscurecido y el brillo amarillento de las farolas le daba un aire irreal a la ciudad, como si fuera un telón de fondo borroso de un teatro. Los transeúntes encapuchados corrían por la calle, en las tiendas se hacían las últimas compras, el tranvía iluminado avanzaba con su traqueteo, se reconocían los rostros pálidos de las personas. Cuando se acercaron a los imponentes edificios de ladrillo del hospital central, Tilly se desanimó. El edificio se alzaba enorme y poderoso en la oscuridad. Infinidad de ventanas iluminadas indicaban que se estaba repartiendo la cena, luego prepararían a los pacientes para la noche y el jefe médico se reuniría con el resto de los doctores para comentar el plan de operaciones para el día siguiente o los tratamientos complicados. No, no era buena idea preguntar por un puesto justo a esa hora. Sería mejor esperar al día siguiente por la mañana, de todos modos con las prisas se había olvidado los papeles. ¡Los papeles! Entre ellos estaba la carta de despido del hospital de Schwabing, que distaba mucho de ser una recomendación. De repente tuvo la sensación de estar ante un muro infranqueable. ¿Cómo podía ser tan ingenua y presentarse tan pronto en una clínica? Seguro que allí también estaban al corriente de su deshonroso despido, esas cosas corrían entre colegas.

—Vamos a la villa de las telas, Dodo.

—¿No vamos a la clínica?

—No.

Dodo se llevó una alegría con el cambio de opinión, no tenía ganas de esperar en el aburrido pasillo del hospital, con ese olor tan raro.

—Puedes ir a ver al tío Sebastian —propuso—. Aún no se encuentra bien porque no puede doblar la rodilla.

Tilly estaba al corriente del problema, había visitado varias veces a Sebastian y escuchado las quejas de Lisa de que su marido no fue bien atendido y ahora se quedaría con la rodilla rígida. Ella aconsejó a Sebastian que la moviera a diario con cuidado y, creía Tilly, con el tiempo se recuperaría. No recomendaba operar. La rótula necesitaba un tiempo para curarse, había que tener paciencia. Sebastian asintió a su diagnóstico con resignación; él no era el problema, sino Lisa, que lo cuidaba como una gallina clueca y no paraba de torturarlo con mantas de lana, paños en la rodilla y bolsas de agua caliente. Al final lo convertía en alguien más enfermo de lo que estaba.

—Mira, tía Tilly, han encendido las luces.

El edificio de ladrillo de la villa de las telas les dio una bienvenida acogedora con el brillo de la iluminación exterior. También había luz en algunas ventanas. Arriba, en el comedor, Humbert estaba poniendo la mesa para la cena, la habitación de los señores estaba a oscuras, pero en el despacho de Paul había alguien. Tras las ventanas de la cocina se veían pasar sombras, los empleados corrían ajetreados de aquí para allá para preparar los platos. Tilly rodeó el parterre circular que el jardinero se había esmerado en cubrir con hojas de abeto y aparcó frente a la entrada principal.

—No te olvides del freno de mano —le recordó Dodo antes de bajar del coche y subir dando brincos los peldaños hasta la puerta de entrada.

Arriba se abrieron las dos hojas de la puerta y al trasluz apareció Gertie con vestido oscuro y delantal blanco. Tras ella apareció la silueta de un joven.

—Buenas noches, Dorothea —dijo una voz conocida que provocó un estremecimiento en Tilly.

—Buenas noches, doctor Kortner —contestó Dodo con educación—. ¿Estaba usted con el tío Sebastian?

—Chica lista —respondió él con una sonrisa—. Lo has adivinado.

—Podría habérselo ahorrado, ahora que está aquí mi tía Tilly —comentó Dodo, sabihonda.

—¿La señora Von Klippstein está en Augsburgo? —exclamó en tono alegre—. No lo sabía. —Miró alrededor—. Ah, ya la veo —dijo, y bajó los peldaños de la escalera que daban a la explanada—. ¡Qué maravillosa sorpresa, señora! —Le sonrió y le tendió la mano—. Espero que esta vez se quede un poco más en el precioso Augsburgo para que pueda enseñarle la consulta que acabo de abrir.

Tilly estrechó la mano que le ofrecía y notó su gesto cálido y firme. Algo la atravesó, una sensación olvidada, se le aceleró el pulso y se le nubló la mente.

—Buenas noches, doctor Kortner. Sí, esta vez me quedaré más tiempo en Augsburgo.

—¡Me alegro muchísimo! ¿Dónde puedo localizarla, señora?

—De momento me alojo en casa de mi madre y mi cuñada en Frauentorstrasse.

Dodo estaba delante de la puerta de la entrada esperando a Tilly. Movía las piernas con impaciencia. Luego soltó de repente:

—Debería saber que mi tía busca un puesto de médico. Si no recuerdo mal, hace poco usted dijo que tenía mucho trabajo.

A Tilly le dio un vuelco el corazón. ¿Cómo podía esa niña soltar semejante tontería? Sonaba como si quisiera congraciarse con el médico.

—¿Eso es cierto? —preguntó él enseguida, y se acercó más con la emoción—. ¿Significa eso que se va a instalar en Augsburgo?

Su cercanía asustó a Tilly porque había algo de él que la atraía y que le parecía, más que inadecuado, inquietante.

—No haga caso a mi sobrina —dijo cohibida—. Dodo es un poco descarada. No quería entretenerle, doctor Kortner. Que pase una buena noche…

Subió los escalones, confusa, y no se sintió segura hasta que Gertie cerró la puerta tras ella.

—Estás rara, tía Tilly —dijo Dodo, y sacudió la cabeza.