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Leo resistió la tentación de continuar trabajando en la nueva composición. En cambio, repasó los vocablos griegos y preparó sus útiles escolares para el día siguiente. En ese momento estaba tumbado en la cama y leía unas páginas del libro que le regalaron por Navidad. Le resultaba difícil, tuvo que releer algunos párrafos para comprender el significado porque los insistentes sonidos de su mente lo distraían.

Cuando por fin decidió dejar el libro y apagar la lámpara de cabecera, oyó de pronto unos susurros nerviosos. Se incorporó en la cama y aguzó el oído: venían del vestíbulo. Era su madre, luego Humbert, la tía Lisa, Gertie y la tía Tilly. ¿Qué hacía Tilly a esas horas en la villa?

Debía de haber pasado algo. Salió de la cama y se puso la bata, fue al pasillo y se topó con Dodo, que también había salido medio dormida de su cuarto.

—¿Qué pasa abajo? —susurró él.

—Ni idea.

La siguió escaleras abajo. En el pasillo de la primera planta había luz, la puerta de la biblioteca estaba abierta, pero en la sala no encontraron a nadie.

—Están abajo.

—Espera.

Le sobrevino un miedo impreciso, agarró del brazo a su hermana, que quería bajar en camisón. Desde allí ya oían bien la conversación del vestíbulo.

—Tendríais que haber llamado inmediatamente a una ambulancia, Marie —oyeron decir a la tía Tilly.

—No podíamos dejarlo allí… Hacía demasiado frío. Por eso lo trajimos a casa.

—Lo entiendo, Marie. Pero ahora hay que actuar rápido.

—¡Aquí están! —exclamó Humbert—. Justo delante de la puerta de entrada.

—¡Gracias a Dios!

Algo horrible había sucedido. A Leo le temblaba todo el cuerpo y se sentó en el suelo, Dodo se acurrucó junto a él.

—Creo que es por papá —murmuró ella—. Por suerte la tía Tilly está aquí.

De repente Dodo se levantó y corrió a la biblioteca, y él oyó cómo abría las puertas correderas del balcón. A duras penas, Leo también se levantó y corrió tras ella. Un viento glacial los recibió en el balcón sobre el pórtico de la entrada. Se veían luces en el patio, se acercaron a la balaustrada, el viento les sacudió con fuerza los camisones.

—Sí que se trata de papá —dijo Dodo con la voz ronca—. Los sanitarios lo están trasladando. Ay, Dios, debe de estar muy enfermo si lo llevan a la clínica.

Leo no pudo decir ni una sola palabra, el horror le hizo un nudo en la garganta. En el patio había un vehículo iluminado y dos hombres metían en la parte trasera una camilla con una persona envuelta en mantas. Las puertas se cerraron de golpe.

—¡Puedes venir conmigo, Marie, en mi coche! —exclamó la tía Tilly.

—No —rehusó ella—. No lo dejaré solo. ¡Ni un segundo!

Se subió a la parte delantera de la ambulancia, el motor arrancó y se dirigió despacio por la rotonda hacia la avenida. Se veían las luces traseras rojas, que se iban empequeñeciendo y desaparecieron tras el portón.

—¿Qué hacéis en el balcón? —preguntó tras ellos el tío Sebastian—. ¿Queréis resfriaros?

Llevaba de la mano a Kurti, que se había despertado por el ruido y corrió hasta Dodo llorando porque unos hombres desconocidos habían metido a su papá en un coche grande y se lo habían llevado con su mamá.

—Serás tonto. —Dodo abrazó a su hermano pequeño—. Papá ha tenido que ir un momento al hospital y mamá lo ha acompañado.

—¿Ya no puede respirar como me pasaba a mí?

—Algo parecido —respondió Dodo, dudosa—. No te preocupes, los médicos lo curarán.

El tío Sebastian cerró las puertas correderas y les dio una explicación prudente a Leo y a Dodo.

—Vuestro padre se ha mareado en la fábrica, entonces la tía Tilly ha dicho que era mejor que lo examinasen en la clínica. No hay motivo para desesperarse. Por eso nos volveremos todos a la cama, mañana sabremos más.

Sus palabras no tranquilizaron ni a Leo ni a Dodo, ambos sabían que el tío Sebastian no les decía la verdad: la vida de su padre tenía que estar en peligro, de lo contrario su madre no habría dicho que no lo dejaría ni un segundo solo.

—Ven, Kurti —dijo Dodo, y cogió de la mano a su hermano pequeño—. Esta noche puedes dormir conmigo. ¿Quieres?

—Que Leo también duerma con nosotros —pidió el pequeño.

Su hermano estaba poco entusiasmado, pero no había nada que hacer. Nerviosa, Hanna llegó corriendo y le susurró al oído al tío Sebastian que Alicia Melzer, a la que no habían avisado, estaba despierta y pedía información.

—Un momento. Le mando a mi mujer.

Dodo le lanzó una mirada alentadora a su hermano, luego se fue con Kurti a su habitación y Leo se quedó de brazos cruzados en el pasillo.

—Coge tu ropa de cama y ven con nosotros —le gritó ella—. Vamos a montar un nido. ¿Qué te parece, Kurti?

—Mejor una madriguera.

Leo hizo un esfuerzo y arrastró la manta y la almohada hasta la habitación contigua. Vio cómo Dodo transformaba su cama en una especie de iglú con mantas y cojines. Mientras tanto se oían los pesados pasos de la tía Lisa, que jadeaba como siempre que debía moverse rápido. Fue hacia su madre, que apareció en el pasillo.

—Mamá, no hay motivo para preocuparse. Paul se encuentra un poco débil, probablemente por el resfriado que arrastra. Y entonces Tilly ha dicho…

—¿En mitad de la noche? ¿Y con una ambulancia? Me he llevado un susto de muerte cuando he mirado al patio.

—Ya conoces a Tilly, mamá. Es una médico concienzuda y le gusta exagerar.

—No voy a pegar ojo hasta primera hora de la mañana, Lisa. ¿Sigues teniendo esas gotas de valeriana?

—Por supuesto, Gertie te las llevará. Y ahora vuelve a acostarte. De verdad, no tienes que alarmarte.

«¿Por qué nos miente? —pensó Leo, indignado—. Solo empeora las cosas.» Deseó fervientemente poder subirse a un coche y poder llevar a su padre a la clínica. Pero no era posible porque nadie lo permitiría. No tuvo más remedio que arrastrarse hasta la madriguera de almohadas con sus hermanos. Era estrecha e incómoda, Kurti no paraba quieto y hacía bromas; pasó un rato hasta que el pequeño por fin se tranquilizó y se durmió.

—¿Crees que rezar ayuda? —preguntó Dodo en voz baja por encima de Kurti.

—En todo caso, no hace daño —dijo Leo, vacilante.

Entonces su hermana susurró el avemaría mientras que él no recordaba una sola oración, en su mente resonaban disonancias y escalas descendentes como un infierno terrible. Al final la respiración regular de Kurti y el calor de su cuerpo dormido le dieron tregua, los sonidos disminuyeron, los pensamientos cesaron y el sueño cayó con sus pesadas alas sobre los tres hermanos.

 

 

Por la mañana su madre los despertó y encendió la luz. Había abierto la puerta del cuarto de Dodo en silencio y miró dentro.

—¡Qué nido tan bonito han hecho mis polluelos! Ven aquí, Kurti, tesoro. Johann y Hanno te echan de menos.

Leo parpadeó por la luz. Estaba muy contento de ver a su madre y oír su voz. Sin embargo, estaba muy pálida, su rostro parecía más delgado, los ojos más grandes y oscuros. Dodo se sentó derecha en la cama y tiró del pijama de Kurti.

—Déjalo, Dodo. Aún no está del todo despierto. Humbert lo llevará.

Cogió en brazos al niño dormido y se lo entregó al lacayo, que esperaba atentamente en el pasillo.

—Escuchad, muchachos —dijo su madre cuando Humbert se marchó con Kurti. Se sentó en el borde de la cama y de repente se puso muy seria—. Vuestro padre está en el hospital central con miocarditis. Es una enfermedad muy peligrosa que se puede contraer por un resfriado mal curado. Ayer por la noche no estaba bien, desde entonces su estado ha mejorado, lo que no significa que esté fuera de peligro. Necesita mucho reposo, no debe excitarse y tiene que permanecer aún un tiempo en la clínica.

Hizo una pausa y sonrió un poco, en la mirada tenía ternura y esperanza.

—Me gustaría que hoy fueseis a la escuela. Por la tarde, si los médicos lo permiten, podréis hacerle una breve visita a vuestro padre. Enseguida vuelvo a la clínica con la tía Tilly, mientras tanto confío en que los hermanos mayores os portéis como es debido…

Se trataba de cumplir las instrucciones de la tía Lisa y el tío Sebastian, ocuparse de los pequeños y sobre todo no exaltar a la abuela.

—¿Y qué pasa con la fábrica, mamá? —preguntó Dodo—. ¿Quién se queda al frente mientras papá está enfermo?

—Por ahora todo sigue su curso —la tranquilizó su madre—. Lo importante es que papá se recupere, ¿no es cierto?

—¡Por supuesto, mamá!

La sincera conversación tranquilizó a Leo. Pintaba mal, pero todos estaban unidos, cada cual tenía una tarea. Fue a su habitación y se preparó para la escuela, se puso la cartera bajo el brazo y bajó corriendo al comedor, donde sirvieron el desayuno. Dodo había vuelto a ser más rápida, ya estaba sentada en su sitio y bebía café con leche, no quería comer nada, y había olvidado peinarse.

—Pareces una mopa, hermanita —dijo con una sonrisa irónica.

—Tú tienes abiertos dos botones de la camisa —replicó ella haciendo una mueca.

Humbert sirvió el desayuno con semblante grave, pero no era nada nuevo, hacía días que tenía esa cara. En el vestíbulo, Hanna esperaba como siempre con el almuerzo para el colegio; se puso muy seria y dijo:

—Seguro que vuestro padre se recuperará. Por favor, no os preocupéis por él. Coge la manzana, Dodo. Leo, deberías ponerte el gorro, hay viento frío.

En la cocina alguien sollozó: era Else.

—No volverá —se lamentó—. Nuestro señor no volverá.

—Cierra el pico —la riñó Fanny Brunnenmayer—. Tientas al diablo con tus lamentaciones.

Leo se alegró cuando salió y recorrió la avenida hasta el portón junto a Dodo para ir en tranvía al instituto. Deseaba que ya fuera por la tarde para visitar a su padre en el hospital. La villa de las telas estaba horriblemente vacía sin él, la casa le resultaba desconocida: era como si hubiese perdido el alma. De repente comprendió lo afortunado que había sido todos esos años, lo seguro y a salvo que se sentía y lo pequeñas que eran sus preocupaciones en comparación con el miedo que lo poseía en ese momento. ¿Y si su padre no se recuperaba, si lo perdía? ¿Cómo lo soportaría?

En clase se sentó con apatía en su sitio, dio respuestas absurdas o guardó silencio, y sus profesores negaron con la cabeza.

—¿Qué te pasa, Melzer? ¿Estás enfermo?

—No, no, solo me duele la cabeza.

La mañana pasó a duras penas, durante el recreo estuvo solo en un rincón y miró el oscuro y voluminoso edificio de ladrillos del hospital, que se veía desde el colegio. Allí estaba su padre luchando por su vida. ¿Por qué no podía ayudarlo?

Tras la última clase, se precipitó como un loco a la parada del tranvía, subió a la plataforma trasera con un temerario salto y recibió una colérica advertencia. Fue corriendo desde la parada hasta la avenida de la villa de las telas, saltó los escalones y, como nadie le abría, golpeó la puerta con impaciencia.

Por fin apareció Else con la cara llorosa y la mirada triste de un san bernardo.

—Sí, es Leo —respondió—. ¿No te ha abierto Gertie?

—No. ¿Está mi madre?

—Creo que está en la clínica con tu pobre padre.

Tiró la cartera, se quitó la chaqueta y el gorro, y subió corriendo las escaleras para preguntar a la tía Lisa las últimas novedades. En el pasillo se encontró con su hermana, que había llegado de la escuela antes que él… porque las chicas no necesitaban estudiar tanto.

—Está mejor —aseguró—. La tía Lisa ha llamado a la clínica y se ha enterado. Luego viene con nosotros.

—Gracias a Dios —susurró Leo, aliviado—. Se recuperará, ¿verdad?

—Seguro —afirmó Dodo con convencimiento.

Estaba tan contento que abrazó a su hermana, lo que no sucedía desde hacía años. Fue como antes, cuando eran inseparables: los gemelos Dodo y Leo, una unión confabulada contra el resto del mundo. Una voz desconocida, que salía de la biblioteca, los devolvió a la realidad. ¿Cómo podía ser? ¿No era el tío Ernst de Múnich?

—Lo que nos faltaba —susurró Dodo—. Está enfadado porque no ha localizado a la tía Tilly. Ha llegado hace un momento, se ha puesto a gritar muchísimo a la pobre Gertie y quería ver a la tía Tilly.

Leo pensó un momento, luego se acordó de que la tía Tilly se había separado de su marido. Quería divorciarse, pero por algún motivo no lo conseguía. Porque el tío Ernst no quería o algo así.

—¿Por qué ha venido a nuestra casa? —se extrañó Leo.

—Porque la tía Tilly se quedó a dormir aquí anoche cuando volvió de la clínica con mamá. Está furioso porque esta mañana tenían una cita. En el juzgado, creo.

¡Por Dios! Al parecer, con el susto, la tía Tilly lo había olvidado. No era de extrañar que su marido estuviese enfadado. Por otro lado, no era de recibo desfogarse con Gertie y gritarle. Ella no tenía la culpa.

—¿Sabe taquigrafiar? —se oyó la voz de su tío desde la biblioteca—. ¡Si le sale tan mal como la mecanografía, de­sisto!

—No, no. Dígame, escribo ciento ochenta sílabas por minuto…

—Que después nadie puede descifrar, ¿no?

—Siempre he escrito a máquina sin faltas y era la mejor del curso…

—¿Debo creérmelo?

—Por favor, se lo puedo demostrar.

—No me interesa.

—Es una verdadera lástima. ¿Le puedo traer otro café, señor Von Klippstein?

El tío de Múnich suspiró.

—¡Siéntese, por el amor de Dios, y escriba!

—Con mucho gusto, señor Von Klippstein. Cojo rápido cuaderno y lápiz.

Los hermanos se apartaron como alma que lleva el diablo cuando Gertie salió de la biblioteca con la falda al aire y las mejillas ardientes. Por suerte, no reparó en los dos fisgones, pasó corriendo junto a ellos y desapareció tras la puerta de servicio.

—Maravilloso —dijo Dodo con aprobación—. Quizá Gertie lo consiga.

—¿Conseguir el qué?

—Sí que vives en las nubes, hermanito —respondió mirándolo de forma irónica—. Gertie quería ser secretaria en casa del tío Ernst. La tía Kitty me lo contó.

Leo se encogió de hombros porque no le interesaba. Gertie no le caía especialmente bien, prefería a Hanna. Además, pronto sería la hora del almuerzo y después la tía Lisa iría con ellos al hospital para ver a su padre.

La comida fue un verdadero tormento. Kurti y Johann no pararon quietos en las sillas, Hanno no dejó de llorar y Charlotte tiró el plato de puré al suelo en cuanto Rosa se despistó un momento. Ernst von Klippstein, que se sentó a la mesa, tenía la mirada sombría y preguntó a Sebastian por qué sus hijos eran tan maleducados. Esto volvió a enojar a la tía Lisa, quien respondió que la gente que no tenía hijos no debía permitirse opinar. Después el tío Ernst ya no dijo nada más, se levantó antes del postre y se despidió.

—Los negocios de Múnich requieren mi presencia. ¡Le deseo una buena convalecencia a Paul y que todo le vaya bien en lo sucesivo al resto de la familia!

—Siempre fue una persona desagradable —comentó la abuela cuando Humbert cerró la puerta tras el tío Ernst—. Qué bien que no tenga hijos.

—Es un juicio muy duro, madre —le reprochó en parte el tío Sebastian.

—Mamá tiene razón —replicó la tía Lisa—. ¡Menuda suerte para Tilly librarse de él! Por fin está conforme con el divorcio.

Leo apenas había probado la comida, se alegró cuando Humbert quitó la mesa y sirvió de postre compota de manzana. Casi no hablaron de su padre porque nadie quería alarmar a la abuela con novedades sobre el enfermo. Solo el tío Sebastian mencionó brevemente que su querido cuñado Paul tendría que permanecer unos días en la clínica.

—Arrastra un resfriado, mamá. Hay que curarlo por completo, sabes… ¿Te gustaría coger a Charlotte? Ya está tendiéndote los bracitos.

¡Pobre abuela! Nadie le decía la verdad porque al parecer tenía los nervios irritables. Quizá tuviese los nervios irritables porque nadie le decía la verdad. En todo caso, parecía bastante feliz con la rolliza Charlotte en el regazo. Si la pequeña seguía comiendo así, llegaría a estar tan gorda como su madre.

Tras el almuerzo, Leo y Dodo se sentaron impacientes en el vestíbulo para esperar a la tía Lisa. Ya se habían puesto los abrigos y los gorros, y como todo estaba en silencio oyeron cómo Humbert reñía a Hanna en la cocina.

—¿Por qué siempre tienes que acabar en sus brazos? ¿No te escribió que ya no quería saber nada más de ti? ¡Ni hablar de amor! ¡Es un pícaro!

Leo no sabía por qué discutían, le daba igual; solo deseaba con todas sus fuerzas que la tía Lisa llegase de una vez. Pero se retrasaba, era probable que le pasase algo a Charlotte o que a Hanno le doliese la barriga.

—¿Por qué mamá no vuelve? —comentó Dodo—. Es imposible que se pase todo el día con papá en el hospital.

—¿Y si papá ha empeorado? —preguntó Leo, angustiado.

—¡Calla! —exclamó su hermana empujándolo—. La tía Lisa ha dicho que papá está mejor.

Leo guardó silencio. No obstante, el miedo seguía ahí. Inquieto, caminó por el vestíbulo, miró por el cristal la desnuda terraza y fue de un lado a otro de la entrada. Del perchero colgaban el abrigo de papá y dos de sus sombreros, así como una chaqueta que llevaba en casa. Era para volverse loco. Sus cosas estaban ahí, pero él estaba en esa maldita clínica y nadie sabía si regresaría.

—¿Lleváis mucho esperando? —exclamó la tía Lisa desde la escalera—. Humbert, ¿has sacado el coche? ¡Figuraos lo que esa Gertie se ha permitido! En vez de ayudarme a cambiarme de ropa, para lo cual le pago, se va a la fábrica para pasar algo a máquina. ¿Hay palabras para describirla?

En realidad, Dodo habría podido aclarar que Gertie debía escribir algo para el tío Ernst y que probablemente no se había atrevido a utilizar la máquina que papá tenía en el despacho. Durante el trayecto en coche, Leo fue detrás junto a la tía Lisa, que llevaba su abrigo de piel y ocupaba casi todo el asiento; Dodo se sentó enseguida delante, al lado de Humbert, y le explicaba sin cesar cuándo tenía que cambiar de marcha y por qué era malo para el motor que fuese poco revolucionado. Humbert solo decía de vez en cuando:

—Desde luego, señorita Melzer. Tiene razón, señorita Melzer.

A veces su hermana podía ser insoportable, sobre todo si se trataba de coches o aviones. Se alegró cuando llegaron a su destino.

 

 

El hospital no era nuevo para él: no hacía mucho estuvieron allí para visitar a Kurti. Leo odiaba ese macizo edificio de ladrillo, que ya desde fuera parecía amenazante. Dentro los atendió una monja que estaba sentada en la puerta y que les preguntó quiénes eran y a qué enfermo visitaban. Tomaron el ascensor porque la tía Lisa no quería subir de ninguna manera a la cuarta planta por las escaleras. En cambio, Leo se mareó en el estrecho habitáculo, el corazón le latía como loco y en los oídos se embravecía un océano de retumbos y sonidos.

En el pasillo apestaba a desinfectante y otras sustancias nauseabundas; por suerte, la tía Kitty y Henny fueron a su encuentro.

—Gracias a Dios está mejor —aseguró, y abrazó a su hermana—. Cuando pienso que anoche colapsó y estuvo a punto de morir… Ah, Paul nunca ha querido escucharme. Siempre le he dicho que trabaja demasiado.

«Papá ha estado a punto de morir», repitió para sí Leo, horrorizado.

—Buenas tardes, Leo —lo saludó Henny echándosele a los brazos—. Siento mucho que el tío Paul esté enfermo. Cuando tengas tiempo, tengo una noticia estupenda para ti.

Henny era alucinante. Se zafó de ella con un movimiento brusco y murmuró:

—¡Déjame en paz!

Una enfermera con toca los condujo a la habitación y se llevó el índice a los labios. Eso significaba que no debían hablar alto.

—No todos a la vez y solo un par de minutos —advirtió.

Dodo y Leo entraron los primeros y atravesaron cohibidos la puerta. Su padre estaba solo en la habitación pintada de blanco, lucía un aspecto raro en la estrecha cama. Tenía la piel gris y, en vez de un pijama, llevaba una extraña bata blanca.

Sonrió un poco cuando se acercaron con timidez de la mano a su cama. Horrorizado, Leo se acordó de que ni siquiera le habían llevado flores u otra cosa; por suerte, en la mesilla de noche había un ramo de rosas blancas, seguro que de la tía Kitty.

—Bueno, ¿cómo estáis? —dijo su padre apenas sin voz—. Os he dado un buen susto, ¿no?

Asintieron a la vez: Leo se quedó de una pieza y Dodo preguntó vacilante cómo estaba.

—Mejor que ayer, pero aún no estoy del todo bien.

Leo no fue capaz de decir ni una sola palabra. Se alegraba muchísimo de que su padre estuviese vivo e incluso hablase con ellos. Al mismo tiempo, estaba muy asustado porque hablaba susurrando y parecía cansado y enfermo.

—Escuchad. —Su padre los miró sucesivamente—. Aún tendré que quedarme aquí un tiempo. Por eso me gustaría que tú, Dodo, obedecieses a tu madre y le eches una mano y la apoyes. ¿Quieres?

—Sí, papá.

—Tú, Leo, eres de momento el hombre de la casa y tienes que cuidar de tu madre, Dodo y Kurti hasta que me recupere. ¿Lo harás?

—Sí, papá.

Así se despidieron. Leo se sentía halagado y a la vez confuso por lo que su padre le había dicho. ¿Tenía que cuidar de su madre y sus hermanos? ¿Cómo lo iba a hacer?