—¡Qué bonito! —exclamó Lisa, y apretó la nariz contra la ventanilla del coche—. Nieva, Humbert. No conduzcas tan rápido, quiero contemplar el parque.
Obediente, Humbert moderó la velocidad para que la señora pudiese admirar la fina nieve sobre los viejos árboles y los campos salpicados de blanco. La nieve caía del pesado cielo invernal en copos gruesos y algodonosos, se pegaba a las coníferas y a los troncos de los árboles, pero en los campos y los bancales desaparecía rápido, puesto que el suelo no estaba lo bastante frío.
—Cuánto se alegrarán los niños si en Nochebuena hace este tiempo invernal. Sobre todo porque Hanno recibirá su primer trineo. Y Charlotte estará adorable con el abriguito rosa y las botitas de piel.
—Por supuesto, señora —dijo Humbert.
Lisa se preguntó por qué estaba tan callado ese día. Ojalá no se pusiese enfermo justo antes de Navidad.
—Humbert, no estarás acaso…
Se interrumpió asustada cuando divisaron el parque infantil y vio a Sebastian en el prado luchando por una pelota con los tres muchachos. ¡Qué rebelde! ¿No había dicho expresamente el doctor Kortner que debía cuidarse la rodilla? Ponerla en alto y mantenerla caliente, como mucho, someterla a un esfuerzo limitado, no practicar deporte, incluso tener cuidado al subir las escaleras.
—¡Alto! —le gritó a Humbert—. Baja y ve hasta mi marido. Dile que por favor deje de hacer tonterías ahora mismo. Si no tendré que informar al doctor Kortner.
—Pero, señora… —fue a objetar Humbert; sin embargo reflexionó, apagó el motor e hizo lo que le ordenó.
Lisa observó a Sebastian detenerse un instante y hacer un gesto apaciguador en dirección a Humbert. Luego recogió la pelota y se la lanzó a su hijo Johann.
Enfadada, sacudió la cabeza ante semejante insensatez y se cerró el abrigo de piel, ya que Humbert no había cerrado la puerta del conductor y los copos de nieve entraban en el coche.
—Su esposo quiere acabar rápido el partido, señora. Luego volverá enseguida a la casa.
Humbert se sacudió la nieve del abrigo antes de volver a sentarse al volante; aún tenía unos copos en el pelo, lo que a Lisa le pareció muy bonito. Condujo hasta la entrada principal de la villa de las telas, luego salió del coche y le abrió la puerta a la señora. Gertie y Hanna bajaron corriendo los escalones para recoger los numerosos paquetes que estaban en el coche. Esa mañana Lisa había hecho las compras de Navidad.
—Gracias, Humbert —dijo un poco sofocada cuando la ayudó a bajar. Por desgracia, no había llevado a la práctica su intención de adelgazar unos kilos. Era culpa de su pasión por las salsas cremosas, la pasta casera y los dulces entre horas. Por suerte, estaba Marie y su taller, donde podía mandar que le arreglasen la ropa.
En el vestíbulo olía a agujas de abeto rojo y a resina: habían colocado el gran árbol de Navidad y las cajas con las bolas ya estaban preparadas.
—¡No! —gritó Lisa, y juntó las manos aterrada—. ¡No puede ser verdad! ¡Ese árbol achaparrado no puede estar en nuestro vestíbulo!
Todas las Navidades solían colocar un majestuoso abeto rojo mucho más grande en la entrada. Sobre todo antes, cuando Lisa y sus hermanos aún eran niños, siempre parecía que el árbol llegaría hasta el techo y sus ramas eran tan espesas que podían esconderse los tres.
—Aquí estás —oyó decir a Marie—. Te estaba buscando.
Lisa se sorprendió de que su cuñada no estuviese en el atelier. Al mismo tiempo se alegró de poder charlar con ella sobre ese extravagante arbusto, que probablemente habían llevado por error.
—Es una vergüenza, Marie —se irritó—. Le pedí al comerciante un árbol especialmente bonito. Cómo pudo ese miserable inútil…
—Esto era lo que quería decirte esta mañana, Lisa —la interrumpió Marie—. Paul y yo hemos devuelto el árbol. Por los gastos. En su lugar Christian ha talado este abeto del parque y creo que cuando esté adornado…
Lisa no se lo tomó nada bien. Paul y Marie habían actuado a sus espaldas. Hacía años que ella y su madre eran responsables de todo lo que se refería al gobierno de la villa de las telas… ¡y ahora esto!
—¿Por los gastos? ¿Precisamente en las Navidades queréis ahorrar? ¡No, Marie! Esto ya es demasiado.
Su cuñada guardó silencio porque Else y Hanna empezaron a colgar las bolas rojas del árbol y Humbert llegó con la gran escalera para asegurar la estrella dorada en la copa. Nunca se comentaban esos temas controvertidos delante del personal.
—Vayamos a tu casa, Lisa —propuso Marie—. Seguro que quieres un té caliente.
—Si insistes —replicó su cuñada, ofendida—. Hanna, coge por favor mi abrigo. Y las botas. Ah, sí: cuando mi marido venga del parque, dale las zapatillas forradas.
—Con mucho gusto, señora.
Lisa subió las escaleras detrás de Marie sin volverse ni una sola vez. Si esa horrible monstruosidad se quedaba en el vestíbulo, solo pasaría por delante con los ojos cerrados.
—¿Por qué estás en casa? —le preguntó a Marie—. ¿Le confías mientras tanto el atelier a la señora Ginsberg?
Agotada, Lisa se dejó caer en una silla. Luego llamó a Gertie y pidió té con una fuente de pastas.
Marie esperó a que Gertie se fuera para responder.
—Mi atelier está cerrado hasta después de Navidad —dijo, y quitó del sofá una muñeca de trapo para poder sentarse—. De momento no hay encargos, por eso les he dado vacaciones por Navidad a mis costureras.
—¿No hay encargos? —preguntó Lisa, incrédula—. ¿Cómo es posible? Al menos tres de mis amigas me han contado que te dejarían trabajo.
Marie suspiró, se veía que no le resultaba fácil responder.
—Me he expresado mal. Sí que había encargos, pero esas señoras tienen cuentas pendientes desde hace meses y no estoy dispuesta a trabajar sin que me paguen.
—¡Madre mía! ¿Qué sucede si pagan un poco después? En algún momento recibirás el dinero.
—¿Y qué les digo a mis empleadas? —replicó Marie—. ¿Que no puedo darles su sueldo hasta dentro de unos meses? ¿Que trabajen gratis hasta entonces?
Lisa lo comprendió. Por supuesto, sabía de la difícil situación económica y estaba dispuesta a contentarse con un presupuesto bastante inferior para la casa. De todos modos, no se podía pensar en viajes o lujos semejantes. Pero que Marie hubiese tenido que cerrar el atelier le pareció preocupante.
—¿Ya lo sabe mamá? —preguntó angustiada.
—No —confesó Marie—, aunque se sobrepondrá. Mamá siempre creyó que era mejor que me quedase en casa antes que dirigir un atelier de moda.
Eso era cierto, pero a Lisa no le gustaba nada que en lo sucesivo Marie estuviese de sol a sol en la villa de las telas.
—¿Acaso planeas ocuparte de la casa? —preguntó con tono desconfiado—. Creo que mamá y yo lo resolvemos bastante bien.
—Lo sé, Lisa —dijo Marie, y se inclinó para ponerle la mano en el brazo y apaciguarla—. Todos estamos muy contentos de que hayáis asumido esa carga.
Guardó silencio porque Gertie llamó y entró con el té. Después de dejar la bandeja, hizo una reverencia y se explicó conteniendo la indignación:
—Por desgracia la cocinera me ha prohibido abrir las latas con las pastas. La señora Brunnenmayer opina que las galletas no se deben comer hasta Navidad. Y, además, recuerda que se servirá el almuerzo dentro de una hora escasa.
—Esto es el colmo —se exaltó Lisa—. Dígale a la señora Brunnenmayer que me gustaría hablar con ella después de la comida. Gracias, no se moleste. Ya nos servimos.
—¡Con mucho gusto, señora!
Desde que Liesl, la ayudante de cocina, tuvo la absurda idea de viajar a casa de su padre en Pomerania, la cocinera estaba aún más gruñona que antes. Lisa suspiró. Antes de Navidad tan solo había enojos. Con todo, se alegraba mucho por esa bonita fiesta familiar.
Marie se esforzó por retomar el hilo.
—No me voy a inmiscuir en la administración doméstica, Lisa —dijo con amabilidad—. Solo tengo que ocuparme de nuestro presupuesto, que de momento es muy limitado. Evidentemente, se acordará contigo y con mamá. Siento mucho que no haya salido bien lo del árbol. Quería hablarlo contigo, pero estabas fuera.
—Por supuesto. He comprado los regalos de Navidad. Como siempre por estas fechas —respondió Lisa, enfadada, porque sentía que la atacaba—. Y por si estás pensando que he despilfarrado nuestro menguante presupuesto, has de saber que lo he pagado todo con mi dinero.
Marie asintió. Al igual que los demás, sabía que Lisa recibía un pago mensual de Pomerania: eso había convenido Elvira von Maydorn con ella tras su divorcio.
«En caso de que no heredes la finca, sino que quieras dejársela a tu marido, al menos debes llevarte algo antes de que yo muera», le había hecho saber Elvira cuando le comunicaron las opciones de divorcio. Lisa se llevó una gran alegría, aunque Klaus von Hagemann se enfadó para siempre por esa renta vitalicia y aseguró que él y su familia tendrían que reducir gastos.
—Pero, Lisa… —dijo Marie sacudiendo la cabeza—. Nadie va a reprochártelo. Al contrario, es muy amable y generoso por tu parte que nos des regalos a todos. Paul y yo pasaremos estas Navidades con un poco más de modestia. Sobre todo es importante que nuestros empleados no sufran la crisis; les haremos regalos, como es tradición en esta casa.
Impasible, Lisa se encogió de hombros y sirvió el té. Según Marie, había que hacer regalos a los empleados y para ello ahorrar en la familia: bueno, era su opinión. Ella creía que en las Navidades había que ser generoso con todas las personas, sobre todo con las más próximas.
—¡Perdón, señora!
Hanna estaba en la puerta, parecía hecha polvo y, como siempre, tenía la capota ladeada. La muchacha era amable, pero no tenía talento para ser buena empleada. Cuando tenían invitados, a Lisa le gustaba que Hanna trabajase en segundo plano.
—Los niños están en el vestíbulo y quieren ayudar a adornar el árbol.
Lisa lanzó una mirada fulminante a Marie. Ahora tendrían que decorar junto con los niños y los empleados esa birria con bolas y luces. En cambio, los panes de especias no se colgarían hasta Nochebuena, esa era la tradición.
—Enseguida vamos, Hanna.
Si Lisa esperaba que los niños se llevaran una decepción con el insignificante árbol de Navidad, se equivocó por completo. En el vestíbulo, Johann y Kurti estaban repartiendo con fervor las bolas rojas y doradas por las ramas y Rosa había cogido a Hanno en brazos para que pudiese colgar una estrella de papel dorado en una de las ramas superiores. El niño no tenía ganas de deshacerse del bonito y brillante objeto y clamó con fuerza que quería conservarlo. Charlotte estaba en el cochecito y también se quejaba porque no la dejaban participar.
—Mamá, es el árbol de Navidad más bonito del mundo —dijo Johann cuando bajaron las escaleras.
—Ay, ¿de verdad te lo parece, cariño?
—Claro. Porque lo talé yo mismo ayer. Christian solo me ayudó un poco.
—Yo también —intervino Kurti, orgulloso—. A traerlo. Christian dijo que sin nosotros no lo habría conseguido.
Todos hablaron a la vez:
—Mamá, quiero subirme a la escalera…
—Mamá, tu bola está torcida…
—Mamá, Hanno ha mordido la estrella…
Era el maravilloso caos que se producía siempre que adornaban el árbol en el vestíbulo. Todos los empleados se unían porque cada uno quería colgar al menos una bola o una estrella dorada. En cambio, Humbert era el único responsable de las velas rojas. Había que colocarlas con cuidado para que en Nochebuena, cuando las encendiesen todas, no se llevasen una sorpresa desagradable. Como precaución, un gran cubo con agua estaba preparado junto a la puerta de la cocina.
—¡Mamá, quiero cabello de ángel! —exclamó Kurti, y tiró de la manga de Marie.
Cogió en brazos a su benjamín con cariño.
—No hasta que todas las bolas y estrellas estén colgadas… Rosa, quítale la estrella a Charlotte, se la está metiendo en la boca.
Lisa abordó a Fanny Brunnenmayer, que también participaba en la decoración, y, como la cocinera se mantenía firme en cuanto a las pastas de Navidad, Lisa solo pudo negociar que le permitiese al menos coger para los niños uno de los panes de especias recién hechos. Después de la comida, por supuesto.
En ese momento apareció con sombrero y abrigo Paul Melzer, que llegaba de la fábrica a la villa de las telas para comer.
—Me gustaría hablar contigo antes de comer, Lisa —le dijo a su hermana, y luego se dirigió a Christian, que había entrado con cierta timidez detrás de él—. No hacía falta que fuera tan horroroso —le dijo en voz baja al joven jardinero—. ¿Por qué no escogiste un árbol más bonito?
—Pues pensé que, como de todas formas habría que quitarlo en primavera, era práctico cogerlo como árbol de Navidad —se justificó el joven jardinero, afligido.
Paul hizo un movimiento desdeñoso con la mano y dijo:
—Bueno, ahora ya está ahí. Vuelve a tu trabajo.
—Claro, señor Melzer —dijo Christian, y salió a toda prisa.
Paul le dio a Gertie el abrigo y el sombrero, contempló la colorida animación en el vestíbulo, intercambió miradas con Marie y sonrió un momento. Cuando se volvió hacia Lisa, estaba de nuevo muy serio.
«Me equivoco o mi hermano tiene ojeras», se preguntó ella.
—Vamos a mi despacho, Lisa.
No le apetecía nada, era probable que allí la esperase una conversación desagradable. Ese año no dejaban pasar ninguna oportunidad de estropearle la fiesta de Navidad.
—¿Qué es tan importante? —preguntó con impaciencia mientras Paul cerraba la puerta y se sentaba a su escritorio.
—Bueno, ayer por la noche le comunicaste a Marie deprisa y corriendo que la tía Elvira ha rechazado mi solicitud —dijo, y la miró con aire de reproche.
—Sí, me ha escrito una carta…
¿Por qué la miraba tan enfadado? ¿Acaso tenía la culpa de que la tía Elvira no quisiese prestarle esa suma? Ella se lo imaginó desde el principio, pero como Paul se lo había rogado, al final se prestó a enviar a Pomerania una carta con la solicitud.
—¿Ha justificado su decisión?
Lisa hizo memoria. ¿Qué había escrito la tía Elvira? Sería más fácil acordarse si Paul la mirara con menos severidad. ¡Se sentía como una acusada!
—Dice que le duele la espalda y que desde hace días ya no puede montar a caballo. En general, me parece descontenta en las últimas cartas. Ya conoces a la tía Elvira, siempre se mantuvo firme, nunca se ha quejado…
Guardó silencio porque Paul hizo un movimiento de impaciencia.
—Ese no puede ser el motivo para negarse.
—No, no —reconoció Lisa—. Solo lo decía de pasada. Dice, espera… Ah, sí. Ya lo recuerdo. Dice que la finca le cuesta un dineral porque su administrador quiere poner corriente eléctrica por todas partes y los cables son muy caros…
Paul resopló y se reclinó contra el respaldo de la silla, que había sido de su padre.
—Es ridículo —criticó—. Los hacendados del este tienen privilegios fiscales y todo tipo de ventajas. De ello se ocupa el presidente del Reich. Aquí tenemos que ver cómo nos las arreglamos, nos suben los impuestos, nos reducen los salarios…
Lisa se alegró de que él hubiese encontrado a otro culpable. Hindenburg, el presidente del Reich, tenía buenas espaldas y estaba muy lejos, en Berlín; podía insultarlo con toda tranquilidad.
—Te puedo dar la carta, Paul —propuso ella—. Así podrás hacerte una idea.
—Sí, por favor, Lisa. —Paul suspiró y pareció abismarse.
«Por lo visto, mi pobre hermano tiene grandes preocupaciones», pensó Lisa.
—Pensaba que habías vendido las casas de Augsburgo —comentó casi con timidez.
—Así es, todas salvo una. No venderé la casa en la que se encuentra el atelier de Marie.
«Lo hace por amor a Marie», pensó Lisa, y durante un momento se conmovió. Luego recordó que por ese motivo había tenido que mendigarle a la tía Elvira y su estado de ánimo cambió de manera brusca. Así que era eso. Tenía que rogar y sufrir un desaire para que su querida Marie pudiese conservar el atelier, que de todos modos habría tenido que cerrar. ¡Eso sí que era llevar el amor demasiado lejos!
—Creía que ya se la habías vendido al abogado Grünling —dijo con cierta suficiencia—. Serafina mencionó algo… Nos encontramos cuando acompañé a Sebastian al dentista.
—Probablemente era una ilusión que nada tiene que ver con la realidad —replicó Paul, sombrío—. Bien, Lisa, damos por zanjada la conversación, pronto servirán la comida. No me tomes a mal que esté un poco nervioso y disgustado, tenía muchas esperanzas puestas en Elvira y se han esfumado.
Se levantó y la abrazó; al mismo tiempo sonó el gong, al que todos en la villa de las telas atendían.
—Ay, Paul —suspiró ella, reconciliándose—. Siento que tengas tantas preocupaciones. Todo por culpa de esta horrible crisis económica.
—Sí, Lisa. Por desgracia, tenemos que resolverlo.
En el pasillo se toparon con Sebastian, que acababa de subir del vestíbulo y, como Lisa enseguida notó, no llevaba las zapatillas forradas que había encargado expresamente para él.
—¡Aquí estás por fin! —exclamó ella con aire de reproche—. ¿Cómo puedes ser tan imprudente?
Sebastian no la escuchó, sino que agarró a Paul del brazo para apartarlo un poco.
—Querido Paul —oyó Lisa decir en voz baja a su marido—. Estoy al tanto de la amenaza que se cierne sobre la fábrica y me gustaría ofrecerte por enésima vez mi mano de obra. Sin retribución, por supuesto, no quiero ningún salario. No. Sin embargo, me encantaría hacer algo para afrontar esta crisis contigo y todos los interesados.
Paul no sabía qué decir, ya que no valoraba mucho las ideas de su cuñado.
—Tus buenas intenciones te honran, Sebastian, pero en la fábrica no falta mano de obra sino pedidos. En ese sentido, no puedo aceptar tu generosa oferta. Disculpa, mamá me está llamando.
En efecto, Alicia había bajado al vestíbulo para ver el árbol de Navidad adornado y Lisa sospechó por qué estaba tan alterada.
—Ve al comedor, Paul —le dijo rápidamente a su hermano—. Deja que yo hable con mamá.
—Gracias, Lisa —dijo en voz baja, y le hizo un guiño.
Se le llenó el corazón de gozo: ¡Paul le había guiñado un ojo con la misma picardía que cuando era un chiquillo! No, la situación no podía ser tan grave.
Su madre estaba desconcertada ante el abeto mutilado, que incluso con bolas de colores, estrellas y cabello de ángel plateado no había ganado mucho en esplendor navideño.
—¡No creo que este sea el árbol que encargamos! —gritó a su hija—. Este lamentable arbusto en nuestro vestíbulo es una deshonra. ¡Mi querido Johann está retorciéndose en la tumba!
—Déjalo estar, mamá —dijo Lisa, y sonrió apaciguadora—. Los niños se han divertido mucho, enseguida te lo contarán. Johann y Kurti han ayudado a Christian a talar el árbol y a llevarlo a la entrada.
Alicia sacudió la cabeza.
—¡Aun así, Lisa! Es vergonzoso para con nuestros invitados. E incluso para con los empleados. Esto parece una casa de caridad.
—Seguro que no. El abeto está derecho y las ramas…
En ese momento la voz aguda de Kurti resonó desde las escaleras:
—¡Hurra, abuela! ¡Es el árbol de Navidad más bonito del mundo! ¿Y sabes por qué?
La expresión de Alicia se calmó con ese arrebato de alegría infantil. Sonriendo, se apartó un poco del árbol para ver las escaleras. Allí estaba Marie con Johann y Kurti, impecablemente vestidos y peinados para la comida.
—¿Por qué es el árbol más bonito, cariño mío? —preguntó mientras subía las escaleras.
—Porque por fin pude coger el hacha —le gritó Kurti—. ¡Pesa muchísimo!