21

 

 

 

 

—¡Allí! —El cochero barbudo le señaló con el brazo una colección de tejados cubiertos de nieve que apenas destacaban en el paisaje blanco. Unos árboles pelados rodeaban la propiedad como hilados negros, de vez en cuando se elevaban unos penachos de humo finos y grises que se mezclaban en el cielo lúgubre de diciembre.

—¿Qué es eso? —preguntó Liesl.

—Es Maydorn, señorita.

No podía creerlo.

—¿La mansión Maydorn?

—¿Cuál si no?

Liesl guardó silencio e intentó mover los dedos helados, pero los tenía completamente entumecidos. Nunca había pasado por tantas dificultades y fatigas, dos noches en salas de espera congeladas sentada en bancos de madera, horas entre desconocidos en ferrocarriles que traqueteaban, un hambre atroz y el constante miedo a que le robaran. Ahora había llegado a su destino y se llevó una profunda decepción. La mansión Maydorn no se parecía en nada a lo que había imaginado. No era una ostentosa vivienda parecida a un castillo, nada de torres puntiagudas ni muros fortificados, nada de una entrada señorial con una ancha avenida que llevara a la casa. Unos cuantos edificios bajos agolpados en el paisaje nevado como un pueblo abandonado de la mano de Dios, nada más. ¿Cómo podía ser que el lugar desde donde les enviaban unas salchichas y un jamón tan deliciosos, donde vivían los gordos gansos de Navidad y el paté de hígado con pimienta, tuviera un aspecto tan mísero?

—Siga sentada, señorita —anunció el cochero—. Tengo dos cajas ahí detrás para el señor Von Hagemann. Las perras ya me las dará cuando hayamos llegado.

¡El señor Von Hagemann! Ya no cabía duda, era la mansión Maydorn y en menos de media hora se plantaría delante de su padre. Daba igual si vivía en un castillo o en un pueblecito feo, lo importante era que iba a verlo. Con la emoción ya no notaba el frío punzante en la cara y las manos, ni tampoco el agotamiento que la había llevado a echar varias cabezadas y estar a punto de caerse del coche. ¡Se había acabado! El gran momento que llevaba imaginando en sus sueños de todos los colores y formas posibles por fin se haría realidad. ¿O no? Sacó una mano del bolsillo del abrigo de piel y se pellizcó la pierna con todas sus fuerzas. No, no era una alucinación, era real.

Igual que el abrigo de piel que le había regalado Fanny Brunnenmayer y que mandó arreglar a un peletero.

—Es piel de conejo, nada del otro mundo —dijo la cocinera cuando le dio el abrigo enrollado—. Pero abriga. Para que no te congeles ahí arriba, en Pomerania.

Ese regalo tan generoso había sido toda una sorpresa porque la cocinera estuvo echando pestes hasta el último momento sobre la «locura» de ese viaje y no le dio ni un penique.

—De ahí no va a salir nada bueno —no paraba de repetirle—. Nada más que tristeza y lágrimas. Sé lista, niña, y quédate.

Liesl no quiso ni planteárselo, se habría puesto en camino sin un penique en el bolsillo, con un abrigo agujereado y zapatos de verano con suelas malas. Desde que se enteró de que Gustav Bliefert no era su padre se pasaba todo el día cavilando qué tipo de persona sería ese Klaus von Hagemann, por qué no había querido verla nunca y si le caería bien ahora que era mayor. Pronto todos los empleados de la casa conocieron sus intenciones, hablaron y discutieron del tema: Fanny Brunnenmayer se posicionó en contra, Gertie opinaba que solo una loca se iría por voluntad propia a las llanuras, pero los demás estaban de parte de Liesl. No podía creérselo cuando Humbert le dio una bolsita con una pequeña cantidad que habían recaudado para ella. Salvo la cocinera, todos habían aportado algo, aunque la mayor parte era de Else, algo que no esperaba.

—Porque eres una chica muy buena —dijo—. Y porque el señor Von Hagemann es tu padre. Siempre me gustaba verlo. Salúdalo de parte de Else de la villa de las telas.

Humbert le aconsejó que dirigiera su petición mejor a la señora Alicia Melzer porque seguramente el nombre de Klaus von Hagemann le suscitaba malos recuerdos a la señora Elisabeth. Fue un buen consejo, porque la señora Melzer se entusiasmó cuando Liesl mencionó la mansión Maydorn.

—Qué bien —dijo con una sonrisa ensimismada—. Ahí me crie, en un paisaje maravilloso y amplio. Pienso en él muchas veces, y se me saltan las lágrimas de nostalgia por mi infancia…

Liesl escuchó con paciencia sus historias, le habló de paseos a caballo por los bosques de las inmediaciones, de las excursiones en trineo, de las aventuras amorosas de sus nobles hermanos y de las largas tardes de invierno, cuando se sentaban junto a la chimenea a jugar al dominó. Por supuesto, le habló de las grandes fiestas en las que la mansión se llenaba de invitados ruidosos, de los asados de ganso y los buñuelos de queso quark, de mesas engalanadas y banquetes alegres. Sin duda esos relatos nostálgicos habían contribuido a que Liesl se imaginara la mansión como un castillo principesco. Al final, la anciana recordó que la chica le había hecho una petición y le aseguró que cuando regresara volverían a contratarla como ayudante de cocina. Por supuesto, solo si el puesto no estaba ya ocupado.

—Será mejor que en la mansión Maydorn te dirijas a mi cuñada Elvira —le aconsejó a Liesl cuando se despidió con una profunda reverencia—. Le escribiré diciéndole que le envío a una pequeña hada de la cocina a Pomerania. Que tengas un buen viaje.

No recibió dinero, pero Humbert le pagó el sueldo que tenía pendiente, y además dijo de pasada que la señora Elisabeth también le deseaba un buen viaje.

—Tu madre estará furiosa, ¿no? —preguntó preocupado.

Como Liesl también se lo temía, no le confesó sus intenciones hasta poco antes de partir. Sin embargo, para su sorpresa, su madre se mostró entusiasmada.

—Eres una chica lista. Vas por buen camino, Liesl. Eres la hija de un noble, tu padre tiene que verlo de una vez, eres sangre de su sangre, tienes sus ojos y la complexión fina de los Von Hagemann. Te observará con atención y sabrá qué hacer.

Liesl estaba muy confusa porque su madre nunca le había hablado así.

—¿De verdad me parezco a mi padre, mamá?

—Por supuesto. ¡Mírate en el espejo!

De poco le servía porque Liesl solo había visto a su padre en una fotografía amarillenta. Aparecía vestido de uniforme militar con un bigotillo, pero apenas se le adivinaban los rasgos de la cara.

—¿Tienes dinero suficiente, niña? El viaje en tren es caro.

Liesl titubeó, luego confesó que con sus ahorros llegaba hasta Berlín. Ahí quería buscar trabajo para ahorrar dinero y continuar el viaje.

—No puede ser —exclamó Auguste, enfadada—. No quiero que mi hija se presente ante su padre andrajosa como una mendiga. Espera a mañana y te daré dinero.

—¿Y de dónde vas a sacar tanto dinero, mamá?

—¡Eso déjamelo a mí!

En efecto, al día siguiente su madre entró en la cocina de la villa de las telas, sacó a su hija al pasillo y le dio una bolsita llena de dinero, y también su vieja bolsa de viaje.

—Ten —le susurró—. Son cien marcos imperiales para que puedas comprar los billetes, y seguro que sobra algo para comida y bebida. Y ponte guapa. Te daré mis zapatos buenos, deberían irte bien. Y un pañuelo de seda que los señores me regalaron un año en Navidad. Y sé educada con tu padre. No le repliques, no lo soporta. Sobre todo no olvides que tienes sangre noble, que vales mucho, mi niña. Recuérdalo siempre.

A Liesl esos generosos obsequios la pillaron completamente por sorpresa. Hasta entonces su madre nunca le había hecho regalos, al contrario. La hija tenía que dar su sueldo y encima soportar que le dijeran que no fuera vanidosa, que la ropa vieja y los zapatos sin suela aguantarían una temporada más.

—¿De dónde has sacado tanto dinero, mamá? ¿No será del banco? —susurró temerosa.

—He vendido algunas cosas que ya no necesitaba. El decantador de cristal, las copas y otros trastos.

—¡El decantador que tanto te gustaba!

Auguste abrió la puerta del patio para marcharse porque oyó los pasos pesados de la cocinera.

—¿Dónde te has metido, Liesl? —gritó Fanny Brunnenmayer, enfadada—. ¿Ya te has ido a Pomerania y me dejas sola con el trabajo?

—Ahora voy, señora Brunnenmayer.

—Acuérdate —dijo su madre—. Si tu padre te acoge como a una hija y te casa con un acaudalado propietario, se lo agradecerás a tu madre, Liesl. Prométemelo.

—Mamá, pero ¿qué te crees?

—Levanta la mano —exigió Auguste, que estrechó la mano de su hija y la apretó tres veces—. Y que vaya bien, mi niña —dijo, y se fue a toda prisa para no encontrarse con la cocinera.

Fanny Brunnenmayer siguió a Auguste con una mirada hostil, vio la bolsa de viaje y se hizo su composición de lugar.

—Me da que se cree que el señor Von Hagemann te pondrá una alfombra roja. Ten cuidado, niña, no sea que te lleves una desilusión. Sube la bolsa rápido a tu cuarto y baja para que te enseñe a asar el pollo en el horno sin que se seque.

Durante los días anteriores al viaje, Liesl averiguó más sobre las personas de su entorno que en todos los años que llevaba allí. La conversación más difícil la había dejado para la última noche, cuando los empleados de la villa se reunieron en la cocina para despedirla con una botella de vino diluida con un poco de agua. La había pagado Humbert. Cuando brindaban por que tuviera un buen viaje y regresara pronto a la villa de las telas, apareció Christian. Se sentó en silencio ante su jarra y ni siquiera brindó, se limitó a mirar al frente, afligido. Después, casi todos habían subido a sus cuartos y él fue a ponerse la chaqueta y el gorro, pero Liesl lo detuvo.

—Aguarda —le dijo—. Te acompaño un rato.

Él esperó fuera, en el patio oscuro, con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta y la gorra calada hasta la cara. Cuando Liesl se acercó a él con una linterna, él se dio la vuelta en silencio en dirección a la casita del jardinero, y caminaron un rato juntos sin decir palabra. El silencio le pesaba a la chica, le tenía cariño a Christian y justo por eso no se le ocurría cómo empezar la conversación. Al final él se paró en el camino de grava y comenzó a hablar.

—Así que quieres irte, Liesl —dijo en voz baja, sin mirarla—. Lejos, quieres irte a Pomerania, y no sé si volveré a verte.

—Volveré seguro, Christian —le aseguró—. No te creas lo que diga mi madre. No soy una dama noble, como ella espera. Soy Liesl, la que conoces, y seguiré siéndolo.

Al final él se atrevió a mirarla a la cara y ella vio que le brillaban lágrimas en los ojos.

—Todo ha salido muy distinto a como yo esperaba —admitió con voz ronca—. Monté la casita, lo puse todo nuevo y bonito y esperaba… bueno, siempre pensé que…

Se interrumpió porque no había manera de que le saliera la confesión. Llevaba demasiado tiempo guardándoselo, no encontraba el valor para hablar, se reprochaba ser un cobarde y ahora todo carecía de sentido.

—¿Qué esperabas? —preguntó Liesl, y levantó un poco la linterna para ver mejor la expresión de su rostro.

Christian se echó a un lado y respiró hondo, como si tuviera una cinta metálica en el pecho.

—Que tú… que un día nos mudaríamos los dos juntos, eso esperaba, Liesl —confesó, y la miró abatido—. Pero empecé la casa por el tejado. Si al final venden la villa de las telas, seguro que tendré que abandonar la casita y otro se mudará allí.

¿Hablaba de matrimonio? En realidad no. Como mucho, de que quería vivir con ella en la casita del jardinero. Liesl decidió que no era una petición de mano, sino más bien una triste afirmación. Se alegró porque no habría podido dar una respuesta a una propuesta de matrimonio.

—Eso no es seguro, Christian —le consoló—. En primer lugar, no creo que los Melzer renuncien a la villa de las telas, le tienen demasiado cariño. Además, aunque lo hicieran, seguro que el nuevo propietario te contrataría como jardinero.

Christian lo negó con la cabeza.

—No he aprendido el oficio, Liesl. Me lancé sin más, pero no soy jardinero de verdad, como Gustav.

Liesl dejó la linterna con resolución en el camino de grava y le sacó las manos de los bolsillos de la chaqueta.

—Ahora vamos a despedirnos, Christian —dijo, y le cogió las manos—. Y prométeme que no te vas a desanimar. Volveré contigo, eso seguro. Te doy mi palabra.

De pronto Christian se movió. Apretó con fuerza las manos de Liesl y se atrevió, vacilante, a atraerla hacia sí.

—Entonces quiero esperarte —le susurró—. Y si no vuelves conmigo a tiempo, iré a Pomerania a buscarte.

Tenía la cara tan cerca de la de Liesl que notaba su aliento. De pronto parecía una persona muy distinta, tan ansioso, y ella se estremeció de un modo maravilloso y fue consciente de que quería a ese joven tímido.

—¿Harías eso, Christian? —preguntó a media voz, y le sonrió.

—Sí —contestó él con una decisión poco habitual, y la besó.

Tenía los labios secos y las mejillas ásperas, pero ese beso fue lo más emocionante que había sentido Liesl jamás. Por eso le ofreció su boca para repetir. Él se animó enseguida. Y como le había salido tan bien, lo hicieron muchas veces hasta que por fin Christian recuperó el habla.

—Quiero que seas mi mujer, Liesl. Dime si me quieres.

Ya estaba dicho, y ella tenía que darle una respuesta.

—Dame tiempo a que vuelva, Christian. Entonces te lo diré —susurró, y le besó por última vez antes de coger la linterna y levantarla para que viera el camino hasta la casita del jardinero.

Al día siguiente por la mañana, ella salió de la villa de las telas antes de que se levantaran los demás y recorrió la avenida hasta la entrada. Llevaba el abrigo de piel, regalo de Fanny Brunnenmayer, y como caminaba tan deprisa hacia el tranvía empezó a sudar.

 

 

«Qué abrigo más absurdo y pesado», pensó. No sería más que una carga, ¿por qué no lo había dejado en su cuarto?

Sin embargo, cuando conoció el gélido invierno del este, agradeció de todo corazón a Fanny Brunnenmayer su regalo. El abrigo le dio calor en las estaciones de tren expuestas a las corrientes de aire, fue su nido protector durante las noches que pasó en salas de espera sin calefacción y también en el pescante junto al cochero, que la llevó por un buen precio de Kolberg a Maydorn, y sin ese abrigo de piel se habría congelado. El camino que conducía de la carretera a la mansión era estrecho y desigual, encima estaba helado, así que los caballos resbalaban, el coche se tambaleaba de un lado a otro y el conductor soltaba maldiciones de vez en cuando. Liesl tuvo que sujetarse con ambas manos al pescante para no caer a la nieve que se acumulaba a ambos lados del camino. Cuando se acercaban a la mansión vio a mozos y criadas haciendo tareas en el patio, perros que correteaban sueltos, una bandada de gallinas que picoteaban el suelo y, delante de algunos edificios bajos, montones humeantes de estiércol de color marrón amarillento.

Liesl pensó que serían los establos. Seguro que ahí guardaban los cerdos con los que hacían las deliciosas salchichas. Cuando el cochero paró en medio de los perros que ladraban, vio por fin la casa. Estaba apartada del patio, era de ladrillo rojo y parecía antigua, y tenía un porche en el medio con un frontón cubierto de hiedra. No era un castillo ni una casa señorial como la villa de las telas, pero seguía siendo un edificio decente que destacaba de las casas normales. No, la mansión Maydorn no era tan miserable como se temía.

El cochero bajó sin preocuparse más por ella. Liesl observó cómo se acercaba a los dos mozos que estaban al lado de los montones de estiércol hablando entre ellos. Uno llevaba un chaleco sucio y desgreñado hecho con piel de oveja, y en los pies se había atado unos harapos. El otro iba vestido con una chaqueta de cuero grasienta, llevaba un viejo gorro de piel y las piernas enfundadas en unas botas marrones sucias. Este hombre parecía tener un rango mayor que el de la piel de oveja. Liesl vio que levantaba el brazo furioso y el otro se encogía de hombros.

Su conversación quedó interrumpida por el conductor, que hizo una pregunta a la que el hombre de las botas altas contestó mirando el coche y comprendió que tenían un invitado. Era el momento de que Liesl cogiera su bolsa de viaje y bajara. Le costó un poco. No era fácil bajar del pescante con los pies entumecidos y las manos heladas, pero aún era más difícil exponerse a los ladridos y gruñidos hostiles de los perros que la rodeaban, aparentemente con ganas de arrancarle la bolsa de las manos. En realidad le gustaban los perros, pero estos eran completamente distintos a los animales bien educados que iban con correa en la ciudad. No parecían de una raza concreta, eran amarillos o marrones, algunos tenían el pelaje lanudo y, por lo visto, nadie los había domesticado.

Sin embargo, se engañaba. Salieron dos mujeres de un edificio y una de ellas gritó con voz estridente:

—Largaos. ¡Fuera!

Los perros se dispersaron con timidez en distintas direcciones.

Ninguna de las dos mujeres se preocupó por Liesl, castigando a la chica desconocida con una mirada de desconfianza; luego cogieron las cajas que el conductor les bajó del coche. Iban vestidas con una ropa muy rara, esas campesinas de Pomerania. Las faldas de lana, anchas y pesadas, llegaban hasta el suelo, debajo llevaban botas forradas y alrededor de la cabeza y los hombros, un paño de lana. Seguro que eran criadas, de lo contrario no tendrían que llevar las cajas al salón.

—Son tres marcos imperiales, señorita —dijo el cochero, y le tendió la mano cóncava—. En realidad cobro más por un trayecto tan largo, pero como tenía que venir igualmente, así está bien.

Liesl sacó la bolsita de dinero que llevaba colgada del cuello con un cordón. Las monedas llegaban justo para pagar el precio que le exigía y solo le quedaron unos peniques en la bolsa. Los billetes habían sido caros, aunque fuera en tercera clase, no entró en cafeterías y solo una vez se permitió un dulce de una vendedora de la estación.

El cochero se guardó el dinero en el bolsillo del abrigo, subió al pescante y chasqueó la lengua para incitar a los dos caballos. Al girar, el coche pasó muy cerca de los montones de estiércol sin tener en cuenta a los perros, las gallinas o las personas de alrededor que le gritaban algo que no entendía. Seguramente era un insulto.

Liesl se quedó sola en el ancho patio, agarrando con fuerza la bolsa de viaje, y miró alrededor en busca de ayuda por si había alguien que quisiera ocuparse de ella. Las dos mujeres se habían dirigido a la mansión con su carga y allí les dejó pasar una empleada con un vestido negro y una cofia en el pelo. Era parecido a la villa de las telas, con empleados que hacían su trabajo en el ala de las faenas y los que eran responsables de las salas elegantes y cálidas de los señores. Seguro que ahí encontraría a su padre.

Con cuidado de no resbalar con el adoquinado helado del patio, se dirigió a la casa mientras repasaba en su mente lo que le diría a la criada que le abriera la puerta de entrada: «Me envía la señora Alicia Melzer de Augsburgo, y me gustaría hablar con el señor barón Von Hagemann para darle una noticia».

Hacía tiempo que se planteaba cómo se las arreglaría para que le permitieran acceder a su padre, que era el administrador de la finca al servicio de Elvira von Maydorn, que tras la muerte de su marido se convirtió en la señora de todo aquello. Los señores no recibirían enseguida a una desconocida. Al principio pasaría a la cocina y después acabaría con el administrador o la señora baronesa. Sin embargo, si hacía referencia a la noble Alicia Melzer, que procedía de esa finca, tal vez sus perspectivas fueran buenas y la recibieran enseguida. Ya había cruzado el patio cuando se abrió la puerta en la mansión y la joven con la cofia bajó corriendo los escalones.

—¡Señor barón! —llamó a voz en grito, y pasó corriendo con la falda plisada junto a Liesl—. Señor barón, pare el coche…

Liesl se dio la vuelta, asustada. El señor barón tenía que ser su padre.

¿Dónde estaba? ¿Por qué no lo había visto?

—Ya se ha ido —dijo el hombre de las botas altas—. ¿Qué pasa? ¿Falta algo?

La empleada se paró y asintió.

—El juego de café con las flores pintadas que encargó la señora no ha llegado. Está hecha una furia.

El hombre no parecía muy impresionado, se limitó a encogerse de hombros, impasible.

—Dile que ya llegará la próxima vez. Lo principal es que el vino esté aquí. Y los vestidos que ella pidió. ¡Ve a darle el recado!

—Sí, señor —dijo la empleada, aunque puso cara de pocos amigos. Luego se fue de brazos cruzados a la mansión y cerró la puerta.

Liesl se quedó petrificada en el sitio, no podía creer lo que era evidente. Ese hombre de la chaqueta de piel mugrienta, que estaba junto a los montones de estiércol como un mozo de cuadra, era el señor barón, su padre. No llevaba un traje verde de loden, como los ricos en Augsburgo, ni tan siquiera un abrigo de paño bonito, sino que parecía un cochero que se protegía las orejas del frío con un viejo gorro de piel. Por fin advirtió su presencia y llegó a sus oídos su voz aguda y penetrante.

—¡Eh, tú! ¡Ven aquí!

Sonaba antipático, como si ella fuera una vagabunda que se hubiera colado en la casa, una mendiga que tuvieran que expulsar. Mientras Liesl se acercaba con el corazón acelerado y resbalaba varias veces, de pronto se le olvidó lo que quería decir. Todo era tan distinto de como lo había soñado y esperado… Desanimada, se paró a varios pasos de distancia de él y lo miró. Era un poco más alto que el mozo de la piel de oveja, pero estaba erguido como un señor. Cierto, ya se había fijado antes. Ahora veía también que llevaba una fusta corta en la mano derecha. No era fácil reconocerle la cara porque el gorro de piel le llegaba hasta la frente. No llevaba barba, tenía la nariz roja por el frío, en las mejillas lucía un dibujo extraño y sus labios eran muy finos.

—¿Cómo te llamas y qué haces aquí?

Así que ese era su padre. Los edificios de alrededor parecían dar vueltas, tuvo que intentarlo dos veces para que le saliera una respuesta.

—Yo… me llamo Liesl…

Por lo visto ni su nombre ni su aspecto le decían nada. ¿Su madre no había dicho que se parecía a él? Por lo visto él no lo notaba.

—Liesl —repitió con impaciencia al ver que no decía nada más—. ¿Y qué haces aquí, en Maydorn? ¿Buscas un trabajo? Pues ve a la cocina y entra en calor.

Dicho esto, dio media vuelta y se dirigió a los establos. Entonces por fin Liesl recobró el juicio.

—¡Espere, por favor! Yo… tengo que decirle algo más.

Su grito debió de sonar muy angustiado, porque él se dio la vuelta.

—¿Qué pasa? —preguntó con impaciencia.

Liesl reunió todo el valor y se acercó a él.

—Soy Liesl de Augsburgo, señor Von Hagemann. La hija de Auguste de la villa de las telas.

Su reacción no fue la que esperaba. Se plantó delante de ella y le clavó la mirada. Entonces Liesl vio que tenía muchas cicatrices y cortes en la cara, y recordó que le habían contado que una granada le hirió en la guerra.

—Eres… —dijo a media voz, y se interrumpió para echar al mozo de la piel de oveja—. ¿Qué haces ahí, Leschik? ¡Vete a trabajar!

Esperó a que la puerta del establo se cerrara detrás de Leschik y luego la observó de nuevo, la miró de reojo y finalmente lanzó una breve mirada de recelo a la mansión.

—Liesl —murmuró—. ¿Te ha enviado tu madre a Pomerania?

—No. He venido por voluntad propia. Porque… porque quería ver a mi padre.

—Vaya, vaya… —dijo, sin saber muy bien qué hacer—. Liesl. Pues sí que has crecido. ¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete años.

—Diecisiete años —repitió él, que miró de nuevo hacia la casa como si tuviera que reflexionar sobre un asunto difícil—. ¿Y qué tienes pensado? ¿Quieres quedarte aquí?

Sonaba a amenaza: «Espero que no quieras quedarte aquí, Liesl».

—No —dijo asustada—. No, no, quiero volver a Augsburgo. Quería… bueno, quería ver a mi padre una vez en la vida.

Notó que se le llenaban los ojos de lágrimas porque todo era triste, infeliz, y ella sentía una decepción desmedida.

—Escucha —dijo con suavidad—. Puedes pasar la noche en la casa del servicio. Pero no le digas a nadie quién eres, ¿entendido? Mañana nos volveremos a ver.

Liesl se limpió las lágrimas y asintió.

—Gracias. No se lo diré a nadie, lo prometo. Nadie sabrá por mí…

Él le hizo un breve gesto con la cabeza y de pronto tuvo mucha prisa por irse a la casa.

Liesl se sentía tan intimidada que no se atrevió a calentarse en la cocina ni a pedir comida. Una moza de los establos le indicó dónde estaba la casa del servicio, un edificio alargado con un tejado de paja. Allí buscó un cuarto libre, pasó el cerrojo y se sentó en un rincón del suelo de madera que le pareció más caliente que el húmedo catre de paja que apestaba a orina y podredumbre. Se acurrucó con las piernas dobladas como un animalito bajo el abrigo de piel y el agotamiento se apoderó de ella, oscuro y liberador. Antes de que el sueño la acogiera entre sus brazos, recordó las palabras de Fanny Brunnenmayer: «Nada más que tristeza y lágrimas…».

¿Y si llevaba razón?