—Solo podemos encender la cocina, doctora. Una o dos horas al día.
Tilly asintió comprensiva al oír las palabras de la joven. Era igual en todo el casco antiguo: había poco carbón para calentar, las ventanas no cerraban bien, las paredes se enmohecían y todos, desde los lactantes hasta los abuelos, estaban juntos en una única habitación. El mejor caldo de cultivo para las enfermedades contagiosas. Casi nadie tenía idea de los principios básicos de higiene: los pañales se lavaban en el fregadero, las abuelas moribundas cogían en brazos a los lactantes, la gente se bañaba muy poco por el frío y la estrechez, lavarse las manos con jabón regularmente no entraba en consideración. Sobre todo estaban desnutridos, por lo general no podían permitirse más de una única y frugal comida al día, lo que los hacía, en especial a los niños, propensos a todo tipo de infecciones.
Tilly lo explicaba todo con tenacidad, daba instrucciones para mantener a los familiares enfermos alejados de los niños y reducir así el peligro de contagio, ordenaba ventilar a diario e insistía en que no dejaran tirada mucho tiempo la ropa sucia de los enfermos, sino que la hirvieran con los pañales.
—Prescríbanos una medicina, doctora —escuchaba a diario, y recetaba jarabe contra la tos y remedios antipiréticos, aunque no ayudasen mucho. Por si fuera poco, habían reducido las prestaciones de las mutuas por el decreto de emergencia y los enfermos tenían que pagar una parte de los medicamentos.
—No hay remedios milagrosos —aclaraba a los pacientes—. Es mucho más importante que sigan mis consejos.
—Sí, sí, eso hacemos.
Tilly sabía que era palabrería, pero ¿qué debía hacer? ¿Por qué no podía recetar pan y carne, grasa y huevos? Eso libraría de la enfermedad y la muerte a la mayoría de la gente. Ahora esperaba que mejorasen con un poco de jarabe contra la tos, febrífugos y polvos contra el dolor de cabeza. Ese día ya visitaba a la séptima paciente, la anciana Treffner, que a todas luces tenía tuberculosis. No podía ingresarla en el sanatorio porque la mutua no pagaba por una octogenaria. La pobre mujer estaba tumbada en un colchón en la cocina y tosía hasta ahogarse: no le quedaba mucho tiempo.
—Muchas gracias, doctora. Estamos muy contentos de que haya venido.
—Faltaría más, señora Treffner. Volveré la semana que viene. ¿Dónde puedo lavarme las manos, por favor?
La gratitud de los pacientes era conmovedora y a Tilly le remordía la conciencia porque podía hacer muy poco por ellos. A menudo solo consolarlos, decirles buenas palabras, escuchar con paciencia sus quejas y preocupaciones, y animarlos un poco. Por suerte, en algunos casos lograba curar a un paciente: momentos ilusionantes de su trabajo a los que se aferraba.
La última paciente a la que iba a visitar ese día era una muchacha de dieciocho años con fiebre alta repentina. Era probable que la hubiese contagiado su hermana pequeña, que tenía escarlatina, pero parecía haberse recuperado. Su familia gozaba de una situación más desahogada. Su padre era funcionario municipal en el ayuntamiento, habitaban un amplio piso de cuatro habitaciones en Ludwigstrasse, parecía limpio y ordenado, la estufa de azulejos estaba encendida. Tilly esperó que lo peor hubiese pasado, puesto que en la última visita le pareció que la muchacha se encontraba estable.
Había refrescado, un viento glacial recorría las calles de Augsburgo, algunos sitios eran resbaladizos, de modo que tenía que conducir despacio. Sin embargo, había muchas personas en la plaza del ayuntamiento para escuchar un mitin, los mendigos seguían delante de las tiendas y algunos se habían envuelto en mantas mugrientas para combatir el frío. Delante del ayuntamiento, un empleado esparcía arena por el paso de peatones para que nadie sufriese un accidente, en una de las salas de sesiones había luz, seguramente deliberasen sobre la disminución de los ingresos fiscales y las arcas municipales vacías.
Tilly tiritaba de frío cuando se detuvo delante del edificio. Se enrolló al cuello la colorida bufanda de lana, un regalo navideño de su madre, cogió el maletín y se apresuró a llegar a las escaleras, donde había un programa que asignaba a los vecinos las tareas de barrer, fregar y encerar las escaleras. Tilly se sintió agotada tras subir los dos primeros tramos de escaleras. No era de extrañar, llevaba desde las ocho de la mañana trabajando: primero había suplido al doctor Kortner durante dos horas en el consultorio y luego se había encargado de las visitas a domicilio. Ni siquiera había tenido tiempo para tomarse un tentempié.
Tocó el timbre y esperó a que abriesen. Esta vez tardaron más de lo normal, oyó pasos suaves y cuchicheos, y ya estaba pensando si debía llamar una segunda vez cuando descorrieron la cadena de seguridad y abrieron la puerta.
Un hombre de unos cuarenta años apareció en el umbral, probablemente el padre de la muchacha, al que no había visto el día anterior. Tilly le observó la cara pálida, el pelo oscuro y revuelto, la expresión incrédula y desesperada de los ojos, y comprendió aterrada que la suerte se había torcido.
—¿Qué hace aquí? —balbuceó el hombre—. Ya no necesitamos médicos. Ha muerto. Mi pequeña Elisa ha muerto. ¿Por qué no la ayudó?
Tilly necesitó un momento para serenarse. La muerte era omnipresente en su profesión: tanto en la clínica como durante las últimas dos semanas que llevaba en el consultorio, había visto morir a jóvenes y a ancianos, había expedido partidas de defunción y consolado a los parientes. Sin embargo, cada vez volvía a sentir el horror y la impotencia frente a la despiadada obra de lo efímero.
—Lo siento muchísimo —dijo en voz baja—. Mi más sincero pésame, señor Pageler.
—Ha sucedido esta noche —respondió pasándose la mano temblorosa por el pelo—. Mi mujer fue a darle algo de beber y pensó que Elisa dormía profundamente…
Rompió a llorar, se volvió y le hizo una seña a Tilly para que lo siguiese. La puerta del salón estaba entornada, vio un momento por el resquicio la cara llorosa de la hermana menor, luego alguien la metió en la habitación y cerró la puerta. La pequeña Elisa yacía en su cama del dormitorio infantil, las manos juntas sobre el pecho, el rostro relajado: parecía dormir. Su madre estaba sentada en el borde de la cama y tenía los ojos clavados, como aturdida, en su difunta hija.
—Llamamos por la noche al doctor Thomas, él expidió la partida de defunción —afirmó el padre.
Tilly guardó silencio y no sintió más que una profunda tristeza por esa joven. ¿Por qué había muerto? No encontró explicación alguna porque la muchacha parecía completamente sana dos días antes. ¿No era escarlatina? ¿Había hecho un diagnóstico erróneo y quizá debiese cargar con la culpa de esa funesta muerte?
Era posible que los padres albergasen esa sospecha. ¿Por qué si no habían llamado a otro médico y no al doctor Kortner?
—Entonces no me queda más que volver a darles mi más sincero pésame —aseguró afligida.
No obtuvo respuesta. El señor Pageler fue en silencio junto a su mujer y le acarició el pelo. Tilly sintió que estaba de más.
—Les deseo lo mejor —dijo en voz baja, fue por el pasillo hasta las escaleras y cerró la puerta tras de sí.
Bajó poco a poco, se sentía pesada y rígida, como si cargase con una tonelada. En la calle, el glacial viento del norte se abalanzó sobre ella, le tiró del abrigo y casi le arrancó la bufanda. Eso no la molestaba, la lucha contra los elementos la trajo de nuevo a la vida. Había sucedido, ella ya no podía remediarlo. No debía abatirse, aunque fuese duro digerir esas experiencias. Al fin y al cabo, había elegido esa profesión y hacía su trabajo con toda la fuerza y la pasión que estaban a su alcance. Había podido ayudar a muchos, estaba orgullosa de ello y, al mismo tiempo, sabía que debía lidiar con errores y derrotas amargas.
Deprimida, se subió al coche y fue hasta el consultorio para redactar un breve informe y, en caso necesario, atender a algunos pacientes más. El doctor Kortner le había amueblado un antiguo trastero como sala de consulta provisional, que al menos bastaba para los casos sencillos. Ya estaba atardeciendo cuando atravesó el patio hacia el consultorio, y de repente tuvo mucho anhelo de primavera, tardes luminosas, luz y pájaros cantando en árboles cubiertos de hojas verdes. En cambio, el temporal silbaba en las esquinas y le recordó que era mediados de enero y el invierno no iba a cesar ni mucho menos. En efecto, aún había pacientes en la sala de espera. Mientras Tilly iba a su pequeña consulta, una anciana la saludó con un alegre «buenas tardes, doctora» y ella le devolvió el saludo sonriendo. Era agradable que los pacientes le mostrasen confianza. Sí, incluso había algunos que la preferían al doctor Kortner. Sobre todo para las cuestiones femeninas, las muchachas se confiaban más a la doctora que al apuesto doctor. A nadie le molestaba que no tuviese título. La trataban automáticamente de doctora. La señora Kortner le había dicho que no debía generar inseguridad en la gente. Un médico es «doctor» y punto.
Al principio le costó aceptar el puesto, pero acabó cediendo ante la insistencia de Kitty.
—He hecho un esfuerzo para ir a casa de tu horrible marido en Múnich y darle coba —le había explicado Kitty, nerviosa—. Lo hice solo por ti, mi querida Tilly, y por eso no debes escurrir el bulto bajo ningún concepto.
Qué persona tan insólita y maravillosa era Kitty. Podía ser caótica y muy emocional, alocada, juguetona, meditabunda, pero eso solo era la fachada. Kitty era una esposa tierna, una madre comprometida y una amiga fiel y combativa.
Los primeros días en el consultorio fueron un infierno para Tilly. Los pacientes tenían que acostumbrarse a ella porque la mayoría desconfiaba de una médica. El doctor Kortner se la presentó a todos, no escatimó en alabanzas y le prometió todo tipo de apoyo profesional y personal. Tilly sufría cuando él le sonreía con esos ojos radiantes y ese rostro ilusionado. Recordó que su sonrisa no iba dirigida a ella, sino a la médica Tilly von Klippstein, y que ponía celosa a su mujer. ¿Por qué lo hacía? ¿No era ese simpático hombre un marido fiel? ¿Le gustaba flirtear con otras mujeres y por eso su esposa andaba con cuidado? Daba igual cómo fuese: para Tilly, un hombre casado era tabú, aunque por desgracia se hubiese enamorado de él.
Sobre todo era su trabajo lo que la ayudaba a soportar esa delicada situación. Estaba bien sentirse útil y, aunque en muchos casos no podía ayudar mucho, notaba la gratitud de sus pacientes. No los dejaba solos, iba y los consolaba, les daba consejos, se ocupaba de ellos y hacía todo lo que estaba en su mano. Quizá Doris Kortner también lo apreciaba y por eso se dirigía a ella con menos reservas.
—¿Hay algún motivo por el que no se haya doctorado? —quiso saber un día—. Es cierto que el título sirve poco para el trabajo con los pacientes, pero aumenta la reputación.
Al principio las conversaciones eran breves: por lo general, la mujer del médico hacía una pregunta y Tilly se esforzaba por responder adecuadamente. No tenía ganas de hablar de su vida privada, aunque las preguntas a menudo iban en esa dirección.
—¿Sigue adelante con el divorcio?
—Está en camino.
La curiosidad de su compañera sacaba de quicio a Tilly, que decidió contestar a una pregunta con otra.
—¿Hace mucho que trabaja con su marido?
Resultó que la señora Kortner se mostraba igual de reticente con las cuestiones privadas.
—Hace unos años. Hacemos un buen tándem.
Tilly lo confirmó y la señora Kortner se alegró por el elogio. Por desgracia, eso la animó a seguir invadiendo la intimidad de Tilly.
—Parece que su marido es una persona complicada —supuso ella, y Tilly notó su mirada escrutadora.
—No hay nadie sencillo.
De vez en cuando a la señora Kortner le gustaba hablar de su marido.
—Jonathan es muy distraído y poco hábil. Siempre con grandes planes en la cabeza, siempre lleno de entusiasmo y ningún escrúpulo con los gastos.
Tilly sonrió pensando en el pequeño crédito bancario que el doctor Kortner había pedido para adquirir un inhalador moderno y un calentador infrarrojo.
—Entonces está bien que la tenga a su lado y usted lo enfrente a la realidad —respondió.
—Claro. Una chica para todo, que prepara las facturas, ajusta las cuentas con las mutuas, lleva la contabilidad y se ocupa de que el doctor coma algo. Por mencionar solo algunas tareas.
Más tarde, la señora Kortner empezó a llevarle a Tilly té y sándwiches, aunque al principio fingía que no eran para ella.
—Mire, ha sobrado un poco. Quizá quiera paté con pepinillos en vinagre… Sírvase sin problemas.
—Gracias, muy amable.
La señora Kortner comprendió tarde el asunto de la infusión de menta, ya que Tilly seguía sin reconocer su rechazo a la saludable bebida. Se dio cuenta porque el lavabo olía muy a menudo a la tisana.
—¿Por qué no me lo ha dicho? —exclamó enfadada—. ¡Lástima por la infusión!
—Lo siento mucho. De niña siempre me daban infusión de menta cuando estaba enferma, así que debo de haber desarrollado una enorme aversión.
—Pasa a menudo. Por ejemplo, a Jonathan no le gusta el comino y yo odio el ajo.
El doctor Kortner siguió siendo igual de amable, pero los cumplidos exagerados cesaron; además, ya no mostraba ningún interés por la vida privada de Tilly, preguntaba como mucho cómo estaba su madre y se contentaba con respuestas breves como «Gracias por preguntar». En cambio, siempre estaba dispuesto a conversar sobre los pacientes, lo que era de incalculable valor para Tilly. A diferencia de la clínica, donde hablaban con desgana de los errores y los fracasos, ella podía confiarle con toda sinceridad sus preocupaciones. Él tampoco ocultaba las dudas relativas a sus decisiones y no pocas veces encontraban una salida si debatían un caso juntos y cada cual aportaba su opinión y experiencia.
Ese día también fue así. Después de atender a todos los pacientes, Tilly seguía con los informes cuando el doctor Kortner abrió la puerta y entró.
—¿Molesto? —preguntó con su seductora sonrisa, a la que ella se resistía porque ya no se daba por aludida.
—No, no. De todos modos, enseguida termino.
Descontento, miró a su alrededor.
—Necesita sin falta una mesa: no puede ser que tenga que escribir los informes sobre la mesilla de instrumentos.
—No estaría mal una mesita. Quizá podamos cogerla de la sala de espera, así tendríamos sitio para otra silla.
No le entusiasmó la idea, dijo que cojeaba; necesitaba una mesa decente y una buena silla. Prometió comprar ambas cosas.
—¿Cómo ha ido hoy? —preguntó después.
Tilly apartó los informes suspirando.
—Una chiquilla murió por la noche. Elisa Pageler, ¿la recuerda? Es probable que su hermana la contagiara de escarlatina.
Sentaba bien poder exponer ese trágico caso. No escatimó en detalles, mencionó las dudas sobre sí misma, la posibilidad de haber hecho un diagnóstico equivocado y con ello haber cometido un error fatal y horrible. Él la escuchó con paciencia, la observó con mirada seria y, cuando ella terminó, se movió de forma impulsiva haciendo un gesto como para cogerle la mano. Pero no lo hizo, solo asintió y dijo con amabilidad que entendía perfectamente su preocupación.
—Creo que en este caso habría procedido de la misma manera. Fiebre alta, disfagia y amígdalas inflamadas, además de una hermana pequeña con escarlatina…
—Bueno, no tenía la lengua roja. ¿Podría haber sido otra infección?
Sacudió la cabeza y opinó que no lo creía.
—Es posible que tuviese una malformación cardíaca que no se había detectado.
Debatieron un rato, comentaron las distintas posibilidades, compararon casos parecidos y no llegaron a ninguna conclusión.
—Quítese de la cabeza la absurda idea de que es culpable de esa desgracia —recomendó al final con rotundidad—. No ayuda a nadie y perjudica nuestro trabajo.
—Al menos en el futuro diagnosticaré con más cuidado y detenimiento —respondió ella en voz baja—. Eso me propongo.
La expresión afligida de Tilly pareció llegarle al alma. Con la misma impulsividad de antes, esta vez sí le cogió la mano y la mantuvo agarrada a la suya un momento.
—Piensa demasiado, señora Von Klippstein. Tenemos que aprender a seguir trabajando con ánimo y esperanza pese a todas las derrotas.
Tilly no retiró la mano. Era demasiado bonito sentir su calor y su actitud positiva; en ese momento no era más que una persona que la entendía y la alentaba, y a ella le resultaba infinitamente cercano. Como un pariente querido. Un hermano.
—¿Sabe qué? —dijo él de repente—. La invito a cenar esta noche. Iremos a un buen restaurante y así se despejará.
—Quizá su mujer tenga otros planes para la noche —señaló ella.
—¿Doris? Estará ocupada con la declaración de impuestos.
Tilly se quedó de piedra cuando se dio cuenta. Cielos, ¿por qué era tan ingenua? No estaba proponiendo una velada para tres, sino una cita para dos. No era un pariente querido o un hermano. Era un hombre casado que aprovechaba su oportunidad. Ella estaba separada y él lo sabía. Probablemente pensase que podía satisfacer ciertas necesidades.
—Lo siento mucho —aseguró ella, y se levantó para ponerse el abrigo—. Me esperan en casa. ¡Que pase buena noche, doctor Kortner!
En el pasillo se encontró con su mujer, lo que en ese momento le resultó especialmente incómodo. Tras un breve saludo, pasó a su lado y salió del consultorio corriendo, pero no pudo evitar oír un grito de enfado.
—¡Jonathan! ¿Qué ocurre?
—Nada, Doris, una tontería por mi parte.
—¡Te lo había advertido!
Tilly abandonó el consultorio a toda prisa.