PRIVILEGIOS, CONTROL Y PARANOIA
Una de las señales de que nos acercamos a una crisis nerviosa es creer que nuestro trabajo es terriblemente importante.
Cuando Jerjes, el emperador persa, cruzó el Helesponto (lo que hoy son Los Dardanelos) durante su invasión a Grecia, las aguas se levantaron y destruyeron los puentes que sus ingenieros habían pasado varios días construyendo. Así que arrojó cadenas al río y ordenó que le dieran trescientos azotes y lo marcaran con hierros hirviendo. Mientras sus hombres ejecutaban el castigo, se les ordenó que cantaran: “Tú, corriente salada y amarga, tu amo te impone este castigo por herirlo, a él que nunca te hirió a ti”. ¡Ah!, y también cortó las cabezas de los hombres que habían construido los primeros puentes.
Heródoto, el gran historiador, calificó esta demostración de “presuntuosa”, pero eso es probablemente demasiado suave. Sin duda, adjetivos como “ridícula” y “delirante” serían más apropiados. Pero, claro, eso era parte de un modelo. Poco antes de esto, Jerjes le había escrito una carta a una montaña cercana en la cual necesitaba excavar un canal. “Tal vez seas alta y orgullosa, escribió, pero no te atrevas a causarme problemas. O te derrumbaré hasta que caigas al mar”.
¿No es eso risible? Y más importante, ¿no es patético?
Las amenazas de Jerjes a objetos inanimados no son, infortunadamente, una anomalía histórica. Con el éxito, particularmente con el poder, llegan algunas de las fantasías más grandes y más peligrosas: las de los privilegios, el control y la paranoia.
Ojalá usted no esté todavía tan loco como para empezar a antropomorfizar las cosas y a exigirles retribución a los objetos inanimados. Eso es, evidentemente, una locura y, gracias a Dios, es relativamente raro. Pero lo que es más probable, y más común, es que comencemos a sobrestimar nuestro propio poder. Luego perdemos la perspectiva. Y con el tiempo podemos terminar como Jerjes, convertidos en una broma monstruosa.
“El veneno más fuerte que se conoce hasta ahora —dijo el poeta William Blake—, viene de la corona de laureles de César”. El éxito nos lanza una maldición.
El problema radica en el camino que nos llevó al éxito desde el comienzo. Lo que hemos logrado tal vez requirió con frecuencia demostraciones de puro poder y fuerza de voluntad. Tanto el espíritu emprendedor como el artístico requieren la creación de algo que antes no existía. Ser rico significa vencer el mercado y las probabilidades. Los campeones deportivos han demostrado su superioridad física ante innumerables oponentes.
Llegar a donde estamos implicó hacer caso omiso de las dudas y las reservas de la gente que nos rodea. Significó rechazar el rechazo. Tuvimos que tomar ciertos riesgos. Podríamos habernos dado por vencidos en cualquier momento, pero estamos aquí precisamente porque no lo hicimos. La persistencia y el valor ante las probabilidades en contra son, en parte, rasgos irracionales y, en algunos casos, rasgos realmente irracionales. Pero cuando funcionan, esas tendencias se pueden sentir reivindicadas.
¿Por qué no habrían de sentirse así? Es humano pensar que como ya lo hicimos una vez —como el mundo cambió de forma notoria o sutil—, ahora estamos en posesión de un cierto poder mágico. Estamos aquí porque somos más grandes, más fuertes, más inteligentes. Creemos que nosotros fabricamos la realidad que habitamos.
Justo antes de destruir su compañía de más de mil millones de dólares, Ty Warner, el creador de los Beanie Babies, desestimó las objeciones cautelosas de uno de sus empleados: “Podría poner el corazón de Ty en estiércol y de todas maneras lo comprarían”. Pero se equivocó. Y la empresa no solo fracasó estruendosamente, sino que, más tarde, él casi termina en la cárcel.
No importa si usted es un billonario, un millonario o solo un chico que consiguió un buen empleo a temprana edad. La absoluta certeza que lo trajo hasta aquí se puede convertir en un lastre si no tiene cuidado. ¿Qué hay de las exigencias y los sueños acerca de una vida mejor? ¿De la ambición que impulsó el esfuerzo? La soberbia y los privilegios siguen estando pendientes. Lo mismo se puede decir del instinto que lo impulsa a tomar el control, ahora que usted es un adicto a él. ¿Lo impulsa el deseo de probarles a los que dudaron de usted que estaban equivocados? Bienvenido a las semillas de la paranoia.
Sí, hay ciertas tensiones y angustias legítimas que vienen con las responsabilidades y las cargas de su nueva vida: todas las cosas con las que está lidiando, los frustrantes errores de la gente que debía ser más cuidadosa, una infinita lista de obligaciones. Nadie nos prepara para eso, lo cual hace que estos sentimientos sean todavía más difíciles de manejar. Se suponía que la tierra prometida era agradable, no irritante. Pero no puede permitir que las paredes se cierren sobre usted. Tiene que controlarse y controlar sus percepciones.
Cuando Arthur Lee fue enviado a Francia e Inglaterra para adelantar labores diplomáticas en nombre de los Estados Unidos durante la Guerra de Independencia, en lugar de aprovechar la oportunidad para trabajar con sus colegas diplomáticos Silas Deane y el estadista Benjamin Franklin, se llenó de rabia y empezó a sospechar que ellos no lo querían. Al final Franklin le escribió una carta (una carta que probablemente todos nos hemos merecido en la vida en un momento u otro) que incluía el siguiente inciso: “Si usted no se serena, su temperamento terminará convirtiéndose en locura, pues ese es el primer síntoma”. Probablemente porque Franklin sí estaba al mando de su temperamento, decidió que escribir la carta era suficientemente catártico. Nunca la envió.
Si alguna vez usted ha escuchado las grabaciones de Richard Nixon en la Oficina Oval, habrá percibido la misma enfermedad y habrá querido que alguien le hubiera enviado a Nixon una carta como la de Franklin. Es una desgarradora visión de un hombre que ha perdido el control, no solo de lo que puede hacer de manera legal, o del objetivo de su trabajo (servir al pueblo), sino de su propia realidad. Nixon osciló entre la seguridad suprema y el terror. Habló por encima de la opinión de sus subordinados y rechazó información y críticas que desafiaban aquello en lo que él quería creer. Vivía en una burbuja donde nadie podía decir “No”, ni siquiera su conciencia.
Existe una carta del general Winfield Scott a Jefferson Davis, el secretario de Guerra de los Estados Unidos del momento. Davis se había quejado airadamente con Scott acerca de un asunto trivial. Este hizo caso omiso de las repetidas quejas hasta que, finalmente forzado a contestar, le escribió a Davis que lo compadecía: “Siempre es bueno compadecer a un imbécil enfurecido que lanza a todas partes golpes que solo le hacen daño a él”.
El ego es nuestro propio peor enemigo. También les hace daño a los que queremos. Nuestras familias y amigos tienen que sufrirlo, al igual que nuestros clientes y seguidores. Un crítico de Napoleón lo definió muy bien cuando comentó: “Él desprecia la nación cuyo aplauso busca”. No podía dejar de ver a los demás como gente que podía ser manipulada, gente a la que tenía que superar, gente que, a menos de que estuviera totalmente de su lado, estaba contra él.
Un hombre o una mujer inteligentes deben recordarse regularmente que su poder y su alcance tienen límites.
Alguien que se siente privilegiado supone que todo es suyo. Que se lo ha ganado. Al mismo tiempo, alguien que se siente privilegiado desdeña a los demás porque no puede concebir que sea posible valorar a otra persona tanto como a sí mismo. Suelta regaños y pronunciamientos que agotan a la gente que trabaja para y con él, y que no tiene otra opción que aguantar. El que se siente privilegiado sobrestima sus capacidades, juzga demasiado generosamente sus perspectivas y crea expectativas ridículas.
El control dice que todo se debe hacer a nuestra manera, incluso las cosas más pequeñas y anodinas. El control se puede convertir en un perfeccionismo paralizante o impulsarnos a pelear millones de batallas sin importancia, solo por el beneficio de mostrar que teníamos razón. Este también agota a la gente que necesitamos que nos ayude, en particular a la tranquila que no protesta sino hasta que la llevamos al punto de quiebre. Peleamos con el empleado del mostrador en el aeropuerto, con el representante del servicio al cliente por teléfono, con el agente que examina nuestra queja. ¿Para qué? En realidad, no podemos controlar el clima, ni el mercado ni a los demás, y nuestros esfuerzos y energías se desvían y pierden efecto.
La paranoia dice que no puede confiar en nadie. Está en esto totalmente sola y gracias a uno. Está rodeada de idiotas. Concentrarse solo en su trabajo, sus obligaciones y sus cosas no es suficiente, también tiene que estar orquestando distintas maquinaciones tras bambalinas (para ganarles la partida a los demás antes de que ellos se la ganen a ella; para castigarlos por los desaires que percibe).
Todo el mundo ha tenido un jefe, un socio, un padre así. Toda esa rabia, todos esos conflictos, todo ese caos. ¿Cómo resultó? ¿Fue bueno para ellos?
“Todo aquel que consiente miedos vacuos se gana miedos reales”, escribió Séneca, quien fue un asesor político testigo de cómo la paranoia destruye de manera alarmante.
El efecto perverso es que esa lucha implacable por ser el número uno puede animar a los demás a combatirnos y minar nuestro poder. Ellos ven ese comportamiento tal como lo que es: una máscara de la debilidad, la inseguridad y la inestabilidad. En su frenesí por protegerse, la paranoia crea la sensación de persecución para hacer de su víctima una prisionera de sus propios engaños y del caos.
¿Es esa la libertad que esperaba cuando soñó con tener éxito? Lo más probable es que no.
Así que deténgase.