—El maestro tiene que quitárselo de la cabeza —arguyó Auguste, colérica—. Diez marcos al mes. ¿De dónde los saco? No, la cosa quedará en nada, Hansl.
El chico puso una cara tan triste que a su madre le llegó al alma. Era culpa de ese maestro, Bogner, que le había metido a Hansl esa idea en la cabeza.
—El señor Bogner dijo que, como soy muy bueno en cálculo y tengo talento para las ciencias naturales, debería terminar la secundaria —replicó Hansl en tono suplicante—. Cree que soy demasiado bueno para la horticultura. Eso dijo, mamá.
Auguste no daba crédito a lo que oía. ¡Qué maestro tan descarado! ¿Le incumbía lo que pensaba hacer con sus hijos? Hansl y Maxl deberían encargarse en algún momento del vivero, así estaba decidido, así tenía que ser, de lo contrario nunca saldrían adelante. Pero había nuevas leyes en la República. En cuanto un chico sacaba buenas notas, lo mandaban de inmediato a estudiar la enseñanza secundaria e incluso el bachillerato. Con el emperador eso no sucedía: entonces un obrero no necesitaba estudiar o ir al instituto, reinaba el orden y cada cual permanecía en su sitio. Ahora era una auténtica desgracia cuando alguien como ella tenía un hijo que supiese calcular y mostrase «talento», como se decía. Con Liesl no hubo problema: como era una chica, el maestro se había desentendido.
—Dile al señor Bogner que un horticultor también tiene que saber calcular y que necesita tener talento para la naturaleza.
Hansl miraba el suelo y asentía afligido. Luego hizo un último intento para que su madre cambiase de opinión.
—El señor Bogner también ha dicho que puedo ser ingeniero o inspector.
Auguste dudó. No le importaría tener a un ingeniero o incluso a un inspector en la familia, sobre todo porque Liesl también estaba ascendiendo socialmente. Sin embargo, dejar estudiar al muchacho costaría mucho dinero. ¿Quién trabajaría en el vivero mientras tanto?
—Dile a tu maestro que no tengo dinero —resolvió Auguste—. Y esta noche estarás de guardia con Maxl. Para que los pillos no nos roben las coles rizadas y las de Bruselas.
Por la noche unos ladrones habían entrado en uno de los invernaderos, rompieron un cristal y cogieron un montón de verduras cultivadas a duras penas. Los muy desgraciados lo hicieron en silencio y a escondidas. Nadie los oyó, ni siquiera Fritz, que tenía el sueño ligero y se despertaba al mínimo ruido, sobre todo cuando tenía pesadillas. Debían de tener una carretilla, se veían las rodadas en el camino reblandecido.
Era desoladora porque estaban ganando un poco de dinero con las coronas de Adviento y los centros de mesa. Christian había talado en el parque de la villa de las telas unos abetos que estaban demasiado juntos y eran demasiado achaparrados. Por eso había montones de ramas y ella hizo coronas con Dörthe. Ahora la mayoría estaban destrozadas. Qué gentuza. Andaban por todas partes, entraban en las tiendas, en las casas, vaciaban las despensas, robaban las patatas y las remolachas, las salchichas y el jamón, la harina y los huevos. En el mercado tenían que permanecer ojo avizor porque incluso los niños empezaban a robar. El otro día la policía atrapó a dos que se habían escondido debajo de la chaqueta manzanas y colinabos, además de una salchicha ahumada. Lloraron y dijeron que su madre no tenía nada para cocinar y que hacía días que no tomaban sopa caliente. ¡Como si no hubiese comedores populares!
Hansl acababa de salir con un profundo suspiro cuando Fritz entró en casa con la cartera que había heredado de Maxl y olfateó hambriento.
—¿Hay salchicha en la sopa hoy? —quiso saber, y tiró la mochila en un rincón.
—Desde luego —respondió Auguste—. Pero no una para cada uno… Tienes que compartirla con Hansl.
—¿Fraternalmente? —preguntó Fritz con desconfianza.
Eso significaba dejar a su hermano el trozo más grande. Liesl estableció esa norma y desde entonces nadie quería ser el hermano que compartía.
—Yo troceo la salchicha —decidió Auguste—. ¿Has mirado el buzón, Fritz?
—Se me olvidó…
—Pues hazlo ahora. La comida aún no está lista.
Obediente, Fritz fue de mala gana a la puerta para volver a ponerse los zapatos e ir hasta el buzón, que estaba fijado a un poste en la entrada del vivero. Auguste suspiró. Tenía que estar constantemente detrás de sus dos hijos pequeños, animarlos a que cumpliesen con sus obligaciones, decirlo todo dos veces. Fritz tenía que traer el correo cuando volvía del colegio, Hansl debía poner la mesa para comer, pero el muy bobo lo olvidaba a menudo y se escapaba. El único que siempre estaba atento era Maxl. Si no estuviese, Auguste lo pasaría muy mal. Él había sustituido el cristal del invernadero por unas tablas para que el viento y el frío no entrasen con tanta fuerza. Por suerte la nieve se había derretido, ya no helaba y les quedaba un poco de madera para cocinar. Al menos la cocina estaba calentita.
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritaron fuera en ese instante.
Era Fritz, que venía corriendo con un fardo de cartas. Auguste se asustó. Seguro que no eran más que facturas y reclamaciones. «Los muy tacaños no podían esperar hasta después de Navidad», pensó furiosa.
—Mamá, pone «May». ¿Se refiere a Karl May?
Auguste le cogió el fardo de cartas y descifró la dirección en la parte superior: «Klaus von Hagemann. Finca Maydorn. Pomerania».
—Pone «Maydorn», tonto —reprendió a su hijo—. ¡Vas desde Pascua al colegio y aún no sabes leer bien! ¡Karl May! Ese es el de las historias del Oeste que siempre te lee Hansl. Las novelas pervierten a la humanidad. Tenlo bien presente.
Ordenó al chico que subiese a lavarse las manos, removió rápido la sopa hirviendo y rasgó el sobre. Le había escrito una larga carta a Klaus von Hagemann poco después de la marcha de Liesl: era de su misma sangre y por lo tanto tenía que ocuparse de ella, era una muchacha hermosa e inteligente y Auguste daba mucha importancia a la buena educación de su hija. Ahora le tocaba a él ser el padre de la joven y creía firmemente que Liesl había nacido para algo mejor que ayudante de cocina.
La hoja que sacó del sobre contenía pocas líneas.
Estimada señora Bliefert:
Hace algunas semanas que su hija se encuentra en la finca Maydorn. Como no tengo intención de incorporarla al servicio, le solicito que le envíe a la muchacha dinero para que regrese a Augsburgo.
Atentamente,
KLAUS VON HAGEMANN
Administrador
Casi se le quemó la sopa por lo mucho que la afectaron esas escasas palabras. Así la despachaba tras todos esos años. En su día estaba loco por una cita con ella. Hasta que se quedó embarazada y él perdió todo el interés. ¡Menudo asqueroso! Un egoísta sin escrúpulos, sin sentimientos, sin un ápice de amor por su propia hija. Bueno, tendría que haberlo sospechado. También había engañado con todas las de la ley a la pobre señora Elisabeth Melzer, que desde entonces estaba felizmente casada con Sebastian Winkler, mientras ella iba de penuria en penuria.
—¿La carta es de Liesl? —quiso saber Hansl cuando se sentaron a comer.
—No.
—Pero Fritz ha dicho que la carta viene de Maydorn. Y Liesl está allí…
—Come la sopa, que si no se te enfría.
Hansl y Fritz intercambiaron unas miradas confundidas, guardaron silencio y comieron la sopa. Hansl dispuso su salchicha de manera que aún le quedase un trozo para la última cucharada. Fritz se comió primero toda la salchicha y luego la sopa.
—Después me tenéis que ayudar a recoger los cristales del invernadero —anunció Maxl—. Y esta noche estaremos al acecho. Cogeré el garrote y tú, Hansl, el rastrillo.
—Yo quiero participar —intervino Fritz.
—Tú te irás a la cama —ordenó Auguste—. Y vosotros tened cuidado. Si vienen varios, la cosa puede acabar mal.
—Cuando les muela los huesos ya no sabrán ni cómo se llaman —se jactó Maxl, que se había pasado la mañana arreglando los daños.
—Prepara la cesta —le pidió Auguste—. Quiero ir a la villa de las telas.
—No compran nada ya, los muy tacaños.
Maxl hizo una mueca despectiva. Auguste creía que cada día se parecía más a su padre. Unos días atrás le había visto una pelusa suave y clara en el mentón y el labio superior. Su chico se estaba haciendo un hombre. Quizá debía ocuparse a tiempo de que encontrase a una mujer decente. Una que fuese dócil, encajase en la casa y no pretendiese disputarle la autoridad a su suegra. De todas formas, Maxl había mostrado hasta el momento poco interés por las chicas de su edad. Mejor así. No le corría prisa tener a una nuera en casa. Antes preferiría volver a casarse. Se sentía sola en la cama matrimonial sin un hombre; al fin y al cabo, aún tenía necesidades. Por desgracia, no había nadie a la redonda que le gustase y, además, el pobre Gustav había muerto hacía solo ocho meses.
—Aun así voy —le dijo a Maxl—. Siempre hay novedades. Y seguro que compran un par de cosas.
—¿Hay algo después? —preguntó Hansl con una sonrisa, refiriéndose al postre.
—Puedes servirte —respondió Auguste, y agitó la palma de la mano.
—Mejor no… —rio Hansl, y se agachó.
Por supuesto que no había postre. La compota que preparó la reservaba para Navidad. También haría un par de galletas dulces; en cambio, el tema de los regalos no pintaba bien. Ese año no consiguió más que chaquetas y pantalones de Leo Melzer, que Auguste había arreglado para Hansl y Fritz. Además, dos pares de buenos zapatos, que le valían a Maxl. Quizá comprase en el mercado un pollo para la comida de Navidad, ya se vería. Mientras iba a la villa de las telas con una cesta llena de coles, apio y puerro, volvió a pensar en la carta que llegó de Maydorn. ¿Debía enviarle dinero a Liesl para la vuelta? Su padre podía esperar sentado: Auguste estaba a dos velas. Si tanto quería deshacerse de la pobre muchacha, debía pagarle él el regreso a Augsburgo, el muy tacaño. ¿Y a qué se refería con «incorporar al servicio»? Liesl era su hija y tenía derecho a vivir en la mansión con él y su familia.
Auguste se detuvo y dejó la cesta para atarse el pañuelo porque había empezado a llover. Le vendría bien que ese año tampoco nevase el día de Navidad. La nieve se acumulaba en los tejados de los invernaderos y temía que se hundiesen. Pero el frío era bueno para los árboles frutales porque acababa con los bichos. Al menos eso decía Gustav. ¡Pobre hombre, cómo lo echaba de menos! Sus pensamientos volvieron a vagar hacia Liesl. Quizá todo fuese distinto y Klaus von Hagemann no fuera el que no quería acoger a la muchacha, sino esa campesina con la que se había casado. ¿Cómo se llamaba? Paula o Pauline o algo así. ¡Claro! Esa tortura de mujer tuvo hijos con él. Así que no quería que la joven heredera fuese a la casa. Esa bruja lo reclamaba todo para ella y sus retoños. Era muy astuta, ¿quién si no lograba pasar de campesina a esposa del administrador? Nadie habría creído posible que Klaus von Hagemann tuviese trato con esa. Al fin y al cabo, había estado casado con una Melzer, pero en el fondo iba detrás de todas las faldas.
En la cocina de la villa de las telas estarían tomando el café vespertino y seguro que lo acompañaban con un buen bizcocho. Llegaba en el momento adecuado, ya que la sopa de verduras les había llenado el estómago, pero no saciado. Delante de la entrada de servicio a la cocina se quitó el pañuelo mojado y lo sacudió. Luego llamó. Una vez. Dos veces. ¿Qué sucedía, nadie quería abrirle? Justo cuando levantó el índice doblado por tercera vez, la puerta se abrió y apareció la cara rolliza y la nariz respingona de Dörthe.
—Ah, eres tú, Auguste. Entra.
Lo primero que vio fue a Christian, que estaba lívido en una silla con los brazos colgando. A su lado, Gertie y Hanna trasegaban con botes de ungüento, frascos de medicina marrones y vendas blancas que le ponían en las manos. Delante de él, en el suelo, había una palangana en la que relucía el agua teñida de rojo.
—¡Virgen santa! —exclamó Auguste—. ¿Es que te han asaltado?
Christian fijó los desorbitados ojos azules en la mujer que tenía delante, sin reconocerla realmente. En su lugar respondió Fanny Brunnenmayer, que estaba a los fogones y preparaba el café. Auguste lo olió enseguida: era recalentado.
—Siéntate, Auguste, ya que estás ahí —ordenó la cocinera, malhumorada—. El muy estúpido quiso afilar el cortacésped y luego resbaló y cayó con las manos sobre las cuchillas afiladas. Es lo que pasa cuando uno ya no sabe lo que hace por mal de amores.
¡Las manos! ¡Lo que faltaba! Auguste se dejó caer en una silla y miró horrorizada cómo Gertie y Hanna le vendaban las manos al pobre chico. Ojalá cicatrizasen rápido. En febrero había que cambiar los plantones de maceta, Christian siempre había ayudado con diligencia, y tenían que podar los árboles frutales.
—Has tenido suerte de conservar al menos todos los dedos —se burló Gertie—. Cómo se puede ser tan torpe.
Hanna le acarició el pelo a Christian para consolarlo.
—Te curarás, no te preocupes. Y, de todas formas, ahora en invierno no hay mucho que hacer en el parque.
Alterada, Else recorrió la cocina.
—No puedo mirar —susurró—. Con tanta sangre me pongo mala. Hanna lo ha fregado todo, qué maja es.
A Auguste no se le ocurrió nada salvo que ella también se estaba mareando un poco.
La cocinera llevó el café y llenó hasta arriba las tazas, Else las repartió y también Humbert se presentó en la cocina. Esquivo, miró a Christian, luego se sentó todo lo lejos que pudo, en la otra punta de la mesa, y tomó el café. Humbert era muy sensible, se desmayaba con solo ver una araña o un ratón. Y, cuando había tormenta, se escondía temblando debajo de la larga mesa de la cocina. Le pasaba porque no podía olvidar las granadas de la Gran Guerra y tenía los nervios irritables.
—¿Has recibido una carta de Liesl? —preguntó Fanny Brunnenmayer, que se había sentado por una vez a su lado.
Auguste dijo que no. No diría ni una sola palabra de la desagradable carta de Von Hagemann, a esa gente no le incumbía.
La cocinera sacudió la cabeza.
—Pobre muchacha. Pienso siempre en ella. Ya hace tres semanas que se fue y no ha escrito. Ni siquiera sabemos si ha llegado.
Auguste podría haberla tranquilizado a ese respecto, puesto que Liesl había llegado, pero entonces tendría que mencionar la carta. Por eso prefirió dejarlo estar.
—Seguro que le han pasado muchas cosas —dejó caer Humbert—. No habrá tenido tiempo de escribir cartas.
Llamaron del anexo. Era Elisabeth Winkler pidiendo el té, que ya estaba listo en los fogones.
—La señora volverá a recriminarme que no le llevo pastas con el té —se lamentó Gertie—. Es culpa suya, señora Brunnenmayer, porque es muy tacaña con el pan de especias. Siempre me llevo la reprimenda.
—Pues así es —dijo la cocinera con toda tranquilidad.
Para evitar la disputa que comenzaba, Hanna se ofreció a servir el té y Gertie aceptó con mucho gusto.
—¡Eres un encanto, Hanna!
—¡No dejes que se aprovechen de ti! —exclamó Humbert con enfado, pero Hanna ya había puesto las tazas, el azucarero y las jarritas de leche en la bandeja y se dirigía a la puerta de servicio.
Auguste comprendió que en ese momento no era oportuno ofrecer a la cocinera el contenido de la cesta, así que se volvió hacia Christian, que bebía el café con las manos vendadas.
—No sé cómo ha sucedido —dijo en voz baja—. Fue tan rápido. Por favor, no se lo cuente a Liesl. Seguro que usted le escribe, ¿no?
—Desde luego —mintió Auguste, que en realidad no le había escrito una sola carta a Liesl.
—Yo le he escrito dos veces —reconoció Christian, apenado—, y no he recibido respuesta. Y ahora ya no puedo escribir porque tengo las manos hechas polvo.
Quién lo habría dicho, le había escrito a Liesl. Cartas de amor. Eso desagradó a Auguste. Si Klaus von Hagemann veía esas cartas, a lo mejor pensaba que Liesl tenía novio o incluso un amante. No era de extrañar que no quisiese saber nada de ella.
—Escucha, Christian —dijo con severidad—. No deberías escribirle cartas a…
Se interrumpió porque alguien llamó a la puerta. Dörthe, que estaba sentada más cerca, se levantó con calma y arrastró los pies por el pasillo para abrir.
—Buen día —dijo una voz masculina—. Venir porque buscar una mujer, chica, dévochka…
Todos los que estaban sentados a la mesa se miraron asombrados. De repente Humbert palideció. El hombre tenía un acento extraño. Le recordó a la Gran Guerra, entonces hubo en Augsburgo hombres que hablaban así.
—Pase primero —respondió Dörthe—. Deje la capa fuera, si no lo mojará todo.
El hombre entró en la cocina. Auguste lo examinó con interés. Era de estatura mediana, llevaba una chaqueta vieja, pantalones desgastados, zapatos raídos. Tenía las mejillas bien afeitadas y simétricas, la nariz fina, los labios flácidos. Era apuesto. Solo el revuelto pelo negro, por el que se extendían mechones plateados, resultaba grotesco y recordaba a un gitano.
«Seguro que quiere vender algo —pensó Auguste—. Hay que cuidarse de esta gente.»
Humbert se había levantado de la silla, se acercó despacio al desconocido y se detuvo no lejos de él con los brazos cruzados.
—¿Quién es y qué quiere? —le soltó.
Sonó más que desagradable, muy distante y hostil.
—Ser Grigori Borisovich Shukov… No querer molestar, buscar muchacha llamada Janna…
El desconocido hablaba con voz grave y un poco cascada, aunque a Auguste le parecía agradable. De repente comprendió quién era: Grigori, el obrero ruso de la fábrica del que Hanna se enamoró locamente. ¿No dijo alguien que había vuelto a Alemania y estaba en la cárcel porque se suponía que era un espía ruso?
—Aquí no hay ninguna Hanna —lo reprendió Humbert con decisión—. ¡Váyase!
Fanny Brunnenmayer estaba petrificada en la silla, Else tenía la boca abierta y los ojos clavados en el ruso, Gertie contemplaba su ropa andrajosa con horror creciente, y a Christian tampoco parecía gustarle mucho el desconocido. Dörthe no mostró ningún interés, había vuelto a sentarse en la silla con toda naturalidad y se bebía el café tranquilamente. El ruso sonrió avergonzado, miró a su alrededor, y detuvo los ojos en Auguste, que era la única que lo observaba con curiosidad.
—¿Janna ya no en villa de telas? Muy triste. Janna ser amiga, muy conocida. La buscar porque querer reencontrar… Señor Melzer me dar antes trabajo y alojamiento. Ahora ya no tengo trabajo. Fábrica funcionar poco.
Humbert hizo un gesto impaciente. Quería deshacerse del ruso lo antes posible porque Hanna podía volver en cualquier momento.
—A nadie le importa, señor Shukov —dijo con tono estridente—. ¡Por favor, márchese!
«Qué desagradable puede llegar a ser Humbert, que normalmente es tan educado —se extrañó Auguste—. Bueno, quiere evitar que la pobre Hanna vuelva a colgársele del cuello. Lo que en realidad no es asunto ni suyo ni mío.»
—Mucha lástima. —El ruso seguía sonriendo. Le pareció que era atractivo. Casi comprendió que Hanna estuviese a merced de ese tipo—. Necesitar trabajo, ¿comprender? Sentarse todo el día en casa, no bueno. Trabajar solo para comer mejor que nada de trabajo…
—Aquí no hay trabajo para usted —insistió Humbert—. ¡Busque en otro lugar, señor Shukov!
Como el ruso no daba muestras de irse, Gertie estiró el cuello.
—¿Crees que acogemos a cualquier vagabundo? Lárgate de una vez, gitano. ¡Aquí no hay sitio para gente de tu clase!
No quedó claro si comprendió todo lo que Gertie le soltó, pero la sonrisa se le desvaneció, hizo una breve reverencia, se volvió y salió. Poco después se oyó cómo la puerta se cerraba de golpe tras él y casi en ese preciso instante entraba Hanna en la cocina.
—Figuraos, no ha preguntado por las pastas —contó sonriendo.
Cuando todos la miraron fijamente, dudó.
—¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo?
—Vino uno buscando trabajo. Le hemos dicho que los Melzer ya no contratan —respondió Humbert con naturalidad.
—Dios mío. —Hanna suspiró y se sentó junto a él, que le había guardado una taza de café con leche—. Pobre hombre. Ojalá encuentre algo en otro lugar.
—Esperemos —respondió Humbert.
Nadie intervino porque no se sintieron autorizados a entrometerse en ese asunto que solo incumbía a Humbert y Hanna.
Auguste consideró que era el momento oportuno para ofrecer sus verduras y de hecho la cocinera agradeció la distracción. Compró varios manojos de puerros, todas las coles y el apio. Para Auguste era un día de suerte. Si los días de mercado iban un poco bien, podría comprar el pollo para Navidad.
Se marchó de la villa de las telas de buen humor y tomó el atajo por el parque para llegar al vivero por la puerta lateral, que daba al estrecho sendero. No muy lejos descubrió una forma oscura. Un hombre estaba bajo un haya, con la espalda apoyada contra el tronco, y gracias a un breve resplandor distinguió que fumaba un cigarrillo. Se detuvo asustada hasta que él se separó del tronco y apagó el pitillo.
—¡No tener miedo! —exclamó—. Yo Grigori… Yo aquí estar y pensar…
Auguste dudó e hizo un esfuerzo. Si Paul Melzer le había dado trabajo, debía ser digno de confianza. Además, le gustaba su voz. Poco a poco se acercó, se detuvo ante él y le dio las buenas tardes.
—Buenas tardes —replicó él—. ¿No trabajar en villa de telas?
—No. Tengo un vivero. Justo allí. —Señaló con el dedo el lugar en el que se veía el tejado de su casita a través de las ramas peladas.
—Ser… ¿agricultora? —preguntó—. Quizá… ¿necesitar trabajador?
No se sorprendió, en ese momento le vino el mismo pensamiento. Una ayuda que se contentaba con trabajar solo por comida era muy rentable.
—Ahora en invierno, como mucho un par de horas… ¿Sabes podar árboles frutales, Grigori?
Él esbozó una amplia sonrisa y pareció muy contento por la oferta.
—¡Grigori saber hacer todo!