Mehri abrió los ojos. Estaba acostada sobre la pila de alfombras.
—¿Se parece a su padre? —preguntó.
El anciano Karimi, con el bebé en brazos, miró a su mujer.
—¿No lo sabe? —susurró.
—Lo presiente —dijo Fariba mirando a la chica.
Fariba era mucho más joven que su marido y la única amiga de Mehri.
—Yo creo que no lo sabe —insistió él.
—Calla ya. ¿Le estás dando esa friega como te he enseñado?
—Sí, sí.
Karimi friccionaba el pecho y la espalda del bebé.
—¿En qué lío nos hemos metido? Tú no dejes de frotar —le ordenó Fariba; luego sacó un trozo de carne de la nevera y lo echó en una sartén—. Es para la madre, no para ti —le dijo a su marido y volvió la vista hacia Mehri—. El día que puso los ojos en ese hombre se desgració la vida. Le ofrecí que se viniera a trabajar contigo, aquí en la panadería, aunque dijo que prefería casarse con él. Y ahora mira lo que ha pasado.
Al rato, Karimi preguntó de nuevo:
—Mujer, ¿y esta criatura por qué no llora?
—Porque tiene los ojos azules —dijo Fariba—. Y está maldita, como su madre.
Mehri, envuelta en una manta, llevaba horas recostada en la pared sin hacer el menor movimiento. Le daba vergüenza mirar a su amiga.
—¿No te advertí que no te casaras con él? ¿No te lo advertí? ¿Cuántas veces te dije que ese hombre te pegaría?
Finalmente, Fariba arrebujó a la criatura, se la apretó contra el pecho y se acercó a ella.
—¿No quieres tenerla en brazos?
Mehri no contestó.
—No puedes hacer como si no existiera. Es una niña, sí, pero tampoco es que sea una desgracia.
—Su padre me matará —repuso Mehri.
Karimi también estaba recostado en la pared, con la cara oculta detrás de un periódico. Le temblaban las manos. Las tenía doloridas de haberla ayudado en el parto, pero eso ahora le resultaba tan embarazoso que no se atrevía a mirarla ni de lejos.
—¿Sabes qué te digo, marido mío? Que si tuviéramos una radio no te haría falta leer el periódico. Si casi no puedes sujetarlo, hombre —le dijo Fariba—. Dicen que en la radio ponen muchas cosas interesantes. Seriales. Cómo me gustaría oír uno de esos seriales...
Fariba dio la espalda a Mehri y acercó una cerilla encendida al carbón de la estufa.
El anciano se bajó las gafas a la punta de la nariz y dobló el periódico.
—Bobadas —replicó—. Tú preocupándote por esa tontada de la radio cuando en los barrios del norte de Teherán la gente ya presume de televisores. Además, encima de que aprendí a leer por mi cuenta, ¿cómo no iba a leer el periódico, eh? En aquellos tiempos nadie sabía leer. Mi padre y mi madre tampoco. Yo era el único niño de estos andurriales que leía. Aprendí las letras yo solo y tú...
—¿Qué es un televisor? —preguntó Mehri, levantando la vista.
A la luz de la lumbre, entrevió el pelo de la criatura. Era castaño rojizo, como el del padre.
—Lo mismo que una pantalla de cine sólo que en pequeño —respondió Karimi sin mirarla—. Tan pequeño que cabe en una habitación. En el norte de Teherán se ven por todas partes. El otro día Mosadeq salió en una.
—¿Y qué hacía nuestro primer ministro en la televisión?
—Pues demostrar que estaba vivo. Habían intentado matarlo. Los sinvergüenzas de los británicos lo más seguro. —Karimi devolvió la atención a su periódico—. Malditos sean todos. Cuando no son los comunistas son los británicos, y si no, esos del turbante, que se creen tan buenos como Dios, o esos...
Fariba dejó caer bruscamente la hervidora sobre el fogón.
—La pobre casi se nos muere esta noche ¿y tú preocupándote de tus políticos?
—No me sermonees delante de ella —replicó Karimi—. Maldita sea, si es que ya nadie ama esta tierra. Aparte de él. Mosadeq es grande. ¡Grande! Lo que yo te diga...
Mehri cerró los ojos y se hizo la dormida.
—Esto es un asunto de mujeres —añadió el anciano, ya sin vehemencia, señalando con la cabeza hacia Mehri—. No querrás dar que hablar a los vecinos, ¿verdad? No podemos tenerla aquí.
—Tranquilo, señor Karimi —repuso Fariba—. Usted siga ahí sentadito tomando su té y leyendo su periódico. Bastante tiene con imaginar lo que su gran Mosadeq pensaría de usted.
En el transcurso de los dos días siguientes, Mehri se negó a tomar en brazos a la recién nacida, ni siquiera cuando el padre de la niña, Amir, se presentó delante de la panadería de Karimi y la emprendió a patadas con la puerta. Desde el balcón de arriba, Fariba le gritó que su hijo no era tal hijo, que era una niña como Dios manda.
—¡Pues bájela que la mate! —gritó Amir.
—Tienes que ponerle un nombre a esa criatura —dijo Fariba volviéndose hacia Mehri—. Ahora mismo.
Al caer el día, la criatura seguía sin nombre, y Amir, sentado a la puerta, esperando para matarla.
—Da voces a todo el que entra en la panadería. He tenido que darle leche en polvo, que lo sepas. No es bueno para ella —se quejaba Fariba sentada en el suelo, cubierto de alfombras persas, y meciendo a la niña en brazos.
Luego cambió de postura y apuró de un trago el resto de ginebra que le quedaba en el vasito de té. Cuando terminó, lo dejó caer bruscamente sobre la alfombra.
—Podríamos hablar con tu hermano.
—Mi hermano no me va a ayudar —replicó Mehri.
—Siempre dices eso, pero ¿cómo lo sabes? Y ese niñato de Amir antes mataría a su propia hija que soltar dinero por ella. ¿Cuentas con alguien más aparte de tu hermano?
—No.
Karimi entró en la habitación y se sentó al lado de su mujer.
—¿Todavía estás indispuesta, hija? —le preguntó a Mehri.
Su tono era amable pero fatigado. Conocía a la amiga de su mujer desde que ella tenía trece años, cinco menos que Fariba. No soportaba verla sufrir.
Mehri se tapó con el velo y bajó la mirada. Mordisqueó una esquina desgastada de la tela. Hacía semanas que aquel velo no se lavaba. A veces, cuando iba por la calle, se preguntaba si la gente lo olería.
Fariba abrió sus gruesas piernas y, con el bebé en brazos, se puso de pie.
—Mujer —dijo Karimi, levantándose a su vez—, deja a la niña y ven aquí.
La pareja entró cuchicheando en la habitación contigua. Mehri los escuchaba, o al menos oía retazos suficientes de la conversación como para atar cabos.
—No puedo hacer eso —oyó decir a Karimi.
—¿Estás dispuesto a correr con los gastos? —dijo Fariba.
—Ésta es mi casa. ¡No olvides cuál es tu sitio, mujer!
—Mehri es mi amiga y yo hago lo que quiero con mis amigas. Además, la conozco: estoy segura de que lo de su hermano es mentira.
—El Gobierno no moverá un dedo por una familia como la suya —dijo Karimi.
—Entonces que su gente cargue con ello —repuso Fariba—. Qué quieres que te diga, marido mío, si no fuera por las leyes...
—Leyes aparte, ¿y con él qué hacemos?
—Con él, ya veremos más adelante. Si hace falta, le corto esa cabeza de panocha que tiene.
Mientras el panadero y su mujer seguían hablando, Mehri tomó en sus brazos a la recién nacida y salió por la puerta trasera. Bajo la nevada, se aflojó un poco el velo y se sacó el pezón, duro y renegrido. El pecho le dolió al contacto con el aire helado. Cuando llevó el pezón a los labios de la criatura, la leche se derramó. Mehri tenía frío, pero la piel del bebé estaba más fría aún. En el cielo, una nube ocultó la luna. Un manto de nieve empezaba a extenderse sobre la ciudad. Mehri notó la humedad de la sangre que le resbalaba por las piernas y dejaba un reguero de gotas tras de sí. Si Amir seguía el rastro, como un lobo solitario tras su presa, la encontraría.
Pero ella sabía muy bien cómo esquivarlo. De niña había mendigado por los barrios ricos del norte de Teherán, donde muy de vez en cuando le daban algo de comer. Casi siempre volvía a casa con las manos vacías, a diferencia de su hermano. Claro que él era hombre.
Cuando llegó a la avenida Pahlevi, que conectaba el sur con el norte de la ciudad y dividía mundos y existencias, le pareció muy distinta a como la recordaba: era una calle casi desierta, casi muda, donde los espectros hablaban mientras sus adinerados residentes llevaban un buen rato acostados. A la luz de las farolas, divisó las cuestas nevadas que ascendían hacia la cordillera de Elburz, a veinte kilómetros de distancia. De niña soñaba con alcanzar aquellas cumbres. Extendería los brazos y llegaría volando hasta ellas, igual que el ave fénix en las leyendas de la antigüedad. Entonces también solía preguntarse si se divisarían los secretos de la ciudad desde aquellas alturas. Si, al otro lado de los valles, la gente de la montaña respiraba con más libertad. Solía imaginarse a los ricos disfrutando de sus meriendas campestres al pie de las montañas y en las riberas de los ríos.
Al cabo de tres horas de caminata, llegó a un punto indeterminado del centro de la ciudad. Le temblaban las piernas. Sus músculos golpeaban contra el hueso una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, al ritmo de tambores de guerra, causándole un dolor atroz. Tenía todo el cuerpo dolorido. El sexo lo que más. ¿Y si la niña se le caía de los brazos?, se preguntó. ¿Se congelaría y serviría de mensaje de advertencia para las generaciones futuras? Ojo con nacer, ojo con vivir, ojo si vienes a este mundo y no eres deseada. ¿Y si el bebé se le caía y se le partía el cráneo en mil pedazos? ¿Se le romperían también todos los huesos del cuerpo? ¿O haría igual que en el parto y su instinto se impondría sobre todas las cosas y se quedaría a la fuerza en este mundo?
A medida que avanzaba, la ciudad se desplegaba ante ella. Construcciones y autopistas se sucedían ante sus ojos dejando a la vista el mundo de los privilegiados. Allí, en el centro de Teherán, los edificios eran más altos y de cerca parecían inmensos, tanto como las montañas que los enmarcaban. A un lado de la calle se alzaba el edificio más grande que había visto en su vida. Y sobre sus muros, la imagen de un señor de edad avanzada: el primer ministro, Mosadeq. Mehri lo reconoció. Todo el mundo sabía ya qué cara tenía. Se quedó observándolo un rato y luego continuó su camino, entre los vehículos aparcados y el escaso tráfico que circulaba silenciosamente de madrugada. Incluso los vehículos habían cambiado desde la última vez que había estado en aquella zona, pensó. Eran más aerodinámicos y de colores llamativos.
Las calles y las aceras se fueron ensanchando. Hacía tanto frío que le dolían los dedos de los pies. El bebé estaba extrañamente silencioso, como si intuyera lo que su madre se proponía hacer. Mehri se palpó los muslos doloridos metiendo la mano como pudo bajo las tres capas del velo: una por devoción, otra por cultura y la tercera por abrigo. Agarró un puñado de nieve haciendo un cuenco con la mano, la deslizó por debajo del velo hasta llegar a la zona del desgarro y trató de limpiar la mancha, pero sólo consiguió que le escociera más todavía al contacto con el frío. Sacó los dedos manchados de sangre. Le metió de nuevo el pezón en la boca al bebé, pero la criatura seguía resistiéndose a mamar.
Anduvo sin parar durante una hora hasta que llegó a un cruce importante. En los márgenes de la calzada se veían briznas de hierba asomando sobre la nieve. Mehri miró a su alrededor. Allí todo era nuevo, todo era moderno.
El cruce se abría a cuatro caminos. Podía darse la vuelta y regresar andando al sur, enfilar rumbo al norte, o quedarse allí, en las calles que se bifurcaban en dirección este y oeste. Al oeste divisó una vez más la imagen del anciano presidente, en esta ocasión impresa en las hojas de periódico pegadas en los muros de ladrillo. La calle al este era más estrecha, flanqueada por pequeños árboles que habían perdido las hojas con la llegada del invierno. Uno de ellos parecía distinto. Era una morera; un árbol que Mehri recordaba de su infancia. De niños, ella y su hermano se pasaban horas y horas recolectando frutos de un árbol como aquél. Recogían miles de moras blancas, las guardaban en latas y luego las dejaban secar. Las que ya estaban dulces las vendían. Al caer la noche habían sacado lo suficiente para comer, a veces incluso podían comprar carne con la que fortalecer los músculos.
Mehri nunca se había imaginado en el papel de madre. Nunca había creído que viviría tanto. La vida, sin embargo, se le había echado encima, la había arrollado, había crecido en sus órganos, entre sus músculos y sus venas, mes tras mes, hasta estallar de sus entrañas con la forma de aquel ser que ahora sostenía en los brazos. Mehri anhelaba abrazar a aquella niña, besarla incluso. Pero se limitó a acariciar la corteza de la morera y palpar sus ranuras. El bebé lloriqueó por primera vez, como si protestara, como suplicando clemencia.
Mehri siguió andando. Vio otra morera y, a su lado, la entrada a un callejón. Del callejón emanaba un intenso hedor a podredumbre. Se tapó la cara con el velo y se adentró en él. Había bolsas de papel llenas de basura apiladas a ambos lados. Con el bebé en un brazo, avanzó entre las dos hileras, buscando el lugar idóneo. No sentía emoción alguna. Había perdido la noción del tiempo. Cuando la dejó en el suelo, la criatura apenas se movió. Madre e hija se quedaron inmóviles unos minutos. La luz de la luna iluminó el rostro de la niña, y por primera vez Mehri la miró directamente a los ojos. Eran del mismo color que los suyos, como había observado Fariba. Mehri se agachó y le acarició las mejillas, el mentón y la frente. Bajo la luz de la luna, vio que le había manchado la cara con los dedos ensangrentados. Pero eso ya no tenía remedio.
Finalmente, se levantó y se fue por donde había llegado. Se marchó lejos de allí; tan lejos que ni a la luz de la luna habría visto a su hija de nuevo.
Los camiones retumbaban por la carretera de grava en la quietud de la noche, bullían como una hilera de hormigas; sus gruesas lonas impermeables se agitaban, los motores rugían y las ruedas levantaban una polvareda que enturbiaba el frío aire de febrero. Behruz Bakhtiar cerró los ojos. Una capa de mugre le cubría el rostro huesudo. A la luz de la luna vio pasar cuatro camiones de ocho ruedas cargados de reclutas llegados de provincias.
No sería Behruz quien los subiría al cuartel en su camión, como hacía habitualmente. Esa noche era la primera de las cuatro jornadas libres que tenía por delante. Lo que haría sería sacar un cigarrillo, encenderlo con la última cerilla que llevaba en el bolsillo y bajar andando por la montaña rojiza, donde la tierra se mezclaba con la nieve, para atravesar a buen paso la ciudad de norte a sur hasta llegar a casa. Aquél era su Teherán, y él su guardián secreto, el ángel posado en la cumbre que contaba los edificios, los árboles, las farolas y los transeúntes, que pululaban como insectos por las calles sin darse cuenta de que los vigilaban.
Qué rara es la gente, pensó Behruz, con el cigarrillo entre los delgados labios. Y emprendió el descenso de la montaña y la posterior caminata a través de la ciudad tal como tenía previsto, tal como llevaba ansiando todo el día.
Bajaba ágilmente por las laderas y de vez en cuando daba una calada al cigarrillo. Silbaba cuando le venía en gana. Había hecho aquel trayecto infinidad de veces, desde el día que había aprendido a subir conduciendo a la montaña. ¿Qué edad tendría entonces, diecisiete? Ya había cumplido los treinta y tres, así que habían transcurrido dieciséis años. Si multiplicaba sus días libres por dieciséis, eso significaba que había subido y bajado las laderas de Darakeh unas cuatro mil veces.
Claro que, de vez en cuando, el general de turno le daba permiso para bajar en camión y así ahorrarse las tres horas de caminata. Al principio de su vida conyugal, el general al mando, además de animarlo a bajar conduciendo, lo dejaba salir antes de hora para que pudiera atender sus deberes maritales, no sin recordarle lo vieja que era su flamante esposa. «¿Tú crees que esa mujer tuya va a poder con un joven lozano como tú?», le decía el general.
Behruz se había casado con Zahra a los diecinueve años, por insistencia de su padre. «El Profeta era un niño y tomó en matrimonio a una mujer de cuarenta años», le dijo su padre. Zahra, sin embargo, no estaba casada con ningún profeta. A sus treinta y seis años, seguía soltera y tenía un hijo, Ahmad, de la misma edad que su prometido. Ahmad no había asistido a la boda. Aquella noche, cuando un recién casado Behruz le preguntó a su esposa dónde estaba su hijo, Zahra respondió: «Perdido en alguna cárcel.» Y luego se abalanzó sobre él.
Cuando entró a trabajar de conductor para el ejército, Behruz era más locuaz y los soldados lo apreciaban. Se sinceraban con él y le contaban cosas de sus vidas en las granjas o aldeas, y si eran de Teherán, le hablaban de sus estudios y sus novias. El único que nunca le había abierto su corazón era un miembro de la familia real, un primo del rey. Pero el caso de aquel chico era distinto, e incluso le habían prohibido mirarlo a los ojos.
Behruz había aprendido a conducir con dieciséis años porque carecía de fuerza para la lucha o de cabeza para los libros. Su padre le había enseñado lo básico. Podría haberse dedicado a la venta ambulante de pan como su padre o trabajado en los yacimientos de petróleo como sus tíos, pero cuando le sugirió a su padre esa posibilidad, el hombre le arreó tal bofetada que Behruz se pasó días viendo las estrellas. Y nunca más se volvió a hablar del tema.
Ese día, mientras bajaba de la montaña, la tierra rojiza que pisaban sus botas seguía helada. Hacía tres noches del temporal, pero la nieve había cuajado y cubría el camino. El descenso no fue tan arduo como había imaginado. Bajó Darakeh en un santiamén y en nada se plantó en el extremo norte de la avenida Pahlevi, donde las calzadas estaban empedradas y las casas tenían solera. Había oído decir que el padre del rey había vivido en una de ellas.
Pasó junto a un coche viejo aparcado en la calle y hurgó en los bolsillos por si le quedaba algo de tabaco, pero no encontró nada. Un hombre iba caminando hacia él.
—¿Le importaría darme un cigarrillo? —dijo Behruz.
Había aprendido a tratar a los demás con cortesía, como se solía hacer en aquellos barrios. El hombre sacó un cigarrillo del paquete. Behruz tomó el pitillo y se lo metió entre los labios. El otro le tendió un mechero, y la llama parpadeó en la leve brisa.
—Gracias —dijo, e hizo ademán de continuar su camino.
—¿Y el dinero? —preguntó el hombre.
Él no contestó.
—¿Y el dinero? —insistió.
—¿Quiere que le pague por darme fuego?
—¿Usted qué cree?
Incómodo, Behruz se registró los bolsillos.
—Era broma, tonto.
El individuo se alejó entre risas.
Behruz apretó el paso y atajó por callejones secundarios. Sabía que se encontraba en algún punto del céntrico barrio de Youssef-Abad. Normalmente solía tomar la avenida principal, pero esa noche le apetecía cambiar. Las aguas residuales bajaban en torrente por los canales del alcantarillado, pero había moreras en flor flanqueando las calles. Aquel barrio era uno de sus favoritos. Le gustaban los pequeños comercios, el cine y los cafés, locales antiguos pero frecuentados por gente adinerada.
Estaba embobado mirando los rótulos en la fachada del cine cuando oyó el lamento: sonaba como un gato maullando de dolor. Se aproximó al lugar de donde creyó que provenía el sonido, pero el agua que borboteaba por las alcantarillas no le permitió localizarlo. Cruzó y se adentró en otra bocacalle: nada. Siguió recorriendo un callejón tras otro, saltando los canales de las alcantarillas. Cuanto más infructuosa resultaba la búsqueda, más crecía su urgencia. Sólo contaba con la ayuda de la luna. Ninguna vivienda de los alrededores estaba iluminada; era como si el resto del mundo durmiera.
Finalmente llegó a una morera rodeada de pilas de bolsas de basura. Una jauría de perros callejeros levantó la cabeza hacia él, y Behruz se los imaginó despedazando miembro a miembro al pequeño ser que había emitido aquel lamento.
Agarró un palo del suelo y se abalanzó contra ellos. Pero no se movieron. ¿Cuánto tiempo llevaban allí? Al acercarse, los perros se sentaron y se quedaron observándolo tranquilamente. Al final, se agachó y tomó en brazos a la criatura. Los perros le olisquearon los pies, se dieron la vuelta y se marcharon.
Behruz enfiló a toda prisa hacia la periferia de la ciudad; dejó a un lado los edificios deshabitados ocupados ilegalmente por los pobres y las pilas de cartón donde dormían los todavía más pobres. ¿Cuánto tiempo llevaría sin comer aquella criatura? Las tiendas todavía estaban cerradas, pero seguro que su mujer había comprado leche, pensó con desesperación.
El bebé no parecía tener más de tres días. A él empezaba a dolerle la cabeza. Las estrellas daban vueltas en el cielo. Por fin, no a mucha distancia, vislumbró el contorno difuso de su casa.
Behruz llevaba tres horas en el cuarto de estar de su casa intentando dar de comer al bebé. Había despertado a un vecino para pedirle leche, pero el bebé la había vomitado casi toda. Llenó de nuevo el capuchón de su bolígrafo en el cuenco de leche que tenía en el suelo. Llevó el minúsculo receptáculo a los labios del bebé, con cuidado de no inclinarlo demasiado. La leche se derramó sobre los labios de la criatura, pero en la boca apenas entraron unas gotas, y Behruz le limpió la cara con el revés del meñique. Volvería a intentarlo en un rato.
Zahra estaba durmiendo. Su hijo, Ahmad, excarcelado tan sólo dos días antes, había dejado las botas sucias sobre la mesa de la cocina. Lo habían mandado a la cárcel por cortarle los dedos a una persona, y Behruz estaba convencido de que volvería a las andadas.
Por la mañana, se le cerraban los ojos. Contempló la salida del sol por la ventana que daba al norte. Los rayos reptaban por el suelo en dirección a él. En el dormitorio, su mujer seguía profundamente dormida. Él se levantó, entró en la habitación y se quedó de pie junto a ella, con el bebé en el pecho. Zahra estaba arrebujada bajo las mantas. Tenía la tez clara y el pelo, liso y fino, en verano adquiría una tonalidad castaño claro. Últimamente le había dado por rizárselo con unos rulos pequeños de plástico.
Behruz regresó al cuarto de estar y dejó a la criatura en el suelo, con mucho cuidado. Luego se dirigió sigilosamente al dormitorio de nuevo.
—Tenemos que hablar —susurró.
Zahra se tapó los ojos protegiéndose de la luz del sol.
—Ah, ya estás en casa. Pensaba que ibas a pasarte la noche matándote a opio.
—Ven conmigo —dijo sacándola de la cama.
En el cuarto de estar, la criatura sacudía brazos y piernas y se rebullía como un insecto panza arriba.
—Creo que tiene hambre —dijo Behruz—. Le he dado un poco de leche, pero apenas ha tomado nada. Creo que necesita succionarla.
Zahra retrocedió ante la criatura.
—¿De dónde la has sacado? ¿En que lío nos has metido ahora? —le espetó secamente.
Behruz tomó al bebé en brazos.
—Qué va —replicó—. Me la encontré en un callejón, rodeada de basura. En Youssef-Abad.
—Eso está en la zona norte —dijo Zahra—. ¿Qué hacías tú con esa gente? Escúchame bien lo que te digo: deja ahora mismo a esa criatura donde la encontraste y que la escoria de su gente la recoja.
—Estaba rodeada de perros. No sé qué pretendían, pero...
—Sácala de mi casa. Y ya sé que vas por ahí haciendo cosas feas. A mí nunca me tocas, ¡ni que estuviera en llamas y tuvieras miedo de quemarte! Pero todos los hombres sois iguales. A alguien debes de estar tocando. —Agarró la carita del bebé—. Pero ¿tú te has fijado en los ojos? ¡Si son azules! Juro por el imán Husseín que has metido a un demonio de ojos azules en mi casa.
—Son verdes —replicó Behruz.
—No. Tienen algo de azul. Ha metido usted al diablo en casa, señor Bakhtiar.
Behruz se quedó en silencio escuchando mientras Zahra regresaba al dormitorio sin dejar de darle voces. Catorce años juntos y la ira de su mujer no había hecho sino empeorar. Miró al bebé. Zahra tenía razón: había un tinte azul en aquellos ojos. No se le ocurría cómo consolar a aquella criatura. Con lo fácil que le parecía de pequeño... Entonces jugaba a que acunaba a su bebé y le daba el pecho, igual que hacían las niñas del barrio. Aunque siempre con mucho cuidado de que su padre no se enterara. Ahora, sin embargo, esa criatura era real y lo único que se le ocurría era hablarle, dirigirse a ella de persona a persona. No de persona a muñeca ni de dueño a esclava. Eso haría, lo que todos los seres humanos habían hecho toda la vida, desde que el mundo es mundo.
—¿Quieres que te cuente un cuento? —le susurró a la pequeña, que tenía los arrugados párpados firmemente cerrados, como si se negara a encararse al mundo—. ¿Quieres que te cuente la historia del árbol de Tuba?
Y empezó a narrar la historia, confiando en ahogar con su voz los gritos de Zahra.
—Más allá de las nubes y el cielo, allá en lo más alto, hay un árbol, el árbol de Tuba. De sus raíces mana leche, vino y miel.
—¡Maldito sea el día en que me casé con un niño! —gritó Zahra desde la habitación contigua.
—Leche para alimentarte —prosiguió Behruz—, miel para endulzarte y vino para llevarte al país de los sueños.
Zahra gritó más fuerte.
—¡¿Se creía usted mi salvador, señor Bakhtiar? Pues no ha conseguido más que prolongar el infierno!
Él levantó al bebé, se lo acercó a los labios y le susurró al oído:
—El árbol de Tuba pertenece a los huérfanos del cielo, pues no existe nada más importante en el mundo, pequeña.
Interrumpió un momento el relato y aguzó el oído, pero Zahra había dado por terminada su invectiva. La pequeña había abierto los ojos, pero se estaba quedando dormida otra vez.
—Tú me cantaste desde aquel callejón —le susurró— y oí tu canción. Pero aunque yo no te hubiera oído y nadie te hubiera salvado, el árbol de Tuba habría estado esperándote y te habría acogido de todos modos.
Behruz calló y pensó si había hecho bien en salvar a la pequeña al fin y al cabo. Pero puesto que la había salvado y la había obligado a quedarse en esta cosa llamada vida, debía hacer algo más.
—A mí me encantaba la música, ¿sabes? De pequeño —dijo, y le metió el meñique al bebé en la boca para que succionara—. Cantaba a escondidas para que mi padre no se enterara. Arias sobre todo. ¿Sabes qué es un aria? Es como un pequeño cuento, como un grito en la noche. Si cantas un aria, el mundo entero sabrá que estás ahí. Sabrá de tus sueños y tus secretos; de tus penas y tus amores.
Behruz oyó que Zahra arrojaba una almohada contra la pared del dormitorio y calló. Al rato, como no la oía, prosiguió.
—Te llamaré Aria, por todas las penas y todos los amores del mundo —dijo—. Será como si nunca te hubieran abandonado. Y cuando abras la boca para hablar, todo el mundo sabrá quién eres.