30

 

 

 

 

Auguste fue a la villa de las telas por el parque a paso ligero. Bien es cierto que en su cesta apenas había un manojo de cebollas, un apio seco y dos repollos, pero eso no afectó a su buen humor. La gente de la cocina quizá se asombrase. Ella lo supo enseguida.

El parque hibernaba, las sombrías coníferas y los pelados matorrales se elevaban sobre los prados cubiertos de nieve, que al derretirse había dejado grandes charcos en los caminos. Si esa noche helaba, tendría que prestar atención para no caerse. Era lo que le faltaba, además de todas las preocupaciones que la atormentaban. No se le daba bien llevar el dinero al banco o meterlo en el calcetín de los ahorros. Los marcos de su monedero solían ir y venir, echaban a correr y ya no los volvía a ver. En verano no era tan grave porque el vivero rendía, pero en invierno las perspectivas no eran nada halagüeñas. En las Navidades consiguió vender un par de centros de mesa, ahora en febrero había poco movimiento.

Si Maxl no llevara a casa algo de dinero, ni siquiera tendrían una comida caliente por la noche. Trabajaba a destajo para el abogado Grünling, que había comprado varias casas y mandó arreglarlas para ponerlas en alquiler. Su pobre chico revocaba paredes con cal o quitaba agujeros en el entarimado por un sueldo de miseria. El abogado Grünling era un usurero, una de las pocas personas que se hacían cada vez más ricas en esa época en que todos sufrían la crisis económica.

En el patio de la villa de las telas se resbaló y estuvo a punto de caerse pese a todas las precauciones, mantuvo el equilibrio y dio un fuerte grito del susto. La cesta de verduras voló por los aires hasta el arriate cubierto con ramas de abeto.

—¡Jesús! —gritó Hanna, que barría la escalera exterior—. ¿Te has hecho daño? Espera, te ayudo.

Auguste se ajustó la pañoleta de lana.

—No me ha pasado nada, pero la cesta…

Hanna, una persona encantadora, ya estaba de rodillas en el bordillo del arriate y recogía la cesta y su contenido de las ramas.

—Muchas gracias. ¿Vienes a la cocina a tomar un café con leche?

—Cuando haya terminado —respondió Hanna, y cogió la escoba que había apoyado contra la pared.

En la cocina de la villa de las telas acogieron a Auguste sin gran entusiasmo. Else estaba sentada a la mesa, con la cabeza apoyada en los brazos, y descansaba del trabajo como de costumbre. Se encontró a Dörthe acurrucada junto al horno porque tenía un resfriado. Christian estaba en la ventana y miraba fuera. Fanny Brunnenmayer troceaba un pollo cocido para la sopa.

—¿Otra vez por aquí? —preguntó de mal humor cuando entró su proveedora de verduras—. Las cebollas no hace falta que las saques, tenemos de sobra. Y el repollo, no lo sé. Ayer estaba mohoso, tuve que tirarlo casi todo.

Auguste colgó el pañuelo del gancho del pasillo y dijo con toda tranquilidad a la cocinera que le regalaba un repollo.

—Entonces siéntate. Pero no habrá café con leche hasta que Hanna y Humbert terminen de trabajar.

—¡Está bien!

De todos modos, aquel café con leche apenas se podía beber porque lo recalentaban dos o tres veces y escatimaban en azúcar. Para hacerse la importante, Auguste puso enseguida el as sobre la mesa.

—¡Liesl ha escrito!

Christian se volvió como si una abeja lo hubiese picado, la cocinera soltó en la sopera el muslo de pollo del que estaba rascando la carne.

—¿Necesita dinero para el viaje de vuelta? —preguntó—. Pues escríbele que yo se lo doy.

Auguste soltó una carcajada al oír la oferta. Era increíble lo que Fanny Brunnenmayer estaba dispuesta a hacer para que Liesl se convirtiera en cocinera… No, aquello no llegaría a ninguna parte.

—Lo mejor es que os lea la carta —dijo, se la sacó de la blusa y alisó cuidadosamente el papel con la mano.

 

Querida madre:

 

Seguro que te has preocupado porque hace mucho que no escribo. Era porque no tenía dinero para el franqueo. Por suerte, ahora todo ha cambiado para bien. Vivo con la propietaria de la finca, Elvira von Maydorn, duermo sobre una almohada de plumón y bajo una suave manta de lana y no tengo otra cosa que hacer que ocuparme de dos ancianas. La señora Von May­dorn y la señora Von Hagemann, mi abuela. Por desgracia, está muy enferma y lo confunde todo. La señora Von Maydorn es muy amable conmigo, me ha regalado vestidos e incluso zapatos, y tengo que leerle el periódico todos los días. Hay abundante comida, no puedo acabar todo lo que me sirven. Por la tarde, la señora Von Maydorn y yo jugamos al tres en raya y a las damas.

Por favor, saluda a mis hermanos. También a Fanny Brunnenmayer y a todos los demás empleados, en especial a Christian. Espero que estéis sanos y os llevéis bien en la villa de las telas, como siempre.

Tengo que acabar la carta porque la hoja está llena.

Tu hija,

 

LIESL

 

Auguste lanzó un suspiro alegre cuando terminó y esperó con impaciencia a ver qué decían. Primero reinó el silencio. Else daba cabezadas, la cocinera rascaba el hueso del pollo, Chris­tian miraba por la ventana. Dörthe sacó el pañuelo y se sonó.

—La señora Von Maydorn sabe lo que hace —dijo Auguste asintiendo—. Bueno, ha visto que Liesl ha nacido para ser algo más que ayudante de cocina.

—¿Ha dicho alguien que tenga que ser ayudante de cocina toda la vida? —replicó la cocinera, mordaz.

—No —respondió Auguste, y volvió a doblar la carta—. Ahora mi hija es acompañante de la baronesa Von Maydorn, lleva vestidos bonitos y le lee el periódico. No debéis olvidar que el padre de Liesl tiene abolengo.

—De su padre no escribe una sola palabra —observó la cocinera, y lanzó el hueso de pollo raspado a un cubo—. Y si he oído bien, lleva vestidos y zapatos desechados.

Auguste sonrió con desprecio. Por supuesto, Fanny Brunnenmayer estaba enfadada porque sus planes no cuajaban y por eso le buscaba tres pies al gato.

—¿Y qué? Habrá encargado a una modista que adapte la ropa. Al fin y al cabo, viven en el campo, allí no se consiguen buenas telas con tanta facilidad como en Augsburgo. Seguro que esos vestidos le quedan estupendos a Liesl porque tiene muy buen tipo. Probablemente reciban visitas o acepten invitaciones, quizá incluso vaya a un baile, quién sabe. Y con un vestido de baile mi hija encantará a más de un joven.

—Picas muy alto con Liesl —se mofó la cocinera—. Ten cuidado de no llevarte un chasco.

La insinuación ofendió a Auguste. Tenían envidia, no querían alegrarse de que Liesl ascendiese en la escala social.

—No olvides que es la hija de un barón —dijo con arrogancia, y guardó la carta—. Eso la diferencia de todos los que trabajan en la villa de las telas.

—Si tú lo dices… —respondió Fanny Brunnenmayer, y rio en voz baja—. Lo que no quita que su madre fuera doncella cuando la niña nació. De lo que la muchacha, desde luego, no tiene la culpa.

Auguste casi estalló de ira, estuvo a punto de levantarse y marcharse haciendo aspavientos, pero en ese momento Else se despertó del duermevela y también opinó:

—Liesl es una muchacha refinada y algún día llegará lejos.

—Eso digo yo —exclamó Auguste—. ¡Os vais a sorprender!

La cocinera echó la carne de pollo en la sopa y pareció no tener nada más que decir sobre el tema. En cambio, Christian se sentó en una silla y apoyó la cabeza en las manos.

—Ahora lo tengo claro —dijo apenado—. Se casará con un noble y a mí ya me ha olvidado.

—Eso aún está por ver —lo contradijo Fanny Brunnenmayer.

—No, está visto. Tres o cuatro cartas le he enviado desde que se me curaron las manos; ni una sola vez ha respondido. Se acabó, jamás volveré a ver a Liesl.

A Auguste su pesar le llegó al alma. El mozo se había enamorado de la muchacha, pobrecillo. Ella quiso evitar esa triste historia, pero no le hicieron caso.

—Así es la vida, Christian —dijo resuelta—. Uno no siempre consigue lo que le gustaría. Lo principal es que eres un mozo joven y guapo. Cuando una puerta se cierra, ciento se abren.

Las palabras bien intencionadas no surtieron efecto, Christian ocultó el rostro en las manos y no respondió.

—Ten cuidado de no pillarte los dedos —se burló Fanny Brunnenmayer, furiosa, mientras removía la sopa en el fuego—. Y tú, Christian, no deberías andar por ahí como un alma en pena, sino ponerte en camino hacia Maydorn y casarte con tu chica.

Auguste se puso a reír porque esa propuesta no tenía pies ni cabeza. Christian parecía pensar lo mismo, ya que miró a la cocinera con rostro desesperado.

—Si no me quiere…

—Desde luego que no querrá a un cobarde y mosquita muerta —replicó Fanny Brunnenmayer, colérica, y tapó la sopera con un golpe—. Quien no lucha, ha perdido desde el prin­cipio.

Auguste estaba abriendo la boca para decirle a la cocinera por interés propio que no le pusiera la mosca detrás de la oreja al pobre mozo cuando oyeron que alguien bajaba las escaleras de servicio. Auguste, que conocía esos pasos, se levantó de golpe.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó Humbert cuando la vio—. No necesitamos tus verduras marchitas.

Auguste ya se había puesto el pañuelo, prefería evitar una disputa con Humbert.

—Ya me voy —aclaró cogiendo la cesta—. Esto os lo regalo. No hace falta insultarme.

Puso los repollos, las cebollas y el apio sobre la mesa y quiso salir, pero Humbert le cerró el paso.

—¿Sigue yendo a tu casa?

—Déjame —exigió ella, e intentó en vano apartarlo.

Humbert estaba plantado delante de la puerta como una piedra.

—¡Responde!

—¡No sé de qué hablas!

—¡Claro que lo sabes!

Por supuesto que sabía que se refería a Grigori. Hacía un tiempo que iba con regularidad al vivero una o dos horas, arreglaba el cobertizo, serraba las tablas para hacer leña, ordenaba las herramientas: trabajos que Maxl de momento no podía hacer porque estaba demasiado cansado por la tarde. Grigori era una persona simpática. No le pedía dinero, trabajaba solo por la comida e incluso llevaba salchichas o un trozo de carne. ¿Por qué debía echarlo?

—Por lo visto Hanna te da igual, ¿no? —espetó Humbert—. Te trae sin cuidado que la pobre muchacha sea infeliz si tienes a ese ruso como mano de obra barata.

—¿Qué es lo que quieres? ¡Piénsalo, viene a mi casa y no a la de Hanna!

Furioso, Humbert hizo aspavientos.

—Siempre cruza el patio de la villa de las telas para ir al vivero. No me digas que no lo sabes. Ronda por aquí, mira a través de las ventanas, silba una canción. ¿Por qué?

Auguste se encogió de hombros. No era culpa suya. Hansl le había contado al ruso que Hanna seguía trabajando en la villa de las telas. El astuto Grigori cerró filas con el muchacho. Hansl le caía bien, el otro día le había dicho a su madre que el malchik era listo, tenía que ir a una buena escuela y estudiar.

—Pues dile que no puede pasar por aquí porque es una propiedad privada —propuso ella.

—Ya lo he hecho, pero no se atiene.

Auguste estaba dispuesta a hacer concesiones; al fin y al cabo quería seguir vendiendo sus verduras y sus flores en la villa de las telas.

—Está bien, Humbert. Se lo diré cuando venga luego.

El efecto de sus palabras fue diferente al que había pensado. Humbert puso los ojos como platos.

—¿Hoy va a tu casa? ¿Cuándo?

—A mediodía —dijo Auguste, cohibida—. Está al llegar.

—¿Dónde está Hanna?

—Está barriendo las escaleras —intervino Dörthe—. En realidad es mi trabajo: lo hace hoy porque tengo fiebre.

Humbert se llevó las manos a la cabeza y corrió a la puerta que daba al vestíbulo.

—No te pongas nervioso —le gritó Auguste—. Hace mucho que Hanna habrá terminado.

—¡No, si no estaría aquí! —exclamó Humbert con voz quejumbrosa y el picaporte ya en la mano.

—Demasiado tarde —dijo Christian, que miraba por la ventana—. Ahí están.

Todos se asomaron a las ventanas de la cocina para contemplar el encuentro que Humbert llevaba tiempo evitando. En efecto, allí estaba el ruso, que trataba de persuadir a la pobre Hanna. A ella no le veían la cara porque se había apoyado en la pared. Sin embargo, la cariñosa sonrisa de Grigori y sus gestos no daban lugar a dudas sobre lo que le estaba contando a «Janna».

—¡Lo mato! —gritó Humbert, fuera de sí—. No le volverá a arruinar la vida a Hanna.

—¡Quédate aquí! —ordenó Fanny Brunnenmayer—. ¡Christian, retenlo!

La agitación estalló en la cocina, por lo común tranquila. Christian no consiguió agarrar a Humbert de la chaqueta para detenerlo. Antes de que saliera, Fanny Brunnenmayer reaccionó, lo apartó de la puerta y se puso delante.

—¿Te has vuelto loco, Humbert? —preguntó jadeando—. ¿Crees que Hanna estará contenta si tú acabas en la cárcel y Grigori en el cementerio?

—¡Déjame! ¡No lo soporto! —gritó Humbert, desesperado, y se precipitó hacia la escalera de servicio para salir por el vestíbulo.

Esta vez fue Auguste, que temía por el ruso, quien agarró a Humbert de la manga, y Dörthe y Else acudieron en su ayuda. Él se defendió con uñas y dientes, pero no pudo hacer nada para zafarse del agarre de Dörthe. Con la espalda contra la pared de la cocina, Humbert guardó silencio, jadeó y miró confuso a su alrededor.

—Siempre montando numeritos —se quejó Fanny Brun­nenmayer—. ¿De verdad crees que a la larga podrías esconder a Hanna de Grigori? Entra en razón de una vez. Es una mujer adulta, no una niña, y tiene que saber lo que hace.

—Así lo veo yo también —intervino Christian, para sorpresa de todos—. Lo siento, Humbert, pero tenía que decírtelo.

—Ahí tiene razón Fanny —coincidió incluso la reservada Else—. Deja que hablen, ¿qué puede pasar de malo?

Para espanto de los presentes, Humbert volvió a la carga. Primero miró furioso a su alrededor como si estuviese rodeado de enemigos, luego se dio la vuelta y pasó junto a Dörthe en dirección a la escalera de servicio.

—¡Christian! —exclamó Fanny Brunnenmayer, horrorizada—. ¡Corre al vestíbulo y ciérrale el paso!

Sin embargo, la preocupación de la cocinera era infundada. Humbert no volvió a aparecer, había subido a su cuarto para encerrarse.

—¡Menudo chiflado! —La cocinera se secó el sudor de la frente y las mejillas con un trapo—. Jesús, seguro que entretanto se me ha recocido la sopa de pollo.

Apartó la olla del fuego a toda prisa y removió la sopa con cuidado. En realidad, Auguste habría podido volver a casa, dado que ya nadie le prestaba atención, pero se quedó delante de la ventana y miraba con curiosidad al patio. Por desgracia, allí ya no había nada emocionante que ver. Grigori había desaparecido y Hanna volvió a coger la escoba para barrer los últimos escalones. Lo hacía muy despacio y a conciencia, rascaba cada mancha y, con ayuda de un recogedor y una escobilla, echaba la suciedad en un cubo que vaciaba en la basura.

Cuando llegó a la cocina, reinaba un silencio tenso. Fanny Brunnenmayer cortaba el pan que servirían a mediodía con la sopa de pollo, Dörthe había vuelto a sentarse junto al fuego, la señora Alicia Melzer mandó llamar a Else, que subió enfadada la escalera de servicio.

—¿Sabéis quién acaba de estar en el patio? —preguntó Hanna con una sonrisa inocente mientras se quitaba el de­lantal.

—No estamos ciegos —respondió Fanny Brunnenmayer.

—Ah, ¿también lo habéis visto? Sí, era Grigori. Trabaja cerca y pasó por aquí para preguntar por mí.

—¿De verdad? —dijo la cocinera—. ¿Y qué te ha con­tado?

—Muchas cosas. Me ha hablado de Rusia y de que ha trabajado en la fábrica del señor. Y que quiere esforzarse para hacer carrera.

—¿Y no te ha dicho nada más? —preguntó Auguste, que se moría de la curiosidad.

Hanna estaba junto al fregadero y se enjabonó las manos, dejó correr el agua y miró soñadora los azulejos blancos y azules.

—Ha dicho que me sigue queriendo —contó por fin con voz entrecortada—. Figuraos. Después de tantos años…

Celosa, Auguste guardó silencio. Dörthe se sonó la nariz, Christian miró apenado por la ventana.

—Vamos, cámbiate, Hanna —dijo Fanny Brunnenmayer con tono severo—. Tendrás que servir el almuerzo. Humbert está indispuesto.

—¡Ay, Dios! —exclamó Hanna, asustada—. ¿Qué le sucede? Hasta hace nada estaba sano.

¡Esta Hanna! Era una muchacha adorable, pero no tenía muchas luces.

Auguste no pudo callar la boca:

—¿Acaso crees que Humbert se alegra de que estés fuera y flirtees con el ruso?

Hanna la miró con los ojos desorbitados y se le cayó el paño.

—¡Ay, qué estúpido! —exclamó consternada, y corrió a la escalera de servicio. De los nervios, ya no oyó los gritos de la cocinera pidiéndole que hiciese el favor de quedarse.

—¡Bravo, Auguste! —la reprendió Fanny Brunnenmayer—. Ahora se han ido los dos. ¡Y los señores esperan el almuerzo!

—No es de mi incumbencia —respondió Auguste con malicia—. ¿Quizá Dörthe quiera servir? —añadió mientras cogía su capa, y se marchó.