Se había olvidado de ella. Hacía días que Liesl solo veía a su padre de lejos, no le prestaba atención, no le hablaba, hacía como que no existía. Intentó dos veces entrar en la mansión, pero la despidieron en la misma puerta.
—El barón no tiene tiempo y la señora Von Maydorn no recibe a nadie.
La segunda vez, la hermosa sirvienta la había insultado:
—¿Qué buscas aquí? Piérdete en el establo, ese es tu sitio.
Liesl no podía ni quería comprenderlo. Al fin y al cabo era su hija. ¿No se alegraba de verla? Quizá tenía que pensarlo y necesitaba tiempo. Después de todo, había aparecido en la finca por sorpresa, lo había pillado desprevenido. Así que decidió esperar y hacer lo que le pedían. De todos modos, no le quedaba otra opción, sin recursos como estaba. A lo sumo podría caminar hasta Kolberg y pedir allí trabajo.
Ya al día siguiente de que hubiese llegado, cuando aún era noche cerrada, una criada golpeó su puerta.
—¡De pie! ¡A ordeñar!
Asustada, se despertó de un sueño profundo y al principio no supo dónde se encontraba. ¿En su cuarto de la villa de las telas? ¿En una sala de espera desconocida? No, estaba en la finca Maydorn, en la buhardilla estrecha y húmeda de un cobertizo donde apestaba a boñiga. La criada había bajado la escalerilla, Liesl se ciñó el abrigo de piel y escuchó los extraños ruidos que venían de abajo. Las cadenas entrechocaban con suavidad, el bufido y el gruñido de animales grandes atravesaba el delgado techo de madera del cuchitril que estaba justo encima del establo.
¿Qué acababa de decir la criada? ¿«A ordeñar»? ¿Acaso se refería a las vacas? Su voz era bronca y autoritaria. En todo caso, era mejor que se levantara para no buscarse problemas ya desde el principio. Anduvo a tientas hasta la abertura mal alumbrada en el suelo junto a la puerta, en la que estaba la escalerilla. Bajó con cuidado, los peldaños tenían restos de boñiga fresca, que probablemente estaba pegada a los zapatos de la criada. Abajo colgaban de las paredes varias lámparas de petróleo, a la luz amarillenta se veían los cuartos traseros de las vacas, encadenadas a ambos lados del establo. Sus oscuros cuerpos avanzaban, luego retrocedían, movían las colas con mechones de pelo negro pegados. Lo que había sobre el enlosado apestaba. Eran boñigas aún líquidas y calientes. Se tapó la nariz y quiso salir al oscuro patio cuando de pronto apareció a su lado una criada que llevaba un delantal tosco y sucio.
—Ahí —ordenó tendiendo a Liesl un taburete de una sola pata, luego se marchó por el pasillo central y la dejó desconcertada con el extraño objeto en las manos—. ¡Ven aquí! —exclamó la criada, arisca.
Liesl miró a su alrededor y vio entre las vacas, aquí y allí, a una mujer sentada en un taburete de esos que se afanaba en ordeñar una ubre rosada sobre un cubo de chapa. Algunas de las formas agachadas no se distinguían en la penumbra, pero todas llevaban pañuelos en la cabeza y largas y anchas faldas, y apretaban los cubos entre las piernas.
—No… sé ordeñar —reconoció Liesl con timidez.
La cara rolliza de la criada estaba surcada por arrugas, como una bola de papel; le dijo algo que no comprendió, se agolpó entre dos vacas, apartó a una con una fuerte palmada y se sentó junto a la otra.
—¡Agarra!
Liesl comprendió que debía sujetar la sucia cola de la vaca, lo que le costó. Luego miró con curiosidad cómo la señora ordeñaba rítmicamente las tetillas y la leche clara caía con un chorro débil y regular en un cubo de chapa. Parecía muy fácil. Un trabajo sencillo si no hubiese vacas enormes y agitadas que podían aplastarla y colas sucias que le golpeaban las orejas.
—Ahora tú —ordenó la criada cuando terminó—. Coge a Lonni, es buena.
Lonni tenía manchas blancas y negras como las demás, solo que su parte trasera era un poco más huesuda, lo que indicaba que ya tenía una edad. Liesl le acarició el cuello, luego la cabeza, le rascó detrás de las orejas y constató que las vacas tenían unos ojos preciosos y grandes. En cambio, ordeñarla resultó complicado, no por culpa de Lonni, que estaba quieta y apacible y pocas veces le dio con la cola. Se debía a que Liesl necesitó un momento para comprender que la leche no salía así como así. Había que tirar suavemente de arriba abajo, hacer salir la leche y apretar en el momento adecuado. Seguro que Lonni era el animal más paciente de todo el establo, puesto que aguantó hasta que la tonta y joven ordeñadora por fin le cogió el tranquillo.
A Liesl le dolía la espalda cuando acabó y vertió la leche en un gran depósito que llevaban a la lechería. Se alegró de que después del trabajo hubiese un buen desayuno en una habitación contigua, donde también estaban los mozos de labranza. Había leche caliente, pan, tocino e incluso longaniza sobre una gran mesa de madera. Parecía que no conocían los platos: les daban un cuenco para la leche y cada cual cortaba el pan, el tocino y la salchicha con su propio cuchillo. La criada le dejó a Liesl uno de cocina, viejo y oxidado. Tenía hambre, apenas podía dejar de comer porque desde la mañana anterior no había vuelto a probar bocado y, cuando por fin estuvo satisfecha, sintió un pesado cansancio.
Sin embargo, no podía pensar en dormir, había que dar de comer a las vacas, limpiar el establo. Sacar el estiércol era la peor parte. Le dieron un bieldo para que primero echase heno a los animales, y luego se puso con el estiércol. Liesl sintió asco al coger las boñigas marrones y malolientes que tuvo que cargar en una carretilla y llevar a uno de los montones humeantes del patio. Pobre de aquel que no llevase la carretilla recta y con brío sobre la tabla inclinada y resbaladiza: podía volcarla y derramar su contenido por el adoquinado del patio, en el peor de los casos sobre sus zapatos y sus piernas. Nadie mostró compasión por la torpe criada que el primer día tuvo semejante accidente: se rieron de ella a carcajada tendida y, además, la reprendieron. Por suerte, no comprendía todas las palabrotas que le soltaban porque no conocía el dialecto de Pomerania. Cuando por fin salió el sol, tuvo la sensación de que se iba a desplomar de agotamiento; apoyó la espalda contra la fría pared, respiró hondo el aire matinal y deseó con todas sus fuerzas poder dormir de una vez.
Cuando estaba allí, agotada y sin apenas mantenerse derecha, pasó por delante de la mansión un gran trineo tirado por dos caballos. La puerta de la casa se abrió y aparecieron dos mujeres, una con un abrigo de piel, la otra con una toquilla, probablemente una empleada. La señora con el abrigo de piel era joven. Tenía el pelo envuelto en un suave pañuelo de lana, los labios pintados de rojo; llena de envidia, Liesl vio que calzaba unas delicadas botas de cuero cuyo borde estaba recubierto con la piel del abrigo.
—¿No puedes acercarte más, Leschik? —gritó enfadada—. No quiero romperme una pierna en el pavimento helado porque no sabes conducir como es debido.
El cochero se tomó el grito con serenidad y dio una vuelta por el patio para detenerse más cerca de la mansión. «Debe de ser su mujer», pensó Liesl, y observó, pese al cansancio, cómo la señora de la casa se subía al trineo y se ponía una manta de piel en las piernas. Apenas le dejó a su empleada un trocito de manta. La hermosa sirvienta metió dos bolsas en el trineo, de las que sobresalían jarras envueltas en toallas, provisiones para el trayecto.
—¡En marcha, Leschik! —exclamó la señora—. Si no, llegaremos demasiado tarde al mercado.
El trineo se deslizó casi en silencio por el hielo, solo los caballos se esforzaban por no patinar sobre la superficie resbaladiza. Lo que el sol había derretido el día anterior volvía a helarse por la noche. Cuando se dirigían a la salida, Liesl distinguió un momento su rostro. Correspondía al de la antigua campesina. Tenía las mejillas gordas y la frente baja, así como una nariz pequeña y gruesa: no era una cara bonita, sino que demostraba fuerza de voluntad y despotismo. Sin dignarse a dirigir una sola mirada a la nueva criada, que estaba apoyada en la pared del establo, la joven señora atravesó el patio en el trineo por delante de ella y trató de persuadir a su acompañante.
—Dame la lista que ha hecho la cocinera. Para Navidad necesitamos pimienta y nuez moscada —oyó que decía.
«Si está yendo al mercado de Kolberg, ya no habrá mucho que comprar», pensó Liesl. En Augsburgo, los mejores productos se agotaban a primera hora de la mañana.
Los días transcurrían con el trabajo duro y monótono, pero Liesl no era de las que se rendían fácilmente: en casa había aprendido a trabajar, aunque nunca se había dedicado a una tarea tan sucia e innoble como esa.
Pronto comprendió que la curtida criada no solo debía ponerla al día, sino que tenía instrucciones para que los mozos no se la acercasen. Liesl tenía mucho miedo de esos jóvenes sucios y rudos, que por las noches se emborrachaban con aguardiente, bailaban de manera grotesca y agarraban a las criadas por debajo de la falda. También a las criadas del establo les gustaba beber después del trabajo. Luego había ruido en el cobertizo del servicio, los rostros se enrojecían, el tono era vulgar y picante. Aparte de la señora mayor, que era parca en palabras y seca, ninguna criada hablaba con Liesl: evitaban a la nueva, la rehuían y la ponían verde a sus espaldas. Cuando después de cenar subía corriendo a su diminuto cuarto, se envolvía en su abrigo de piel e intentaba imaginarse que estaba en su habitación de la villa de las telas y que Dörthe estaba a su lado. Pero en vez de los ronquidos de su compañera de Augsburgo, oía los gritos y las risas de los borrachos, acompañados del ruido metálico de las cadenas y los bufidos de las vacas.
Le empezaban a gustar esos animales grandes y desvalidos, tan fuertes y que sin embargo se sometían de buena voluntad a las cadenas. Antes de empezar a ordeñarlas, les acariciaba las suaves y peludas orejas, les rascaba el mechón de pelo de la frente, hablaba con ellas en voz baja y estaba convencida de que los animales la reconocían. Eran compañeras de fatiga, tenían que aguantar y obedecer al igual que ella, pocas veces oían una palabra agradable, y encima les quitaban a sus terneros justo después de que naciesen.
Liesl se sentía infinitamente sola y se preguntaba por qué había querido emprender ese viaje y adónde llevaría todo aquello. No pocas veces le venía a la cabeza la promesa de la cocinera de darle el dinero para la vuelta, solo que dudaba en escribirle una carta. Aunque solo fuese porque no tenía dinero para el franqueo y, además, era demasiado orgullosa para reconocer que Fanny Brunnenmayer había acertado con su sombrío vaticinio.
Su padre no era buena persona. No se preocupaba por ella, pasaba a su lado con indiferencia, les hacía la vida imposible a los mozos y a las criadas, y utilizaba sin vacilar el látigo cuando algo no salía como quería. En cambio, cuando estaba con su mujer era completamente distinto. Entonces era apocado, aguantaba en silencio sus gritos, dejaba que lo reprendiese delante del servicio y procuraba con temor satisfacer todos sus deseos. Tenían tres hijos, dos muchachos y una chiquilla de tres años que a veces paseaba por el patio con su niñera; entonces las criadas tenían que inclinarse ante ellas y los mozos, hacer una reverencia. Así lo había ordenado la señora de la casa y quien no se atuviese recibía un latigazo. Los tres hijos llevaban chaquetas y pantalones de lana buena y botas forradas de piel. Del mismo modo que su madre no ahorraba en ropa cara, ellos tenían varios abrigos de piel y botas de cuero de todos los colores. Liesl no llegó a ver lo que ella llevaba debajo, ya que seguía sin tener acceso a la mansión. Seguro que había mandado coser muchos vestidos bonitos y su joyero estaba lleno de piezas valiosas.
Si Liesl tenía un cuarto de hora de descanso, a menudo iba a la caballeriza para contemplar a los hermosos animales, que estaban en compartimentos de madera y a los que daban de comer buen heno, zanahorias y un poco de avena. Aunque debía tener cuidado con Leschik, el mozo con abrigo de piel, puesto que no toleraba a nadie en la cuadra que no pintase nada allí. Pero como cojeaba, Liesl oía si llegaba y podía escapar a tiempo.
Al principio le costó un gran esfuerzo acercarse a esos animales grandes y nerviosos. Eran distintos a las tranquilas vacas; esos animales se movían deprisa, los ojos les brillaban de un modo inquietante, seguían a la visitante con la mirada y relinchaban. No todos se dejaban tocar, en especial el oscuro semental, que a veces golpeaba colérico las paredes de su compartimento y emitía unos sonidos extraños e impetuosos: era inaccesible e incluso le mordía la mano al mozo de cuadra. En cambio, si Liesl le hablaba en voz baja parecía escuchar, se tranquilizaba, sacudía la cabeza de un lado a otro y las orejas, que normalmente estaban caídas, se le levantaban.
Poco antes de Navidad, unos jóvenes de los pueblos vecinos fueron caminando por la nieve hasta Maydorn, se plantaron delante de la mansión e interpretaron canciones navideñas. A Liesl le sonaron muy bien porque cantaban a varias voces y las melodías eran claras y sencillas. Sin embargo, la señora de la casa los echó del patio y les reprochó que solo querían mendigar y que no les daría ni regalos ni dinero por cantar.
Liesl escuchó las canciones rebosante de alegría y no se dio cuenta del frío que hacía. Con su fino vestido, que no servía para el invierno de Pomerania, se quedó completamente helada y por la tarde se sintió que tenía fiebre. Por la noche empeoró, los escalofríos se convirtieron en accesos febriles, el cuello se le hinchó, la cabeza le dolía muchísimo, a veces veía imágenes fantásticas en la oscuridad, unos jinetes de colores volaban a su alrededor, unas telas de seda ondeaban al viento. Luego volvió a aparecérsele el rostro de su padre y las cicatrices y los labios azulados y delgados la asustaron. Por la mañana estuvo un poco mejor, hizo un esfuerzo y bajó la escalerilla. En el cobertizo del servicio bebió un sorbo de leche caliente, más no pudo tomar.
—Estoy enferma —le dijo a la veterana criada.
—Ve a trabajar —fue su hosca respuesta.
Apretó los dientes, cogió el taburete y un cubo, y empezó a ordeñar. Primero fue bien, echó dos cubos de leche al depósito, luego se mareó y tuvo que apoyarse en un poste de madera.
—¿Qué haces ahí? —la reprendió la criada.
Liesl hizo un esfuerzo y fue con el cubo y el taburete a la siguiente vaca, se sentó y apretó el cubo entre las piernas. De pronto el cuerpo con manchas de la vaca empezó a darle vueltas, algo la arrolló y la precipitó a la oscuridad infinita. Cien, mil años, una eternidad estuvo Liesl flotando allí abajo, disuelta en la nada, sumergida en el apacible mar de la inconsciencia. En algún momento oyó voces, primero ininteligibles, luego cada vez más claras.
—Quítale las manos de encima o tendrás que sufrir mi látigo.
—La he sacado de debajo de la vaca, señor. Nada más.
—¿Qué le pasa?
—Es epiléptica, señor. Estaba debajo de Meta con la cara en la paja.
—¡Apártate de ella! La voy a subir. Greta, lávale la cara y las manos con agua caliente. ¡Dejad paso!
¿Era su padre? Conocía su voz aguda y autoritaria, lo oía jadear como si subiese la escalerilla. ¿La llevaba en hombros? ¿La estaba metiendo en la cama?
—¿Por qué no tiene manta, Greta? ¿No te había ordenado que le trajeses una manta caliente? ¡Maldita sea! ¿Así se cumplen mis órdenes? Date prisa, vieja bruja. Si no, te arrepentirás.
Liesl volvió a sumirse en una penumbra ardiente y febril, le ardía todo el cuerpo, apenas notó que alguien le pasaba un trapo áspero por la cara.
—¡Traga!
Esa persona le puso una pastilla en la boca y le dio agua. Sabía amarga, tosió y tuvo arcadas. Tomó la segunda pastilla con mayor dificultad, apuró sedienta el vaso y volvió a caer en el lecho.
Por la noche la fiebre cesó, Liesl durmió y soñó que caminaba de la mano de Christian por el parque de la villa de las telas en verano. Luego lo perdía y lo buscaba por todas partes, miraba detrás de los arbustos, iba corriendo a la casa del jardinero y llamaba sin que nadie le abriese. Cuando se despertó, la luz se filtraba por las hendiduras de los tabiques de madera. Debía de ser mediodía. Junto a su cama había un cuenco con leche, y al lado un plato con pan, tocino y un botecito con miel. También había dos pastillas sobre un trozo de papel.
«Una por la mañana, otra por la noche», estaba escrito con lápiz en la nota. A Liesl no le apetecía, prefirió mojar el pan y beber la leche, comer un poco de tocino y lamer el bote de miel hasta que no quedó nada. Luego se enrolló en su abrigo de piel y se tapó con la manta de lana suave. Era la primera vez que la veía y calentaba mucho. Durmió como un bebé y, cuando se despertó por la tarde, encontró junto a la cama un cuenco con puchero y una jarra de mosto de manzana. Hambrienta, se lo comió todo, se tomó las dos pastillas y escuchó un momento los ruidos de las vacas debajo de su cuarto, que ya le resultaban familiares. No volvió a tener fiebre; es cierto que aún se sentía débil, pero estaba sana de nuevo.
Al día siguiente había cosas extrañas junto a su cama: una falda de lana gruesa, una blusa de lana tejida a mano que raspaba, medias largas también de lana, un pañuelo colorido y un par de botas de piel que eran dos números más que el suyo. ¿Quién le había llevado esos regalos? Le costó ponerse la incómoda ropa, lo hizo porque para el frío todo aquello calentaba más que el vestido fino y raído con el que había llegado. Bajó la escalerilla y llegó justo a tiempo para el desayuno en el cobertizo del servicio. La recibieron miradas desagradables y cuchicheos; unos mozos la examinaron con una sonrisa, se levantaron y se fueron a trabajar.
Cuando se sirvió leche en el cuenco y cogió un trozo de pan de la cesta, la veterana criada recogió todo lo demás que había en la mesa y la miró con malicia.
—¿Estás sana? ¡Entonces puedes ayudarme a sacar el estiércol!
Había vuelto a nevar, dos mozos despejaron el camino a la mansión, en el patio se veían las huellas del trineo: al parecer, la mujer de su padre había ido de nuevo a comprar a Kolberg. Liesl hizo su trabajo lo mejor que pudo, luego fue a la caballeriza para ver si sus animales favoritos aún se acordaban de ella. La saludaron con relinchos alegres; ella les acarició los suaves ollares y el cuello, robó un par de zanahorias del cubo y les dio de comer. Qué extraño que en esa finca los seres inocentes le demostrasen amistad y afecto, mientras que las personas la trataban con hostilidad.
Siempre había tenido cuidado de que ningún mozo de cuadra estuviese en la caballeriza cuando ella iba porque de lo contrario la echarían. Por eso se asustó cuando oyó pasos tras de sí.
—¡Aléjate del semental, te va a morder! —ordenó una voz autoritaria de mujer.
En la puerta de la caballeriza había una señora con un abrigo de loden verde, una piel sobre los hombros y en la cabeza llevaba un sombrero de fieltro verde, como los hombres en las fiestas de Augsburgo. Se dirigió hacia Liesl a paso lento apoyándose en un bastón.
—No me muerde —se justificó con timidez—. Se deja acariciar. Mire.
Primero el semental se espantó, luego le cogió el trozo de zanahoria de la mano y ella le acarició el cuello mientras masticaba.
—Mira por dónde. —La mujer del abrigo de loden se acercó cojeando—. ¿Tú quién eres? Nunca te he visto aquí.
Liesl pensó lo que tenía que decir. Esa señora no podía ser más que Elvira von Maydorn, la cuñada de Alicia Melzer. ¿Debía presentarse?
—Soy Liesl Bliefert, de Augsburgo —dijo con prudencia—. Vengo de la villa de las telas y la señora Alicia Melzer le manda saludos.
Perpleja, la señora la miró; contempló el vestido de lana que seguro no se había confeccionado en Augsburgo.
—¿Vienes de Augsburgo? ¿De la villa de las telas? ¿Y qué haces en Maydorn?
La hacendada hablaba con tono seco. No altivo como la joven, más bien frío. Liesl tuvo que reunir todo el valor para responder.
—Estoy aquí porque quería conocer a mi padre.
—¿A tu padre?
—El barón Von Hagemann, el propietario de la finca. Es mi padre.
La señora frunció el ceño.
—No es barón —replicó Elvira von Maydorn, malhumorada—. Aunque le guste ese tratamiento. Y tampoco es el propietario de la finca. Tiene mucho pico. —Tras decir esas palabras, se volvió y regresó cojeando a la puerta—. No les des más zanahorias a los caballos —le gritó amenazante a Liesl—. Les provocan cólicos.
—No lo sabía —balbuceó la muchacha, que salió corriendo al patio y se esfumó en el establo de las vacas, puesto que de ningún modo quería encontrarse a Leschik.
La señora cerró con un portazo tras de sí y Liesl la oyó llamar al mozo de cuadra.
«Es mayor y excéntrica —pensó Liesl, víctima del desaliento—, seguro que no me ayudará.» Era su última esperanza y la había perdido. No quedaba más remedio, tenía que escribir una carta petitoria a Fanny Brunnenmayer para poder volver a casa. Era probable que ya hubiesen contratado a otra ayudante de cocina y no recuperase su trabajo. Y su madre la reprendería porque todo había salido de forma muy distinta a como esperaba. Pero cualquier cosa era mejor que quedarse más tiempo allí, donde era una extraña y todos la odiaban.
Por la tarde hubo que ordenar y limpiar el establo de las vacas para que tuviese un aspecto navideño. Ataron haces con ramitas de abeto a los postes de madera porque en Nochebuena el administrador, que ya se creía el propietario de la finca, iba con su familia por los establos para dar zanahorias y gavillas de heno a los animales. Después, eso oyó decir a las criadas, repartían entre el servicio regalos y, como todos los años, un barrilete de aguardiente.
«Vaya —pensó Liesl—. Por la noche volverán a estar borrachos como cubas y tendré que echar el pestillo de la puerta porque los hombres ya no sabrán lo que hacen.»
No obstante, se ahorró ese susto. A primera hora de la tarde, cuando empezaba a atardecer y había que volver a ordeñar, Leschik apareció con un tiro de caballos en el patio.
—¡Liesl! —exclamó una voz aguda y cortante hacia el establo.
Ella puso el cubo con la leche en el suelo y salió al patio con el corazón palpitante. Allí estaba su padre esperándola.
—Recoge tus cosas —dijo escuetamente—. Aquí tienes dinero para el viaje. Leschik te llevará a Kolberg, allí te comprarás un billete de tren. Date prisa. No te quedes ahí plantada. ¡Coge tus cosas, pronto oscurecerá!
Estaba atónita. Sin duda pensaba marcharse lo antes posible de la finca, pero era amargo que la echasen de ese modo.
—Ya voy —balbuceó mientras subía precipitadamente la escalera hasta el oscuro y frío cuarto del cobertizo, que había sido su alojamiento durante unas semanas.
Se quitó la ropa de lana y se puso su vestido, se cubrió con el abrigo de piel y metió sus pocas cosas en el bolso de viaje. Abajo los caballos restregaban el suelo con los cascos, su padre estaba junto al trineo y hablaba con el cochero.
—Sube —ordenó cuando ella llegó con su bolsa—. Dile a tu madre que no te envíe una segunda vez. No es lugar para ti. Que te vaya bien.
No le respondió porque se le saltaron las lágrimas. Era la despedida del hombre que nunca sería un padre para ella. Su padre había sido Gustav Bliefert, pero yacía en su tumba y ella ya no podía agradecerle todo el amor que le había dado.
Cuando ya estuvo sentada en el trineo y se puso la manta de piel sobre las piernas, oyó de pronto un grito que resonó en todo el patio.
—¡Para, Leschik! ¡Que se baje!
Desconcertada, miró a la mansión. Allí había una figura en las escaleras, envuelta en un abrigo largo y apoyada en un bastón.
—¡Dale, Leschik! —ordenó su padre, enfadado, e hizo restallar el látigo para que los caballos se asustasen y tiraran con fuerza.
—¡Sigo siendo la propietaria de Maydorn y mis órdenes prevalecen! —exclamó la hacendada desde las escaleras—. ¡Ven aquí, Leschik!
El cochero no dudó un instante. Frenó los caballos, dio una vuelta por el patio ante la mirada del servicio, que había acudido corriendo con curiosidad, y se detuvo delante de la mansión.
—¡Baja! —ordenó Elvira von Maydorn señalando a Liesl con el bastón—. Ven conmigo. Se lo debo a mi cuñada Alicia.