La ambición es, como la bilis, un humor que hace a los hombres ser activos, enérgicos, plenos de vivacidad y emotividad si no se la contiene; pero si se la contiene y no puede seguir su curso, se vuelve agresiva y por tanto maligna y venenosa. Por eso, los hombres ambiciosos, si encuentran camino para elevarse y aun para alcanzar más, son más bien personas atrafagadas que peligrosas; pero si se les contrarían sus deseos, se disgustan interiormente y miran a las personas y las cosas con malos ojos y se sienten complacidos cuando las cosas se atrasan; lo cual es la peor condición de un sirviente, un príncipe o un Estado. Por tanto, es conveniente para los príncipes, si utilizan personas ambiciosas, encaminarlas de tal manera que sean siempre progresivas y no retrógradas; lo cual, como no puede hacerse sin ciertos inconvenientes, no es buena cosa en absoluto valerse de personas de tal naturaleza; pues si no se elevan con sus servicios, harán para que los servicios caigan con ellos. Pero puesto que hemos dicho que no es conveniente utilizar personas ambiciosas, salvo en casos de necesidad, conviene decir en qué casos son necesarias. Deben elegirse para las guerras buenos jefes, aunque sean ambiciosos; pues la utilización de sus servicios dispensa lo demás; y utilizar soldados sin ambición es como quitarles el acicate. También se utiliza mucho a los ambiciosos para que sirvan de pantalla a los príncipes en asuntos peligrosos o que provoquen envidias; pues ningún hombre se encargará de ese cometido salvo que sea una paloma cegada que se remonta más y más porque no puede ver en su derredor. También se utiliza a los ambiciosos en abatir la grandeza de cualquiera que se remonte demasiado; como Tiberio utilizó a Macro en la caída de Seyano. Puesto que debe empleárselos, en tales casos, queda por decir cómo se debe sofrenarlos para que sean menos peligrosos. Hay menos peligro en ellos si son de cuna humilde que si son nobles; y si son rudos que si son amables y populares; y si son de reciente elevación que si tienen madurez en su maña y se sienten fuertes en su grandeza. Se cuenta entre las debilidades de los príncipes el tener favoritos; pero, de entre todas las demás, es el mejor remedio contra los grandes de carácter ambicioso; pues cuando el camino de agradar o desagradar pasa por los favoritos, es imposible que nadie los sobrepase en grandeza. Otro medio de frenarlos es contrabalancearlos con otros tan orgullosos como ellos; pero entonces debe haber algunos consejeros intermedios para mantener firmes las cosas, pues sin ese lastre la nave se balanceará demasiado. Por lo menos, un príncipe puede animar e inducir a ciertas personas medianas a que sean azote de ambiciosos. En cuanto a que estén expuestos a la ruina, si son de naturaleza medrosa, puede ser un beneficio; pero si son fuertes y osados, puede precipitar sus designios y demostrar que son peligrosos. En cuanto a su abatimiento, si los asuntos lo requieren, y esto no se puede hacer con segura presteza, el único camino es la alternancia continua de favores y disfavores, con lo cual no sabrán a qué atenerse y se encontrarán como perdidos en un bosque. De las ambiciones, es menos dañina la ambición de prevalecer en grandes cosas que la otra de figurar en todas las cosas; pues ésa fomenta la confusión y perjudica los asuntos; sin embargo, es menos peligroso tener un ambicioso moviéndose en los asuntos que un hombre importante en puesto dependiente. El que busca ser eminente entre hombres capaces, tiene gran tarea pero que redunda siempre en el bien público; pero el que trama para ser la única figura importante entre nulidades es la decadencia de toda una época. Los honores tienen tres caras: terreno ventajoso para el bien, aproximación al rey y a las personas principales; y la elevación de la fortuna del individuo. El que tiene las mejores intenciones de ésas, cuando aspira a los honores, es honrado; el príncipe que puede discernir tales intenciones en quien aspira, es príncipe sabio. En general, los príncipes y los Estados deben escoger ministros que tengan más sentido del deber que de su propia elevación y que sientan más inclinación a los negocios públicos que a la ostentación; y que distingan entre un hombre activo y otro complaciente.