Leo odiaba las despedidas. Nunca habría llorado y sollozado ante otras personas como hacían las mujeres. Prefería poner cara seria y cruzar las manos detrás de la espalda.
—Les deseo toda la suerte del mundo —le dijo su madre a la señora Ginsberg, y la abrazó. Se les saltaron las lágrimas y se estrecharon un rato—. Nos volveremos a ver, estoy segura de que en algún momento nos volveremos a ver. No olvide escribirme en cuanto hayan llegado a Estados Unidos.
Estaban en las escaleras de la primera planta de la villa de las telas; en el vestíbulo, Humbert ya esperaba a los Ginsberg para llevarlos a la estación. Primero iban a Hamburgo, luego a Bremerhaven, de donde zarparía dentro de dos días su buque de vapor. Luego a Nueva York. Al país de las posibilidades ilimitadas.
Walter había metido el violín en el estuche, apretó el arco a un lado con cuidado, guardó también las hojas de música y cerró de golpe la tapa. Leo estaba al lado de su amigo y tragó saliva varias veces, pero la bola en la garganta no quería desaparecer. Tocaron hasta el final en varias ocasiones la sonata para violín que Leo había escrito para Walter. Ahora había llegado el momento de despedirse. Para mucho tiempo. Quizá para siempre.
—Entonces… me voy ya —dijo Walter con voz ronca—. Que te vaya bien, Leo. Y escríbeme, ¿vale? Y no me olvides.
Leo sacudió la cabeza con decisión. ¿Cómo iba a olvidar a su único amigo?
—Debes escribir tú primero, Walter, porque no tengo tu dirección…
—Claro, prometido.
Ambas madres bajaron juntas al vestíbulo, donde estaba Hanna para ayudar a ponerse el abrigo y la chaqueta a la señora Ginsberg y a su hijo. Walter y Leo seguían mirándose y no se movían.
—Bueno —murmuró Walter—. Adiós…
—Adiós —susurró Leo.
Se abrazaron, lo que en otras circunstancias les daba más bien vergüenza. Sonrieron un poco, luego se separaron y Walter bajó las escaleras con el estuche del violín como si lo estuviesen persiguiendo.
En la puerta de entrada, la señora Ginsberg se giró y se despidió con la mano, luego se subió con Walter al coche y Humbert encendió el motor. Atravesaron la avenida y salieron a la ciudad por Haagstrasse: hacia a la estación, donde empezaría la nueva vida de Walter, de la que Leo ya no formaría parte.
—Bueno, Leo —dijo su madre, y le pasó el brazo por los hombros—. Estás triste, ¿verdad? Piensa que es mejor para ellos.
—Sí, mamá.
No estaba seguro de si tenía razón. Pero los adultos habían decidido y tenía que aceptarlo. Se zafó del confortante brazo de su madre y afirmó que quería salir un rato al parque y mirar los caballos.
—No te quedes mucho tiempo, Leo. Después habrá una merienda con todas las cosas ricas que ha traído la tía Elvira de Pomerania. Vienen las tías Tilly y Kitty y el tío Robert.
«Madre mía», pensó. Entonces seguro que estaría Henny, a la que precisamente ahora, cuando debía pensar en Walter, no quería en absoluto tener cerca.
—Volveré a tiempo, mamá.
Por supuesto, tuvo mala suerte. Cuando bajaba los escalones de la entrada, el coche de la tía Kitty entró traqueteando hacia el patio, envolvió la florida glorieta en una oscura y apestosa nube y se detuvo delante de la villa.
—¿No habrás olvidado otra vez el freno de mano, cariño? —bromeó el tío Robert.
—¿Por qué lo dices? —preguntó la tía Kitty con cara inocente—. Más bien creo que el coche tiene que ir al taller. Los frenos están muy flojos. Casi me quedo sin neumáticos cuando quiero parar el coche…
Leo quiso largarse rápido por la derecha y luego por los prados, pero Henny ya se había fijado en él. A fin de cuentas, su prima siempre se enteraba de todo.
—¿Adónde vas, Leo? Enseguida habrá café y tarta. La abuela Gertrude ha hecho un pastel de cereza.
Se volvió un segundo y dijo:
—Iré más tarde.
—¿Has leído mi carta? —le gritó ella.
¿Carta? ¿Qué carta? Ah, sí, debía de seguir en la cartera. Probablemente fuese una invitación para su cumpleaños. Típico de Henny. No era hasta mayo y ya montaba todo un paripé.
Se fue a toda prisa sin responder y esperó de todo corazón que no corriese tras él. En la casita del jardín volvió la cabeza: había tenido suerte, Henny entró con los demás en la villa de las telas. Podía charlar con Dodo, que pronto saldría de la fábrica con su padre. Iba a diario y andaba por allí, les decía a los trabajadores lo que tenían que hacer y se daba importancia. Leo quería mucho a su hermana, pero le dolía que de repente su padre estimase tanto a Dodo y a él apenas lo tuviese en cuenta.
Detrás de la casita del jardín se encontraba el pastizal de los caballos, que hacía dos días habían delimitado a toda prisa con palos y cintas porque la tía Elvira había llegado a la casa con sus Trakehner. Parecía un circo. Llamó a la villa de las telas desde la estación diciendo que necesitaba a dos personas para que la ayudasen con los caballos y que además había que transportar un montón de equipaje. La tía Lisa y la abuela estuvieron a punto de perder los nervios por el susto; en cambio, su madre se hizo cargo del asunto y lo organizó todo. Envió a dos personas de la fábrica, y Humbert y la tía Kitty fueron a la estación con los coches para llevar el equipaje a la villa de las telas mientras trasladaban los caballos por la ciudad y los prados hasta el parque. Elvira llevó enseguida a Christian y, por supuesto, también a Liesl. Eso fue lo que más alegró a Leo, porque ella le caía bien.
Allí estaba Liesl con la gente que levantaba una cerca más segura, repartiendo bocadillos de jamón y mosto de manzana. El pastizal se debía dividir en tres zonas, más tarde Elvira von Maydorn quería mandar construir una cuadra. Leo se detuvo a una distancia prudente y miró los caballos. Eran bonitos, sobre todo el semental, que era más grande que las yeguas y bastante bravo. Cuando galopaba, el césped se agitaba a su alrededor por la fuerza que tenía. A veces las yeguas corrían tras él y sus respectivos potros daban increíbles saltos de alegría: probablemente se alegrasen todos de no estar ya encerrados en un vagón. Liesl reparó en él, cogió la cesta con la merienda y se le acercó.
—Buenos días, Leo —lo saludó y se corrigió enseguida—. Ay, no, debo decir señor o señor Melzer.
—Qué tontería. No te preocupes, Liesl. Soy Leo. Como siempre.
Ella sonrió y dijo que era la costumbre. Como en adelante volvía a ser ayudante de cocina en la villa, no había que tutear a los señores.
—Bueno, al menos cuando estemos a solas llámame Leo, ¿vale?
—Si lo quieres a toda costa, lo haré, Leo.
Él enrojeció porque Liesl le sonreía con picardía y un poco de arrogancia. Solo estuvo fuera un par de meses, pero en ese tiempo había cambiado. Se había vuelto más femenina, adulta y guapa. Y tenía otra expresión en los ojos. Leo sintió que ella sabía cosas que a él le resultaban inaccesibles, que por las noches dominaban sus sueños y le sugerían insistentes y dulces melodías.
—¿Y qué tal en casa? —preguntó Leo, por decir algo.
—Bien. Desde que me fui, Maxl se ocupa de todo, también del dinero. Hansl está terminando la secundaria y Fritz pasa a segundo de primaria. Es bastante vago en el colegio y prefiere cavar en el jardín.
Ella se rio y Leo se le unió. Christian hizo señas a lo lejos, ayudaba a construir la cerca.
—Bueno, tengo que ir a la cocina —suspiró ella—. Si no Fanny Brunnenmayer se preguntará dónde estoy tanto tiempo.
Leo siguió con la mirada cómo se iba a toda prisa con la cesta y pensó durante un momento si debía volver con ella a la villa de las telas, pero lo dejó estar y prefirió seguir contemplando un poco más los caballos. Estaban juntos y pacían; de vez en cuando el semental levantaba la cabeza y miraba con desconfianza a los que enterraban los postes. No parecían darle miedo, puesto que seguía arrancando briznas.
Con sonidos y melodías en la mente, Leo regresó a la villa de las telas, subió las escaleras de la entrada y abrió la puerta. Arriba, en el comedor, habían empezado a merendar, los parloteos de la tía Kitty llegaban hasta el vestíbulo, también se oía a la tía Lisa y, sobre todo, a Henny y a Dodo. No le apetecía mucho ese ruidoso encuentro familiar, prefería largarse a su cuarto para anotar un par de nuevas melodías, pero entonces su madre se entristecería y, además, su padre había llegado de la fábrica. Se quitó los zapatos suspirando y buscó las zapatillas. Cuando por fin las encontró, se abrió de pronto la puerta de la cocina tras él.
—Leo —dijo Fanny Brunnenmayer—. ¿Por qué no estás arriba, muchacho? ¿Sigues triste porque Walter se ha ido? He hecho tus galletas favoritas. Para ti y tu hermana.
¡La buena de Fanny Brunnenmayer! Eran las deliciosas galletas que él y Dodo sacaban de la cocina a escondidas porque la institutriz, la muy asquerosa, no les permitía comer dulces.
—Muchas gracias, señora Brunnenmayer —afirmó, y cogió la lata que ella le tendía—. Seguro que está usted contenta de que Liesl esté aquí de nuevo, ¿verdad?
—Tienes toda la razón, muchacho —respondió mirándolo radiante—. Agradezco al Señor todas las noches y todas las mañanas que la chica haya vuelto sana y salva. Desde el principio no quise que se marchara, pero tuvo que ser, al menos así se ha vuelto más sensata. La cosa se pone seria entre ella y Christian, hay una petición de mano en la casa.
Leo cogió otra galleta y pensó si alguna vez había visto a la cocinera tan locuaz. Ya no era una jovencita, quizá se volviese más habladora con la edad. Por lo visto, Liesl se iba a comprometer con Christian. Le dolió un poco a Leo. Christian era un tipo amable, pero le parecía que en realidad Liesl era demasiado buena para un jardinero.
Subió a su cuarto para cambiarse rápido, recorrió el escritorio y las hojas de música que estaban encima con una mirada melancólica y pensó que Walter ya estaría en el tren con su madre, seguro que tan triste como él. Dentro de dos días se subirían al buque. Bajó suspirando al comedor.
—¡Leo! —dijo su madre—. Ya iba a subir porque temía que te hubieses encerrado en el cuarto.
Dodo y Henny ya no estaban, se habían ido; menos mal. Por otro lado, su padre, el tío Robert y el tío Sebastian se habían retirado al despacho. La tía Lisa tenía a Leo para ella sola, le acercó la bandeja con salchichas ahumadas y jamón, pan recién hecho, pepinillos en vinagre y trozos de calabaza agridulce, que odiaba especialmente.
—Este jamón es una maravilla, Leo —se entusiasmó—. Qué lástima que a partir de ahora tengamos que renunciar a él porque la tía Elvira ha tomado la loca decisión de vender la bonita finca Maydorn.
Leo cogió un poco de jamón con pan y lo comió sin ganas. Elvira estaba sentada junto a Gertrude, la abuela de Henny, y Alicia, y contaba toda clase de cosas confusas sobre una campesina que era una bruja y había intentado matarla a ella y a Liesl. Primero Leo se asustó, sobre todo por Liesl, pero su abuela parecía no creerlo del todo y Gertrude incluso se rio. Así que la tía abuela Elvira se lo había inventado. No la había visto más que una o dos veces, cuando era pequeño. Era canosa y algo más alta que su abuela, pero sobre todo tenía una manera muy distinta de moverse y hablar. Era mucho más enérgica y ruidosa que Alicia y empleaba palabras que su abuela nunca habría usado. Ni siquiera Gertrude, la madre de Tilly, diría algo así, aunque por lo demás no tenía pelos en la lengua.
—Esa mujer lo volvió loco en la cama, de manera que estaba totalmente encoñado con ella.
—Por favor, Elvira. ¡Hay un menor en la sala!
—¡Y qué! —La baronesa de Pomerania miró a Leo—. Ya tiene la voz grave, así que le viene bien que lo adviertan a tiempo de ese tipo de mujeres.
Leo no tenía muy claro de lo que hablaba, pero le resultó violento que lo mirase así y hablara de su cambio de voz. En efecto, desde hacía un tiempo era más áspera y a veces hablaba una octava más grave. En su clase hacía meses que algunos de sus compañeros refunfuñaban con voz de bajo y en el patio bramaban y gritaban. Dos habían recibido por ello una amonestación.
—¿Y ya ha dado señales de vida el agente inmobiliario? —quiso saber la tía Lisa.
—Hasta ahora no, seguro que algo me dirá en los próximos días —respondió Elvira mientras Alicia soltaba un suspiro de tristeza y bebía lo que quedaba de café en la taza.
—Cuando pienso que cualquier desconocido puede comprar sin más mi querida finca —se quejó.
La tía Elvira se rio y afirmó que la nueva propietaria de la finca tendría que arreglarse con la campesina mientras Klaus von Hagemann fuese administrador. Esa mujer era un hueso duro de roer y podía hacerle la vida imposible a cualquiera.
—Entonces sería mejor que el nuevo propietario despidiese a Von Hagemann —propuso la madre de Leo—. Sería una lástima. Creo que es un buen administrador.
—En efecto, es cierto, mi querida Marie —corroboró Elvira con pesar.
La tía Lisa puso morros y cerró los ojos.
—Quizá le interese a alguien que conozco, tía Elvira —dijo riéndose para sus adentros.
—¿De veras? Si paga un buen precio, podemos hablarlo.
—En todo caso, sería una propietaria que estaría a la altura de tu campesina.
Entonces Alicia se inmiscuyó. Escandalizada, sacudió la cabeza y preguntó:
—¡Santo cielo! ¿No te referirás al señor Grünling? No, soy incapaz de imaginármelo. ¿Por qué iba a comprar una finca?
—Bueno —afirmó la tía Lisa encogiéndose de hombros—. La familia de Serafina tuvo tierras en el este que perdieron durante la inflación después de la guerra. Seguro que a ella le gustaría convertirse en hacendada.
—No sé, Lisa, qué idea tan extraña.
Leo tragó el último trozo y se preguntó por qué tenía que estar ahí sentado escuchando cosas tan aburridas. De todos modos, nadie se preocupaba de él, igualmente podía estar en su cuarto. Entonces su madre le puso otro trozo de salchicha ahumada en el plato y le dijo al oído que su padre había preguntado por él.
—Está en el despacho. Acábate el plato y luego ve allí, por favor.
—Sí, mamá.
Con indiferencia, cortó en trocitos la rojiza salchicha que olía a peletería y la atravesó con el tenedor. Al mismo tiempo oyó la voz de la tía Kitty, que ese día hablaba extraordinariamente bajo. Estaba sentada al otro extremo de la mesa con la tía Tilly y parecían comentar cosas que la abuela no debía oír bajo ningún concepto. De mala gana Leo tuvo que aguzar el oído.
—Entonces, ¿tienes una cita? —preguntó la tía Kitty—. Madre mía, mi querida Tilly. Cuánto me alegro. Ya pareces otra, cariño. Te has vuelto una mujer hermosa y seductora. No es de extrañar que él haya picado el anzuelo.
A Leo no le pareció que la tía Tilly tuviese un aspecto muy distinto al de antes. Quizá se había recogido el pelo de forma un poco más favorecedora y el pequeño colgante con la piedra roja que llevaba al cuello quedaba muy bien con el vestido rojo.
—Te lo ruego, Kitty. No tan alto. Sí, me reuniré con él. Queremos ir a orillas del Rin y pasear un poco. Más no.
—Bueno, querida Tilly, en todo caso deberías llevar contigo un condón. Ahora no me mires tan horrorizada, al fin y al cabo eres médico y deberías estar al corriente de esas cosas. ¿O quieres quedarte embarazada a la primera?
A Leo se le cayó la salchicha del tenedor y tuvo que pinchar tres veces para volver a atravesarla. ¡Un condón! Sus compañeros habían hablado de eso, también le habían dado otros nombres, pero cuando él hizo una pregunta ingenua casi se murieron de la risa y se fueron corriendo. Porque no pertenecía al grupo. Debía de ser algo prohibido y tremendamente inmoral. Quizá le preguntase a Maxl en confianza, él sabía de esas cosas.
—¿Cómo se te ocurre que podría acostarme con él? —se alteró la tía Tilly—. Es un paseo sin importancia, Kitty. Te dejas llevar por tu fantasía.
—Conozco a los hombres. —La tía Kitty se rio—. Hasta tres veces te ha invitado a un hotel y estarás en la gloria.
—¡De ningún modo!
—¿Quieres ser una solterona toda la vida, Tilly? No seas tonta. La vida nos tiene preparados muchos momentos valiosos, insustituibles y estupendos, y tú te resistes. Cuando seas mayor y canosa, llorarás por cada oportunidad perdida.
—Seguro que no, Kitty. —Tilly se tocó el colgante—. No quiero más que a un único hombre. Al que amo. Y con él quiero ser feliz. Eso pienso.
—Bueno, ojalá lo encuentres pronto —suspiró la tía Kitty con cara escéptica—. Yo necesité varios intentos… ¡Ah, Leopoldito! Deberías subir un momento con Henny, creo que quiere preguntarte algo.
Leo carraspeó avergonzado porque seguía muy confuso por lo que acababa de oír. Así que había mujeres que amaban a un hombre tras otro. Y no querían casarse, sino probar a los hombres, por así decir, hasta que encontraban a uno que les gustase. Sonaba intimidatorio. Él siempre se imaginaba el amor como algo distinto. Como con sus padres. Enamorarse y ser felices para siempre.
—¿Henny? Sí, lo sé —le dijo a la tía Kitty—. Ya me lo ha dicho. Gracias por darme el recado.
—Sí que tienes la voz grave, Leopoldito —silbó la tía Kitty y se rio—. ¡Madre mía, te has vuelto un joven atractivo y tu vieja tía casi no se ha enterado!
Leo deseó que se lo tragase la tierra. La tía Kitty era casi peor que Henny, podía poner a cualquiera en un tremendo aprieto con su palabrería. ¡Cómo se burlaba de él! Ni hablar de «vieja tía». Era vanidosa y seguía siendo muy hermosa y seductora.
—Bueno, voy al despacho —se despidió—. A papá le gustaría hablar conmigo.
Hizo una pequeña reverencia y corrió al pasillo. La aguda risa de la tía Kitty lo siguió hasta el otro extremo. Al entrar en el despacho le vino el humo de puro, que le gustaba, porque era un olor viril y de adulto. Su padre no fumaba, sino que bebía coñac con mesura y posó el vaso cuando vio a Leo.
—Entonces tu padre invirtió una pequeña fortuna en brillantes… —comentó el tío Robert, que no había notado la presencia de Leo—. Por desgracia, no obtendrás todo su valor si los vendes ahora, pero no será moco de pavo. Si lo sumas todo, podría llegar…
—Aquí estás, Leo —lo saludó su padre y le señaló el sillón vacío—. Ven, siéntate con nosotros.
Entonces hablaron de la marcha de los Ginsberg y Leo se enteró de que, por lo pronto, Walter no recibiría clases de violín porque la señora Ginsberg no iba a ganar suficiente dinero.
—Qué lástima —aseguró Leo—. Walter ha hecho grandes progresos, quiere ser solista algún día.
El tío Sebastian fumó el puro y asintió con cara comprensiva; el tío Robert aclaró que había cosas más importantes que una carrera de violinista.
—Lo que está pasando en nuestro país me da grandes motivos de preocupación —confesó—. Como se puede leer en sus carteles, el NSDAP hace responsables a los judíos de la derrota en la guerra, del desempleo y, por supuesto, de la crisis económica mundial. Quien quiera salvar a Alemania, eso se lee, debe combatir a los judíos. Y esos provocadores mentirosos tienen cada vez más partidarios.
—De hecho, leí el otro día que el marxismo también es un invento judío y que como tal tiene que combatirse —intervino el tío Sebastian, indignado—. Es terrible lo mucho que se puede entontecer a las personas.
—Quien no tiene trabajo y no sabe cómo alimentar a su familia está dispuesto a creer a cualquier charlatán que le prometa un futuro mejor —señaló su padre.
El tío Robert se inclinó hacia delante para tirar la ceniza del puro en el cenicero de piedra verde.
—Alguien dijo —intervino luego y sostuvo el puro con el pulgar y el índice— que ese Hitler dijo en Leipzig que dentro de dos o tres elecciones tendrían la mayoría y organizarían el Estado alemán como quisiesen.
—¡Dios no lo quiera! —exclamó su padre, completamente horrorizado.
Un humo azulado y aromático rodeaba la zona de asientos y a Leo le tentaba coger uno de esos puros, pero la caja de madera con la tapa de marquetería de marfil y ébano le estaba terminantemente prohibida. De todos modos, era interesante estar sentado entre los hombres, aunque las conversaciones sobre política e inflación sonasen más bien amenazantes. Nadie en la villa de las telas estaba satisfecho con la República en la que vivían; ni siquiera el tío Sebastian. Él quería que los comunistas obtuviesen la mayoría en el Parlamento porque creía que les iría mejor a los trabajadores. Su padre y su madre apoyaban más bien al SPD, al menos la mayoría de las veces. Nadie quería al NSDAP. El otro día, Maxl Bliefert había dicho que, mientras el viejo Hindenburg estuviese vivo, Hitler no tenía posibilidades.
El tío Robert dio un sorbo al vaso de coñac y sonrió a Leo.
—¿Puedo probar un traguito, papá? —preguntó.
Su padre frunció el ceño y pareció reflexionar, el tío Robert dijo que realmente no había nada que objetar.
—¿No tienes ya quince años? —le preguntó a Leo sonriendo, y luego se volvió hacia su padre y añadió—: Y ya es casi tan alto como tú, Paul. Aún le faltan un par de centímetros, entonces te habrá alcanzado.
Su padre sonrió, parecía gustarle.
—Entonces sube y tráeme tus notas, Leo —decidió—. Aún no he tenido tiempo de mirarlas. Y si me agradan, quizá haya un minúsculo trago entre hombres.
Leo fue volando. Al menos ya era algo. Aunque su padre se enfadase por las malditas notas, se alegraría del tercer puesto. En su cuarto buscó las notas. ¿No las había puesto sobre el escritorio? ¿Quizá estuviesen entre las partituras? No, eso no. Entonces tuvo que meterlas en la cartera. ¿Adónde fueron a parar? ¿Había ordenado Else su cuarto y lo había revuelto todo? Encontró la cartera debajo del armario y sacó las notas. Ah, sí: vio la carta de Henny, muy arrugada porque estaba bajo el libro de Geografía. Abrió el sobre para leerla rápido y se quedó perplejo, puesto que el papel tenía una letra desconocida. ¿Qué se había inventado Henny esta vez? Seguro que era una broma.
Estimado y querido joven artista:
He leído sus composiciones con satisfacción. Demuestra una riqueza imaginativa insólita, independencia y olfato para las atmósferas. Si es cierto lo que pone en su carta adjunta y no tiene más que catorce años, estos primeros intentos dan lugar a grandes esperanzas.
Si se tercia, me gustaría conocerlo algún día para darle algún que otro consejo para su desarrollo musical.
Saludos muy cordiales,
RICHARD STRAUSS
¡Por supuesto! Lo que se imaginaba. Menuda broma molesta y rastrera. Entornó los ojos y volvió a examinar la firma. Se había esforzado mucho. Había apretado el portaplumas, con decisión y fuerza. Con un solo trazo. «RichardStrauss.» Bueno, ella era buena dibujando, así que no tuvo que resultarle especialmente difícil. En realidad, Leo quería bajar con sus notas al despacho, pero como estaba tan furioso fue al cuarto de Dodo y golpeó la puerta.
—¿Qué pasa? —oyó la voz de Dodo.
—La ha leído —respondió Henny—. Ahora explota la bomba.
Estaban sentadas en la cama de Dodo mirando un álbum de fotos. Cuando Leo entró fuera de sí con la carta en la mano, su hermana apartó el álbum y le sonrió.
—¿Y bien? —preguntó orgullosa—. ¿Qué dices ahora?
La miró fijamente y no pudo creer que Dodo formase parte de esa canallada.
—Una broma muy lograda —afirmó con desprecio y les tiró la carta a los pies—. Muy divertido. ¿Sabéis qué? ¡No quiero veros ni en pintura!
Se volvió y quiso salir del cuarto, no sin cerrar la puerta con fuerza tras de sí. Pero no llegó a hacerlo porque Dodo saltó de la cama y lo retuvo.
—Pero ¿qué dices, Leo? —exclamó alterada—. No es una broma, es real. No te escapes. Saqué tus composiciones de la papelera y Henny se las envió a Richard Strauss, el director de orquesta. ¡De verdad! ¡No es broma!
Como Dodo se exaltó tanto, se detuvo y la escuchó. Henny era una mentirosa, lo sabía, pero su hermana siempre había estado de su parte.
—¿Mis composiciones? ¿De la papelera?
—Sí. Else la puso al pie de la escalera para vaciarla.
¡Siempre igual con Else! Lo revolvía todo.
—¡Tonterías! —dijo enfadado—. Lo que compuse está en la maleta de cuero debajo de mi cama. En la papelera estaban los primeros borradores que tiré porque no eran buenos.
Su prima, que seguía sentada en la cama de Dodo y hasta entonces no había dicho nada, se agitó.
—¿Qué? —exclamó, horrorizada, alargando la vocal y levantándose de golpe—. ¿No eran tus composiciones definitivas? Y estuvimos semanas para copiarlo todo tal cual.
Miró sucesivamente a Dodo y a Henny. ¿Podía ser que hubiese parte de verdad en toda esa historia?
—En mi vida he enviado algo a Richard Strauss —tartamudeó desconcertado—. Jamás me habría atrevido. A un hombre tan famoso.
—Lo hice yo —dijo Henny como si fuese lo más sencillo del mundo—. Lo copié y se lo envié. Bueno, Anton y Emil lo copiaron. Y él respondió. ¿Ves, Leo? Así funciona. Quien quiere ser famoso debe tener contactos, conocer a gente importante que lo ayude. Si no, no se consigue.
Dodo recogió la carta de la alfombra, la alisó con la mano y se la tendió a su hermano.
—Palabra de honor, todo esto es verdad, Leo. Aquí pone que das «lugar a grandes esperanzas»; bueno, ¿te parece poco?
Leo cogió el escrito y lo volvió a leer, empezó desde el principio y de pronto las letras se volvieron finas y transparentes. Seguía sin creerlo del todo, pero ahí estaba escrito. ¡Quería conocerlo! ¡Cielo santo! Richard Strauss, el gran compositor y director de orquesta, deseaba verlo a él, el alumno Leo Melzer. Se mareó, pudo sentarse justo a tiempo en la cama, luego se le nubló la vista durante un instante.
«Soy músico —pensó—. Walter tenía razón. Soy músico. ¡Ay, ojalá Walter estuviese ahora aquí! Ojalá pudiera enseñarle la carta.»
Henny y Dodo se sentaron junto a él, su hermana le echó los brazos al cuello y lo besó en la mejilla. Henny hizo lo mismo.
—También tienes que besarme, Leo —exigió—. He hecho todo esto por ti. Y fue muy laborioso, créeme.
Henny le ofreció la mejilla y como él estaba tan contento fue a darle un beso. Pero la muy astuta giró rápido la cabeza, de modo que por error dio con su boca.
—De momento ha estado muy bien —constató ella, radiante, mientras él se pasaba horrorizado el dorso de la mano por los labios—. Más tarde, cuando seas un compositor famoso, me casaré contigo y seré tu representante.
—Y entonces yo me encargaré de la fábrica —aclaró Dodo—. Pero no antes de que haya ido a Estados Unidos y a Siberia en avión. Volando en solitario, por supuesto.
Henny sacó el labio inferior porque no estaba de acuerdo.
—Yo quiero encargarme de la fábrica, Dodo. Además, me gusta.
Leo leyó la carta por enésima vez e intentó pasar por alto el parloteo de las chicas, que hablaban a su izquierda y a su derecha.
—Entonces tú harás los tratos y yo seré responsable de la tecnología —propuso Dodo.
—Por mí bien —cedió Henny—. Por supuesto, también quiero tener hijos. ¿Qué opinas, Leo? Dos nos bastan, ¿no? Una niña y un niño.
—Estáis locas.
Leo se levantó y por fin fue a enseñarle las notas a su padre. De momento guardaría la carta para sí. Era algo demasiado nuevo, demasiado grande, demasiado irreal. Era músico. Leo Melzer era músico. Ay, siempre lo supo. Y ahora podía demostrarlo.