La pena que sentía en el corazón permanecería para siempre. No había nadie a quien pudiese hablarle de ese dolor, solo le pertenecía a ella. Para el resto de su vida. Liesl estaba sentada en el coche, que se bamboleaba, y entre lágrimas tenía los ojos clavados en el naciente paisaje primaveral: en los extensos y verdosos prados en los que florecían islas de dientes de león amarillos, en las abruptas siluetas de los oscuros bosques en el horizonte, en el tentador centelleo del curso de un arroyo fluyendo a la luz del sol.
—¿No te alegras de volver a casa? —preguntó Leschik volviéndose hacia ella—. Al fin y al cabo, allí tienes a tu madre y a tus hermanos.
—Sí, sí —respondió Liesl deprisa—. Sí que me alegro.
No sonó muy convincente y el mozo de cuadra se volvió perplejo hacia delante para arrear a la yegua entrada en años. Él había decidido quedarse en la finca Maydorn, pero separarse de su respetada señora le causaba un profundo pesar. Junto a Liesl se amontonaban cajas, maletas y fardos, así como su bolso de viaje, que esta vez estaba bien lleno de ropa y vestidos, medias de seda y zapatos. En un estuche de cuero llevaba envuelto en algodón blanco el bonito anillo que la señora Von Maydorn le había regalado. El abrigo de piel de Fanny Brunnenmayer, que le había hecho un servicio de vital importancia en los primeros y difíciles meses, estaba enrollado en una maleta. Ahora no necesitaba la caliente prenda. Los vientos primaverales acariciaban la tierra, las liebres correteaban por los prados, las garzas gris pálido estaban inmóviles como palos en las aguas y por el despejado cielo las aves rapaces trazaban sus círculos.
Elvira von Maydorn cabalgaba delante del coche, había mandado a pastar unos días al semental con las yeguas para que se desfogara y se tranquilizase, de modo que ella pudiera montarlo hasta Kolberg. Es cierto que la espalda le dolía, pero había mejorado considerablemente. Al fin y al cabo, quien llevaba casi cincuenta años subida a una silla de montar no flaqueaba en los últimos metros.
—La campesina ha querido quitarme del medio —dijo enojada—. Pero el Señor lo ha dispuesto de otra manera y me ha vuelto a componer la espalda. ¡El cielo es justo!
Dos jóvenes yeguas con sus potros de un año acompañaban al coche. La propietaria de la finca había escogido a esos animales con cuidado y su mayor pena era que de momento tuviese que abandonar al resto en Maydorn. Mientras la mujer de Von Hagemann anduviese por la finca o en las proximidades, temía que volviese a haber un atentado que causara grandes daños a sus caballos o incluso costarles la vida.
—Ella seguro que lo intenta, pero probablemente él se lo impida —supuso la anciana—. Por fin se enfadará con ella, quizá sea una lección para Von Hagemann.
Elvira von Maydorn habló con su abogado y le encargó que se ocupase de su herencia. Mientras Liesl telefoneaba a Augsburgo en la oficina de correos de Kolberg para comunicarle a Christian que no lo había olvidado, Elvira mantuvo una larga conversación con el jurista, quien la informó sobre sus derechos.
—Mi herencia será para Klaus von Hagemann —le explicó a Liesl en el camino de vuelta—. Es un hecho: así lo estipulé, estúpida de mí, en el divorcio de Lisa. Pero qué y cuánto dejo es asunto mío. La finca es propiedad de los Von Maydorn desde hace más de doscientos años, aunque mi querido Rudolf fue el último heredero varón. Alicia no quiso la propiedad y Lisa, la siguiente heredera, se la cedió a Von Hagemann en su divorcio. ¿Alguien me preguntó si me parecía bien? Nadie. Lisa me quitó la finca a toda prisa y se la dio a su exmarido. Y él se juntó con una sinvergüenza que incluso quiere matarme. Pero ya verán. ¡Haré que esa gentuza llore y rechine los dientes!
Aunque Liesl conocía los ataques de ira de su madre, no era nada en comparación con la desenfrenada rabia que le sobrevino a la propietaria de la finca desde el atentado a la caballeriza, puesto que fue intencionado; también lo demostraba el hecho de que alguien corrió el cerrojo del compartimento del semental Gengis Kan. La noche anterior, todos los compartimentos estaban controlados y en orden. Leschik, que quería a los Trakehner como a sus propios hijos, lo había comprobado. Nunca se descubriría quién entró a hurtadillas en la caballeriza antes del amanecer; probablemente la misma persona que acto seguido tiró los gruesos guijarros a las ventanas de la cuadra.
—Imagínate, muchacha, si durante el tumulto se hubiese caído del gancho una de las lámparas de petróleo —añadió Elvira von Maydorn—. Entonces la cuadra con todo lo que hay dentro habría ardido y nos habríamos quemado junto con los caballos. Incluso habría podido propagarse el fuego por los demás establos y la casa del servicio. ¡Tuvimos mucha suerte en la desgracia!
Cuando aquella tarde regresaron de Kolberg, Elvira von Maydorn había tomado la determinación de vender la propiedad. Klaus von Hagemann seguía teniendo derecho al dinero que ella recibiese, pero la anciana había encontrado una solución.
—Lo gastaré, muchacha. En Augsburgo, en casa de mi cuñada Alicia, que es la única de mi generación que me queda. Para mis caballos alquilaré un buen pastizal y una cuadra. También me daré algún capricho. Despilfarraré y derrocharé el dinero hasta que no quede nada. Ni un céntimo heredará de mí.
Enseguida encontró a un agente inmobiliario que apareció en la finca al día siguiente con un descapotable para examinarlo todo con detenimiento y tomar notas. Por supuesto, el solícito hombre con abrigo oscuro y sombrero llamó la atención de Klaus von Hagemann, que le pidió cuentas al desconocido y de esa forma tuvo noticia de los planes de la propietaria de la finca. Debió de atravesarlo de parte a parte, ya que Liesl vio desde la ventana, escondida tras la cortina, cómo su padre se detuvo y le clavó los ojos al agente inmobiliario como si de una aparición se tratara mientras él seguía hablando. Vociferó algo que Liesl no comprendió, levantó el látigo y se abalanzó sobre el agente, ante lo que el estupefacto hombre se retiró a toda prisa. Se subió al coche maldiciendo, ahuyentó del asiento a dos gallinas que se habían instalado allí y se fue traqueteando.
—¡No te servirá de nada, Klaus von Hagemann! —exclamó por encima del patio Elvira von Maydorn, que estaba en otra ventana—. Puede espantar a uno, en su lugar vendrán otros tres —gritó colérica—. ¡Ya veremos quién lleva aquí la voz cantante!
Poco después oyeron las pesadas botas su padre subiendo la escalera. Llamó brevemente, luego entró en el cuarto; tenía la chaqueta grasienta y en las botas llevaba pegado el estiércol de cerdo que se les había caído a las mozas de cuadra al carretearlo.
—¿Qué es esto? —ladró él—. ¿Qué se le ha perdido a ese hazmerreír de agente inmobiliario en Maydorn?
Angustiada, Liesl se escondió detrás del sillón, pero la propietaria de la finca se levantó de su sitio y le salió al paso sin miedo.
—No sabía que lo hubiese llamado a mi cuarto —afirmó con voz autoritaria.
El administrador resopló enfadado, las cicatrices de su rostro se marcaron en líneas gruesas y rojas, y lo desfiguraron más de lo normal.
—Por favor, dejemos las formalidades —dijo él, esforzándose por parecer más tranquilo—. Se me adjudicó esta finca como herencia, está firmado y certificado ante notario. ¡No la puede vender!
La anciana tuvo que levantar un poco la cabeza para mirar a su interlocutor a la cara y le sonrió con malicia.
—Una herencia no es una herencia hasta que el testador muere. Y como, pese a todo, sigo con vida, no hay herencia para usted. La finca me pertenece y haré con ella lo que quiera.
Irritado, la miró fijamente, la barbilla le empezó a temblar.
—El tribunal no lo aprobará, señora Von Maydorn. Hay un contrato notarial.
—Ayer hablé con el abogado, es legítimo. Aunque no le guste: la finca cambiará de propietario y, con suerte, usted conservará el puesto de administrador. Yo no lo recomendaré.
—¡Es una locura! —espetó furibundo—. ¿Por qué se imagina que alguien iba a atentar contra su vida? Ridículo. Fue un lamentable accidente. ¡Un loco tiró piedras y usted nos carga el muerto a mí y a mi familia!
—No quiero saber nada más —dijo la anciana con firmeza—. ¡Salga de mi cuarto, señor Von Hagemann!
Él quiso seguir poniendo reparos, pero al dar con los ojos desorbitados y asustados de su hija guardó silencio.
—Piénselo con calma, señora Von Maydorn —replicó con voz trémula—. Tira piedras contra su propio tejado.
Se volvió y salió, solo quedó un poco de estiércol en el suelo.
—Ahora la campesina se llevará su parte —se alegró Elvira von Maydorn, y se sentó con el periódico en su butaca.
En efecto, por la noche se desencadenó en la planta baja una fuerte disputa. Esta vez dominó la voz masculina, la femenina chilló de vez en cuando, y más tarde la oyeron lamentarse. Liesl se tapó los oídos, no quería ni imaginarse lo que sucedía allí abajo. En cambio, su bienhechora sonreía y parecía disfrutar con ese concierto de voces.
Al día siguiente volvió a aparecer el agente inmobiliario en el patio, esta vez había llevado consigo a dos hombres robustos que lo acompañaron durante su visita. Negoció con la dueña de la finca, miró el plano de la propiedad y los edificios, y se fue traqueteando con su coche. Prometió que pondría anuncios en todos los periódicos importantes de Berlín, Múnich y Hamburgo. Ya era oficial.
Pasaron los días, la mansión estaba muy silenciosa, salvo por los tres niños que volvían a hacer ruido. No obstante, siempre los tranquilizaban rápido. Klaus von Hagemann estaba ocupado en los campos y los establos, rastrillaba y sembraba, los terneros y los lechones nacían, en la caballeriza parieron dos yeguas. El administrador se mostraba especialmente severo, utilizaba el látigo sin previo aviso; los mozos y las criadas bajaban la cabeza y cuchicheaban a escondidas entre ellos. Corría la voz de que iban a vender la propiedad y quizá nombrasen a otro administrador. Últimamente, cuando Liesl bajaba a la cocina, las criadas eran amables, hablaban con ella y le preguntaban si era cierto que el administrador y su mujer tenían que irse. Liesl se encogía de hombros y decía que no sabía nada. Pero cuando salía, oía a las mujeres susurrar entre ellas que sería una bendición si la esposa del administrador desaparecía de allí.
Reinaba una tensión desagradable. Por las noches Liesl oía pasos en el pasillo y el crujido de los escalones. Era como si alguien subiese descalzo. También la señora Von Maydorn estaba preocupada, cerraba con llave la puerta del cuarto y bloqueaba el picaporte con el respaldo de una silla.
—Por precaución —le aseguró a Liesl—. No debes tener miedo, muchacha. Tengo el sable de mi difunto hermano junto a la cama. Lo llevaba por ser oficial. La hoja está perfecta y afilada.
Liesl, que seguía durmiendo en el sofá del salón, no se sintió de ningún modo tranquila con esa garantía. Se echó encima el abrigo de piel de Fanny Brunnenmayer y confió en que si entraba alguien no la viese.
Sin embargo, la muerte encontró la manera de entrar en la mansión incluso con las puertas cerradas; en forma de sombra negra subió en silencio la escalera e hizo su trabajo. Cuando por la mañana Liesl fue a llevar a su abuela Riccarda von Hagemann un vaso de leche caliente con miel, encontró a la anciana muerta en su cama.
—Ha dejado de sufrir —dijo Elvira von Maydorn cuando llegó al cuarto de la difunta para despedirse—. Riccarda no era mala. Me llevé bien con ella mientras aún estaba lúcida. Dios la tenga en su gloria y le conceda la vida eterna.
Liesl no sabía si su padre lloró la muerte de su madre. Por la tarde, dos mozos de labranza bajaron a la difunta envuelta en una sábana y la pusieron en el ataúd de madera que había llevado un carruaje. El entierro sería después de la Pascua, pero Liesl no podría asistir: para esa fecha, así lo había decidido Elvira von Maydorn, ya habrían abandonado la finca.
El mismo día por la tarde vieron subir al coche a la mujer del administrador, que durante años se había considerado la hacendada, con sus hijos y dos criadas. Cargaron cajas y maletas, y «la campesina», como incluso entonces la seguía llamando despectivamente la señora Von Maydorn, llevaba un amplio abrigo de paño oscuro y en el pelo se había atado un pañuelo. No miró ni a la derecha ni a la izquierda mientras uno de los mozos sacaba el carruaje del patio. Las criadas y los mozos estaban delante de los establos y las dependencias y la seguían boquiabiertos con la mirada. Liesl y la señora Von Maydorn observaron la escena desde la ventana de la mansión, pero la anciana no dijo ni una sola palabra al respecto.
Por la noche, Klaus von Hagemann llamó a la puerta y la conversación que mantuvieron él y la señora Von Maydorn se quedó grabada en la memoria de su hija.
—Un momento, señora Von Maydorn, se lo ruego —afirmó con tono amable—. Creo tener derecho a exponer este asunto desde mi punto de vista.
La propietaria de la finca lo dejó entrar. Con satisfacción comprobó que en esa ocasión se había puesto un traje y no llevaba las botas, sino calzado normal. Sobre todo habló con un tono serio y añadió un «se lo ruego». A pesar de todo, no le ofreció sentarse, tuvo que quedarse de pie mientras ella estaba en su butaca y lo miraba de arriba abajo.
—Mi pésame por la muerte de su madre —dijo—. Por Riccarda lo escucho.
Liesl estaba sentada en el sofá y sabía que su presencia incomodaba a su padre, pero como la señora Von Maydorn no le mandó salir no se movió del sitio.
Klaus von Hagemann empezó elogiando su trabajo y fiel servicio en la finca.
—Cuando asumí este puesto hace más de diez años, el rendimiento agrario y silvicultor era escaso, la indiferencia y la mala gestión se habían extendido, la servidumbre vivía a todo tren, los establos estaban llenos de suciedad y las herramientas no se cuidaban. Para ser claro: excepto la cría de caballos, todo estaba descuidado. Yo fui quien volvió a ponerlo en funcionamiento.
Elvira von Maydorn lo escuchó con paciencia y, cuando él terminó, asintió con parsimonia.
—Es un poco exagerado, pero cierto. Ha resultado ser un excelente administrador, Von Hagemann. Por desgracia, se ha juntado con la mujer equivocada.
Klaus von Hagemann intentó defender a su esposa sin mucho entusiasmo, pero al final reconoció que la señora Von Maydorn tenía razón.
—La he mandado a su casa del pueblo —continuó—. Ya no volverá a molestar. Me he separado de ella y tiene terminantemente prohibido pisar la finca.
Impaciente, miró a la propietaria de la finca. Pero ese sacrificio no impresionó a Elvira von Maydorn. Al contrario.
—Entonces, ¿ha reconocido su esposa haber dispuesto el atentado? —preguntó recelosa.
Klaus von Hagemann guardó silencio; era un silencio muy elocuente.
—Yo no sabía nada al respecto, señora Von Maydorn —dijo por fin en voz baja—. Lo juro.
El salón estuvo un momento en silencio. Von Hagemann esperaba una respuesta y Liesl le vio la súplica en la mirada, la petición encarecida de no quitarle todas las esperanzas. Casi no podía creer que fuera el mismo hombre que la había despedido y echado con tanta frialdad. Ver así de humillado a su padre casi le dolió más que sufrir su indiferencia. Liesl deseó haberse escapado a la habitación contigua desde el principio de la entrevista para no tener que escuchar nada de todo aquello. Pero aún quedaba lo peor.
—Que usted no estuviese detrás —intervino la señora Von Maydorn—, me lo creo. En cambio, el paripé de la separación de la campesina se lo puede ahorrar. Sé de sobra cómo terminará.
—Lo digo muy en serio. ¿Por qué no me cree?
—Porque no podrá deshacerse de esa persona en la vida —dijo Elvira von Maydorn con calma—. En cuanto yo me vaya con Liesl y los caballos, ella volverá. Incluso a pesar de usted.
—¿Es que se marcha? —preguntó asustado.
—En efecto. El agente inmobiliario se ocupa de la venta, no tengo que presenciar la entrega al comprador. Nos marchamos mañana.
Entonces la desesperación se apoderó de Klaus von Hagemann. Sacudió la cabeza y se retorció las manos, luego sus ojos dieron con los de su hija, que lo seguía todo con horror.
—¡Liesl! —exclamó suplicante—. Di algo al respecto. Eres mi hija y yo soy tu padre. ¡Intercede por mí!
Era un dilema para ella, porque le habría gustado ayudar. Pero era imposible, contra la voluntad de su bienhechora no podía hacer nada.
—Deje a la muchacha en paz —medió por fin la propietaria de la finca, enfadada—. Nunca se ha ocupado de ella, es una vergüenza mendigarle. Y ahora estoy cansada y quiero ir a la cama. Mañana será un día duro. ¡Buenas noches, señor Von Hagemann!
Salió en silencio, sin volver a mirar a Liesl, y cerró la puerta con un golpe. Ese era el final. El final de la búsqueda de su padre y el principio de una pena para toda la vida.
Cuando al día siguiente vio a lo lejos el enorme faro de Kolberg, se secó las lágrimas y decidió no volver a pensar en su padre. Era más importante mirar hacia delante, seguro que le acechaban otros problemas. Su madre no estaría contenta de que regresase, ya que esperaba otra cosa. Además, no sabía si recuperaría su puesto en la villa de las telas. En caso de que entretanto hubieran contratado a otra, por lo pronto viviría en casa de su madre y ayudaría en el vivero. ¿Y Christian? ¿Creería que no lo había olvidado? Quizá hacía tiempo que se había quitado de la cabeza a la desleal Liesl y ya no quisiese saber nada de ella.
La llegada de la pequeña caravana a la estación ahuyentó todas las preocupaciones futuras porque había que subir el equipaje y los caballos a los vagones. Las cajas y las maletas se cargaron rápido gracias a la ayuda de dos mozos de equipajes que acudieron corriendo a la espera de una buena propina. Los caballos fueron otra historia. Leschik y la señora Von Maydorn necesitaron una paciencia de santo hasta que las dos yeguas subieron con sus potros por la rampa de madera al vagón de mercancías aislado.
Incluso cuando los dos potrillos estuvieron dentro y Leschik los sujetó, sus madres desconfiaban de entrar en el interior del vagón oscuro.
—¿Lo van a hacer para hoy? —preguntó el jefe de estación con impaciencia—. El tren sale dentro de media hora.
—Ya ve que nos esforzamos —lo sermoneó Elvira von Maydorn—. No son caballos militares, sino animales reproductores. Hasta ahora nunca han visto un vagón.
—Entonces esperemos que aprendan pronto —refunfuñó el hombre—. Y si el semental complica las cosas durante el viaje, el jefe de tren lo echará.
La señora Von Maydorn miró escandalizada al hombre uniformado y se irguió.
—Le saltaré al cuello a quien intente echar del vagón a mi semental.
—Le doy media hora, ni un segundo más —aclaró el impasible jefe de estación, y se fue con paso firme porque tenía que ocuparse del tren de pasajeros con destino a Köstlin.
Debían meter al obstinado Gengis Kan en un segundo vagón para que no causase revuelo con las yeguas. Sin embargo, no quería entrar en su lujoso compartimento; ningún reclamo, ningún manjar, ninguna persuasión consiguieron que se acercase. Permanecía delante del vagón en el que estaban las yeguas con sus potros, sacudió colérico las crines y exigió la devolución de sus damas.
—No hay más remedio, tenemos que desenganchar a Cora y meterla en el vagón —propuso Leschik—. La yegua es buena, entrará, y Gengis Kan irá detrás. A continuación, sacaré a Cora y usted cerrará rápido la puerta.
—Por Dios —suspiró la señora Von Maydorn—. Date prisa, el pesado de la gorra roja está mirando el reloj.
Liesl corrió tras Leschik porque en el vagón aún había dos cubos con comida para los caballos y fue a llevárselos. Pero tras los primeros pasos se paró en seco.
—Perdón —le dijo alguien a Leschik—. Me han dicho que va a la finca Maydorn.
—Así es —respondió el cochero mientras manejaba a la yegua—. Pero dentro de un rato. ¿Quiere venir?
—Sí, quiero ir a Maydorn. He tenido mucha suerte de que me lleve.
En efecto, era un día afortunado para Christian. Se sobresaltó mucho cuando oyó que Liesl gritaba sorprendida.
—¡Christian! ¡Christian! ¡No, no me lo creo! ¿Eres tú de verdad?
De lo atónito que estaba no pudo decir ni una sola palabra y se quedó tieso como un palo mientras Liesl corría hacia él y se le echaba al cuello.
—Sí, Liesl… —tartamudeó sin creerse que la estuviese abrazando—. Liesl, aquí estás.
—¿Y tú, Christian? ¿Cómo has llegado hasta aquí? Creía que estabas en Augsburgo y que ya no querías saber nada de mí.
Christian por fin comprendió que había alcanzado su objetivo. Mucho antes de lo que pensaba. Y ese reencuentro fue más bonito que aquel con el que había soñado.
—Quiero llevarte a casa —dijo avergonzado—. Porque estoy harto de esperar. Y porque no quiero que te cases con un conde o un príncipe y seas infeliz con él.
Liesl tuvo que reírse por las tonterías que decía. ¡Condes y príncipes! ¿Cómo se le ocurría?
—¡Llamé a la villa de las telas y le dije a Humbert que debía comunicarte que no te había olvidado, Christian!
Él sacudió la cabeza porque no tenía conocimiento de ninguna llamada. Pero como Liesl estaba cada vez más cerca de él y no se apartaba, la besó con delicadeza en la mejilla.
—¿Liesl? —se oyó la enérgica voz de la propietaria de la finca—. Dónde te metes, muchacha. El semental está dentro y el tren sale enseguida. ¿Dónde están los cubos de pienso?
Sobresaltados, los dos se separaron. Liesl cogió un cubo, Christian el otro, y fueron hasta el andén de carga, donde la señora Von Maydorn esperaba con impaciencia y el jefe de estación agitaba la señal con la misma intranquilidad.
—¡Caramba! —se asombró la anciana—. ¿Te has echado un amigo?
—Es Christian Torberg de Augsburgo, señora Von Maydorn. Por favor, ¿puede volver a casa con nosotras?
Su bienhechora examinó al nuevo pasajero, y le pareció apuesto y musculoso.
—¿Sabe tratar a los caballos?
—Claro que sabe —afirmó Liesl con audacia.
—Entonces sube, Christian.
El viaje fue largo y agotador para las personas y los animales. En cada estación había que atender los caballos, procurarles agua fresca, limpiar el estiércol y esparcir más paja. Cuando el tren reanudaba la marcha, Liesl se sentaba junto a la señora Von Maydorn en el compartimento, conversaba con ella, le tendía el bolso con la comida, el periódico o jugaba con ella a las cartas. Christian estaba la mayoría de las veces en el pasillo y miraba el paisaje por la ventanilla. Cuando la anciana echaba una siestecita, Liesl salía a hurtadillas para llevarle algo de comer y hablar un poco con él. Tenían mucho que contarse e intercambiaban cariñosas confesiones, y cuando no veían ni al revisor ni a ningún pasajero, Christian abrazaba a su chica y le demostraba la enorme añoranza que tenía de ella.