—El matrimonio es la fiel unión entre un hombre y una mujer, que se dispensan entrega mutua. Un matrimonio se contrae ante Dios y cuenta con la bendición del Creador.
El juez se sentó en un lugar elevado y se dirigió, mientras daba ese discurso, sobre todo a Tilly. Ernst von Klippstein, que estaba sentado a su lado, asentía una y otra vez con cara seria a las declaraciones del magistrado. Tilly se sentía muy mal en la sala oscura y entarimada, que olía a expedientes y cera. Toda la culpa recaía sobre ella, ya que fue quien había destruido esa santa unión.
El juez se puso un momento las gafas, hojeó el expediente que tenía delante y carraspeó.
—Han venido hoy para intentar por última vez sacar adelante este matrimonio que contrajeron hace seis años. Por ello le pido, Tilly von Klippstein, que piense seriamente si no existen entre usted y su marido afinidades que los unan. A lo largo de un matrimonio en ocasiones hay malentendidos que se pueden zanjar mediante una conversación aclaratoria con amabilidad y sentido común.
La mano de Tilly buscó a tientas el pequeño colgante que ese día se había puesto por algún motivo. «Qué lástima —pensó tocando el corazón rojo con el índice—. La paciente que me lo regaló vivió en feliz matrimonio antes de que la guerra le arrebatase a su marido. Yo, en cambio…»
—Ya hemos hablado, señoría —dijo—. Y estamos de acuerdo en que queremos divorciarnos.
El juez atravesó de nuevo con la mirada a la mujer que estaba sentada ante él para que recapacitara, pero como Tilly no mostraba ninguna reacción se dirigió a su marido.
—Entonces le pido, Ernst von Klippstein, que piense si puede perdonar a su esposa gracias a la caridad cristiana para, en lo sucesivo, seguir en santa unión con ella.
No parecía ni mucho menos querer renunciar. Los pensamientos de Tilly divagaron. Al día siguiente era Viernes Santo, en el consultorio habían establecido para la Pascua un servicio de urgencias y ella había elegido voluntariamente encargarse de las tardes, aunque ya había presentado la renuncia. En el correo encontró el contrato de trabajo del hospital central antes de lo esperado y lo firmó. Su vida había tomado así un nuevo y emocionante rumbo, que por las noches le daba palpitaciones. Tenía por delante un nuevo futuro. Libre, independiente a nivel económico y divorciada.
—¡Has nacido de pie, mi querida Tilly! —exclamó Kitty y la abrazó—. ¡Ay, me alegro tanto por ti!
Pero ella estaba muy lejos de sentirse realmente feliz. Todo lo contrario, tenía cargo de conciencia. El día antes, al mediodía, había ido al consultorio para mantener la conversación pendiente y a la vez presentar su dimisión. No quiso entrar en largas explicaciones, sino acabar con el asunto de buenas formas. Por supuesto, todo fue muy distinto. Apenas abrió la puerta y echó un vistazo a la sala de espera, Jonathan Kortner fue a su encuentro.
—Señora Von Klippstein —dijo, y le cogió la mano—. Le debo una explicación. Es un asunto tan tonto y penoso que no sé cómo plantearlo…
Parecía muy desvalido y la miraba con una culpabilidad tan infantil que ella se esforzó por defenderse contra la embestida de sus sentimientos. No cabía duda, era atractivo, sobre todo en esa situación, su sonrisa le llegaba al corazón, su mirada quería abrazarla con cariño, pero Tilly se resistió. No cometería ese error una segunda vez.
—Lo siento —afirmó ella retirándole la mano—. No me debe nada, doctor Kortner. La culpa de este malentendido es solo mía.
A continuación, huyó a su pequeña sala de consulta, cerró a toda prisa la puerta tras de sí y se apoyó contra la pared respirando con fuerza. ¿Estaba el doctor yendo a la sala de espera para llamar al próximo paciente? Aguzó el oído sin oír nada. De pronto llamaron tímidamente a la puerta.
—Señora Von Klippstein, solo un momento…
«¿Qué debo hacer?», se preguntó, puesto que por lo visto él aún no había dado la conversación por concluida.
Una voz ronca y masculina en la sala de espera la libró de su dilema:
—Perdón, doctor. Mi hija se ha desmayado. ¿Podría ayudarla, por favor?
—Ya voy —dijo el doctor Kortner, y se alejó.
«Dios mío, qué cobarde soy», pensó avergonzada. Respiró hondo y fue a la sala de espera, donde el doctor Kortner atendía a la joven. Lo ayudó a llevarla hasta la sala de curas y llamó al próximo paciente. Hasta aproximadamente las dos, cuando la sala de espera se quedó vacía, no se atrevió a ir a la sala de consulta para zanjar el desagradable asunto de una vez.
Como siempre, le llegó el olor a infusión de menta. Jonathan Kortner estaba sentado a su escritorio, tenía los brazos apoyados y la recibió con una mirada extrañamente resignada. Doris cambió la funda del diván y no se volvió hacia Tilly hasta que acabó su trabajo.
—Aquí está. Creo que debemos hablar claro. El asunto fue de la siguiente manera…
—Espera, Doris —la frenó su hermano—. Por favor, señora Von Klippstein, siéntese primero.
—No, gracias. —Tilly sacudió la cabeza—. Prefiero estar de pie.
Doris Kortner lanzó una mirada reprensiva a su hermano y continuó con parquedad, a su manera:
—Por supuesto, nos dimos cuenta de su confusión. Convencí a Jonathan de que resultaba muy práctico dar la impresión de que estaba casado, al fin y al cabo, eso creen casi todos los pacientes, hasta que tarde o temprano se aclarase por sí mismo. Como ha sucedido, ¿no es cierto? Ahora usted está al tanto y todo está en su debido orden.
Contenta, sonrió a Tilly y luego miró a su hermano, que tenía la cara entre las manos. Tilly no comprendió lo que pasaba en la mente de esa mujer, pero algo tuvo claro: su hermana mayor dominaba por completo a su apreciado doctor Kortner. La conclusión fue desilusionante, pero le facilitó no seguir tomándolo por un hombre deseable, sino por un pusilánime, cuyos pantalones llevaba su hermana.
—Tiene razón —dijo ella con amabilidad—. Está todo en su debido orden. El 15 de abril dejaré el consultorio, dado que me han ofrecido un puesto en el hospital central y lo he aceptado. Por supuesto, hasta esa fecha estaré disponible con mi entrega habitual.
Ya había preparado la carta de renuncia y la dejó sobre el escritorio. Él levantó la cabeza, pero no la miró, sino que clavó los ojos en el papel que tenía delante.
—Mañana por la mañana no puedo venir porque tengo una cita oficial —añadió antes de abandonar la sala—. Por la tarde puedo encargarme de las visitas a domicilio si les parece bien.
Como no obtuvo respuesta, se marchó y cerró la puerta tras de sí sin hacer ruido. Luego paseó por el centro y se permitió un trozo de tarta y una tacita de moka en un café de Maximilianstrasse. Era la primera vez que hacía algo así. Sentarse sola en un café le parecía escandaloso, su madre se habría horrorizado. Era como si esperase a que le hablasen. En cambio, Kitty se habría reído de ella y habría dicho: «¡No tiene nada de malo!». De hecho, nadie parecía extrañarse de que hubiese una mujer joven sentada sola en la confitería. Solo dos señoras mayores, que comían tarta de manzana, la contemplaron con curiosidad, pero hizo caso omiso.
Al día siguiente estaba sentada en la sala del tribunal, que se encontraba en el ayuntamiento. Una mosca zumbaba por los paneles de madera, chocó varias veces contra las paredes y se precipitó hacia el expediente que estaba delante del juez. Este hizo un movimiento instintivo para aplastar a la entrometida, pero no acertó y la mosca siguió zumbando en dirección a la ventana.
—Recapitulemos —prosiguió el juez mirando el reloj de pared, que estaba a un lado—. Hemos intentado por última vez que el matrimonio Von Klippstein se reconcilie y siga unido; por desgracia, hemos fracasado. En este sentido, el tribunal dará a conocer en breve una fecha para el divorcio. Los gastos del procedimiento se remitirán a ambos.
Por fin. Tilly se levantó del duro asiento y se dio prisa en abandonar la oscura sala del tribunal, donde el juez ya pasaba al siguiente caso. En el pasillo esperó a Ernst, que por sus dolencias de la guerra no se pudo levantar tan rápido y abandonó la sala unos minutos más tarde.
—Ya tienes lo que querías —aseguró él—. ¿Estás contenta?
Su tono no era tanto de reproche como de sarcasmo, en realidad Tilly estaba preparada para reproches más duros.
—Es mejor así, Ernst. No solo por mí, sino también por ti.
—¿Ah, sí? —preguntó con ironía—. Entonces, ¿debo darte las gracias por brindarme una vida mejor?
En silencio, Ernst caminó a su lado por los sinuosos pasillos y bajó las anchas escaleras hasta la salida. Una vez fuera, Tilly se encontró con un día de comienzos de la primavera, el sol iluminaba la extensa plaza del ayuntamiento, los puestos del mercado estaban montados en torno a la fuente de Augusto, las primeras flores brillaban entre las verduras. Quien tenía dinero compraba, ya que la Pascua era inminente. Quien tenía unos céntimos o ninguno pasaba por los puestos para al menos mirar los solicitados alimentos y quizá hacerse con algo gratis.
—Tengo el coche allí —dijo Ernst señalando con el dedo Steingasse—. Bueno, adiós. Nos veremos para el divorcio, probablemente por última vez.
Le tendió la mano. Aún tenía cierta amargura en la mirada; en cambio, la rabia y el odio habían desaparecido, empezaba a recobrar la serenidad. Aliviada y un poco triste, Tilly miró cómo caminaba entre los puestos del mercado hacia el otro lado de la plaza. Al fin y al cabo, también hubo buenos tiempos, sobre todo al principio de su matrimonio, cuando se necesitaban y se tenían cariño. De eso quería acordarse cuando pensara en Ernst von Klippstein.
De repente se quedó perpleja. Ernst se detuvo delante de un puesto de flores y se puso a hablar con una joven que llevaba un abrigo de loden verde y un sombrero regional. Tenía una maleta a su lado, que cogió para seguir a Ernst von Klippstein. ¿De qué conocía a esa chica? Pronto lo sabría. Cuando la desconocida volvió la cabeza, Tilly vio que era Gertie, la doncella de Lisa. ¿Acaso Ernst se la había quitado a la villa de las telas? En todo caso, la muchacha andaba a pasos cortos y rápidos muy cerca de él, hablaba sin parar y parecía estar muy contenta.
«Qué extraño», pensó Tilly, divertida. Si eso significaba que Ernst se la llevaba a Múnich, la exigente Lisa se enfadaría mucho.
Miró el reloj en la torre de la iglesia de San Pedro de Perlach y constató que aún tenía algo de tiempo antes de visitar a sus pacientes. Quizá debía comprar un par de manzanas de invierno o ciruelas pasas. Ay, no, mejor una macetita con pensamientos para Kitty, que pintaba maravillosas imágenes florales.
—Señora Von Klippstein, disculpe que me dirija a usted así —dijo una voz conocida detrás de ella que la sobresaltó.
¿Qué narices hacía ahí el doctor Kortner?
—¿No habrá abandonado a sus pacientes? —preguntó ella con un poco de mordacidad, y se enfadó de inmediato porque no logró mantenerse natural.
—Tengo que hablar con usted, señora Von Klippstein —afirmó avergonzado, dando vueltas al sombrero en las manos—. No puedo dejarlo así. Le pido…
Tilly sintió palpitaciones, temió que quisiese convencerla para que declinara la oferta de trabajo en la clínica y siguiera trabajando en su consultorio, a instancias de su hermana. O por lo que fuese.
—Ahora no puede ser —lo rehuyó—. Tengo que empezar dentro de poco las visitas a domicilio.
—Hasta entonces aún hay tiempo —objetó él—. ¿Puedo invitarla a una taza de café y un trozo de tarta?
No servía de nada: era demasiado encantador y ella no se atrevía a darle calabazas.
—Bueno, está bien… ¿Por qué sabía dónde encontrarme?
—No era difícil de adivinar. Su cita oficial de esta mañana tenía que estar relacionada con el divorcio. Entonces pensé que estaría cerca del ayuntamiento. Conozco un café muy agradable en Maximilianstrasse. Si le parece bien…
Renunció a preguntar si la idea había sido suya o de su hermana.
—Por qué no.
Caminaron uno junto al otro en silencio y evitaron a los transeúntes en sentido contrario; de vez en cuando Kortner la miraba de reojo, como si temiese que pudiera huir. Pero Tilly tuvo que reconocer que su compañía no le resultaba desagradable, al contrario.
Qué coincidencia: era el mismo café en el que había estado el día anterior. Ahora estaba lleno de gente, ya que también se podía pedir una sopa para almorzar. Precisamente aún estaba libre una única mesa en la parte trasera del comedor, aquella a la que se había sentado el día antes.
—¿Le parece bien esa mesa? ¿O mejor lo intentamos en otro lugar?
—Quedémonos aquí.
La ayudó a quitarse el abrigo, le colocó la silla y se sentó enfrente. Por los nervios volcó el soporte de la carta.
—Perdón.
—No pasa nada —dijo ella, sonriendo.
La camarera era rolliza y maternal. El doctor Kortner pidió dos cafés y tarta de manzana. El pastel de cereza y la nata montada se habían acabado.
—No importa —lo tranquilizó Tilly—. No hemos venido a comer tarta sino a hablar, ¿no?
—Tiene razón.
El alboroto y el griterío del ambiente parecían molestarlo, puesto que se mostró apocado, se frotaba las manos y tenía la mirada perdida.
—Primero me gustaría felicitarla por su nuevo puesto —comenzó Kortner—. Se ha ganado una posición acorde a sus capacidades. De todos modos, su trabajo en mi consultorio se pensó más como una solución transitoria. Buscaré a otro colega, aunque confieso que me resulta difícil sustituirla. Por diversos motivos…
Se cortó y desvió la mirada. Tilly esperaba en silencio la continuación.
—No es sencillo decir ciertas cosas en este entorno, señora Von Klippstein —admitió—. Posiblemente suene inverosímil y se ría de mí. Sin embargo, quiero intentarlo.
Tilly tuvo que esperar porque justo en ese instante llegó la camarera, sirvió y enseguida presentó la cuenta.
De alguna forma, Kortner le dio pena. El ímpetu y el entusiasmo, el carácter radiante: todo lo que al principio le fascinó de él se había esfumado. Parecía deprimido y desamparado, pero aún le gustaba. Tenía debilidad por los hombres desvalidos; al fin y al cabo, conoció así a Ernst, cuando en su día estaba necesitado en el hospital militar de la villa de las telas. Un motivo, en todo caso, para ser muy prudente. Dio un sorbo al flojo café y probó la tarta, en la que escaseaban tanto el azúcar como la manzana.
Tras unos minutos, Kortner lo volvió a intentar:
—Ya he dicho que será difícil encontrar a alguien que la reemplace, señora Von Klippstein. No solo porque es una médico excelente y muy comprometida, sino también porque me ha gustado mucho trabajar con usted. Desde el principio despertó en mí una profunda simpatía, una suerte de consonancia espiritual. Las conversaciones sobre nuestros pacientes me demostraban una y otra vez que nos parecemos en el trabajo. Suena muy patético, ¿no es cierto?
En efecto, Tilly sonrió por la expresión «consonancia espiritual», pero se avergonzó por ello.
—No, no —dijo Tilly—. Tiene toda la razón, pienso lo mismo. Las conversaciones con usted siempre me resultaron muy útiles.
Él asintió y hurgó en su trozo de tarta.
—Le quería aclarar algo y ahora no sé por dónde empezar. Se trata de Doris, mi hermana. Le debo mucho.
«Madre mía —pensó Tilly—. Ahora viene la conmovedora historia de la hermana mayor, que siempre ha desempeñado el papel de madre para él. ¿De verdad quieres oírlo?»
Fue distinto a lo que supuso. La Gran Guerra estalló cuando Jonathan era un estudiante de Medicina y vio mucha desgracia durante esos cuatro años que sirvió como sanitario. Cuando por fin terminó la guerra, retomó sus estudios, pero se enamoró perdidamente. El matrimonio fue desgraciado, una catástrofe, se divorciaron y él se quedó sin recursos y con el ánimo muy tocado. Al mismo tiempo murieron sus padres, a los que la inflación se lo había quitado todo.
—No sé lo que habría sido de mí sin Doris —admitió en voz baja—. Estuve a punto de abandonar. Pero ella intercedió por mí, trabajó para financiar mis estudios, me tomó la lección, me dio ánimos cuando yo creía que no aprobaría el examen. —Hizo una pausa antes de llegar a lo más importante—. Mi hermana quería evitar sobre todo que yo acabase en un matrimonio desgraciado por segunda vez. Ella opinaba que me guiaba demasiado por los sentimientos, en vez de utilizar la razón. Ese fue el motivo, ¿comprende? Ella tenía miedo de que yo pudiese actuar de manera irreflexiva y por eso este malentendido vino muy a propósito. Al haber cierto distanciamiento, ella tuvo la oportunidad de hacerse una idea de las personas que estaban a mi alrededor. Bueno, de usted.
—Entiendo —aseguró Tilly, pensativa y conmovida por el relato de su vida. Tenía una pregunta en la punta de la lengua y al final la hizo—: ¿Por qué su hermana me observó y me puso a prueba a mí? ¿Qué motivo tenía?
La miró con sus grandes y tristes ojos.
—¿No lo he dicho? Me enamoré locamente de usted, señora Von Klippstein. Nada más verla. En nuestro primer encuentro en la villa de las telas. Pareció que me atravesaba un rayo…
Tilly se quedó sin respiración. ¿Era un truco? No, seguro que no, y menos aún una mentira insidiosa como ella siempre temía. No, tal y como la miraba, como buscaba las palabras adecuadas, no podía estar fingiendo. Lo decía de verdad. Tilly sintió cómo surgía una tímida sensación de felicidad en su interior. Un hombre se había enamorado de ella. ¿Cuándo le pasó por última vez? Santo cielo, hacía tanto tiempo de eso que no consiguió hablar.
—No puedo esperar que corresponda a mis sentimientos —dijo él en voz baja—. Además, no era el motivo de esta confesión. Solo quería aclarar por qué mi hermana se comportó de ese modo. Por desgracia, le seguí el juego un rato; fue torpe por mi parte. Pero en aquel momento creía que no debía hacerme ilusiones, sino que debía tratarla como una compañera ejemplar y capaz.
Esa confesión hizo polvo a Tilly y la dejó perpleja. ¿Tenía que corresponderle y hacer lo mismo? ¿Ahí, en ese ruidoso café? No, eso sería inapropiado. Desde luego, estaba enamorada. Incluso ahora que sabía más de él o precisamente por ello. Al mismo tiempo, se había vuelto prudente. Él era un simpático cascarrabias, un maravilloso médico y un hombre encantador. Podía creer que de pronto se hubiese enamorado de ella, pero ¿qué sucedería si tras unos años le ocurría lo mismo con otra mujer? Y luego estaba esa dependencia de su hermana, que no le gustaba en absoluto. Por otra parte, no deseaba que él creyese que no le importaba. Entonces quizá lo perdiese y no quería eso de ningún modo. No, no lo soportaría.
—Ha sido muy sincero conmigo, doctor Kortner —dijo titubeante y midiendo cada palabra—. Por eso quiero contarle también la verdad. Desde el principio sentí simpatía por usted…
Resignado, sonrió. «Simpatía» era demasiado poco para él, le leyó la desilusión en la cara.
—Mucha simpatía. Quiero decir, más que simpatía… Por favor, no me malinterprete. Estoy en una situación complicada, dentro de poco me divorciaré tras seis años de matrimonio y por ese motivo soy muy prudente.
Jonathan Kortner revivió por completo. La miró radiante, quiso cogerle la mano y no se atrevió delante de tantas personas.
—Lo entiendo perfectamente, en ese caso no me he equivocado con mis sentimientos… ¿Sabe lo feliz que me hace?
Tilly lo sabía porque en ese momento ella sentía la misma felicidad. Ahora había que encontrar un camino armonioso.
—Aunque nuestros caminos profesionales se separen, creo que deberíamos mantener el contacto. En algún momento habrá una oportunidad para… un encuentro amistoso. ¿Le parece que podríamos quedar así?
Él esperaba más, le vio la desilusión en la mirada.
—Dependo completamente de usted, querida Tilly —dijo con voz suave—, soy su obediente servidor.
Cuando la ayudó a ponerse el abrigo, él le cogió la mano y la agarró. Tilly no osó resistirse, aguardó con el corazón en un puño lo que iba a hacer. Se llevó su mano poco a poco a los labios y la besó. Fue como una descarga eléctrica, un raudal ardiente que la recorrió con ese inocente roce y la estremeció hasta la médula. Tilly comprendió que estaba perdida. No había medias tintas en el amor. Todo o nada. Para bien o para mal. Vida o muerte.
¡Kitty! ¡Dios mío, tenía que hablar sin falta con ella!