26

 

 

 

 

«Apud Helvetios longe nobilissimus fuit et ditissimus Orgetorix…»

Leo alzó la cabeza y murmuró la oración en latín. El ritmo se asemejaba a unas pequeñas descargas que le recorrían el cuerpo a la vez que surgían los sonidos.

«Apud Helvetios longe nobilissimus fuit et ditissimus Orgetorix…»

Lo oía a varias voces, los sonidos se elevaban por encima del ritmo, lo seguían, lo atravesaban, le ponían contrapuntos, lo adornaban. Primero oyó los violines, luego las violas y los violonchelos, a veces también flautas, en ocasiones oboes, incluso una trompeta. No ayudaba taparse los oídos porque los sonidos venían de su interior, solo podía levantarse, recorrer la habitación y golpearse las orejas con las palmas de las manos. Luego se desordenaban, perdían su poder sobre él y, si además bebía un sorbo de agua fría, se convertían en un zumbido atonal, un ruido que recordaba a una orquesta que afinaba los instrumentos antes del concierto. Algunos días irrumpían con fuerza en él, sin importar si leía un texto en alemán o latín; en griego era aún peor, enseguida necesitaba una jarra de agua helada sobre el escritorio. Solo si reflexionaba sobre una fórmula matemática, las melodías en su interior lo dejaban en paz, pero las matemáticas eran de todos modos una faena terrible y, como de momento estaba enfadado con su amigo Walter, tenía que arreglárselas solo. A veces Dodo intentaba ayudarlo, pero ella no estudiaba cosas tan complicadas como las fórmulas binómicas y primero él debía explicarle de qué se trataba. La mayoría de las veces se lo explicaba mal, luego ella refunfuñaba y quería ver el libro de matemáticas, pero él se enfadaba y ya se habían peleado dos veces.

—Pues apáñatelas tú solito —le dijo antes de salir dando un portazo.

Nunca habían reñido. De todos modos, en los últimos tiempos Dodo no pensaba más que en Ernst Udet y hablaba de unos aviones que no tenían nombre sino letras y números, y él no los distinguía. Se había vuelto una idea fija, y a Leo le entró mucho miedo porque Dodo ya no hablaba de otra cosa. Dentro de tres años a más tardar quería tomar clases de aviación y volar algún día sola sobre el Atlántico. «Las mujeres son los mejores pilotos, está demostrado», afirmaba ella; solo Udet era la excepción. Leo le había dicho a su hermana que tuviera cuidado de no convertirse en una sabihonda o una sufragista, pero ella se rio de él y afirmó que se comportaba como un empollón y que siguiese quemándose las cejas estudiando.

—En el fondo de tu corazón eres músico, Leo. Aunque empolles matemáticas sin parar, has nacido para la música. Igual que yo para el vuelo.

—Estás chiflada, Dodo.

No quería ser músico, la música le había acarreado envidia, maldad y desprecio. Más aún: le había hecho sufrir un dolor profundo e irreparable que permanecía en el corazón, clavado en el alma como una flecha en la carne. En cuanto Leo tocaba, lo sentía. Un único tono en el piano, una tecla lentamente presionada y apenas audible bastaba para que el alma le estallara de dolor, desesperación y decepción. No, no era músico. Haría el examen de bachillerato y sería un buen hijo. Era importante, sobre todo ahora que sus padres tenían tantas preocupaciones. El dinero escaseaba, él y Dodo lo notaban si tenían que comprar cuadernos, lápices y tinta para la escuela. Antes su madre les daba dinero para que sobrase una pequeña cantidad y se comprasen golosinas. Ahora quería saber con exactitud lo que necesitaban y contaba el dinero.

La abuela y a veces la tía Lisa financiaban las salidas de Dodo al cine. En cambio, su madre había aclarado que no tenía que ver una película tres veces, aunque actuase Ernst Udet. A veces Dodo iba también al cine con Henny, entonces la tía Kitty les pagaba la entrada. Leo nunca las acompañaba. El cine no le interesaba, además Henny le resultaba pesada porque le preguntaba sin cesar si había compuesto algo nuevo. ¡Ojalá no hubiese tocado esa sonata cuando Kurti regresó de la clínica! Entonces a nadie se le habría ocurrido que a veces apuntaba la música que oía mentalmente. Pero eso era antes. Ahora intentaba acallar esos molestos sonidos para deshacerse de ellos.

El día anterior su abuela le dio dinero para dos cuadernos de vocabulario y dos de matemáticas, y Leo fue a la pequeña tienda de la viuda Rosenberg, donde había de todo: periódicos, golosinas, tabaco, cigarrillos, así como libretas y lápices. La dueña era conocida de la madre de Walter, por eso compraba allí. Cuando entró estaban su prima Henny, que compró un montón de papel pautado, y dos muchachos de penúltimo curso del instituto.

—¿Para qué quieres eso? —le preguntó él.

Como siempre, Henny lo saludó con un incómodo abrazo y Leo se dio cuenta de que los dos estudiantes lo miraban con malicia. Aunque sabían perfectamente que Henny era su prima, estaban celosos. Si Henny seguía así, en algún momento la cosa acabaría mal.

—Ah, esto es para mamá. Lo necesita para sus cuadros.

Henny sonrió igual que la tía Kitty. Era una sonrisa que decía: «¡Soy feliz y me pareces maravilloso!».

—Se lo puedo dar yo. Aún tengo un montón en el escri­torio.

—Pero lo necesitas, ¿no?

—No, lo puede coger —replicó con sobriedad, y luego compró los cuadernos.

La señora Rosenberg le regaló tres caramelos de frambuesa, los metió en una bolsita y la cerró.

—Porque mañana es Navidad —dijo ella—. Y saluda a tus padres de mi parte. El nuevo propietario de la casa ha subido el alquiler, así que no sé si podré mantener la tienda.

—Lo siento mucho, señora Rosenberg —respondió él educadamente y se despidió con una reverencia.

Antes eran los dueños de la casa, pero su padre, al igual que otros, había tenido que venderla porque la fábrica no iba bien y necesitaba el dinero para otra cosa. Era grave, aunque algunos de sus compañeros de clase estaban aún peor: sus padres no tenían trabajo y no podían pagar la matrícula. Leo esperaba que nunca se llegase a ese punto en la villa de las telas. No ahora que estudiaba tanto para la escuela y había ascendido al tercer puesto de la clase. Sin la maldita asignatura de Matemáticas sería el primero desde hacía tiempo.

Henny lo esperaba delante de la tienda y, cuando él salió, uno de los dos estudiantes le preguntó de modo ofensivo:

—¿Por qué compras en la tienda de Rosenberg? Es judía, no hay que comprar ahí.

Henny miró a su compañero de clase con ojos entor­nados.

—Eres un descerebrado, Anton. La señora Rosenberg vende el papel pautado un céntimo más barato por hoja que el señor Abel. ¿Crees que me sobra el dinero?

Esta chica era increíble. Era una verdadera tacaña, en el mercado conseguía rebajar los precios sin compasión, lo sabía por Dodo, que se violentaba cuando lo hacía. Además, su hermana le había contado que Henny pintaba dibujitos de algunos héroes del cine que vendía a buen precio a sus compañeras de clase. Así como otros de los que Dodo no quería hablar.

—Hoy vamos al cine, ¿de acuerdo? —preguntó Anton.

—Quizá —respondió Henny con soberbia—. Solo si escribes sin errores unas notas decentes en las hojas. También vale para ti, Emil.

Este asintió obediente y la reina Henny le permitió que le llevase el paquete de papel pautado junto con tres lápices. Leo no entendía cómo esos muchachos podían ser tan tontos y caían de buena gana en la trampa de su prima. ¿Y qué era eso de las notas? Henny y sus ideas; además, era una explotadora nata. Quizá algún día tuviese un banco como su padre, Alfons Bräuer.

—¡Ay, Leo! —le gritó Henny cuando pasó delante de ella en dirección a la parada del tranvía.

Le habría gustado fingir que no la había oído, pero Henny era insistente.

—¿Qué pasa? —preguntó de mala gana.

—Tengo que darte un recado de parte de Walter. Dice que lo siente y que le gustaría…

¿Qué pretendía esta vez? ¿Por qué se las daba de pacificadora y se entrometía en cosas que no le incumbían?

—Que me lo diga él —contestó con parquedad, y echó a correr porque, por suerte, el tranvía estaba llegando.

La disputa con Walter le daba mucha pena, pero era un asunto entre él y su amigo, Henny no pintaba nada. Walter insistía una y otra vez en que Leo tenía que tocar el piano, era una verdadera lástima que olvidase lo que había conseguido con esfuerzo. Valía el viejo dicho: «Detenerse es retroceder». ¡Como si no lo supiese! Lo que más le afectó a Leo fue lo que Walter contó de refilón: Obramova tenía otro alumno, de solo diez años, al que por lo visto consideraba un gran talento. Al año siguiente interpretaría un movimiento del Concierto para piano en re menor de Mozart con la orquesta del conservatorio. Decía que ya había un anuncio y que incluso se vendían las entradas. Eso avivó todo el dolor que Leo tenía clavado en el corazón como una flecha.

—Déjame en paz de una vez, ¿vale? —le había gritado a su amigo—. ¡Ahora vete! ¡Y no hace falta que vuelvas!

Fue desproporcionado y se sintió bastante mal durante el resto del día. Lo dicho, dicho estaba, y Walter salió de la villa de las telas hacia su casa muy afectado. Su madre le preguntó qué pasaba, al fin y al cabo nunca se habían peleado. Leo se encogió de hombros: no podía ni quería aclararlo. A su madre mucho menos. Quizá se lo habría dicho a su padre, pero tenía muchas preocupaciones y apenas tiempo para él. Cuando se encontraban, a veces Paul le acariciaba el pelo medio en broma, medio con cariño, y decía cosas como: «Ya casi eres tan alto como tu padre», o: «¿Qué tal en la escuela, Leo? ¿Sobre ruedas?». Apenas escuchaba la respuesta porque volvía a meterse en el despacho y cerraba la puerta tras de sí.

 

 

Era Nochebuena. Leo no se alegró ni un ápice. Envidiaba a su hermano pequeño Kurti, que con tantos nervios estaba fuera de sus casillas y vagaba junto a Johann por el parque mojado para ver si encontraban al Niño Jesús. Hanno lloraba porque no querían llevárselo y Rosa regañó a ambos cuando pasaron con los pantalones mojados y los zapatos sucios por el vestíbulo recién fregado. Eso también formaba parte de las Navidades: de niño, Leo hacía lo mismo con Dodo. En realidad antes todo era más bonito y sencillo, no había preocupaciones ni tenía flechas en el corazón, las Navidades eran unas fiestas maravillosas llenas de misterios y sorpresas.

Ese año se alegraba de que se acabasen y la escuela volviera a empezar. Entonces esa ociosidad tendría fin y no le preguntarían sin cesar por qué ya no tocaba el piano. El otro día, incluso Else dijo que echaba de menos su bonita música. ¡Era para volverse loco! Hasta el asunto de los regalos de Navidad se había complicado. El año anterior Dodo y él ahorraron para comprarles unos regalitos a sus padres, pero ese año no había sido posible. Para Dodo compró un avión de hojalata que pagó a cuenta en noviembre y luego a plazos. Para su padre hizo un calendario con fotos de una revista. A su madre le entregaría un gran corazón de cartón que Henny había pintado para él y al que pegó unos coloridos envoltorios de caramelos. Para esas cosas su prima era de gran ayuda, aunque probablemente su madre adivinase que no lo había hecho él: era bastante torpe pintando. Daba igual, lo que contaba era la buena voluntad. La abuela tendría que contentarse con un poema de Theodor Storm; eso sí, estaba caligrafiado en el costoso papel de cartas del escritorio de su madre. Necesitó tres hojas porque cometía errores una y otra vez. La maldita música en su cabeza lo había perturbado, con los poemas era terrible.

Por lo demás, la Nochebuena fue como siempre. Para comer hubo pasta de patata con mantequilla, luego tuvieron que vestirse de gala porque sobre las cuatro darían los regalos a los empleados en el vestíbulo. Ese año el árbol de Navidad era bastante irrisorio; la culpa era de Christian, que no quiso cortar los hermosos abetos del parque y prefirió talar una birria para la entrada. En realidad, con las velas rojas y los aromáticos panes de especias tenía un aspecto más que aceptable, sobre todo después de que Humbert encendiese las velas y apagara la luz eléctrica. Su padre pronunció como siempre un breve discurso para los empleados, agradeció su lealtad y diligencia, aclaró que en la villa de las telas eran indispensables y parte de la familia. Esta vez el discurso fue bastante corto, Paul estaba resfriado y tosía. Luego los llamaron a todos por separado y la tía Lisa entregó los regalos. El tío Sebastian se quedó en las escaleras y sostenía a Hanno y a Johann de la mano para que no corriesen de la impaciencia por el vestíbulo. Su pobre tío tenía un dolor horrible de muelas y apenas podía comer: era por la prótesis que el dentista había elaborado para él y que no encajaba bien. Kurti le cogió la mano a su madre y clavó los desorbitados ojos en el árbol de Navidad.

Cuando acabaron de repartir todos los regalos, Humbert dio las gracias en nombre de los empleados y aclaró que estaban orgullosos y felices de poder trabajar en la villa de las telas y esperaban seguir muchos años con la familia. Todos aplaudieron y, como Rosa no estaba atenta por la emoción, Charlotte tiró de un pan de especias, por lo que el abeto estuvo a punto de prenderse. Por suerte, Dodo sujetó rápido la rama oscilante sobre la que ardía una vela y Christian puso en funcionamiento la bomba de agua por precaución.

—¡De verdad, Rosa! —dijo la tía Lisa con aire de reproche, y lo dejó estar para no estropear el ambiente navideño. Se alegró de que la abuela no se hubiera enterado, puesto que la familia temía siempre que le diese un ataque cardíaco.

Tras el reparto de regalos, los empleados tenían el resto del día libre para que pudieran celebrar la Nochebuena en familia. Else y Hanna fueron a la iglesia, Gertie visitó a una parienta y los demás organizaron una pequeña fiesta en la cocina. Antes habían preparado en el comedor unas bandejas con ensalada de arenque, sándwiches y bebidas para la familia: el banquete no se celebraba hasta el día de Navidad. De camino al salón rojo, donde tendría lugar el reparto de regalos de la familia bajo un pequeño abeto, Leo entró un momento en el comedor para echar un vistazo a las bandejas frías que Fanny Brunnenmayer siempre cubría con paños de cocina limpios. Era menos que de costumbre: medio huevo duro por persona, sin caviar encima; sobre todo faltaba el habitual asado frío. En cambio, había jamón ahumado y un sustancioso pastel de Pomerania, que también estaba rico. Además, en el salón rojo había dos platos con pastas navideñas: no iba a morirse de hambre. Luego el destino lo sorprendió porque la tía Lisa pidió que cantasen todos juntos Oh, alegre y Leo los acompañase con el piano.

—Menos cuento, es Navidad —lo llamó al orden.

No tenía sentido explicar algo que nadie entendería, así que se sentó al piano haciendo de tripas corazón y tocó el acompañamiento. Habría preferido taparse los oídos mientras tocaba, pero sus temores eran infundados: la flecha en el corazón no se movió.

—Has tocado mejor —le murmuró Dodo cuando aca­baron.

—Gracias, hermanita —respondió con ironía.

Al canto siguió el discurso de la abuela a sus queridos hijos, yerno, nuera y nietos, que todos los años era el mismo, y a continuación cada cual podía abrir sus regalos. Era una novedad, porque normalmente su padre se encargaba de repartir los paquetitos; ese día parecía demasiado cansado, estaba sentado en un sillón sin hablar y bebía una copa de vino tinto. En cambio, su madre corrió de un lado a otro, admiró los regalos, les dijo a todos algo agradable, acarició las cabezas de los pequeños, preguntó al tío Sebastian si quería unos polvos contra el dolor de muelas y jugó un momento con Kurti, al que le regalaron una gasolinera de hojalata para sus coches. A veces iba hasta su marido y le ponía la mano en el hombro, se inclinaba y le decía algo que Leo no comprendía. Luego su padre le sonría y decía:

—Todo en orden, amor.

Los regalos de Leo no eran precisamente magníficos. Su madre y Dodo le regalaron unas partituras que enseguida apartó; su padre, un libro sobre la tejeduría mecánica: fue el mejor regalo, empezaría a leerlo esa misma noche. La abuela le entregó un reloj de bolsillo de oro que perteneció a su marido, pero que por el momento debía conservar y no utilizar hasta más adelante; y la tía Lisa le regaló un pisapapeles de vidrio azul, que tenía muchas burbujas de aire fundidas. Si miraba su interior, era como si estuviese sumergido en un luminoso mar azul claro y, por supuesto, volvía a oír sonidos, delicados y hermosos como finos hilos de agua. Un contraste con el ruido infernal que los pequeños hacían al abrir los juguetes. Solo Johann estaba un poco confuso ante su regalo, un trineo nuevo, porque fuera no había nieve y no podía probarlo de inmediato. En cambio, Charlotte golpeaba su xilófono de colores con tanta fuerza que a todos les dolían los oídos y al final Dodo preguntó si las copas de vino buenas no iban a estallar. En consecuencia, el tío Sebastian le quitó a su hija el carillón y le puso en la mano una estrella de canela. La tía Lisa estaba radiante de alegría navideña, iba de uno en uno preguntando:

—¿Y bien? ¿Te gusta? ¿He acertado?

Por supuesto, todos decían que estaban muy contentos con su regalo y daban las gracias de todo corazón; incluso Dodo lo hizo, aunque el collar de perlas rosa le parecía ho­rrible.

En algún momento el tío Sebastian apagó las velas del árbol y todos fueron al comedor para cenar; los adultos bebieron vino, para los niños había limonada y mosto de manzana. Hanno tenía en brazos su nuevo osito de peluche, del que no quería separarse bajo ningún concepto; Johann arrastró el trineo por la alfombra del pasillo; solo Kurti escuchó a su madre y dejó la gasolinera bajo el árbol de Navidad.

—Ay, qué bonita es la Navidad si hay niños en casa —suspiró la abuela, feliz—. Lisa, ponme a Lotti en el regazo. Bueno, tesoro, ¿te gusta el Niño Jesús? Dios mío, cuánto pesas ya, angelito…

La madre de Leo se sentó junto a su padre y le ofreció una y otra vez ensalada de arenque y sándwiches, pero él comió muy poco y conversó con el tío Sebastian. Leo no oía lo que hablaban, pero era probable que se tratase de la fábrica. Le habría gustado sentarse cerca porque quería demostrar que se interesaba por la fábrica de telas, pero entonces su abuela empezó a hablar de los viejos tiempos y habría sido muy descortés no escucharla.

—Cuando todavía era una chiquilla y vivía con mis queridos padres en la finca Maydorn, en Pomerania, nos subíamos en Navidad al gran trineo de caballos e íbamos a Kolberg para oír la misa…

Dodo estaba sentada junto a la tía Lisa y también tuvo que escuchar, aunque hacía mucho que conocía esos relatos porque la abuela hablaba de Maydorn todas las Navidades. A veces leía en voz alta cartas antiguas que sus hermanos o sus padres le habían escrito.

—Perdón, mamá —la interrumpió la tía Lisa con cierta impaciencia—. Creo que deberíamos ir acostando a los niños, han jugado mucho.

—Tienes razón, Lisa. Venid y dadle las buenas noches a vuestra abuela, tesoros míos.

Leo se alegró de que hubiese más silencio cuando se llevaron a los pequeños. La abuela Alicia aprovechó la oportunidad para satisfacer su curiosidad y le preguntó a Dodo por la tía Tilly.

—En mi familia, los Von Maydorn, nunca ha habido un divorcio —dijo sacudiendo la cabeza—. De la vergüenza, no habría osado salir a la calle si me hubiese sucedido algo así…

A Leo no le interesaba y se alegró cuando su padre le preguntó si le gustaba el libro.

—Lo leeré enseguida. Si algún día voy a la fábrica, tendré que saber esas cosas, ¿verdad?

Su padre sonrió.

—No estaría mal. Me alegro de que te interese, muchacho.

Leo tuvo la sensación de que su sonrisa era diferente; parecía cansada, casi forzada. ¿Tan mal iba la fábrica? Por lo visto, sí, puesto que su padre estaba pensativo y de vez en cuando daba sorbos al vino tinto.

—No os enfadéis conmigo si me retiro. Estoy bastante cansado, he dormido poco las últimas noches.

Le acarició el pelo a Leo, saludó con la cabeza al tío Sebastian y fue hacia la abuela y Dodo para explicarles también que estaba cansado y que se iba a dormir. No dejó que su madre lo retuviese pese a los intentos de persuasión.

—No os molestéis, nos vemos mañana temprano en misa.

Cuando su madre y la tía Lisa volvieron, la abuela se tranquilizó y todos se acercaron para charlar otro poco. Leo escuchó un rato y notó cómo una profunda tristeza se apoderaba de él. La Nochebuena, de la que tanto se alegraba cuando era niño, había pasado; no tenía muchas expectativas, aunque ahora le daban ganas de llorar.

—También me voy a dormir, mamá. Buenas noches.

—¿Tan pronto, Leo? ¿No quieres quedarte otro poco con nosotros?

Dijo que estaba cansadísimo porque no había dormido la noche anterior. Sonó poco convincente y su madre volvió a poner cara de preocupación, pero dejó que se fuera. Salió al pasillo y se detuvo ante las escaleras para volver a mirar el vestíbulo.

No fue buena idea. La débil y lechosa luz de la luna penetraba por una ventana y hacía que todo pareciese irreal, como en un sueño. Una estrella dorada resplandeció un momento en el seco ramaje del abeto, los muebles antiguos estaban allí como extrañas reliquias del pasado, una silla caída en la que nadie había reparado aún tenía las patas hacia arriba, como un animal mitológico muerto. ¿De verdad era el vestíbulo de la villa de las telas, el que conocía como la palma de la mano desde la infancia? En ese instante le pareció una tierra desconocida llena de oscuros secretos y peligros. ¿No se acababa de mover algo debajo del ramaje? ¿Un ratón? ¿Una sombra? ¿La luz azulada de la luna que tomaba cuerpo en el crepúsculo, que se convertía en un tintineo delicado e irreal? Un sonido en el que se mezclaba una melodía, triste y pesada primero, luego más suave, ascendente, reluciente como la luz de la luna…

«Basta», decidió, y se golpeó las orejas. «¡Se acabó!» Se dio la vuelta, corrió por las escaleras hasta la segunda planta y entró en su cuarto. No supo explicarse cómo acabaron las hojas de música en el escritorio y él con un lápiz en la mano trazando como poseído varias claves. Primera voz, segunda voz. Aún faltaba el bajo, pero antes de nada tenía que sacarse esa melodía de la cabeza. De la cabeza al papel. Muy fácil. Era la solución. Anotarla. Solo así se desharía de esos molestos sonidos.