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Tilly estaba desconcertada. Cómo podía ser tan tonta. Habían jugado con ella; por desgracia, tenía la culpa de haber tardado tanto tiempo en abrir los ojos. Era una buena médica, que se entregaba a sus pacientes y normalmente establecía los diagnósticos correctos, pero en la vida real era una cordera, una muchacha ingenua a la que cualquiera podía tomar el pelo.

Sucedió durante un reconocimiento en la sala de consulta. La señora Meyerbrink, una paciente mayor de Georgenstrasse, se había quemado en el antebrazo al encender la estufa y había que curarla. Tilly cubrió la zona con pomada, le puso una gasa y quiso llamar a Doris Kortner porque la tela para vendajes escaseaba. Pero Doris estaba asistiendo al doctor en una pequeña operación: se debía sacar una espina de cactus que había causado una inflamación.

—No importa —le dijo Tilly a su paciente—. Nos las arreglaremos así. Mantenga el brazo quieto, por favor…

—Claro —suspiró la señora tendiéndole el brazo—. Su hermana le es de gran ayuda al doctor.

Tilly fue lo bastante tonta para interpretar mal esa afirmación.

—Se refiere a su mujer, ¿verdad? Sí, habría sido una excelente enfermera si hubiese seguido ese camino.

Entonces fue la paciente quien puso cara de incomprensión.

—¿Su mujer? No, hablo de la señora Kortner, su hermana.

De repente, Tilly tuvo la sensación de que el suelo se movía. ¿Su hermana? ¿Doris Kortner no era su esposa, sino su hermana? Tenía que ser un malentendido.

—¿Acaso no lo sabía, doctora?

Tilly se recompuso. Cierto o no, tenía que decir algo. A poder ser, lo más breve posible.

—Por supuesto, señora Meyerbrink. Sujete esto, por favor… Así está bien. Y tenga cuidado con el brazo, no coja peso ni toquetee el vendaje… Puede bajarse la manga. Vuelva pasado mañana, cambiaremos el vendaje y comprobaremos que todo esté en orden.

Su verborrea impidió que la paciente siguiese con el tema. Tilly le deseó una pronta recuperación y le abrió la puerta.

—Muchas gracias, doctora. Adiós, doctora… ¿Puedo coger el hervidor o no?

—Como mucho, medio lleno —aconsejó Tilly sonriendo y la despidió.

En lugar de hacer pasar a otro paciente, se sentó en la camilla e intentó ordenar sus pensamientos.

«Puede ser solo un error —pensó angustiada—. No se parecen en nada.» Él era delgado y rubio, ella morena y más bien robusta. Él era entusiasta, comprensivo y un poco ingenuo, y ella, realista, fría y reservada. ¿Cómo podían ser hermanos?

¿Se había referido alguna vez a Doris como a su esposa? ¿No se dirigía siempre a ella solo con el nombre? ¿Y Doris Kortner? Tilly hizo memoria, estaba segura de que en una ocasión había dicho ser su mujer, pero no recordaba cuándo. ¿Debía preguntarle al doctor? Si no era cierto, haría el ridículo. Además, él tendría que haber notado en algún momento que ella estaba confundida. Entonces hacía tiempo que debería habérselo aclarado. No, era mejor callar.

No obstante, cuando fue a la sala de espera para llamar a otro paciente se encontró con el doctor Kortner en el pasillo.

—Mucho trabajo, ¿no? —le preguntó sonriendo al pasar—. Un paciente le acaba de hacer grandes elogios, ha curado la urticaria de su mujer.

Era de risa porque normalmente la erupción desaparecía sola, Tilly solo le había recetado a la mujer una pomada contra la quemazón. Entonces lo hizo. Lo puso a prueba.

—Ah, doctor Kortner. Dígale, por favor, a su hermana que falta tela para vendajes en mi sala de consulta.

Él se detuvo en seco, luego se volvió hacia ella. En ese momento Tilly comprendió que la señora Meyerbrink decía la verdad. El doctor Jonathan Kortner parecía un pecador sorprendido in fraganti.

—¿A quién se lo debo decir? —preguntó, procurando poner cara de sorprendido.

—A Doris. ¡Su hermana, doctor Kortner!

Él esperó hasta que Tilly volvió al pasillo, seguida de una paciente. Allí se detuvo, la cogió del brazo y la llevó aparte.

—Por favor, señora Von Klippstein. Se lo puedo aclarar todo —susurró con tristeza.

—Más tarde, doctor Kortner. Me espera una paciente —replicó ella con parquedad.

Hasta por la tarde apenas pensó en ese grotesco asunto porque examinó a un paciente tras otro. Marzo era un mes fresco y húmedo, muchas personas sufrían resfriados febriles, amigdalitis, dolor de oídos o infecciones de vías urinarias o del aparato gastrointestinal. Cuando se fue el último paciente, se sentó exhausta y perpleja en su sala de consulta y no supo qué hacer. La reacción del doctor en el pasillo la había desconcertado por completo. ¿Por qué? ¿Qué había detrás de aquello?

Alguien llamó a su puerta, Tilly se levantó sobresaltada del asiento.

—Sí, ¿diga?

Era Doris Kortner. Su rostro mostraba culpabilidad y, a la vez, cierto enfado.

—Venga, por favor, a nuestro despacho, señora Von Klippstein. Jonathan y yo queremos aclararle algo.

Tilly sintió de repente que debía huir. Se había enamorado de ese hombre: ¿por qué la metía en semejante lío? ¿Quizá ella le había demostrado demasiada complacencia y él quiso protegerse de ese modo? ¡Qué pensamiento tan terrible! No, en ese momento no era capaz de escuchar largas explica­ciones.

—Lo lamento. Me esperan en casa. ¿Me respondería, por favor, a una sola pregunta, señora Kortner?

La hermana del doctor se sorprendió, seguramente estaba convencida de que Tilly la acompañaría de buena gana.

—¿Qué quiere saber? —respondió frunciendo el ceño.

—¿Quién de los dos se ha inventado este juego? ¿Usted o su hermano?

Doris Kortner sacudió la cabeza y explicó que se trataba de un malentendido. Nadie había jugado con ella.

—Ha malinterpretado algo y nos hemos dado un poco de tiempo para aclararlo. Eso es todo.

—¿Su hermano también lo ve así?

—¡Venga y pregúnteselo!

Ya estaba harta. Tilly se sintió tan humillada y ofendida que se levantó en silencio y se puso el abrigo. Salió del consultorio sin despedirse, le habría gustado tirarles su renuncia sobre el escritorio para no tener que regresar nunca más a ese sitio. En Frauentorstrasse estuvo callada, les explicó a Kitty y a su madre que estaba agotada y se fue a la cama.

Desvelada, yacía sobre las almohadas y cavilaba sobre lo que debía hacer. ¿Quizá todo fuese culpa suya? ¿Nada más que un ridículo malentendido? ¿Era injusta con ellos? ¿Fue estúpida su reacción de la tarde? Se decidió a pedir una entrevista al día siguiente: no tenía sentido esconder la cabeza como el avestruz, debía enfrentarse a la situación. Daba igual que fuese muy violento y humillante.

Por la mañana la despertó Kitty, que entró en su dormitorio y se sentó en el borde de la cama.

—Tilly, te has dormido, cariño. No importa, trabajas demasiado. Tu querida madre ha hecho tortitas para desayunar, pero se han quemado un poco y les hemos echado azúcar en polvo, así no se nota. Ah, sí: tu horrible marido quería hablar contigo por teléfono, y además ha llamado dos veces el médico jefe del hospital.

Tilly se despertó de golpe y se sentó en la cama.

—¿Qué has dicho? ¿El doctor Peuser ha llamado? ¿Acaso Paul está peor?

—¡Claro que no! —exclamó Kitty, que ya estaba en el pasillo—. Paul está bien. El atractivo doctor Peuser, de sienes grises, quería otra cosa de ti. Por lo visto, le has hecho perder la cabeza y quiere convencerte para una cita amorosa en el quirófano.

—¡Ay, Kitty! —se quejó Tilly mientras buscaba los zapatos debajo de la cama—. ¿No puedes dejar a un lado tus estúpidas bromas?

—¡Madre mía! Dentro de poco serás libre y llegará el momento de que por fin acumules experiencia en ese terreno. ¿O quieres quedarte soltera? ¡Sería una verdadera lástima, que­rida!

Tilly suspiró. Kitty era como era, no tenía sentido discutir con ella. Incluso si esas insinuaciones justo ahora le dolían mucho.

 

 

Para enmendar otro error, llamó a su marido, en Múnich. Por una vez tuvo suerte, Ernst estaba en casa y descolgó el auricular.

—Siento muchísimo que se me haya pasado el día de la vista —dijo—. Hubo una urgencia, a Paul le dio un colapso.

—Lo sé —replicó con parquedad—. He puesto por escrito mi consentimiento para el divorcio y mis condiciones, te las enviarán en breve. Es de suponer que el tribunal fije una segunda vista.

—Por desgracia, así será.

—Espero de veras que ese día estés presente.

—Sin falta.

—Entonces está todo dicho. Que tengas buen día.

—También te…

Ya había colgado. Qué molesto era todo ese asunto. Últimamente todo le salía mal, tenía la sensación de luchar siempre contra nuevas catástrofes que se precipitaban sobre ella. Como tenía la mañana libre, primero bajó al salón, donde la esperaban para desayunar.

Como siempre, su madre la recibió con un reproche:

—Vuelves a tener un aspecto horrible, Tilly. Es porque comes de manera irregular. Hace un cuarto de hora que te esperamos.

Pese a todo, el desayuno con Kitty, Robert y Gertrude fue un bálsamo para su dolorida alma porque la conversación la distrajo de sus preocupaciones. Hablaron de Paul, pensaron en la fábrica y en la villa de las telas. Robert contó que el reembolso del crédito se había aplazado otras cuatro semanas, más no había logrado.

—Podrías haber disparado a esos usureros del banco —respondió Kitty, enfadada—. Así el pobre Paul no tendría que devolver el dinero.

—¿Te gustaría verme en la cárcel, querida? —respondió Robert, divertido—. Hasta el momento pensaba que nuestro matrimonio era feliz.

—Me has comprendido muy bien, Robert Scherer —dijo Kitty, compungida—. Hace mucho que medito cómo podría deshacerme de ti porque estoy locamente enamorada del abogado Grünling y sueño todas las noches con él.

—¿Sabes qué, cariño? —replicó Robert, sonriendo—. Me alegro por ti de todo corazón.

—¡Canalla! —exclamó Kitty, y le tiró con fuerza de la oreja, lo que él toleró sin resistencia.

—¿Cuándo vais a crecer de una vez? —suspiró Gertrude.

Tilly disfrutó del ambiente distendido y deseó que no acabase, pero tras el desayuno la vida cotidiana volvió a abatirse sobre ella. De vuelta en su cuarto, pensó en la conversación pendiente. ¿Cuál era en realidad el problema? El doctor Kortner era un hombre encantador, había flirteado un poco con ella porque la necesitaba en su consultorio. Poco más. Solo cuando se dio cuenta de que ella se había enamorado, emprendió la retirada. Entonces el malentendido con su esposa le vino muy bien y no quiso aclararlo por precaución. Suspirando, reconoció que era muy inexperta en cuestiones amorosas y que cualquiera notaba cuáles eran sus sentimientos. Quizá Kitty no estuviese equivocada: una mujer moderna debía tener experiencias con los hombres. Por desgracia, la habían educado según las normas del siglo anterior, es decir, que una muchacha tenía que llegar virgen al altar. Lo que hizo en su momento. Y eso era lo más penoso de esa historia, ya que el matrimonio con Ernst en nada había variado su estado y seguía siendo virgen.

Decidió ir primero a la clínica para preguntar por el estado de Paul y entrevistarse con el doctor Peuser, que quizá todavía necesitase información. Solo entonces emprendería el difícil camino al consultorio del doctor Kortner. ¡Ay, si ya lo hubiese superado! Pero ese día tomó un rumbo inesperado y maravilloso. En la puerta de la clínica, la joven monja de servicio la saludó con una afectuosa sonrisa.

—Señora Von Klippstein. El doctor Peuser la espera. Baje el pasillo, a la izquierda, tercer despacho. Su nombre está en la puerta.

«Ojalá no hayan dado otro mal diagnóstico», pensó angustiada. ¿Tendría Paul que pelear de por vida con una insuficiencia coronaria? Era muy posible, pero confiaba en que volviese a salvarse. Con miedo, llamó a la puerta y una enfermera la recibió.

—Un momento, por favor, señora Von Klippstein. Un paciente acaba de llamar al doctor Peuser. Puede esperarlo aquí.

—¿Se trata del paciente Paul Melzer, al que ingresaron anteanoche?

—Lo lamento, no se me permite dar información al respecto.

Por supuesto que no se le permitía, por qué hacía preguntas tan tontas. Inquieta, se sentó un momento en la sala decorada con muebles oscuros, miró una y otra vez el reloj porque quería estar en el consultorio para la hora de la comida. Por fin llegó el doctor.

—Buenos días, señora Von Klippstein —dijo alegre, y le tendió la mano—. Disculpe por haberla hecho esperar. Ya sabe…

—Por supuesto.

Tilly estaba aliviada. No podía tratarse de una mala noticia, de lo contrario no se habría dirigido a ella tan sereno y despreocupado. Se sentó al escritorio y la miró con impaciencia.

—¿Ha traído los documentos? —preguntó—. Entonces podemos tramitar enseguida el asunto.

Perpleja, lo miró fijamente.

—¿Los… documentos?

Él torció el gesto y suspiró.

—Temía que no le diesen bien mi recado. La señorita al teléfono me pareció un poco desorientada. Si bien encantadora, tengo que admitirlo. Su cuñada, ¿verdad?

—Si se refiere a la señora Scherer, sí, es mi cuñada. Vino a la clínica anteanoche.

—Exacto —dijo sonriendo—. La recuerdo. Pero le comento, señora Von Klippstein. Resulta que tenemos una vacante y me gustaría proponerla para el puesto. Sé que actualmente trabaja en un consultorio, pero quizá tenga ganas de cambiar de empleo. En todo caso, me alegraría mucho.

Una oferta de trabajo. ¡De forma inesperada y sin que ella se hubiese esforzado por conseguirla! ¿Aún había milagros en el mundo? ¿O la esperaba otra decepción?

—Por supuesto que me encantaría trabajar en esta clínica —empezó vacilante—. Por desgracia, en la clínica de Schwabing hubo algunas, bueno, complicaciones y de ahí que mis notas no sean muy favorables.

El médico jefe estaba inclinado sobre el escritorio, había apoyado los brazos y la contemplaba con una extraña son­risa.

—Estoy al tanto, señora Von Klippstein. Ayer recabé información, el profesor Sonius es compañero de estudios. Bueno, no quiero revelar más detalles de nuestra conversación telefónica: le dio mucha pena el asunto y la recomendó como destacada médico. ¿Qué le parece?

A Tilly se le cortó el aliento. El médico jefe de Schwabing la había utilizado como un peón, aunque en realidad estaba enterado de lo que ocurrió en la clínica. Y ahora la recomendaba a su colega. Tenía cargo de conciencia, por así decir. ¿Qué mundo era ese?

—Perdón —dijo, y tuvo que tragar saliva—. Estoy bastante sorprendida.

El doctor Peuser le dedicó una sonrisa realmente paternal y le tendió la mano.

—Diga que sí, señora Von Klippstein. Necesitamos a médicos como usted. Envíeme sus documentos y yo cursaré la petición. ¡Creo que usted es un buen fichaje!

Tilly le estrechó la mano y se dirigió a la salida un poco vacilante pero animada. Solo cuando estuvo fuera se dio cuenta de que se le había olvidado preguntar por Paul. «Todo estará en orden —se tranquilizó—. De lo contrario, seguro que el doctor Peuser me lo habría dicho.»

El sol calentaba la ciudad, por todas partes aparecía el primer verde, de los arriates brotaban las rosas del azafrán y los tulipanes. Quedaba poco para la Pascua.

¿Era posible que se hubiesen vuelto las tornas? Tilly ya no tenía miedo de la conversación pendiente. Era muy sencillo: presentaría su dimisión porque había recibido una buena oferta de trabajo. Una solución honesta que le permitía zanjar esa maldita historia con la cabeza alta.

Solo le quedaría una espina clavada en el corazón, pero el muy estúpido no contaba. Siempre que le había hecho caso, no le había traído más que pesar.