29

 

 

 

 

Liesl dudó en obedecer la orden de Elvira von Maydorn y bajarse. No quería quedarse allí, sino irse lo antes posible a casa, lejos de esa horrible finca, de esas personas hostiles, de ese padre que no quería saber nada de ella. Pero Leschik tranquilizó los caballos y, en las escaleras de la mansión, la anciana golpeó su bastón con impaciencia.

—¡Vamos! —increpó colérica a Leschik—. ¿A qué estás esperando?

Liesl cogió su bolsa de viaje y bajó del trineo. Con timidez, tomó el camino hasta la mansión y notó a su espalda la mirada de los empleados, que habían acudido casi todos para contemplar la disputa entre la anciana propietaria y el administrador. Era como verse expuesto a la vergüenza pública, ya que también en las escaleras de la mansión se presentaron otros espectadores curiosos: la criada estaba junto a la puerta con la boca abierta, dos ayudantes de cocina miraban desde la esquina, la niñera sujetó a un chiquillo curioso que intentaba correr hacia el patio.

—Por fin —le gruñó Elvira von Maydorn—. Sube la escalera, luego a la derecha.

En el instante en que Liesl pisó el vestíbulo, hubo movimiento en la zona de la entrada. Las ayudantes de cocina se retiraron enseguida, la criada le volvió la espalda e hizo una reverencia, la niñera desapareció por la esquina con el chico. El motivo no era Liesl, que daba unos pasos tímidos en dirección a la escalera. Una mujer estaba en medio del vestíbulo.

—¿Qué ocurre?

Liesl se quedó de piedra al oír el autoritario tono, se de­tuvo angustiada y no supo qué debía hacer. Ante ella estaba la mujer de su padre, que por lo visto mandaba mucho en la casa. Por primera vez la vio sin el abrigo de piel ni el pañuelo de lana con el que se cubría el pelo. Era rubia, tenía formas voluptuosas y llevaba un vestido gris oscuro de tela brillante. En el amplio escote se apreciaban unos abultados pechos, que al estar enfadada parecían dos fuelles.

—No es de tu incumbencia —dijo tras ella una voz no menos autoritaria, la de la anciana Elvira von Maydorn—. Qué haces ahí plantada, Liesl. ¡Sube la escalera!

—¡Te arrepentirás! —gruñó la joven.

—¡Ocúpate de tus asuntos! —vociferó la anciana.

Liesl sintió de repente la punta del bastón en la espalda y se dirigió a toda prisa hacia la escalera como le habían ordenado, subió los escalones y fue a la derecha, donde se detuvo ante una puerta. Tras ella subía cojeando la hacendada, que tuvo que descansar un par de veces y estirar la espalda.

—¿Qué hacéis ahí plantados con la boca abierta? —gritó la joven rival desde la entrada—. ¡Volved a vuestro trabajo si no queréis que os dé! Greta, ve a buscar a mi marido. Que venga inmediatamente. ¡Inmediatamente! ¿Lo has enten­dido?

En la primera planta, Elvira von Maydorn abrió en silencio una puerta y empujó a Liesl dentro. Era como si se abriese otro mundo ante ella. Tres ventanas iluminaban la habi­tación llena de muebles. Estaba encendida una estufa de azulejos y sobre el entarimado se extendían coloridas alfombras. Liesl se mareó con toda aquella suntuosidad, y el calor que la rodeó tras semanas de frío glacial hizo el resto. La bolsa de viaje se le cayó de la mano y tuvo que sentarse en el suelo.

—Estás muy débil, muchacha. ¿No te han dado nada de comer? Quítate el abrigo y ve a la mesa. En mi casa nadie se sienta en el suelo.

Liesl obedeció, e iba a tomar asiento cuando un grito estridente se lo impidió.

—¡Alto! No te sientes. Vas a mancharme el tapizado. ¿No tienes otra cosa que ponerte que esos harapos?

—Solo tengo este vestido —balbuceó—. Estaba limpio cuando llegué.

—De eso hace mucho.

La anciana propietaria la interrumpió con un colérico gruñido y fue hacia un armario alto tallado. Cuando lo abrió, se propagó por la habitación un intenso aroma a bergamota y Liesl vio que el armario estaba lleno ropa. La señora Von May­dorn dejó a un lado el bastón y rebuscó en los cajones antes de sacar varias prendas y un montón de vestidos.

—Toma, cógelo. Esto lo usaba cuando aún era joven y delgada. Te quedará bien. Allí hay un palanganero, lávate bien antes. El pelo también. Si olieses a caballo, no me molestaría. Pero no me gusta el hedor de los establos.

Enfrente había una pequeña habitación contigua en la que había una cama con mesilla de noche, una silla y un antiguo palanganero con una placa de mármol y un espejo. Había que verter el agua de un cubo a una jofaina de porcelana, el jabón estaba en un platillo floreado que tenía forma de concha. Liesl se quitó el vestido y esperó que la hubiera dejado sola. En vano. Su bienhechora estaba delante de la puerta abierta.

—La manopla y la toalla están en el cajón. ¿Qué haces ahí parada? ¿Te avergüenzas? No le vas a enseñar nada nuevo a esta anciana. ¡Ten cuidado de no salpicar todo el espejo!

Aunque a Liesl no le resultó fácil desvestirse delante de una desconocida, hizo un esfuerzo; al fin y al cabo, no tenía otro remedio.

—Eres una muchacha bien guapa —observó la hacendada—. Supongo que tu madre no era fea, ¿no? Quítate la camisa, te voy a lavar el pelo.

Hacía mucho de la última vez. Antes, cuando era pequeña, su madre le lavaba el pelo, pero no le resultaba agradable porque era impaciente y le hacía daño. En cambio, las manos de la anciana eran suaves y la espuma olía estupendamente a rosas y miel, de modo que Liesl casi estuvo triste cuando todo terminó con un buen chorro de agua caliente. Con una toalla envolviéndole la cabeza y un anticuado vestido de lana negro, Liesl se sentó de nuevo a la mesa; delante tenía los restos del opulento desayuno que habían servido a la hacendada.

—Come hasta que estés satisfecha. Si no es suficiente, traerán más —dijo su protectora, que la miraba comer con una sonrisa—. Antes me comía todo esto y estaba delgada como un fideo. Ahora, aunque coma como un pajarito, echo carnes.

Liesl se sirvió pan blanco con mermelada, jamón jugoso, huevos revueltos y café con leche. Estaba en la gloria, nunca habría creído que ese día le sucederían tantas cosas buenas. Lo tomaba según venía, disfrutaba del calor, del bonito entorno, de la ropa suave, y fue una verdadera lástima que el estómago ya no admitiese más de esos sabrosos alimentos.

—Me avergüenzo ante mi cuñada Alicia de que te hayan mandado trabajar en el establo —se lamentó la baronesa—. Tu padre es un cobarde redomado. No quiso decirle a su mujer quién había llegado a la granja. Hubo un buen escándalo ayer por la noche cuando le dije cuatro verdades a ella.

Liesl por fin comprendió por qué esa mañana su padre le había entregado dinero para que se marchara. Elvira von May­dorn relató, rebosante de alegría maliciosa, que la noche anterior la campesina puso el grito en el cielo, luego tuvo un ataque de histeria, lloró, chilló y al final se encerró en el dormitorio. Llamaba a la mujer de Klaus von Hagemann únicamente «la campesina».

—Por la mañana ella creyó haberlo ablandado, pero no se salió con la suya porque yo se lo impedí. Puedo serte de gran ayuda, Liesl. Maydorn se ha vuelto un nido de ratas desde que esa gentuza se mudó aquí. Dios nos asista. Pero me opongo, aunque la espalda me atormente. No soy de las que se doblegan.

Tras el copioso desayuno Liesl se sintió muy cansada. Se le cerraban los ojos una y otra vez mientras escuchaba con indolencia a la anciana terrateniente, que se acaloraba por la descarada campesina y ponía por las nubes los viejos tiempos, cuando Rudolf, su marido, aún vivía. Por fin la señora Von Maydorn se dio cuenta de que su interlocutora estaba a punto de dormirse sobre la mesa y se levantó quejándose.

—¡Dame el bastón, muchacha! Y luego abre el arca. Despacio, tiene casi cien años, era de mi madre. Contuvo su ajuar y el mío también. Saca la manta marrón y la almohada de plumón. Tienes que sacudirlas con fuerza en la ventana.

La almohada estaba rellena de plumón y dobló el volumen cuando la sacudió; la manta era de lana suave y tenía un ribete de terciopelo.

—Eres un tesoro, Liesl —la elogió su bienhechora—. Haz tu cama en el sofá, seguro que tienes mucho sueño que recuperar.

A Liesl le costaba creer que esos agasajos fueran para ella. En la villa de las telas, solo los señores disponían de una almohada de plumón tan suave, los empleados tenían que contentarse con ropa de cama más sencilla.

—Y ten cuidado de no caerte del sofá —la advirtió la anciana mientras Liesl se acurrucaba en el suave y caliente lecho y se cubría con la manta.

—Muchas gracias, señora. Le estoy muy agradecida.

—¡Bueno, muchacha!

Antes de dormirse, a Liesl se le ocurrió de pronto que todo podía ser un sueño y al despertarse volvería a estar en su cuarto del establo, pero el cansancio se apoderó de ella con fuerza y aplacó todas las preocupaciones.

La despertaron un sonido metálico y un golpe que dieron al limpiar una estufa; se incorporó asustada. ¿Dónde se encontraba? La habitación estaba en penumbra, a la débil luz de una linterna vio sentada en una butaca a una anciana con un periódico en el regazo. Delante de la estufa estaba de rodillas una criada, aún tenía la pala en la mano y soplaba con cuidado la brasa. Cuando llameó, cerró la puerta de la estufa y se levantó.

—Y di en la cocina que suban la cena para dos —ordenó desde la butaca—. Cuatro rodajas de paté, que no las corten demasiado finas. Al mediodía el pollo estaba demasiado correoso, apenas se podía comer. Y ahora vete.

—Sí, señora. A propósito, la cocinera ha dicho que se ha acabado el paté.

—Trae cuatro rodajas gruesas. O bajo yo misma y compruebo si realmente se ha acabado el paté.

—Sí, señora Von Maydorn.

La criada hizo una reverencia, cogió el cubo y la pala, y salió. Liesl se destapó y se pasó la mano por el pelo revuelto. Así que no había sido un sueño, se encontraba en la mansión, vestía con ropa de la propietaria de la finca y había dormido sobre suaves plumones.

—¿Por fin despierta? Ya pensaba que querías hibernar, como hacen los osos en el bosque.

—De repente estaba cansadísima… Ahora estoy espabilada y me encuentro bien.

—Me alegro.

Sirvieron la cena según los deseos de la anciana propietaria, que permitió a Liesl sentarse con ella a la mesa y comer todo lo que quisiese. No estaba en absoluto acostumbrada, ya que nunca se había sentado a la mesa con los señores, a nadie se le permitía excepto a Rosa, que cuidaba de los niños. Esas normas parecían traer sin cuidado a la señora Von Maydorn, que cenaba despreocupadamente con la hija de una doncella y se preocupaba de que su plato no estuviese vacío. Sin embargo, era una maestra severa, a la que no se le escapaba que su nueva protegida no tenía ni idea de cómo comer en sociedad.

—¡No apoyes el brazo! ¡Y siéntate derecha! Pero ¿cómo coges el tenedor? ¿Acaso es un bieldo? ¡Al revés! Mira cómo lo hago yo. Y hay que pasarse la servilleta por la boca con suavidad, no frotar como si estuvieses limpiando el granero.

Liesl se esforzó por hacerlo todo bien, pero cuando cogió el tenedor al revés, el trozo de paté cayó en el plato y la elegante servilleta fue a parar a la alfombra.

—¡No hagas el tonto!

Por suerte, la baronesa pasó pronto a su tema favorito, sus Trakehner. Llevaba cincuenta años criando a esos bellos animales, algunos de los mejores caballos de carreras del país procedían de Maydorn. Hasta hacía medio año seguía montando varias horas al día, domando caballos jóvenes y cumpliendo con un cronograma duro. El semental Gengis Kan era la nueva adquisición para renovar su cría, pero había demostrado ser un hueso duro de roer y aceptó a la amazona de muy mala gana.

—Entonces sucedió —contó señalando el bastón—. Se escapó, pasó bajo una rama baja y tuve suerte de no romperme la crisma, menos mal. Cuanto mejor es el jinete, más dura es siempre la caída…

Tenía una vértebra dorsal dañada, pasó varios días en la cama sin moverse y, cuando volvió a levantarse con cuidado, los dolores seguían ahí.

—Me va como a Riccarda, que está en su cuarto porque la cadera ya no le responde.

Liesl supo que Riccarda von Hagemann no era otra que su abuela carnal. En su día, los padres de su padre, Riccarda y Christian von Hagemann, llegaron con él a la granja a vivir. Hacía dos años que su marido había muerto y su abuela arrastraba un grave problema de cadera que la obligaba a guardar cama.

—En realidad me llevé bien con ella mientras mi sobrina Lisa estuvo con nosotros. Solo cuando Klaus von Hagemann trajo a la campesina a casa, todo fue a peor. No he tenido más que problemas y disgustos desde que gobierna aquí.

Al final Riccarda, la abuela de Liesl, se enfrentó a Elvira von Maydorn y por amor a su hijo apoyó a su nueva conquista, poco adecuada a su posición social.

—La campesina no se lo recompensó. Ahora Riccarda tiene que estar sola allí arriba y, si su hijo no cuida de ella de vez en cuando, puede ir a menos. Su mujer no quiere tener a su suegra enferma en el cuarto de estar. Así es ella. Ni siquiera quiere saber de sus padres porque se cree superior. Se hace llamar «la hacendada». Aunque no es más que la mujer de un administrador. —Elvira von Maydorn resopló con desprecio—. Sigo siendo la propietaria de la finca. Solo después de que muera recaerá en Klaus von Hagemann y por eso todos esperan que estire la pata, pero no les hago ese favor. ¡Prefiero cumplir cien años para que no reciban la finca!

«Qué horrible —pensó Liesl—. ¿Cómo puede vivir aquí si todos esperan que muera?»

—Háblame de Augsburgo, Liesl —le pidió Elvira von Maydorn—. De mi cuñada Alicia, sobre todo. ¿Es cierto que tiene una salud delicada?

Liesl contó con franqueza todo lo que sabía; se alegró de poder animar a la amargada señora y se esforzó mucho por describir con dulzura a los habitantes de la villa de las telas.

—Así que migrañas… —dijo su interlocutora sacudiendo la cabeza—. No la matarán, ya las sufría antes. Háblame de los niños. ¿Leo sigue tocando tan bien el piano? ¿Y qué es de Dodo?

La noche se alargó. La anciana parecía apreciar mucho la compañía de Liesl. La muchacha tuvo que sacar de la cómoda una cajita y jugaron al tres en raya. Al principio, la señora Von Maydorn ganaba casi siempre porque Liesl no conocía el juego, pero comprendió rápido en qué consistía y pronto acabó con la racha de la hacendada.

—¡No importa! —exclamó—. Recoge. ¿Me puedes frotar la espalda antes de acostarme?

—Lo haré con mucho gusto, señora Von Maydorn.

Al día siguiente, Liesl estuvo ocupada sobre todo en facilitarle la vida a su bienhechora y animarla. La acompañó a la caballeriza para que saludase a sus animales favoritos y les diese manjares, le leyó el periódico, zurció calcetines y otras prendas, le llevó todo tipo de cosas que necesitaba de las habitaciones de abajo y, por último, le preguntó si podía ver a su abuela.

—Si es lo que quieres…, pero no te asustes, está bastante desconcertada.

Liesl tuvo cuidado cuando abandonó la habitación porque entraba en la esfera de influencia de la mujer de su padre. Cuando oyó su aguda voz, se escondió deprisa en la sala de estar de la baronesa, la verdadera señora de la hacienda May­dorn.

El cuarto de su abuela biológica, Riccarda von Hagemann, era el que ocupaba Elisabeth Melzer cuando aún estaba casada con Klaus von Hagemann. Liesl llamó con tiento a la puerta y, como no obtuvo respuesta, giró con cuidado el picaporte. Se asustó con la vista que se le brindó. Riccarda von Hagemann yacía vestida sobre la cama, el pelo gris colgaba en mechones por el delgado rostro, los ojos vagaban por la habitación y se detuvieron en la joven que estaba en la puerta.

—¡Por fin! —exclamó agitando los brazos—. Tráeme algo de beber, Greta. Casi me muero de sed. ¡Rápido, date prisa!

—Enseguida, señora Von Hagemann.

Liesl comprendió que la había tomado por otra y pensó si debía explicarle quién era en realidad. No, la enferma no lo entendería. Era mejor llevarle una taza de té o una limonada. Bajar a la cocina fue peligroso porque Liesl tenía que contar en todo momento con que la campesina subiese de una de las habitaciones de abajo a la primera planta. Se inclinó con cuidado sobre el pasamanos y comprobó que no había nadie. Pero cuando estaba en el último tramo, abrieron la puerta principal y alguien entró en el vestíbulo con paso firme. Era su padre. Liesl se quedó de piedra y esperó con el corazón palpitante a que tomase otra dirección, pero fue derecho a la escalera. Tres, cuatro peldaños y estuvo ante ella. No llevaba gorro, de modo que le vio el pelo ralo y las cicatrices de la frente. No tenía la cara bonita, estaba cubierta de cortes y rasguños. No tenía que ser fácil vivir desfigurado para siempre.

—¿Liesl? —preguntó perplejo—. ¿Por qué vas así? ¿Qué vestido es ese?

Ella había retrocedido y se preparaba para que la insultase, pero la voz de su padre sonó más bien sorprendida, también hablaba en voz más baja que de costumbre.

—Me lo ha dado la señora Von Maydorn.

Él dio un paso atrás para escrutarla.

—Eres una muchacha hermosa. No te pareces nada a tu madre. —Era la primera vez que le decía algo más o menos amable—. Me has acarreado muchos problemas —continuó, y miró escaleras arriba como si le preocupara que hubiese alguien.

—No lo pretendía, lo siento mucho.

—No es culpa tuya. Sin embargo, sería mejor que te marchases. Por desgracia, la vieja se ha encaprichado contigo, ¿no?

No consiguió dar una respuesta porque arriba abrieron una puerta y la imperiosa voz de su mujer resonó por la casa.

—Dile a Leschik que enganche a los caballos. Tengo que ir a la modista en Kolberg.

Su padre le hizo señas para que bajase y él subió rápido las escaleras.

—Espera, cariño —lo oyó exclamar—. Necesito unas cosas que podrías traerme.

¿Siempre hablaba con tanta sumisión? No supo qué pensar de él, pero un sentimiento de alegría se apoderó de Liesl. Al fin y al cabo, fue amable con ella, incluso admitió que todo aquello no era culpa suya. No era tan mala persona como había creído.

Cuando entró en la cocina, ese bonito sentimiento desapareció: dos criadas y la cocinera la recibieron con hostilidad.

—¿Quieres una taza de té para la señora Hagemann? La atendemos nosotras, no tienes que entrometerte.

—Pero está sedienta.

—Siempre quiere algo —dijo con desprecio una de las criadas—. Puedes estar todo el día subiendo y bajando.

—Por favor, dadme una taza de té. O agua —insistió Liesl, lo que no sentó bien.

—¡Serás engreída! Te paseas con la ropa de la señora y quieres darnos órdenes.

—¡No hay nada! ¡Te puedo dar una buena torta! —exclamó la otra criada mostrándole la palma de la mano.

En ese momento, un hombre que estaba sentado a la mesa comiendo sopa se volvió. Era Leschik, el cochero.

—Baja la mano —ordenó el lacayo—. Haz lo que dice o te arrepentirás.

La estúpida criada soltó una carcajada, pero obedeció y le tendió a Liesl una taza de té, que subió por las escaleras y de la que dio de beber a su desconocida abuela.

—Gracias, Greta —dijo la enferma, y acarició la mano de Liesl—. Eres una buena muchacha.