¡Lo que le faltaba! Ojalá no hubiese dejado entrar al tipo en casa, pero esperaba poder convencerlo de nuevo. Él fue de un lado a otro de su salón, inspeccionó cada mueble, sacó los bonitos jarrones y garrafas del armario, y pegó su horrible sello de embargo.
—¿No puede al menos pegarlo para que no se note? —lo reprendió ella—. No en medio del armario, donde se ve enseguida.
—Déjeme en paz, señora Bliefert. ¡Este es un acto oficial y tengo instrucciones!
Ella puso los brazos en jarras y se colocó delante de la cómoda porque dentro estaba la cubertería de plata, pero esa persona repugnante y bigotuda la apartó y abrió el cajón con decisión.
—Necesito los cubiertos —se resistió—. Es una necesidad diaria. ¿Debemos comer con los dedos?
Despiadado, cogió uno de los tenedores de plata con sus ávidas zarpas, examinó el cuño y lo contó todo. Cucharas, cucharillas, cuchillos, tenedores, dos cucharones, seis tenedores de postre, una pala para tartas de cuerno con mango de plata. Pegó el sello de embargo al cubertero después de anotar en su lista lo que había dentro.
—Pague sus deudas, entonces podrá volver a comer con cucharas de plata —dijo él—. Entretanto, utilice las de estaño.
Con qué malicia la miraba por encima del bigote. «Ya verás —pensó ella—. Cuando Liesl haya emparentado con la nobleza, te tiraré el dinero a la cara, tendrás que arrodillarte y pedirme disculpas.» Ojalá fuese pronto. Excepto una carta, Auguste no había recibido más noticias de Pomerania, de modo que empezó a preocuparse; con tanta felicidad, Liesl podría haber olvidado a su madre y a sus hermanos.
—¿Qué hay arriba? ¿Los dormitorios?
—¿Usted qué cree? ¿Una sala de baile?
—No se ponga grosera, señora Bliefert. Solo cumplo con mi deber.
—Arriba no hay nada que embargar. Necesitamos las camas y los roperos son viejos, nadie los quiere.
Sin embargo, subió las escaleras y miró todos los armarios, se arrodilló y revisó si Auguste había escondido algo debajo de la cama.
—¿Creía que tengo ahí una saca de dinero? —se exaltó ella.
—Eso no, en cambio ropa de cama bonita…
—Eso no le incumbe —refunfuñó ella, y le dio la espalda.
Si se creía que quería saldar sus deudas de otra manera, se equivocaba. No hacía falta que algunas pagasen las facturas de hacía años porque mantenían buenas relaciones con el representante de las severas autoridades. Pero ella no era de esas. Y mucho menos con un hombre tan feo y delgado. En ese caso, podía imaginarse algo mejor. De hecho, podía. Y no del todo sin motivo.
—Pues ha sido todo por hoy —constató el agente judicial—. Tres semanas de plazo. Si entonces no ha pagado, vendrán a recoger las cosas. ¡Adiós, señora Bliefert!
Al menos se iba antes de que los muchachos volviesen de la escuela. Por supuesto, él no se quitó los zapatos, por todas partes se veían las sucias huellas. Furiosa, Auguste dio un portazo y cogió el cubo y el trapo para limpiar el rastro de esa desagradable visita. Luego intentó despegar con mucho cuidado al menos el sello de embargo del armario del salón, pero la saliva del funcionario ya estaba seca, no pudo quitarlo. ¡Qué tonta! Cuando Maxl volviese después a casa, se lo reprocharía. Maxl estaba muy cambiado. Se había vuelto insolente, reñía a su madre, decía que era culpa suya que quizá tuviesen que subastarse pronto la tierra y la casa.
—Todo porque compras unos chismes que nadie puede utilizar pero que cuestan mucho dinero —le había soltado el otro día.
Habría sido mejor pagar la hipoteca a plazos en lugar de comprar jarras de cristal y cucharas de plata. Y su hijo decía que no necesitaba jabón de rosas, podía lavarse sin él. Como entretanto volvía a haber mucho que hacer en el vivero, Maxl había renunciado a su trabajo en la ciudad. Tenía que ocuparse de los tiernos plantones en las almajaras y los invernaderos, ya vendían pensamientos en el mercado, hierbas frescas, rabanitos y canónigos; si el tiempo se mantenía, pronto estarían maduros los primeros cogollos de lechuga. En realidad, su situación económica no era tan mala de momento, habría podido pagar sin problema una señal al agente judicial si no hubiese gastado hasta el último céntimo que había ganado en el mercado el día anterior. Pero pagó las deudas al lechero porque si no ya lo le habría vendido nada, le dio algo al carnicero y enseguida se endeudó más porque se llevó un trozo de carne de vacuno y medio salchichón. Lo hizo para volver a poner sobre la mesa una comida decente para sus tres muchachos. ¿Acaso iba Maxl a insultarla por ello?
Se parecía poco a su padre, ni siquiera por fuera. Dio un buen estirón durante el invierno, le sacaba una cabeza a su madre y ya no era un palillo, sino que se había vuelto robusto. No era de extrañar que creyese que era el hombre de la casa y que podía mandar a su madre y a sus hermanos. Pero daba en hueso. Ella aún llevaba la voz cantante y seguiría siendo así durante mucho tiempo.
Fue a la cocina para mirar el puchero en el que guisaba el trozo de carne. La carne estaba un poco correosa, pero se podía masticar, y al día siguiente habría caldo con cebada perlada y cebollino fresco. ¿Por qué Maxl se ponía así? Al fin y al cabo, entraba dinero en casa. No era mucho, pero si ahorraba, podría liquidar una parte de las deudas y no tendrían que vender sus cosas. Era importante hacer desaparecer el vergonzoso sello de embargo, quizá saldría con un poco de agua caliente.
Cuando cogió un trapo húmedo para ir al salón, oyó que se abría la puerta. Maxl estaba en el pasillo y se ponía las zapatillas.
—Llegas pronto —dijo con poco entusiasmo, y dejó el trapo en el fregadero.
Su hijo se lavó largo y tendido las manos sucias y se sentó a la mesa de la cocina.
—Ponme ya la comida porque luego iré al campo para plantar las patatas. No quiero interrumpir el trabajo.
A ella no le gustó que hablase con tanto despotismo, prefería hablar como había oído a la gente bien en la villa de las telas.
—Grigori viene después —objetó ella—. Y Christian también quería ayudar. Tenéis toda la tarde para recoger las patatas.
Maxl se obstinó y exigió de inmediato su comida.
—Además, no he visto a Christian desde ayer por la mañana —afirmó tendiéndole el plato hondo—. Y Grigori no vendrá más.
A Auguste casi se le cae el cazo.
—¿A qué te refieres con que no vendrá más?
—Le he dicho que ya no hacía falta que viniese —respondió Maxl, impasible—. Porque no me gusta que te ponga ojitos.
¡Era el colmo! Auguste dejó el cazo en la olla y, furiosa, puso los brazos en jarras.
—Si Grigori quiere ponerme ojitos no es asunto tuyo, ¡aunque lo hiciera cien veces! —exclamó irritada—. Pero ¿quién te crees que eres? Un mocoso. ¡Recién salido del cascarón y ya quieres darle órdenes a tu madre! Ve enseguida a su casa y discúlpate.
Su hijo escuchó el arrebato con toda tranquilidad. En eso se parecía mucho a su padre. Pero en lugar de guardar silencio y bajar las orejas, como siempre hacía Gustav, empezó a hablar.
—Mira, mamá —dijo moviéndose un poco en la silla—. Si quieres buscar a otro que encaje con nosotros y sea decente, hasta me alegraría. Pero Grigori es un sinvergüenza. Anteayer os vi bajo la ventana de la cocina…
—¿Bajo la ventana de la cocina? —preguntó asustada.
—Exacto. Estabais bajo la ventana de la cocina, tú y Grigori.
Era cierto. Habló con él allí un rato. Y no solo eso. Auguste notó que se ponía roja porque se avergonzaba ante su hijo. Maxl se dio cuenta y miró por la ventana porque a él también le resultaba violento. Al fin y al cabo, era su madre.
—No pasó nada —afirmó ella.
—No estoy ciego, mamá. Tenía la mano debajo de tu abrigo.
—¡No es cierto!
Así fue. La mano de Grigori incluso llegó un poco más lejos, es decir, bajo la blusa y la camisa hasta la piel, donde sus dedos causaron toda clase de estragos, por los que Auguste tuvo palpitaciones. Además, con su aterciopelada voz rusa le hizo tales confesiones que la embriagó por completo.
—Y aunque lo sea —se defendió enfadada—. Grigori es decente y trabajador, quiere labrarse un futuro en Alemania.
—Desde luego. —Maxl se rio—. Y para eso necesita a una tonta que se case con él. También iba detrás de Hanna, pero por lo visto no ha conseguido su objetivo. Por eso el muy canalla se ha insinuado a Riecke.
Auguste se negó a creer algo así de Grigori. Por supuesto, sabía que estuvo enamorado de Hanna, pero era agua pasada.
—¿Cómo que Riecke?
Maxl hizo una mueca, parecía muy enfadado.
—La hija mayor de Lisbeth Gebauer, de la fábrica de telas. Riecke trabaja como criada en casa del abogado Grünling. Le contó toda clase de mentiras, luego se propasó. Entonces le dije que yo no estaba conforme con eso y creo que lo entendió.
«Riecke Gebauer», pensó Auguste. Una rubia delgada con pecas. ¿No se la había encontrado en la lechería recientemente? Compró para su señor y, entonces se acordó, le dio recuerdos para Maxl. Eso era nuevo. Maxl tenía novia. ¡Si la cosa seguía, su hijo la convertiría en abuela! Algo así podía suceder rápido, la propia Auguste lo sabía mejor que nadie.
—Ese bribón de pelo plateado incluso ha querido ligarse a la señora Grünling —continuó Maxl—. Pero ella es demasiado lista para dejarse engañar por ese.
¿Grigori había cortejado a Serafina Grünling? Cuando Auguste fue doncella en la villa de las telas, ella ya era una bruja y desde entonces eso no había cambiado. Al contrario.
—Seguro que te lo has inventado, Maxl —dijo insegura—. No me creo que Grigori sea así.
—¿Alguna vez te he mentido, mamá?
Tuvo que admitir que precisamente Maxl siempre había sido sincero. Hansl mentía de vez en cuando; Maxl, nunca. Como mucho, guardaba silencio. Lo había heredado de su difunto padre. Gustav no era un charlatán.
—Está bien, come —cedió ella, le sirvió y le puso el plato delante de las narices.
Mientras su hijo se comía el puchero, ella miraba por la ventana, no quería creer que Grigori no fuese a volver nunca. Si él le debía tanto como decía, si incluso estaba tan enamorado de ella y tenía intenciones serias, ¿cómo iba a consentir que le impidiesen visitarla? Buscó con la mirada, pero en los invernaderos no vio a nadie. Y ya hacía tiempo que tendría que estar allí…
—¿Buscas a Grigori, mamá? —preguntó Maxl apartando el plato vacío.
—No, a Christian —respondió enfadada.
—Tampoco vendrá —oyó ella—. Si ayer lo entendí bien, se va a Pomerania. Por Liesl.
¡Un susto tras otro!
—¿Por Liesl? Pero ¿se ha vuelto loco de remate?
¿Qué impresión causaría entre los parientes nobles que el jardinero Christian apareciera cansado y andrajoso en la finca y asegurase estar enamorado de Liesl? Podía frustrar todas sus esperanzas de un matrimonio noble.
—Escucha, Maxl —dijo mientras se echaba encima el abrigo—. Tengo que ir rápido a la villa de las telas. Cuando tus hermanos vuelvan de la escuela, diles que la comida está en el fuego.
A toda prisa se puso los zapatos y corrió por el atajo que daba al parque de la villa de las telas. Ojalá no se hubiese ido aún. Gracias a Dios, Christian no era de los rápidos, se lo pensaba todo dos veces antes de hacer algo. Quizá tuviera suerte y todavía pudiese disuadirlo de cometer ese disparate.
Jadeante y sin aliento por la carrera, llamó a la puerta que daba a la cocina de la villa de las telas. ¿Por qué tardaban tanto en abrir? Impaciente, golpeó la puerta hasta que por fin oyó pasos.
—Sí, es Auguste —respondió Gertie y le sonrió—. Hoy llegas tarde. ¿Dónde está tu cesta de verduras? La cocinera necesita cebollino y canónigos.
—Luego os lo trae Fritz —respondió Auguste, que había olvidado la cesta por los nervios.
—Pues entra. Hay una gran noticia.
Ese día ya había tenido bastantes novedades, pero entró, colgó el abrigo y fue a la cocina. Fanny Brunnenmayer estaba sentada en una silla y Hanna le untaba las hinchadas piernas con una pomada; Else dormía su siesta sentada. A Christian no lo vio.
—Estás sin aliento —constató la cocinera, sorprendida—. Siéntate, hoy te daré incluso un café en grano de verdad. Gertie nos lo ha regalado.
Auguste apenas se lo creía cuando Gertie le llenó la taza de un aromático café bien cargado.
—Jesús, Gertie, ¿te ha tocado la lotería?
La doncella de la señora se rio para sus adentros y llenó dos tazas más, una para Else y otra para Hanna. Fanny Brunnenmayer rehusó, el café cargado no le sentaba bien al corazón.
—Tengo un puesto de secretaria particular en Múnich —aclaró Gertie, radiante de felicidad—. Hoy es mi último día en la villa.
¡Gertie! Por fin lo había conseguido. Auguste tenía un poco de envidia porque pensaba que en su día habría podido aprender un oficio como ella. Se le complicó por el embarazo.
—Entonces te deseo mucha suerte —aseguró alzando la taza en dirección a Gertie—. Y muchas gracias por el rico café.
—¿Has recibido correo de Liesl? —preguntó Fanny Brunnenmayer, e hizo una mueca porque Hanna le volvió a poner las medias de algodón en las doloridas piernas.
—¿De Liesl? Desde luego. Le va bien —mintió Auguste—. Pero tengo que hablar con Christian. ¿Está fuera?
—Christian… —dijo Fanny Brunnenmayer sonriendo—. Esta mañana se ha ido a Pomerania. Le he comprado el billete de tren porque no tenía dinero. Quiere ir a buscar a Liesl. Y me parece bien.
Auguste soltó la taza de café porque se atragantó. Era una conspiración. La cocinera le puso el billete a Christian delante de las narices. Entonces no era de extrañar que hubiese tomado una decisión.
—Pero ¿qué te has creído? —la reprendió—. Liesl no es para Christian, ya tiene otros pretendientes. Porque su padre la está introduciendo en la alta sociedad.
Fanny Brunnenmayer no se alteró. Se volvió y le hizo un gesto de agradecimiento a Hanna.
—No te equivoques, Auguste. Resulta que Liesl ha llamado a la villa. Eso fue anteayer. Y como la señora Elisabeth no estaba y nadie descolgó el auricular, pues se puso Humbert.
¡Su hija había llamado por teléfono! Era la mejor demostración de que ya pertenecía a la nobleza. Al fin y al cabo, en la villa de las telas una empleada no llamaba con tanta facilidad.
—¡Quién lo hubiese dicho! —comentó con orgullo—. Así que mi hija telefoneó. Seguro que quería dar recuerdos de parte de su padre…
Las miradas que la cocinera intercambió con Gertie y Hanna no fueron muy respetuosas, más bien divertidas.
—No —dijo la cocinera—. Mandó decir a Christian que no lo había olvidado, sino que pensaba en él a diario. Y parece que hubo un accidente en la caballeriza en el que la señora Elvira von Maydorn estuvo a punto de perecer.
Esa era la baronesa madre, la cuñada de Alicia Melzer. Bueno, qué más daba. Si se partía el cuello, el padre de Liesl sería el propietario de la finca. Lo único que no le gustaba en absoluto a Auguste era lo de Christian. ¿Cómo podía Liesl ser tan tonta y arruinarse así la vida?
—¿Y qué contó de su padre?
—Nada —respondió Fanny Brunnenmayer con parquedad.
Abatida, Auguste guardó silencio y tomó un buen trago de café. Le dieron palpitaciones, y no era de extrañar: ya no estaba acostumbrada al café cargado. Por lo visto, Christian ya estaba en camino, había llegado demasiado tarde. Además, Liesl parecía haber sido lo bastante insensata como para hacerle declaraciones de amor al muchacho. Y luego ese desastre: a él le entró miedo por Liesl y se fue de pronto a Pomerania.
—Entonces podemos celebrar la boda en mayo —intervino Else, que salió del duermevela justo a tiempo para oír las noticias—. Liesl y Christian son unos novios guapos y jóvenes. Te felicito por tener un yerno tan amable.
Auguste miró fijamente a Else como si tuviese delante un fantasma. ¿Se burlaba de ella o lo decía porque chocheaba cada vez más? De todos modos, nunca fue muy lista.
Estaba harta de malas noticias. Le habían caído una tras otra; le estropeaban todos los sueños, todas las esperanzas de salir algún día de la miseria y poder llevar una vida digna y agradable. «Ya veréis —pensó—. También tengo algo que anunciar que por lo menos no le gustará a una de vosotras.»
—Debo volver a casa, los muchachos regresan del colegio —dijo mientras se levantaba—. ¿Hanna? ¿Puedes venir conmigo hasta la puerta lateral? Antes, con las prisas, perdí la llave. Tienes mejor vista que yo.
—Madre mía, Auguste —se sorprendió Hanna, compasiva—. Por supuesto que te acompaño, encuentro casi todo lo que se ha perdido.
Hanna se echó encima el abrigo y le pidió a la cocinera que se quedase tranquilamente sentada porque volvería rápido para fregar. Auguste tuvo enseguida cargo de conciencia. Habría preferido darle una mala noticia a la cocinera o a Else antes que a Hanna, que era una muchacha tan amable y bondadosa. Por otro lado, le hacía un favor a Hanna, sería honrado abrirle los ojos.
—¿Cuándo fue la última vez que viste la llave? —quiso saber Hanna cuando se acercaron a la puerta lateral.
—Escucha —dijo Auguste y se detuvo—. No he perdido la llave, quería estar un momento a solas contigo porque tengo algo que decirte.
Hanna la miró como caída de la luna. Nunca se le habría ocurrido que Auguste la hubiese engañado con tanta facilidad.
—¿No has perdido la llave?
—No. Tengo que contarte algo de Grigori. Porque es un estafador descarado y ronda a todas las mujeres que puede.
Le habló de Riecke Gebauer, a la que Grigori había querido seducir, de la señora Grünling y, además, confesó que el apuesto ruso también le había echado el ojo a ella.
—Que está enamorado de mí y que soy la estrella de sus sueños, esas cosas me ha dicho. Desde luego me he reído de él, como comprenderás. Pero como sé que te corteja, quería contártelo. Para que sepas la verdad, Hanna, y no te hagas falsas ilusiones.
Hanna la escuchó en silencio y con los ojos abiertos y afligidos. Cuando Auguste guardó silencio y la interrogó con la mirada, ella bajó la vista al suelo, movió de un lado a otro los guijarros del camino con el pie y después suspiró.
—Es muy honrado por tu parte, Auguste, que me adviertas —dijo en voz baja—. Humbert me ha contado las mismas cosas de Grigori, pero no quise creerlo. Ahora sé que decía la verdad.
Durante un momento estuvo en silencio y Auguste sintió verdadera compasión. Entendía bien a la pobre Hanna: era triste y humillante que engañasen así a una.
Hanna se abrochó uno de los botones del abrigo.
—De todos modos es agua pasada, Auguste. No necesité mucho tiempo para darme cuenta de lo que quiero. En realidad, siempre he sabido que Humbert es mi mejor amigo y que no quiero perderlo nunca. Sin embargo, me dolió muchísimo decírselo a Grigori. Porque fue mi primer gran amor.
Entonces se puso a llorar y a Auguste también le cayeron las lágrimas. Menudo maleante. Sin embargo, tuvieron que llorar por él, aunque no se lo merecía. Quizá no tanto por él, Grigori, el ruso de voz aterciopelada y bonitos ojos negros. Lloraban por lo que les permitió soñar. Por el maravilloso, extático y gran amor que había revivido en su fantasía y que ahora reventaba como un globo pinchado.
—Ha vuelto a trabajar en la fábrica —comenzó a decir Hanna y se sorbió los mocos—. Porque ahora funcionan las máquinas en la hilandería. Ay, le deseo lo mejor. Que encuentre una buena mujer y sea feliz.
Auguste abrazó a Hanna, aún lloraron juntas un rato, luego sus caminos se separaron. Hanna volvió a la villa de las telas para fregar y Auguste se fue a toda prisa porque quería quitar el maldito sello de embargo.
«Que encuentre una buena mujer —pensó burlonamente—. Le deseo que sea una bruja. Una bruja que le pague con la misma moneda. Así el muy canalla recibirá lo que se merece.»