Aria no sabía cómo contarle a Mitra que Hamlet y ella se habían prometido. Y al final no hizo falta: Maysi se encontró a la madre de Mitra en una tienda del barrio y se lo soltó ilusionada. Desde aquel momento, a Aria le fue imposible dar con su amiga. Mitra dejó de ir a clase y no respondía a sus llamadas.
Transcurrieron dos semanas sin que dijera una palabra ni diera señales de vida, y Aria estaba desesperada. Un día, al filo de la medianoche, agarró su manta de lana, una almohada y unas sábanas y salió a hurtadillas de su casa. Cuando llegó a la puerta de Mitra, colocó las sábanas y la almohada en el suelo y se arrebujó en la manta. Intentó mantenerse despierta toda la noche, pero el sueño la venció antes del alba. Por la mañana, al salir de casa, Mitra tropezó con su amiga.
—¿Estás loca?
—Al menos así hablarás conmigo.
Mitra no replicó y siguió su camino. Aria fue tras ella, arrastrando las sábanas.
—Déjame en paz. Ya tienes otros amigos con los que hablar.
—Mitty, ¿te lo han dicho? ¿Te has enterado?
Mitra se detuvo, pero no se volvió para mirarla.
—Enhorabuena.
—¿Por qué estás tan enfadada? Seguimos siendo amigos los tres.
Ya habían llegado a la avenida. Mitra echó a correr hacia una hilera de taxis estacionados junto a la calzada. Le hizo señas a uno y se montó antes de que Aria le diera alcance.
Tras aquel encuentro, Aria intentó acercarse a ella por otras vías. La buscaba en el campus, en las aulas y el bar de la facultad, pero Mitra tenía una habilidad especial para desaparecer entre la gente. Parecía camuflarse con toda naturalidad, como si cambiara de color y textura a su antojo. «Tendríamos que haberla llamado Pulpo en lugar de Ratoncita», le dijo a Hamlet un día.
Después de un mes, Aria y Hamlet se dieron por vencidos. Habían decidido casarse cuanto antes y convencieron a sus familias de que era lo mejor. Hamlet prometió convertirse al islam. No tenía ninguna necesidad de ser cristiano, le dijo a Fereshté. Además, los musulmanes creían en Jesucristo.
—Sí, pero Jesucristo no es nuestro Dios —repuso Fereshté.
—Es un profeta y punto. ¿Entendido? —dijo Maysi.
—Entendido —dijo Hamlet.
—¿Harás profesión de fe? —preguntó Fereshté.
—Sí.
—¿Dirás «No hay más Dios que Alá y Muhammad es su profeta»?
—Sí.
—¿Lo dirás en árabe? ¿En la mezquita?
—No sé árabe.
—Ni nosotras —dijo Maysi—. Pero con decirlo vale, hijo.
—Puede decirlo aquí mismo, Mana, y también contará —le dijo Aria—. No hace falta montar el numerito.
—No es ningún numerito. ¿Lo dirás en la mezquita? ¿Delante de los clérigos?
—Sí, señora Ferdowsi —afirmó Hamlet.
—¿Y a tus padres no les importará?
—Es posible que mi madre piense que todos sus crucifijos van a arder, pero qué le vamos a hacer.
—¿No te excomulgarán? —preguntó Fereshté.
—Para mí que ya lo han hecho —intervino Maysi—. Se pasa media vida aquí.
—Calla, Maysi —dijo Fereshté, luego se volvió hacia Hamlet y Aria y añadió—: Tenéis mi consentimiento.
El padre de Hamlet se avino al matrimonio con una condición: que le permitieran correr con los gastos de un fastuoso banquete. La madre, en cambio, accedió a la boda pero no aceptó la conversión de su hijo.
—Cuando se es cristiano, se es cristiano para toda la vida —afirmó y se aferró a su crucifijo—. Además, el chico está bautizado.
—Gracias a Dios, porque si no lo estuviera iría de cabeza al infierno —comentó Maysi.
En los días previos a la boda, Hamlet intentó convencer a Aria de que invitara a la familia Shirazí.
—¿Y que tu padre me odie aún más? —dijo ella—. Imagínate su reacción cuando los viera llegar con esos velos y esos zapatos sucios que llevan.
Sí consideró la posibilidad de invitar a Zahra, aunque no tenía ni idea de dónde localizarla ni de cómo ponerse en contacto con ella. En un impulso, dos días antes de la boda, rebuscó entre las escasas pertenencias que Behruz le había dejado y encontró un número de teléfono que creyó que podría ser de Zahra. Pero lo marcó y le respondió un hombre. Para su sorpresa, Aria reconoció la voz: era Ramin.
—Es que buscaba un número de teléfono —dijo ella, nerviosa—. El número de Zahra, pero supongo que...
—Lo tengo —dijo Ramin—. Me lo dejó junto con algunas cartas. ¿Quieres que te lo dé?
Aria tardó en contestar.
—No —dijo por fin.
La primera noche que Aria y Hamlet hicieron el amor quien estaba más asustado era Hamlet, pese a que llevaba años fantaseando con aquel momento. Aria no lo deseaba del mismo modo que él a ella, pero el deseo terminó llegando. De la noche de bodas en adelante, fue ella la que inició siempre el contacto amoroso. A veces hubiera preferido que Hamlet no fuera su amigo del alma. ¿Y si se hubieran conocido de mayores y sus caminos se hubieran cruzado como en las películas? Cuando sus cuerpos se entrelazaban y se fundían como uno solo, tenía que imaginar que estaba con otro y no con su viejo amigo del alma.
Los dos primeros meses hicieron el amor cada noche, en ocasiones dos veces, otros días más. Hamlet era más recatado de lo que Aria habría imaginado, y siempre prefería la misma postura, susurraba las mismas palabras y daba los mismos besos. De ese modo, el sexo, antes prohibido, incluso pecaminoso, pasó a ser un acto tan corriente en su día a día como cepillarse los dientes o ponerse al volante de un coche. Aun así, tardó cierto tiempo en obtener placer con la inmediatez que lo hacía Hamlet. Para él parecía tan fácil: era pisar el pedal y el vehículo se ponía en marcha. Aria tuvo que encontrar su manera, y cuanto más hacían el amor, más aprendía a alcanzar el placer. ¿Hubiera sido igual con otro hombre? Ella se resignó a no saberlo nunca, y se consolaba pensando que tampoco Hamlet conocería otras formas de hacerlo. Él había llegado tan virgen como ella a los torpes escarceos de aquella primera noche.
—Creía que siendo amigo de Reza habrías tenido toda clase de experiencias —le dijo una noche.
—¿Cómo? ¿Con Reza? —dijo Hamlet.
—Con él, no, por amor de Dios. Con otras chicas.
—¿Crees que Reza ha estado con muchas? —dijo Hamlet.
—Es la impresión que da.
Hamlet se quedó callado.
—Nunca me ha contado nada.
—Es un chico muy misterioso —dijo Aria.
A finales de verano Aria se quedó embarazada. Recordaba la ocasión perfectamente. Fue la misma noche en que comenzaron los disturbios. Por todas partes se oían disparos y tiroteos, y el sah había ordenado el toque de queda y obligado a todo el mundo a quedarse en casa. Había que estar de vuelta a las siete de la tarde y tener las luces apagadas antes de las ocho. No había más entretenimiento que hacer el amor.
Cuando terminaron, hablaron de Mitra.
—¿Tú crees que se siente sola? —exclamó Hamlet.
Aria se preguntó si había pensado en Mitra mientras lo hacían. Tampoco le habría importado que así fuera. Se lo debía a Mitra. Quizá, pensaría Aria más adelante, la idea de Mitra había propiciado la concepción.
Al cabo de un mes, el mismo día que Aria descubrió que estaba embarazada, Hamlet empezó el servicio militar obligatorio.
Le habían concedido una exención para terminar sus estudios de derecho, pero al final le llegó el momento de convertirse en soldado como los demás hombres. Oficialmente era servidor del sah y nada podía hacer para evitarlo.
Durante el último mes de embarazo, a Hamlet le dieron permiso para salir del cuartel. Una vez más Aria y él intentaron ponerse en contacto con Mitra. Fueron a ver a su madre y le juraron por la criatura que esperaban que darían lo que fuera por hablar con Mitra, pero ésta respondió enviándoles una nota en la que afirmaba estar muy enferma y no querer que la madre ni el bebé se contagiaran.
En las últimas semanas, a medida que el vientre le iba creciendo, Aria se vio asaltada por un hambre voraz y un dolor alarmante. Echó en falta a Mitra más que nunca, pero su amiga guardó las distancias durante todo aquel tiempo, como una sombra en las tinieblas.
El parto se prolongó dieciséis horas, y al bebé le costó salir al mundo. A Hamlet no le permitieron entrar en el paritorio; no era lugar para hombres, exceptuando que fueran médicos. Mientras Aria gemía de dolor, Hamlet corrió a la joyería que estaba delante del hospital y le compró un anillo con un zafiro y unos pendientes de rubíes.
La niña nació ocho horas después, por la tarde, con el ruido del tráfico ahogando tanto los gritos de la madre como los de la recién nacida. Con una mano, Aria agarraba el anillo que Hamlet le había regalado. La enfermera dejó al bebé en sus brazos, bien fajado para calmarlo. Aun así, la criatura temblaba.
—Que los pendientes sean para ella —dijo Aria, y se echó a llorar.
—De acuerdo —convino Hamlet, que besó a su mujer en la cabeza y acarició la piel de la niña—. ¿Qué nombre le pondremos?
A Aria se le ocurrió Fereshté, Zahra, Mitra, Mehri. Masumé no; era un nombre barriobajero. Suspiró. Ninguno de aquellos nombres la convencía. No estaba bien que un musulmán llevara el nombre de un familiar, vivo o muerto.
—¿Quieres que le pongamos Fereshté? —propuso Hamlet.
—Las musulmanas no llevan el nombre de sus madres.
—¿Y si le ponemos el nombre de la mía?
—Es que ahora eres musulmán.
Dos días después, volvieron a casa de los Ferdowsi con el bebé, sin haberle puesto nombre todavía.
Ese mismo día reapareció Mitra. Estaba de pie junto a la farola que se alzaba frente a la casa cuando Hamlet la vio. Esperó, observándola desde el ventanuco de la puerta. Mitra no se movió del sitio. Cuando Aria y la niña se quedaron dormidas, Hamlet salió a la calle, encendió un cigarrillo y miró en su dirección.
Mitra se acercó a él.
—¿Disfrutando de la vida? —preguntó.
—Qué alegría verte, Ratoncita. La niña...
—Debe de ser preciosa. Tengo la sensación de que me he perdido la fiesta.
—Sí, pero llevo días sin pegar ojo. ¿Cómo está tu padre?
—Lo han vuelto a soltar. El sah está en apuros. Supongo que habrá pensado que poniendo en libertad a todos los prisioneros, se calmará el ambiente.
—Ya. Los disturbios no ayudan. ¡Aria pretende ir a una manifestación con la niña! ¿Te imaginas? Se necesita estar loca... —Hamlet volvió la cara y soltó una bocanada de humo—. ¿Tú estás bien?
—¿Por qué no iba a estarlo? Ahora parece que a todos nos irá bien, ¿no? Por fin habéis encontrado a vuestro salvador en la persona del señor Jomeini —dijo Mitra.
—El que buscaba un salvador era Reza —replicó Hamlet—, no yo.
—Creo que voy a desaparecer por un tiempo. Puede que no vuelvas a verme nunca.
—¿A qué te refieres?
—¿De verdad la quieres? —preguntó Mitra y señaló hacia la casa con la cabeza.
—Claro que la...
—No, quiero decir, ¿más que a mí? ¿O de otro modo? ¿La quieres de un modo distinto a como me querías a mí?
—Claro que te quiero. Que te quería. Y aún te quiero.
—¿Alguna vez me has querido como la quieres a ella ahora? ¿Alguna vez me has querido así?
Hamlet se acercó a ella, pero Mitra retrocedió.
—Entra —le dijo Hamlet—. Verás a la niña. Tiene los mismos ojos que yo. Y mucho pelo. Negro como el carbón. No lo ha sacado de ninguno de los dos.
Mitra rió.
—¿Estás seguro de que eres el padre?
—No seas tonta, Ratoncita. —Señaló la puerta—. Entra, haz el favor. Te echamos de menos. —Hamlet estaba medio vuelto de espaldas—. Ven.
—¿Para que podáis enseñarme lo desgraciada que soy?
—Mitra...
—¿Ya le habéis puesto nombre?
—A Aria no se le ocurre cómo llamarla. Según ella no le pega ningún nombre.
—Aún hay tiempo —dijo Mitra.
—Te aprecio mucho, Ratoncita —dijo Hamlet.
—He venido para despedirme. —Retrocedió unos pasos—. Seguramente me marcharé a España, creo que ahora mismo es la mejor opción. Pensé en ir al Caspio, pero me recuerda demasiado a ti. Armenia está justo al otro lado. —Rió y señaló el tejado de la casa de los Ferdowsi—. Una vez, estando allí arriba, Aria y yo hablamos de nuestro futuro. Me dijo que ella no pensaba casarse. —Mitra se enjugó una lágrima—. Y yo le conté la clase de hombre que quería: divertido, fuerte y un poco tontorrón. Le dije que no quería a alguien como tú, aunque supongo que mentí. Parece que la vida acaba siendo lo contrario de lo que queremos. De otro modo, nunca aprenderíamos nada. En España, cuando la gente me hable no entenderé lo que dicen. Quizá a nosotros dos nos ha pasado lo mismo: yo te hablaba y tú no me entendías o era yo la que no te entendía a ti. A lo mejor algún día habrá un idioma universal con el que se puedan evitar estos malentendidos. ¿Tú qué crees?
Mitra sonrió de nuevo y por un instante Hamlet pensó que esperaba que la siguiera. No lo hizo y su rostro se perdió en la penumbra, hasta que al poco se desvaneció su sombra.
Mitra nunca llegaría a irse a España, ni siquiera al Caspio, pero en cierto modo su presagio se cumplió: aquélla sería la última vez que se vieran los dos.
Seis canarios amarillos cantaban al otro lado de su ventana. Mehri los observaba desde el cuarto de estar. En silencio, puso nombre a cada uno de ellos; uno se lo quedaría ella y los demás los repartiría entre sus hijas. Incluso Gohar, que se estaba muriendo, y aquella hija a la que tantos años atrás había abandonado a su suerte en un callejón bordeado de moreras tendrían el suyo. Sus otras hijas estaban sentadas a su lado, y su marido de pie junto a ellas. Nunca le había contado a su marido que el panadero le había dejado una fortuna, y ahora le remordía la conciencia, aunque el destino que había dado a aquel dinero al menos había aliviado su otra culpa. Su marido se ganaba mejor la vida desde hacía unos años, con lo que habían podido mudarse a unas viviendas más al norte, a aquella casa con vistas.
Mehri llevaba mucho tiempo enferma y su familia estaba esperando el fatal desenlace.
Por la ventana donde cantaban los canarios, Mehri también veía al chico de la casa de al lado. A decir verdad, ya era un hombre hecho y derecho, con las facciones muy marcadas y una barba un tanto descuidada que ahora le tapaba el labio partido. Iba vestido de negro de la cabeza a los pies. Una semana antes, desde aquella misma ventana lo había visto llegar a casa con un paquete atado a la parte trasera de la motocicleta. Lo desenvolvió y sacó una bonita camisa blanca y unos pantalones del mismo color. Luego fue hacia una pila de herramientas y extrajo un bote de espray negro. Extendió la camisa y los pantalones blancos sobre el suelo mugriento, los roció de negro y los puso a secar al sol. Mehri suponía que eran las prendas que llevaba puestas en ese momento, y se preguntó si los zapatos también habrían sido blancos alguna vez.
Al otro lado del cuarto de estar, su marido y las niñas se habían congregado en torno a la radio. Alguien repetía en voz alta la misma advertencia: todo el mundo debía quedarse en sus casas o atenerse a las consecuencias. El sah se encargaría de que así fuera.
—Por mi culpa, todo por mi culpa —murmuró Mehri, febril.
Los canarios cantaron al son de su lamento, y el chico de la casa de al lado se marchó en su moto. Mehri volvió la cabeza hacia el señor Shirazí. Su marido no podía acudir al trabajo porque los tenderos habían cerrado el bazar desafiando al sah. Todas las luces de las casas estaban apagadas, pero de las azoteas lejanas llegaba el eco de voces que gritaban «¡Dios es grande!». Las voces atravesaban las nubes y caían sobre las calles desiertas de la ciudad.
Mientras al otro lado de la ciudad los canarios le cantaban a Mehri, Aria se paseaba de un lado al otro de su piso con la niña en brazos y el meñique metido en su boquita para que se calmara cuando se produjeran los inevitables disparos. A pocas calles de distancia, Fereshté y Maysi, sentadas cada una en su rincón habitual de la sala de estar de los Ferdowsi, hacían punto en silencioso recogimiento. La habitación estaba en semipenumbra y al fondo se oía el crepitar de la radio. Aria había llamado por teléfono un rato antes para comunicarles que Hamlet aún no había vuelto a casa, y Fereshté y Maysi temían que se lo hubieran llevado preso. Cuando sonó el teléfono de nuevo, las dos dieron un respingo. Fereshté le indicó con la mano a Maysi que se quedara sentada y se levantó a atender la llamada.
—No te preocupes —dijo ella por el auricular—. Sabrán que está del lado del pueblo. Que lleve uniforme no significa nada.
Luego se cortó la comunicación, como venía sucediendo una y otra vez desde que, meses atrás, había estallado la revolución.
Aria acunó en sus brazos al bebé, que todavía no tenía nombre. Desde que Mitra había desaparecido no se había visto capaz de ponerle nombre a la niña.
Fereshté colgó el auricular y siguió haciendo punto; al rato, sin embargo, se dio cuenta de que aunque había continuado tejiendo según el patrón, se había equivocado por completo con los colores. Tendría que deshacerlo y empezar de nuevo.
—¿Qué hace allí sola en ese piso? ¿Por qué no se trae a la criatura aquí? —dijo Maysi.
Fereshté no respondió. Lanzó una ojeada al otro extremo de la sala, donde el viejo gramófono de su padre, arrinconado desde hacía años, acumulaba polvo. Alguien había dejado puesto un disco y su antigua pátina negra empezaba a agrisarse. Fereshté fue hasta el gramófono y llevó un dedo a la superficie del disco. El título de la canción se había borrado con el tiempo. Pasó un dedo por el plástico y luego se lo acercó a los labios y sopló el polvo. Si Ya’far viera aquel deterioro, se le partiría el alma. Fereshté limpió el resto del polvo con un pañuelo de papel que se encontró en el bolsillo y dejó caer la aguja en el primer surco. El brazo de madera al que iba acoplada crujió con el movimiento. La madera había empezado a descascarillarse.
—¿Usted cree que es momento de poner música? —dijo Maysi.
—¿Qué mejor momento que éste? —repuso Fereshté.
El débil lamento de un violonchelo resonó por el cuerno del gramófono.
—¿Te acuerdas, Maysi? No, cómo te vas a acordar. Eras muy pequeña entonces, y Zahra también.
—Voy a preparar algo de comer por si esa muchacha decide venir por casa con mi niña. Casi nunca la veo —se lamentó Maysi.
Pero Fereshté estaba distraída escuchando una ópera de Vivaldi, Il Farnace. Mientras la música sonaba suavemente de fondo, recitó para sí las palabras de aquel padre, desconsolado por la muerte de su hijo: «Siento correr la sangre helada por mis venas. La sombra de mi hijo exangüe me aterra y, para mayor pena, creo haber sido cruel con un alma inocente, con el amor de mi corazón.»
La moto de Kamran derrapó junto a un bordillo. Por un instante perdió el control, pero enseguida enderezó el vehículo. En el escaso rato que llevaba en la calle, la gente se había ido congregando. Pequeños grupos desembocaban en las vías centrales llegados de avenidas y bocacalles adyacentes, sumándose a la concentración principal.
Kamran se subió con la moto a la acera y luego bajó de nuevo a la calzada. Llevaba dando bandazos así desde que había salido de casa. Era un buen modo de decir «aquí estoy yo», pensó, de demostrarle a la gente quién llevaba la voz cantante.
—¡Por la calzada no! —exclamó un transeúnte—. ¡Protéjase en la acera!
Kamran no le hizo caso. No le importaba que le pegaran un tiro. Nada le impediría cumplir su misión de llegar al lugar designado antes de que se repartieran todas las armas. Lo único que le importaba era Jomeini y la gran bendición que el anciano se disponía a otorgar a su pueblo.
—Por ahí han levantado barricadas. ¡Ve por otro lado! —le gritó otro.
Esta vez Kamran no tuvo alternativa. Embocó un callejón y dejó atrás la avenida Pahlevi. Apagó la moto y se bajó a echar un vistazo. Los soldados habían cerrado el paso con sacos de arena y camiones; no podía ver lo que sucedía al otro lado de la calle. Un anciano vestido con traje y corbata y que olía a colonia se acercó a él.
—Están por todas partes —dijo el hombre—. ¿Tiene un helicóptero? Porque como no sea volando no va a poder evitar a esos cabrones amigos del sah.
Kamran se fijó en su corbata. Jomeini había mencionado que la corbata era un símbolo occidental de riqueza y que no había que fiarse de quienes la llevaran.
—Ahora la única opción es el fuego —dijo el anciano y señaló al fondo del callejón—. Fíjese en los contenedores de basura, la gente está haciendo cócteles molotov. Fuego. —Le temblaban las manos y la cabeza—. Han enseñado a hacerlos también a las mujeres.
Una andanada de disparos surcó el aire. Kamran saltó a la moto y se alejó de allí.
Aria acercó los labios del bebé a su pezón, pero no tenía leche. Ni siquiera leche artificial, la de fórmula que se vendía en el mercado negro. Todo estaba desapareciendo: alimentos, dinero, personas. Lamentó no haberle dicho a Hamlet que comprara algo de camino a casa; aunque, pensándolo bien, raro sería que le vendieran nada vestido con aquel uniforme. A lo mejor se le había ocurrido cambiarse antes.
Oyó gritos lejanos procedentes del sur de la ciudad. Con la niña en brazos, fue a la ventana del dormitorio, que daba a Youssef-Abad. En la distancia se alzaban columnas de humo.
Aria se apartó de la ventana y bajó la vista hacia su bebé.
—¿Qué nombre te voy a poner? —le preguntó con dulzura.
El estruendo había ahogado el canto de los canarios y ensordecido a Mehri. La gente se estaba concentrando delante de la casa y a todo lo largo de la calle. Pese a las advertencias y los toques de queda del Gobierno, había más gente en la calle que nunca.
—¿Y si entran a por nosotros, babá? —preguntó Ruhi.
—Eso no pasará —respondió el señor Shirazí—. Los malos no vendrán por aquí. —Luego miró a su mujer—: Voy a salir. Si llaman a la puerta, se estén desangrando o no, les abres. Sean quienes sean.
—¿Y si el que se está desangrando es uno de los malos? —preguntó Ruhi.
—Me da igual —dijo el señor Shirazí—. Debéis abrirles la puerta.
El ruido crecía, como olas encrespándose y a punto de romper.
Ramin bajaba pedaleando por las estrechas carreteras de Darakeh. En el último momento había decidido enfrentarse a sus miedos. Se sumaría a la protesta, y ni las amenazas ni el temor a acabar otra vez en Evin lo detendrían. No temía que volvieran a torturarlo.
Llegó hasta la avenida Pahlevi y al pasar por el cuartel cercano al parque de Lalé pensó en Behruz. Mientras Ramin pedaleaba, Fereshté y Maysi contemplaban el resplandor de las hogueras por la ventana de la fachada principal; Aria entraba en el coche con su bebé sin nombre; Kamran circulaba en su vieja motocicleta dejando una estela tóxica tras de sí; Hamlet se abría paso lentamente entre las ruinas de una ciudad que estaba mudando de piel, y Mehri se sentía henchida de luz, ingrávida por primera vez en veinticinco años. Esa luz la había conducido al exterior, al hueco de una escalera que arrancaba al fondo de su balcón, y había impulsado su ascenso peldaño a peldaño. Y para su propio asombro, allí estaba, su menudo cuerpo de pájaro envuelto en un velo, de pie en la azotea y exclamando al unísono junto con miles, tal vez millones, de personas: «¡Dios es grande!».
Los helicópteros sobrevolaban las multitudes, cargados de francotiradores listos para disparar.
Aún no había anochecido, pero las columnas de humo que salían de los contenedores en llamas habían teñido el cielo de negro. Kamran se arrancó un jirón de una manga y se llevó la tela a la boca para protegerse de la tóxica humareda. Dirigió lentamente la moto hacia una esquina y desde allí vio a ocho individuos que saltaban de un pequeño Volkswagen cuyo motor se había incendiado tras recibir el impacto de un francotirador.
Kamran ansiaba desesperadamente hacerse con un fusil. Había oído que se estaban repartiendo en las mezquitas y que el cuartel general, adonde iban a trasladar a Jomeini cuando regresara al país, se había instalado en un centro de primaria para niñas. Varios clérigos se encontraban ya allí reunidos para planear los siguientes pasos. Kamran vio a los ocupantes del Volkswagen disparar contra el francotirador y ansió ser uno de ellos.
De pronto, empezó a lagrimear y notó que le faltaba el aire, como si el corazón se le hubiera hundido en los pulmones. Se había producido una explosión, y el calor abrasador de la onda expansiva le nublaba la vista. Era consciente de que había miles de personas a su alrededor, pero ya no podía verlas ni oírlas; sólo sentía aquella intensa quemazón. Cayó de rodillas y en el acto levantó la vista hacia una azotea cercana. Le pareció ver un fusil, pero el que apuntaba retrocedió. Entonces Kamran reparó en que había un cuerpo tendido a su lado. Se lanzó al suelo y se tapó la cabeza. Mientras estaba allí tumbado, percibió algo caliente en la mejilla izquierda, algo líquido. El líquido le había entrado por la boca. Con la cabeza agachada, le dio la vuelta al cuerpo que tenía al lado. Era una niña; no tendría más de catorce años. Sus ojos entornados se clavaron en él. Sonreía sin vida.
Muchos años después, cuando peinase canas y recibiera trato de «señor», cuando fuera un hombre rico y temido, Kamran contaría que en una ocasión había visto sonreír a una niña muerta. Era una sonrisa preciosa, diría, y sus labios los más hermosos que había visto jamás. Y también él sonreiría al decir eso, aunque sus labios fueran muy distintos a los de la niña.
Las balas silbaban en derredor mientras Ramin empujaba su bicicleta. Al fondo de la calle vio una multitud vociferante que intentaba derribar unas barricadas; dio media vuelta y avanzó en sentido contrario mientras oía unos sollozos. Vio a un hombre mayor inclinado sobre el cadáver de una niña en un charco de sangre. Ramin no pudo verle la cara al hombre que lloraba, en parte porque tenía a otro individuo encima. Éste era más joven, llevaba barba y vestía de negro de la cabeza a los pies. Intentaba en vano apartar al sollozante del cadáver de la niña.
—¡Hermano, cuidado! —lo avisó Ramin a gritos.
Había divisado a francotiradores en las azoteas. Acto seguido oyó una salva de disparos, que hicieron impacto junto a los tres cuerpos entrelazados, pero sin acertar a ninguno.
—¡Agáchate! —gritó de nuevo.
Esta vez, arrojó la bicicleta a la acera y se abalanzó sobre el grupo. Agarró al anciano, que intentaba levantar el cadáver de la niña, y lo tumbó en el suelo. Luego miró al otro hombre, al joven barbudo que estaba sentado a un lado abrazándose el cuerpo. Otra ráfaga de balas cruzó el aire silbando y la muchedumbre se dispersó; unos se adentraron en el callejón y otros se arrimaron a la pared del edificio, fuera del alcance de la vista. Tan pronto como cesó la andanada de disparos, todos regresaron otra vez al centro de la plaza.
—¿Este hombre es el padre de la niña? —le preguntó al joven.
—No lo sé. Yo sólo he visto la bala; bueno, la he oído. Le ha dado en todo el pecho, se ha desplomado... y luego ha venido él corriendo. No sé si es su padre.
—Tiene sangre. Pero creo que es de la niña —dijo Ramin y le bajó la cremallera de la chaqueta, pero no vio ninguna herida—. ¿Está usted bien? —le preguntó levantando la voz.
El anciano se echó a llorar otra vez, pero no respondió.
—Vamos —le dijo Ramin al joven—. Échame una mano, vamos a ayudar a este hombre.
El joven se levantó.
—¡Ambulancia! —exclamó.
—Baja la voz —le advirtió Ramin—, o te pegarán un tiro a ti también.
—Ya viene. ¡Aquí! ¡Aquí!
Junto a Ramin, el anciano estaba agachado de nuevo sobre la niña, pero ya no intentaba levantarla.
La ambulancia, con la carrocería acribillada a balazos, entró reculando en el callejón.
—¡Deprisa! —los instó a voz en grito el conductor, y su compañero, que iba en el asiento del copiloto, saltó de la ambulancia y abrió a toda prisa las puertas traseras del vehículo—. Échenla dentro.
Ramin y el joven de la barba deslizaron el cadáver de la niña en la parte trasera de la ambulancia y ayudaron a subir al anciano y a sentarse a su lado.
—¿Los demás se encuentran bien? —preguntó el conductor de la ambulancia.
—Muy bien —respondió Ramin—. Pero el viejo... cuiden de él.
—Aléjense de las calles. No se pueden imaginar la que se está liando —les advirtió el conductor, que cerró la portezuela y salió de allí a toda velocidad.
Ramin se limpió el sudor de la frente con la manga de la camisa.
—¿Cómo te llamas, hermano? —preguntó.
—He visto cuando la bala le daba a la niña. Me ha pasado justo al lado de la cabeza.
—Yo me llamo Ramin —dijo tendiéndole la mano ensangrentada al joven, que la estrechó con firmeza.
—Y yo Kamran. Dios todo lo sabe, hermano, créame. Ojalá pudiera hacerme con un arma yo también. He visto al que ha matado a esa niña, estaba allá arriba. Lo he visto con mis propios ojos. Si yo fuera armado...
Aria arrancó el coche, que había dejado aparcado delante de su casa, y salió a la calle 41 del barrio de Youssef-Abad. Un extremo de la vía estaba bloqueado por una barricada, y en el otro se oía el retumbar de los pasos de miles de manifestantes. Sabía por sus vítores que se trataba de civiles, no de soldados. Le sorprendió que la manifestación hubiera conseguido llegar tan al norte de la ciudad y se preguntó cuánto tardarían en alcanzar el Palacio de Niavarán. Pensó fugazmente en todo el trabajo de orfebrería que el padre de Mana había llevado a cabo en aquel palacio. ¿Arrasarían con todo?
El llanto del bebé había ido en aumento. Al no poder acceder a las calles principales desde el extremo bloqueado de la avenida, Aria se vio obligada a dar un rodeo por las estrechas callejuelas y desembocar en la avenida Pahlevi, atestada de revolucionarios que la emprendían a golpes y patadas contra los coches. Y si no veían ocupantes dentro, volteaban el vehículo.
Alguien le pegó una patada a uno de los faros de su coche y Aria oyó que se hacía añicos. Pisó a fondo el acelerador y logró dejar a un lado el atasco y acceder a un breve tramo vacío que se había abierto entre el norte y el sur de la ciudad. Una negra humareda volvía el aire irrespirable y los contenedores de basura ardían en llamas. Avanzó lentamente con el coche, temiendo que alguien se lanzara a la calzada y lo atropellara. Se oían disparos a lo lejos y se preguntó dónde estaría Hamlet.
Sola en lo alto de un edificio, una figura vestida de negro elevaba los brazos al cielo.
—¡Dios es grande! ¡Dios es grande! —exclamaba Mehri, y el eco le devolvía su voz y desataba otra exclamación espontánea. Nunca había percibido semejante potencia en su voz. Reverberaba y hacía retumbar el edificio. Se fundía con millares de voces más, danzaba con ellas. Así que Mehri gritó una y otra vez hasta quedarse sin fuerzas—. ¡Dios es grande! ¡Dios es grande!
Farangiz y Ruhangiz la habían seguido a toda prisa por la escalera, con Gohar a la zaga.
—¿Qué hace? —preguntó Ruhi.
—Yo qué sé —dijo Farangiz.
—Le van a pegar un tiro.
—Qué va.
Ruhi empujó a la respondona de su hermana.
—Cómo que qué va. Y si se muere ¿qué?
—¿Y qué si se muere? Tampoco pasaría nada. ¿Es que no lo entiendes? —Farangiz agarró a su hermana—. De todos modos ¿quién dice que necesitemos una madre? A lo mejor si la tonta de nuestra madre estuviera muerta no seríamos lo que somos. A lo mejor yo habría ido al colegio y Gohar no estaría siempre poniéndose enferma. Y tú a lo mejor no tendrías miedo de todo, pánfila, que eres una pánfila. ¿Qué sabes tú de la vida? Si casi no has ido al colegio. No sabes ni jota de nada. Lo único que sabes es lo que te han metido en la cabeza, y todo por haber tenido una madre como ésta. ¿Sabes adónde seguramente habrá ido nuestro padre? Al bazar, para proteger la tienda. Le preocupa más el bolsillo que sus hijas. ¿Tú crees que habría hecho eso de haber tenido hijos varones? ¿Es que no ves nada, Ruhi? Pánfila, que eres una pánfila.
Farangiz apartó a su hermana de un empujón y bajó la escalera a toda velocidad. Las otras dos miraron a su madre que, envuelta en el velo negro, contemplaba la ciudad de espaldas a ellas.
Mehri se acercó un poco más al borde de la azotea y de nuevo se puso a invocar a Dios a voz en grito mientras amanecía en la ciudad envuelta en llamas.
—¡Dios es grande!
Kamran y Ramin corrieron hacia una hilera de casas. No estaban solos; un grupo de unas cincuenta personas corría detrás de ellos buscando alguna puerta abierta por la que colarse. Ramin cerró la primera de un portazo y los dos se dejaron caer al suelo.
—¿Qué está pasando, señor Ramin? —preguntó Kamran mientras en el exterior rebotaban las balas.
—Los mayores han dejado abiertas las puertas de sus casas para los jóvenes —le explicó Ramin y de pronto la puerta se abrió de nuevo y otras cinco personas se apresuraron a entrar en la casa y se abrieron paso a duras penas por el corredor—. Aquí no hay espacio para todos. Si sigue entrando gente, corremos el riesgo de morir aplastados.
El pasillo estaba a oscuras. Kamran palpó la pared buscando un interruptor, pero no encontró ninguno.
—Pasen, pasen —dijo una voz en la penumbra. Un hombre abrió una de las puertas del pasillo y los invitó a entrar en una sala de estar—. Siéntense, muchachos, siéntense. ¿Agua? ¿Alguien quiere agua?
Era un señor alto y ya mayor, con la cara larga y los dedos largos y, por lo que Ramin pudo apreciar en la penumbra, de tez tan transparente como una medusa. Otro hombre, más joven y robusto, pese a que andaba con bastón, salió a su encuentro.
—Diles que pasen, Ya’far, rápido. Siéntense, hijos. Les daremos un poco de agua. Siéntense.
En la sala de estar, Kamran y Ramin se sentaron en el borde de un sofá donde se apretujaban varias personas más. Una mujer, mayor pero no tanto como los dos hombres, entró por una puerta trasera con unos vasos de agua en una bandeja.
—¿Qué ha pasado ahí fuera, muchachos? —preguntó la mujer mientras repartía los vasos.
Una avalancha de voces respondió a su pregunta.
—Han abierto fuego.
—Han intentado matarnos a todos.
—Psicópatas.
—Dios hará justicia. El gran imán Husseín se encargará de ellos.
—Han sido ese despiadado sah y su despiadada escoria.
Los más jóvenes se enzarzaron en una discusión.
—¿Y qué tienen que ver un falso dios y los imanes en todo esto? El hombre está solo.
—Un día destronaremos al sah.
—El imán Jomeini se encargará de él.
—¿Ahora ya es imán? Pero ¿ayer no era un simple ayatolá? Estos fanáticos... no sé cuándo vais a aprender.
—Quienes se encargarán del sah serán los comunistas.
—Esto ha sido cosa de los ingleses.
—¿Quién lo ha nombrado imán?
—No, esto ha sido cosa de Estados Unidos.
—La democracia nos salvará.
—Quien nos salvará será Jomeini. El islam nos salvará.
La señora levantó los brazos pidiendo paz.
—Callad, muchachos. Es inútil que habléis todos a la vez. No entiendo nada de nada. ¿Quién quiere más agua? Y sopa. Marido mío, ¿está lista la sopa? ¿Señor Mammad, está lista la sopa? ¡Dese prisa, señor, dese prisa!
Mammad salió por la puerta de la cocina empujando un carrito.
—Ya voy —le dijo a su mujer.
Sobre el carrito humeaba un puchero.
—Siento decir que no nos queda pan —se disculpó Mammad—. El último grupo se lo comió todo.
—Todavía hay jóvenes fuera, Mammad —observó Ya’far.
—Ya’far, ya no nos queda sitio. Tendrán que buscar otro lugar donde refugiarse. Madame Nasrín, reparta los cuencos entre esos muchachos mientras yo doy una vuelta por la sala, haga el favor.
En el sofá, Ramin reparó en que Kamran bisbiseaba y se inclinó para escuchar qué decía.
—Agua maldita, agua maldita —susurraba Kamran una y otra vez. Los demás también se habían fijado en él.
—¿Qué le pasa a ése? —dijo un hombre que estaba al otro lado de Kamran.
—No lo sé —respondió Ramin.
—Tiene los labios morados —observó otro.
El señor del bastón se le acercó y sacudió a Kamran.
—¡Despierta, muchacho!
—No lo sacuda así, haga el favor. Ya me ocupo yo de él —dijo Ramin y agarró a Kamran por los hombros—. ¿Estás bien? Eh, ¿estás bien?
Kamran volvió en sí un instante y clavó los ojos en Ramin.
—Conozco a esa mujer —susurró—. La vieja que ha traído el agua. Hay que salir de aquí. Armas. Necesitamos armas.
—¿Se nos ha colado un chalado? —dijo una chica al fondo de la habitación—. A ver, amigo, que acabas de llegar. Cálmate un poco. ¿No has visto a todos esos francotiradores disparando desde las azoteas?
—¡Calla, mujer idiota! —gritó Kamran—. ¡Aniquilaremos a toda esa gente!
Ramin lo sujetó con fuerza.
—Kamran, no hables así. Ten un poco de respeto.
—Hablaré como me salga de los cojones y con quien me salga de los cojones. Crearemos nuestro propio ejército y los haremos picadillo. Se van a enterar esos francotiradores cuando caigan en manos del ejército de Dios.
—Cálmate, hermano —dijo Ramin—. Hoy no. Hoy no.
Kamran se volvió.
—¿Lo juras por el imán Husseín? ¿Lo juras por la vida del imán? Por el imán Husseín y el imán Jomeini y...
—¿Desde cuándo Jomeini es imán, hermano? —preguntó Ramin.
—Júrame por la vida de santa Zahra y de santa Maryam y del gran Profeta que aplastaremos a ese rey del demonio que nos ha robado la comida, la casa, la vida, a nuestros padres y nuestras mujeres. ¡JÚRALO!
—Lo juro, hermano, lo juro —dijo Ramin.
Intentó abrazarlo para que se calmara. Los demás hombres se habían puesto en pie, dispuestos a reducirlo.
—Borraremos los nombres de todos los reyes del demonio que le precedieron. ¿Me oyes, mujer? —dijo avanzando hacia la chica que antes lo había sulfurado.
La chica soltó una risotada.
—Así que vais a cambiar la historia, ¿verdad? ¿Y qué más? Ahora me vas a decir que Moisés nunca separó las aguas del mar Rojo, ¿no? ¿Vais a reescribir el Corán o qué?
—El chico está en estado de shock —lo justificó Ramin.
—Muchachos, la sopa está lista —dijo Mammad, observando nervioso una disputa que le rompía el corazón.
Ramin condujo a Kamran hasta la penumbra del pasillo. Desde allí oyó que Nasrín hablaba a los demás con voz tranquilizadora.
—Venga, que si no coméis rápido se os enfriará la sopa. Es posible que nos quedemos sin luz en cualquier momento y no podamos volver a calentarla.
Desde la penumbra del pasillo, Kamran se dirigió a Nasrín a voz en grito.
—¡No he olvidado su cara! Ni aquel día.
—¿Por qué me hablas en ese tono, hijo? —dijo Nasrín—. ¿Estás herido?
Ramin sujetó a Kamran rodeándolo por el pecho. Todo el cuerpo le temblaba.
—Usted me destrozó la vida, ¿recuerda? —le soltó a Nasrín—. ¿Por qué? ¿Qué vio de malo en mí? No me dejó entrar a verla.
—Ya está bien, hermano. Vámonos de aquí —dijo Ramin conduciendo a Kamran hacia la puerta.
—¿Yo qué he hecho? —oyó que decía Nasrín, perpleja—. Mammad, ¿qué decía ese chico?
—Déjalo, mujer. Los muchachos tienen hambre. Ese chico está perdido.
Cuando salían de la casa, Kamran estuvo a punto de desmayarse en brazos de Ramin. Le bajó la tensión y en su cabeza sólo quedó el recuerdo de aquel día lejano, cuando le llevó la chocolatina a Aria y la mujer que le abrió la puerta le dijo que la señorita Aria no se juntaba con gente de su ralea.
Las hogueras habían elevado la temperatura de la ciudad. Un grupo de revolucionarios corrió hacia el coche de Aria, y ella viró bruscamente hacia un lado creyendo que querían abrirse paso por la calzada. Pero uno de ellos dio unos golpes en la ventanilla.
—Sal del coche —le ordenó.
Tenía la cara tiznada y cubierta de sudor; y los ojos sanguinolentos por el cansancio y el miedo.
—Voy a casa de mi madre —contestó Aria.
—¡Que salgas del coche!
—Tengo un bebé dentro. Voy a casa de mi madre.
—Te he dicho que salgas del coche ahora mismo —repitió el hombre, levantando el kaláshnikov para que ella lo viera.
—Por favor. La casa está justo ahí.
—Cuando llegue Jomeini ya se encargará de la gente como tú —dijo el revolucionario.
Instantes después, una docena de hombres tenían rodeado el coche. Dos de ellos golpearon a culatazos el guardabarros y las puertas. Luego se oyeron una salva de disparos y unos sonidos ensordecedores, como pequeñas explosiones. De pronto, el capó del coche empezó a inclinarse: habían pinchado los neumáticos a tiros. El chasis golpeó contra el suelo. El llanto de la niña se había transformado en débiles sollozos, como si el creciente caos la hubiera calmado. Cuanto mayor era el estruendo, más tranquila estaba. Luego los revolucionarios empezaron a zarandear el coche. Aria se volvió para sacar a la pequeña de su sillita, y cuando se incorporó, los hombres ya no estaban. Habían corrido a esconderse entre los arbustos de la mediana y las aceras.
Una bala impactó en la portezuela del coche, otra en el guardabarros, otra en el capó y a continuación otra andanada acribilló en horizontal todo el lado del pasajero. Aria saltó al asiento de atrás y se arrojó sobre la niña para cubrirla con su cuerpo.
A su alrededor flotaban pedazos de fieltro. Las ventanillas se habían hecho añicos y había cristales por todas partes. Olió a gasolina. Luego el coche hizo explosión.
Segundos después, Aria estaba arrastrándose de rodillas por la acera, sujetando al bebé con un brazo y dándose impulso con el otro. Tenía las manos ensangrentadas por los cortes que los cristales le habían hecho en los brazos. Se le habían incendiado los bajos de la falda y los había apagado a patadas. Cuando se levantó y echó a correr se fijó en los pies: todavía tenía las botas puestas, sus botas de terciopelo buenas. El pelo se le había desprendido y observó que la blusa le hacía juego con el color de la sangre que tenía por todas partes. Apenas tuvo tiempo de preguntarse cómo podía ocurrírsele semejante tontería en un momento así cuando se encontró ante los postigos de caoba de la casa de Mana. No había mucha luz por la que guiarse, sólo el resplandor tenue de la farola. Todavía se oían disparos, pero ya mucho más distantes. La batalla se había desplazado hacia las calles cercanas.
Aria bajó la vista. El bebé no lloraba, y a ella todavía le sangraba el brazo. De pronto se abrieron las puertas y ante sí vio la cara de un ángel.
—¡¿Por qué has salido de casa? ¿Por qué has venido?! —gritó Mana; Aria se echó a sus brazos.
—¡Masumé! ¡Masumé, ayúdanos! —gritó Fereshté.
Maysi le arrancó el bebé de los brazos y entró rápidamente en la casa con la cabecita de la niña encajada debajo del mentón. Luego se volvió y se fijó en el brazo de Aria.
—No es nada —dijo ella enseguida.
—A Dios gracias no le ha dado en una vena —observó Fereshté.
—Señorita Aria —dijo Maysi, con urgencia en la voz.
—Maysi, no te preocupes, mujer, que no es nada.
Fereshté escudriñó la cara y los brazos de su hija buscando otros cortes y contusiones.
—¿Cómo se te ocurre salir a la calle? ¿No te dije que no te movieras de casa?
—Señorita Aria —dijo Maysi de nuevo, en un susurro.
—No iba a quedarme allí sentada todo el día en casa preocupándome por vosotras. Bastante estoy enloqueciendo ya por no saber dónde para Hamlet.
—Señorita Aria, señorita Aria. No.
—¿Qué pasa, Masumé? —preguntó Fereshté.
—La niña está sangrando.
—No, esa sangre es mía —dijo Aria—. Dame a la niña.
—No, señorita, no. La criatura no se mueve. —Maysi se puso pálida—. Voy a vomitar, señorita Aria. Por favor. Ayúdeme, señorita Aria.
Maysi levantó en sus brazos al bebé y un reguero de sangre goteó por el arrullo que lo envolvía y cayó en la alfombra, sobre las entretejidas coronas, parras y capullos en flor de su estampado.
—Destápala —dijo Fereshté. Le temblaba la voz.
Tendieron a la niña encima del sofá. Le fueron quitando capa tras capa hasta dejarla desnuda. Tenía sangre alrededor de la cintura y en los muslos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Aria.
Quería gritar, pero se dio cuenta de que no podía. La habitación empezó a darle vueltas. Fereshté echó a Aria al suelo y la hizo tumbarse.
—¡Madame, a mí me da algo! —exclamó Maysi.
—¿Qué ha pasado? —repitió Aria, todavía tumbada en el suelo.
—Llama a una ambulancia, Masumé —ordenó Fereshté.
Maysi levantó el auricular, pero colgó enseguida.
—Madame. No hay línea.
Una vez en la calle, Maysi obligó a Aria a apoyarse en ella para que no se cayera. Fereshté llevaba al bebé en brazos y las tres echaron a correr por las aceras, entre la polvareda y el humo. Al llegar a un cruce, se detuvieron un instante para mirar a un lado y otro por si había turbas y tiroteos. Luego echaron a correr otra vez en busca de auxilio.
—¡Nuestra niña está sangrando! —gritaba Masumé.
Aria se desmayó de nuevo, y Maysi le dio unos cachetes en la cara y la incorporó otra vez. Así discurrieron a lo largo de otras tres manzanas. El aire estaba cargado de humo, y en las azoteas se oía a gente gritar: «¡Dios es grande!» De pronto, una figura emergió de entre la humareda. Era un chico joven, con barba, vestido con una chaqueta de cuero con el cuello levantado y, debajo, un jersey negro de cuello vuelto. Llevaba un fusil apoyado en el hombro y el dedo en el gatillo. Avanzó hacia ellas.
—¿Qué pasa, madre? —le preguntó a Fereshté.
Pero en cuanto vio la carita del bebé, mudó el semblante. De pronto, aparecieron también sus amigos, que estaban detrás en la carretera. Vestían como él y llevaban el pelo muy corto y la barba descuidada. Uno de ellos se volvió y se dirigió a los que se habían quedado detrás.
—¡Ahora matan a niños! —exclamó a voces—. ¡Hermanos, ahora matan a niños!
Sin mediar palabra, el primer joven le arrebató el bebé a Fereshté.
—Mire lo que nos están haciendo, madre —dijo y luego se volvió para mostrar el bebé a sus compañeros—. Id y anunciad a los cuatro vientos que el sah mata a niños. ¡Hermanos, anunciad que el sah está matando a niños!
En los pasillos del hospital resonaban los gemidos de los moribundos y, con mayor potencia aún, los lamentos de quienes presenciaban su agonía. Ya no quedaban camas para los hombres armados con kaláshnikovs, las ancianas, los adolescentes, los médicos y enfermeras que llevaban días sin dormir.
Sin embargo, los revolucionarios de los kaláshnikovs irrumpieron a gritos.
—¡Abran paso! Traemos un bebé que se muere.
Nadie les prestó atención; estaban rodeados de cientos de personas que también se estaban muriendo.
—Están intentando matarnos —dijo un médico con lágrimas en los ojos.
La niña de Aria se había puesto azul. Nada más verla, el médico la cogió en brazos y entró corriendo en un quirófano. Los del kaláshnikov lo siguieron, pero las enfermeras les impidieron entrar y los echaron a empujones. Ellos sacaron sus rosarios y se pusieron a rezar e invocar a Jomeini mientras Aria, Fereshté y Maysi aguardaban sosteniéndose unas a otras.
—¡Están matando a recién nacidos! —gritó uno de los hombres y se llevó el rosario a la frente.
—Quienquiera que fuera no lo ha hecho adrede —replicó Fereshté—. Y no era un soldado. ¡Era uno de los vuestros!
Los hombres la miraron perplejos.
—Madre, ha perdido usted la cabeza —dijo uno de ellos—. ¡Ha sido adrede! ¡Adrede! Esos soldados apuntaban a la criatura.
—Acabaremos con todos ellos —dijo su compañero.
Aria no pudo contener la rabia por más tiempo. En la sala de al lado, su niña todavía sin nombre yacía moribunda.
—¡No habéis entendido nada! —exclamó furibunda—. Todos lo han entendido todo mal desde el principio.
Kamran se abrazó con fuerza a la cintura de Ramin. La moto estaba sucia y medio quemada, pero seguía funcionando. Habían dejado la bicicleta de Ramin, torcida y destrozada, en la calle donde los francotiradores habían abierto fuego y matado a la niña. Atrás quedaba también la casa de aquellos ancianos que les habían abierto sus puertas y donde unos jóvenes se habían burlado de él.
Ramin conducía a toda velocidad. Fue Kamran, al volver la vista hacia un lado, quien vio primero al soldado. Estaba tumbado boca arriba, con la camisa empapada de sangre.
—¿Ha visto, hermano? —avisó Kamran alzando la voz.
Redujeron la velocidad, dieron una vuelta en torno al cuerpo y Ramin apagó la moto. Corrieron hacia él, se arrodillaron a su lado y le levantaron la cabeza.
—Es uno de ellos —dijo Kamran.
—Todavía respira —observó Ramin—. Pero tiene una herida en la cabeza.
—¿De bala?
—No creo. Parece otra cosa. Tiene una brecha en el cráneo. Mira aquí. Le han dado una paliza.
—Por ser soldado.
—Lo más seguro.
—¿Cree que podría ser un desertor?
—No lo sé —respondió Ramin.
—Más le vale haber desertado porque yo mismo me lo cargo si no —dijo Kamran.
Se quitó la chaqueta de cuero y tapó al soldado.
—Venga, vamos a incorporarlo —dijo Ramin.
Mientras levantaban al soldado del suelo, oyeron sirenas acercándose.
—Llevémoslo hasta la moto —propuso Ramin.
—¡Un momento!
Kamran se bajó la manga de la camisa y se la arrancó. Envolvió la cabeza del soldado con ella y le cacheteó suavemente la cara para reanimarlo. El soldado emitió un leve murmullo.
—¿Qué te ha pasado, hermano? ¿Quién te ha pegado, han sido los comunistas o los hermanos musulmanes?
—¿Y eso qué importa? —replicó Ramin impacientándose; se le estaban cansando los brazos.
Era evidente que el soldado no estaba en condiciones de responder a sus preguntas, por lo que Kamran no tardó en darse por vencido y le arrebató el fusil que estaba tirado junto a él. Sentaron al soldado en la moto, encajado entre los dos, y Ramin lo apoyó contra la espalda de Kamran.
—Arranca —ordenó.
Kamran estabilizó la moto y condujo entre la humareda. La noche había empezado a caer, aportando cierta tregua, y por un instante no oyó más que la respiración entrecortada del soldado herido. De pronto estalló un llanto. Al principio Kamran creyó que procedía de la cuneta y paró la moto para investigar.
—¿Lo ha oído usted también, señor Ramin? ¿O me lo he imaginado?
—Lo he oído. Es música.
—Parece una persona o un animal agonizando —indicó Kamran.
—Es un instrumento musical, créeme —contestó Ramin—. Una flauta, una antigua flauta persa. Alguien está tocándola ahí arriba —dijo señalando hacia las azoteas—. Es una melodía antigua, el canto del junco cuando se lo separa de su juncal. Antiguamente lo llamaban el «canto de la separación».
Kamran arrancó la moto de nuevo. Pasaron a toda velocidad entre la muchedumbre. Por todas partes había barricadas, hogueras y patrullas militares rondando las calles. Al volver una esquina, un soldado se fijó en ellos.
—¡Alto ahí! ¡Alto he dicho! —gritó.
Kamran aceleró y la moto se alejó de allí a toda velocidad. Ramin se volvió y vio que otros soldados se habían lanzado en su persecución, unos en moto, otros corriendo y varios en jeep.
—Los coseré a tiros —dijo Kamran—. Me da igual.
Uno de los soldados motorizados se colocó a su altura.
—¡Frena! —ordenó y trató de detenerlos haciendo señas con la mano.
—¿Crees que ha reconocido al soldado? —preguntó Ramin.
—Me da igual —respondió Kamran—. Me los cargaré de todos modos.
Pero antes de que pudiera levantar el fusil con una mano y apuntar, el jeep le cerró el paso. Kamran dio un frenazo.
—Estamos intentando ayudar a este soldado —dijo Ramin, armándose de valor.
Kamran apuntó a los soldados con el fusil.
—¡El sah caerá, y si es preciso nosotros moriremos! —gritó con voz temblorosa.
—Lo sabemos —dijo uno de los soldados y puso las manos en alto—. Tranquilo, tranquilo. Nosotros os ayudaremos. Toma.
Sacó algo de un bolsillo y Ramin contuvo la respiración, dando por hecho que era un arma o una granada, pero el soldado no les ofrecía ni una cosa ni la otra.
—Ten. Para ti —dijo el soldado y le tendió una flor a Ramin.
Los demás soldados se sacaron a su vez una flor del bolsillo y dejaron las armas en el suelo.
A muchos kilómetros de distancia, no muy lejos del centro de la ciudad, Hamlet se desabrochaba el botón superior de la camisa y se quitaba la boina. La orden había ido transmitiéndose a través de la cadena de mando, aunque no procedía de los generales, que ya no tenían ni voz ni voto, sino de los capitanes: ni una sola víctima más entre la población civil. Hamlet se adentró en el tumulto sosteniendo la flor que le habían entregado. Algunos amenazaron con matarlo, pero antes de que pudieran hacer nada les tendía su flor.
En el hospital, Maysi observaba el caótico trajín que la rodeaba. Fuera, el tableteo de los fusiles y el estruendo de las bombas caseras seguían su curso. Se fijó en la sangre que cubría las manos y el pecho de Fereshté, que tenía el vestido empapado como si le hubieran disparado en el corazón, pero Maysi sabía muy bien que aquella sangre no era de ella. Aria se había desmayado de nuevo y las enfermeras le habían proporcionado un somnífero. Ahora dormía en una camilla en el pasillo mientras a su lado pasaban a toda prisa policías y médicos cargados con cadáveres. Dejaron en el suelo el cuerpo de una niña de unos catorce años con la boca llena de sangre y corrieron a atender la siguiente emergencia. Allí se quedó unos instantes, a la vista de todo el mundo, hasta que una auxiliar la tapó con una sábana blanca. Maysi observó que la sábana no se teñía de rojo, y supuso que la sangre de la cara ya se habría secado. La niña llevaría un buen rato muerta.
Al menos aquella niña había vivido unos años, pensó Masumé, y elevó una breve plegaria por el bebé que seguía en el quirófano. «Mejor vivir con un agujero en el corazón que no vivir», masculló por lo bajo. Al mirar a Aria observó que su pecho se movía serenamente arriba y abajo; debía de estar disfrutando de un dulce sueño, pensó.
Fereshté, sentada a su lado, apenas se movía.
—Debería lavarse las manos —le dijo Masumé.
—No —contestó Fereshté—. Ya perdí un hijo y no pienso perder otro.
Maysi recordó al hijito de Fereshté.
—A lo mejor fue para bien —le dijo.
Fereshté no respondió.
Un poco más tarde, les dieron buenas noticias y les dijeron que podían marcharse. La bala no había atravesado el corazón de la niña; tan sólo lo había rozado, y se recuperaría. Un coche patrulla las llevó a casa, sorteando la humareda y los destrozos que los disturbios y los tiroteos habían dejado tras de sí. En una avenida, una mujer limpiaba la sangre del pavimento; en otra, cuatro hombres degollaban a un cordero que sujetaban entre todos y la sangre caía a borbotones en la calzada. La escena le trajo a Maysi recuerdos de su infancia, cuando cada vez que alguien cumplía años o se moría sacrificaban un animal. Quizá la sangre de aquel pobre corderillo llevara la paz.
Esa noche, cuando cayó dormida oyendo los sollozos de Aria, Masumé soñó con otro sacrificio. Hacía años que no tenía aquel sueño, pero de pronto los rostros y los sonidos se le aparecieron de nuevo. El sueño giraba en torno a lo ocurrido una noche en la vida real, una noche de hacía mucho tiempo, cuando Masumé fue a la cocina porque había oído unos ruidos extraños. Fereshté en aquel entonces estaba embarazada de ocho meses, y Masumé no quiso despertarla. Cuando entró en la cocina no vio nada raro, sólo notó que había corriente. La puerta trasera, que daba al jardín, se había quedado entreabierta y el soplo de aire frío la estremeció. Cruzando el jardín se alzaba la otra mitad de la casa, donde vivían los varones de la familia Ferdowsi y Ya’far abrillantaba sus monedas. Masumé observó una luz tenue que salía del desván; en su sueño la luz parpadeaba, pero sabía que en la vida real la luz se había mantenido fija y brillante. Sobre aquel desván se alzaba el tejado donde solía tumbarse con Zahra a contemplar el firmamento. Aquella noche, Maysi había subido lentamente por la escalera de caracol que conducía hasta lo alto. Al acercarse a la primera planta oyó los ruidos. Ni siquiera en el sueño era capaz de identificarlos.
Al llegar al rellano vio una sombra alargada que se movía por la pared en dirección a ella. Al volverse, vio que se trataba del joven Ya’far.
—¿Qué andabas haciendo? —le preguntó—. ¿Qué es ese ruido? ¿Hay alguien dando voces?
Ya’far jugueteaba con una moneda.
—Es algo que viene pasando desde hace tiempo —dijo finalmente—. ¿Tú también oyes ruidos? Creía que yo era el único que los oía.
—¿Por qué no has dicho nada antes? ¿De dónde viene ese ruido? —le preguntó Masumé.
—De mi cabeza. Son ruidos que salen de mi cabeza.
Ella comprendió entonces que estaba loco.
—¿Dónde está tu hermano? —le dijo.
—Su dormitorio está al otro lado. Él nunca ha oído esos ruidos. Salen de mi cabeza.
Masumé continuó subiendo por las escaleras, y Ya’far la siguió. Al aproximarse al desván, los sonidos, los gemidos, aumentaron de volumen. Habían cerrado la puerta con llave, pero Masumé la abrió como solía, introduciendo una horquilla por el ojo de la cerradura y luego inclinándola hacia arriba y a la derecha. En el sueño ejecutaba esos movimientos con más pericia que en la realidad. Aun así, dejó a Ya’far maravillado.
Al entrar se encontraron al joven jardinero, Mahmud, tumbado encima de Zahra. Con una mano le tapaba la boca y con la otra le atenazaba la garganta para ahogar sus gritos mientras la penetraba. Zahra tenía la cara encendida.
—Me darás miles de hijos si yo quiero —le decía Mahmud.
Instantes después de que la puerta se abriera, Mahmud volvió la cabeza y vio a Masumé. Saltó al suelo de inmediato, y Zahra se volvió hacia Maysi con semblante horrorizado.
—¡No, no! —exclamó.
Mahmud se subió los pantalones y se atusó el pelo revuelto.
—¿Qué coño haces tú aquí, fregona? —saltó.
—Rata —contestó Masumé sin más.
Ya’far tenía la vista fija en el suelo y movía la cabeza de un lado a otro.
—Tengo que irme. Las estoy oyendo. Están en mi cabeza.
—No pasa nada —dijo Zahra entre lágrimas—. Dejadme.
—Te dejamos. Te dejamos —repitió Ya’far.
—Por favor. Dejadme—le suplicó Zahra a Maysi.
Mahmud se volvió hacia Maysi.
—Como sueltes una palabra, antes de que amanezca te habrán puesto de patitas en la calle. Y te aseguro que saldrás de esta casa como la mayor embustera del mundo.
—¿Y qué me dices de él? ¿Dirás que él también miente? —preguntó Maysi mirando a Ya’far.
—Ése está loco. ¿Tú crees que le van a hacer caso?
Cuando Mahmud se dio cuenta de que Masumé no le temía, hizo ademán de asestarle un puñetazo en la cara, pero en el último momento se contuvo.
—Te destrozaré la vida —dijo.
En la penumbra de la habitación, los ojos parecían salírsele de las órbitas, como a esos monstruos que Masumé había visto en las ilustraciones y las películas antiguas.
—¿Vienes conmigo? —le preguntó a Zahra, que se limitó a agachar la cabeza.
Mientras Masumé bajaba las escaleras y salía al jardín, las palabras de Mahmud resonaron en sus oídos: «Me darás miles de hijos si yo quiero.» Y de pronto cayó en la cuenta de por qué Zahra le había robado el collar a Fereshté. Si iba a concebir un hijo, al menos que recibiera alguna herencia, alguna ayuda en la vida. Aunque fuera una ayuda robada. «Hay que aprovechar la fortuna de donde venga», masculló Maysi.
Sentada en el hospital aquel día, le habría gustado decirle a Fereshté que si su hijo hubiera sobrevivido, tal vez habría sido un malnacido como el hijo de Zahra y tal vez Fereshté habría terminado siendo otra Zahra, corrompida por aquel mozo jardinero que se había largado a Qom.
Zahra abandonó la casa de los Ferdowsi poco después de aquel incidente. Pretextó que iba a casarse, pero Maysi sabía que no era verdad; años después, sin embargo, Zahra contraería matrimonio con aquel chico mucho más joven que ella llamado Behruz. Tras perder a su hijo, Fereshté le había mencionado más de una vez a Maysi que quería conocer al hijo de Zahra. Pero Zahra nunca más volvió a poner el pie en aquella casa, hasta el día en que llegó con la niña ciega a cuestas.
Cinco meses después, Kamran y Ramin presenciaban la llegada del avión de Jomeini en una enorme pista de aterrizaje rodeados de una multitud enfervorizada. La puerta del avión se abrió y Jomeini, ataviado con la vestimenta clerical tradicional, la barba blanca y las cejas negras arqueadas como los cuernos de un carnero, apareció en el umbral. Saludó a la multitud con un ademán que pretendía abarcar a todos los presentes, como señalando que para él cada uno de ellos tenía importancia, una importancia que atesoraba en lo más hondo de su ser. El piloto salió de la cabina y se colocó a su lado, y cuando la multitud congregada para presenciar el momento —al menos dos millones de personas, según Ramin oiría más tarde— vio a aquel hombre tomar la mano de su amado líder y bajar las escaleras con él, el clamor superó con creces al que había llenado las calles incendiadas en los días previos a su regreso. El mundo se detuvo en ese instante y fue testigo de cómo la nación milenaria por fin derrotaba al tirano. El último sah era agua pasada.
Ramin notó que se le saltaban las lágrimas. Miró con los ojos empañados a la ingente muchedumbre y se preguntó cuántos de los presentes habrían perdido a un ser querido, cuántos habrían sufrido, cuántos comprendían lo que esa nueva libertad iba a llevar consigo. Era consciente de que antaño esos pensamientos no le habrían parecido bien, es más, le habría contrariado sobremanera que el propiciador de ese momento fuera un personaje religioso, habiendo pasado tantos años entre rejas por negarse a aceptar a dirigentes escogidos por Dios. Pero los temores de Ramin se habían disipado cuando, en los días previos a su regreso, Jomeini había prometido no mezclar religión y gobierno. No quería poder, había afirmado el gran hombre. Lo único que quería era regresar a su humilde vivienda de Qom, la ciudad donde había aprendido su religión, y pasar los días postrado ante Dios. Ése era el destino de un hombre de fe, afirmó. De la política ya se encargarían los políticos.
Ramin miró de reojo a Kamran. No se habían visto desde aquel día con la moto, cinco meses atrás. Recordó que aquella noche lo había acompañado a su casa, donde ni su asustada madre ni su resuelta hermana mostraron sorpresa ante el delirio obsesivo que embargaba al muchacho. No era la primera vez que le sucedía algo así, dijo la madre. Ramin se marchó rápidamente, confiando en que se repusiera. Pero esa misma mañana, al despertar y oír la noticia de que Jomeini llegaba en el avión, lo primero que se le pasó por la cabeza fue localizar al joven para saber si verdaderamente se había repuesto. Quiso compartir ese día tan especial con Kamran: si habían sido hermanos en la batalla, también lo serían en la victoria.
Sin embargo, se había llevado una sorpresa cuando Kamran, perfectamente en sus cabales y sonriendo de oreja a oreja, salió a abrirle ataviado con uniforme militar y con un fusil colgado del hombro, y lo abrazó. Ramin no había reconocido el uniforme; era de un corte muy distinto al que él solía vestir, y llevaba un emblema enganchado en la solapa y en lo alto del brazo que nunca había visto.
—¿Qué es eso, amigo? —le preguntó Ramin señalando la divisa.
—Hermano, no está usted al día. Es el símbolo de nuestra victoria. Fíjese bien. ¿Qué ve aquí?
—Cuatro líneas curvas, dos cóncavas, dos convexas. ¿Qué representan?
—Léalo, hermano. Pone «Alá». Fíjese bien. —Kamran le acercó el brazo a la cara y luego le dio un cachete cariñoso en la mejilla—. A partir de ahora lo primero es Dios, hermano. Por fin hemos encontrado la verdad.
Ramin agarró al chico por el cogote.
—Me alegro de verte, Kamran. Tienes buen aspecto, aunque me preocupa un poco verte con ese uniforme. ¿Debería cuadrarme ante ti o qué?
Kamran se tiró de la manga.
—Bonito, ¿verdad? Es el de nuestro ejército particular. Ah, me he cambiado el nombre. Ahora me llamo Ehsan.
—¿Ah sí? ¿Qué tenía de malo Kamran?
—Demasiado persa, ¿no? En fin, Ehsan suena mejor.
—Es un nombre árabe —dijo Ramin.
—La lengua del Profeta —puntualizó Kamran.
—¿Hablas árabe?
—Todavía no. Pero lo hablaré —dijo Kamran.
Ramin palpó la tela del uniforme y se quedó mirando el fusil.
—¿Vamos a entrar en guerra con alguien? —preguntó.
—No. Pero tenemos orden de actuar si alguien causa problemas. Ya sabe lo que quiero decir. Es cuestión de defenderse. Por si a la gente se le ocurre hacer alguna tontería, sobre todo a los occidentales que intentan echarnos sus mierdas encima. Sabrá más de nosotros dentro de poco. Necesitan hombres, hermano. Debería alistarse. Mi madre y mi hermana ya lo han hecho y también van armadas. Ahora verá —dijo señalando hacia la puerta abierta a sus espaldas.
Ramin se asomó al interior de la casa y vio a una mujer con un velo negro y un fusil en la mano.
—Entonces la cosa va en serio —dijo dando un paso atrás.
—La seguridad es fundamental —le contestó Kamran—. Cuando se consigue algo, hermano, hay que luchar con uñas y dientes para conservarlo.
Se fueron andando juntos hacia la pista de aterrizaje y, para su sorpresa, Ramin descubrió que Kamran tenía razón: se sentía seguro yendo con él. Como si fueran intocables.
Hamlet trasteaba con la antena del televisor. Era un aparato flamante, fabricado en 1979. Ajustó las dos varillas de la antena hasta que el granuloso blanco y negro de la imagen cedió el paso al color, aunque el cambio no supuso gran diferencia porque lo que se veía en la pantalla eran millares de personas vestidas en distintos tonos de negro y gris. Eso en cuanto a los hombres. Las mujeres, al fondo de la multitud, llevaban la cabeza y la cara tapadas con velos negros. Ese aspecto del islam confundía a Hamlet. Su madre, su abuela, su tía y su tía abuela también llevaban velo en la cabeza, pero el tocado cristiano era muy distinto del que mostraban aquellas imágenes. ¿Por qué esconder el rostro, reflejo de tantas historias y secretos? Quizá fuera eso, pensó: las historias y los secretos femeninos eran peligrosos.
Hamlet se fijó con más atención en la imagen de la pantalla. A la cabeza de la multitud se alzaba Jomeini, saludando con ese ademán que, desde su regreso unos meses atrás, era su sello característico. Levantaba la mano como para saludar a la muchedumbre, pero al subir y bajar los dedos de aquel modo, imperceptible de lejos, parecía contar a las personas. Sólo en la televisión se apreciaba claramente.
Desde su vuelta, Jomeini se había convertido en un maestro de la oratoria. Aparecía en público a diario para hablar de su visión del país y explicarle al pueblo cómo éste podía ayudarlo a materializar su utopía. «La alimaña que se hacía llamar vuestro sah ya no está. A partir de ahora vuestra vida cambiará y las plantas florecerán en derredor», decía. Ya había hecho diversas promesas, incluso las había enumerado:
1. Subiría el precio del petróleo. Occidente nunca más nos robaría nuestra materia prima más preciada.
2. Habría más carne disponible. La industria ganadera experimentaría un gran auge cuando expropiara las tierras a la aristocracia y las clases privilegiadas para distribuirlas entre los verdaderos trabajadores de la tierra. (Como Robin Hood, pensó Hamlet, y le entró la risa.)
3. Las mujeres nunca volverían a ser maltratadas, ya que la pureza del islam y el velo reglamentario las protegería.
4. En el país no volvería a haber una persona hambrienta. El hambre se convertiría en un recuerdo del pasado.
5. El pueblo nadaría en la abundancia. ¿Por qué no? ¿Acaso Dios no los había obsequiado con ríos de petróleo?
6. Reinaría la paz. Para siempre. Las cárceles, los cuarteles, los tanques estarían vacíos. Para siempre.
«La alimaña que se hacía llamar vuestro rey ya no está», repetía Jomeini.
Hamlet suspiró. Jomeini llevaba meses haciendo esas proclamas. ¿Para qué encendía la televisión? Todos los días se repetían las mismas imágenes: muchedumbres rezando o manifestándose. Aguzó el oído tratando de percibir la respiración de su hijita en la habitación contigua, pero no la oyó. Se acordó de la cicatriz de aquella bala que le había rozado el pecho y se levantó para ver si estaba bien. Sí, su minúsculo pecho se agitaba en sueños. Hamlet se quedó un momento observando su respiración y se preguntó qué sería de su vida.
Al rato, regresó a la sala de estar y después de trastear una vez más con la antena del televisor, consiguió por fin obtener una imagen distinta. Era una protesta de mujeres. Una de ellas portaba una pancarta con el lema: «Libertad para nuestras hijas.» Un periodista le hacía una pregunta y la mujer contestaba, con marcado acento campesino:
—Yo he llevado hijab toda mi vida. Nos hemos criado así. Pero ese hijab ha sido mi prisión y mi escondite. Yo sé muy bien cuál es mi prisión, pero nunca me han dejado abandonarla. Tengo ocho hijas. No quiero que mis hijas se escondan. No quiero que ellas sufran también esta prisión.
—Pero ¿y si sus hijas quieren ir tapadas con el velo? —preguntó el periodista.
Hamlet se fijó en el símbolo grabado en el micrófono y se acercó a la pantalla para verlo mejor. Reparó en que ya lo había visto antes, en las solapas de algunos miembros de la nueva Guardia Revolucionaria.
Aria estaba sentada con Ruhi y Gohar cerca de la cama de Mehri. Miraban el rostro hierático de Mehri, los ojos sin iris, la respiración superficial y agitada. Hacía una semana que se hallaba en ese estado. Y ese día agonizaba.
Aria la veló unas horas y luego se levantó para irse a su casa. La pequeña debía de echarla en falta, y le había prometido a Hamlet que no llegaría tarde.
—¿Necesitáis algo? Hamlet os lo puede conseguir —dijo en voz baja.
Farangiz, desde el umbral, apartó la mirada. Se negaba a hablar con Aria.
Al acercarse a la puerta, Aria notó una mano en el hombro. Era Gohar.
—¿Qué pasa? —le preguntó ella.
—Lo siento... siento lo de Fara —dijo Gohar.
—No te preocupes. No tiene por qué hablar conmigo si no quiere —dijo Aria y se volvió en dirección a la puerta.
—Espera. —Gohar le tomó la mano—. Esto es para ti. —Le puso algo en la palma, un sobre—. Es una carta. De mi madre. Yo misma se la escribí hace años.
—¿Sabes escribir? —preguntó Aria.
—Sí, me fijaba cuando le dabas clases a Ruhi y aprendí un poco. El resto de mi familia no sabe nada de esta carta. La escribimos ella y yo. No estoy segura de que mi madre quisiera que la leyeras, sólo tenía que sacarlo... Pero ahora, tal como están las cosas, no sé.
—¿Por qué no me cuentas lo que pone y ya está? —preguntó Aria en voz baja.
—No puedo.
Mientras se dirigía a su coche, Aria oyó un fuerte alboroto en el otro extremo de la calle. El pánico se había apoderado del barrio. Aterrada, vio más de un centenar de hombres que corrían hacia ella desde todas las direcciones, como si hubieran vuelto los días de la revolución. Se tapó instintivamente la cara con los brazos, pero enseguida se dio cuenta de que la muchedumbre pasaba de largo. Detuvo a un niño que iba rezagado.
—¿Adónde va toda esa gente? —le preguntó, levantando la voz para hacerse oír entre el estruendo.
—A la embajada de Estados Unidos, señorita. ¿No ha oído las noticias? Han cogido a unos americanos. Un centenar.
Aria descubriría luego que aquella información no era del todo exacta. No habían apresado a un centenar, sino a sesenta y seis. Los había secuestrado un grupo de estudiantes universitarios, pertenecientes a una milicia religiosa denominada Hizbulá. Aria se detuvo en una panadería donde había un corrillo viendo la televisión en blanco y negro.
—Es una desgracia —le dijo el panadero.
En la pantalla, una mujer se dirigía a los espectadores en un inglés impecable. Con la cabeza completamente tapada por un pañuelo, de modo que no le asomaba ni un solo pelo, anunciaba que el grupo estudiantil había tomado como rehenes al personal de la embajada y condenaba a Estados Unidos.
Cuando Aria llegó por fin a su casa, tuvo que enfrentarse a su desgracia particular. No encontró ni rastro de Hamlet, pero de pronto vio llegar a su vecina la señora Taheri corriendo hacia ella con la niña en brazos.
—¡Lo han matado! ¡Lo han matado! —gritó y cayó de rodillas.
Aria soltó la carta de Gohar, que llevaba arrugada en la mano, hecha un gurruño irreconocible, sobre la mesita del recibidor.
—¿A quién? ¿A quién han matado? ¿Dónde está Hamlet?
—Todavía no lo han matado, señorita —indicó la señora Taheri, intentando calmarse un poco—. Pero lo matarán. Se lo han llevado. No ha habido forma de que lo soltaran, ni por la niña siquiera. Lo he oído dando voces en el patio. Iban a llevarse a la cría también, pero se la he arrancado de los brazos. Antes habrían tenido que matarme.
—¿Cómo que se lo han llevado? ¿Quién se lo ha llevado?
—Tenían pinta de ser de Hizbulá, señorita Aria. La Guardia Revolucionaria, esos que van uniformados como soldados.
Aria agarró a su hijita.
—¿Han dicho por qué se lo llevaban? ¿Qué ha hecho?
—No lo sé. Creía que el corazón iba a salírseme por la boca... no lo sé. Se han presentado en un camión militar de ésos, y hasta un tanque había aparcado delante también. Los he oído decir que había cometido no sé qué delito contra la República Islámica.
—¿Adónde se lo han llevado? —quiso saber Aria, pero lo supo tan pronto como la pregunta salió por sus labios.
Antes de que la señora Taheri tuviera tiempo de responderle, ya se había echado a la calle y corría en dirección a la prisión de Evin.
A unos kilómetros de allí, Hamlet estaba sentado en una celda. Según le dijeron había sido detenido «por promover y colaborar en la fuga de un enemigo, Reza Navidi, que pretendía derrocar la gloriosa República Islámica y a quien se acusaba de haber asesinado a tres miembros de la Guardia Revolucionaria contra los que él y dos cómplices suyos habían abierto fuego».
En Evin, Aria suplicó que le permitieran verlo, pero no le dejaron. Una carcelera, desde el otro lado de una reja, le dijo que probara al día siguiente, quizá tuviera más suerte. Mientras dejaba atrás la prisión para volver al centro, Aria se fijó en que había guardianas de la revolución por doquier, incluso entre las mujeres con velos negros que abarrotaban las aceras; algunas saltaban de los tanques y muchas, la mayoría, llevaban fusiles AK-47 y otros modelos de kaláshnikov colgados del hombro. Esas mujeres no llevaban el velo conforme a la tradición islámica habitual, es decir, para ofrecer una imagen de recato y discreción. A ella le parecía más bien que el tocado negro, agitado por el vendaval que soplaba aquel día, les confería un carácter brutal y era un arma mucho más potente que cualquier fusil. El viento azotaba los velos, generando un tableteo que recordaba al ruido de las metralletas, tac tac tac tac, y dispersaba la violencia en las calles mientras las mujeres desafiaban con la mirada a todo el que osara volverse para observarlas. También las palabras de esas mujeres sonaban como descargas.
—¡Alto! —gritó una de ellas, cerrándole el paso a Aria—. ¿Y tu hijab?
—¡Alto ahí! —soltaron otras dos, a voces.
Aria se detuvo.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó.
—Estamos en una república islámica, ¿no? —dijo la primera—. ¿Dónde tienes el velo?
Se bajó del hombro el kaláshnikov y apuntó a Aria.
—Lo siento.
Aria recordó haber oído que el nuevo velo lo había diseñado el propio Jomeini. La imagen se había televisado junto con la de otros atuendos femeninos recomendados: pantalones largos, zapatos planos, chaquetas que tapaban el cuello y llegaban hasta las rodillas y el pelo echado hacia atrás bien tirante bajo un pañuelo más tirante aún. Una de las mujeres agarró a Aria y se sacó del bolso un tosco velo de paño. Le envolvió la cabeza a Aria y le remetió el pelo bajo la tela. Le hacía daño, pero Aria procuró no torcer el gesto.
—Te lo advierto en nombre del imán Reza y Husseín y del imán Jomeini: ándate con ojo —dijo la mujer.
Las otras dos sacaron los fusiles de debajo del velo. Aria dio un paso atrás.
—Tienes suerte de que tu vestimenta no sea indecente, hermana —dijo una de ellas—. Pero Dios todopoderoso te juzgará algún día. Y quítate eso. —Sacó un pañuelo de papel del bolso y le limpió el ligero carmín de cualquier manera—. Eres una cualquiera. ¿A que sí? ¿A que eres una cualquiera?
A Aria le dolía la cara, pero respondió con contención.
—Tiene razón, señora. He hecho muy mal. Iba con prisa y se me ha olvidado quitármelo. Prometo que no volverá a suceder.
—La próxima vez acabarás entre rejas, hermana —dijo la primera con la aspereza del esparto.
Por fin, la dejaron ir y arremetieron contra la siguiente transeúnte, como si fueran trampas y las mujeres ratones que atrapar.
Transcurrieron las semanas y Aria hacía cada día el trayecto hasta Evin, aun cuando no recibía más que una negativa tras otra. Hasta que una mañana temprano sonó el teléfono. Al levantar el auricular y no oír más que silencio al otro lado, Aria colgó. Al cabo de unos minutos volvió a sonar, y no oyó más que silencio de nuevo. Ese patrón se repitió varias veces a lo largo de la mañana hasta que por fin respondió una voz de hombre.
—Acuda a la verja de entrada a Evin. A mediodía.
Cuando Aria quiso contestar, ya habían colgado.
A las doce en punto estaba en Evin. Veinte minutos después, abrieron la verja y, bajo las altas farolas, Aria distinguió el rostro risueño de Hamlet, apenas visible bajo las sombras que proyectaban los muros de la prisión. Fue hacia ella cojeando.
Los dos se fundieron en un abrazo y luego entraron en el coche. Aria se sentó al volante; le temblaban los brazos. La escarcha había cuajado sobre el parabrisas y un manto de nieve cubría de blanco la ciudad.
—¿Cómo has conseguido sacarme de ahí? —dijo Hamlet.
Aria no respondió.
—¿Cómo has conseguido sacarme? —repitió Hamlet.
—No he sido yo —dijo Aria.
Mitra se tapó hasta el mentón con las delgadas mantas para protegerse del frío. Por tercera vez aquel día había rechazado la comida. Unas horas antes su abogado había intentado convencerla por enésima vez de que confesara la verdad. No creía en su testimonio, le dijo, como tampoco creía que existiera justicia en este mundo. Pero estaba absolutamente convencido de la inocencia de Mitra.
A la mañana siguiente los celadores le llevaron un poco de sopa. Mitra tocó el cuenco; estaba caliente y vio unos trocitos de pollo en el caldo. Hasta en Evin hay humanidad, pensó.
Por la tarde volvieron a interrogarla. En la sala había otras cuatro personas: el juez, el testigo, su abogado y un celador. Mitra observó al juez con recelo: iba tocado con un turbante y por el aspecto parecía un mulá. Nunca había visto a un mulá que ejerciera de juez. ¿Cómo era posible que alguien que se pasaba la vida enfrascado en el Corán tuviera tiempo para estudiar los libros de derecho?
—Volvamos sobre esto una vez más —dijo el juez—. La fianza depositada para poner en libertad a Reza Navidi, enjuiciado y condenado por difundir propaganda comunista y promover levantamientos contra regímenes no comunistas, salió directamente de su bolsillo. Fue usted quien pagó esa fianza, ¿no es cierto?
—Sí —respondió Mitra.
El abogado se rebulló en el asiento.
—Y según su testimonio, y pese a las declaraciones del propio Reza Navidi, el señor Hamlet Agassian no tuvo participación alguna en la obtención de ese dinero, ¿no es así?
—Sí.
—¿Sí la tuvo o no la tuvo?
—Sí que no tuvo ninguna participación —aclaró Mitra.
El juez hojeó los papeles que tenía sobre la mesa y carraspeó.
—¿Y por qué motivo habría de hacer semejante confesión, señorita? Si ya había un individuo encarcelado en su lugar que la eximía de la culpa y sus posibles consecuencias.
Mitra no respondió.
El juez prosiguió.
—Mire, señorita, esto no tiene ninguna lógica. Si tuviera usted algo que sacar de todo esto, la creería. Pero no veo qué podría ser. —Miró hacia el celador—. ¿Está usted de acuerdo? —El celador asintió con la cabeza—. ¿Lo ve, señorita Ahari? Ni a un idiota como ése puede engañar.
—Todo lo que he declarado es verdad —replicó Mitra—. No tengo nada más que añadir.
El juez rió. Era la misma risa que Mitra llevaba oyendo los últimos tres días, desde que había ocupado el lugar de Hamlet en Evin.
Los seis días siguientes, sola en su celda, Mitra guardó silencio, hasta que los guardias, comprendiendo que no iban a sonsacarle ninguna otra declaración, la trasladaron a una celda compartida en la que había otras ocho mujeres. El suelo estaba cubierto de kilims y los delgados colchones se encontraban arrimados a las paredes. De las alfombras emanaba un olor agradable, como si las aldeanas que las habían tejido acabaran de llevarlas de provincias. A veces, tumbada en su colchón por las noches, Mitra se preguntaba qué historias existirían en el tejido de aquellas alfombras, en sus hilos y su trama, en el tinte que les daba color, en sus motivos geométricos, en los símbolos de ríos y mesetas y en las aves que jalonaban sus extremos, sobre todo en la abubilla, de valentía legendaria, la paloma y el gorrión.
A dos de las mujeres del grupo las habían encarcelado junto con sus hijos. Una tenía dos niños pequeños y la otra uno un poco mayor. Mitra dormía aparte de las demás. No sabía por qué las otras estaban allí ni por qué las habían recluido con sus hijos. ¿Eran comunistas? ¿Muyahidines? ¿Partidarias del sah? Ninguna de ellas daba esa impresión. Dos le habían preguntado qué delito la había llevado hasta allí, pero Mitra no tenía interés en entablar conversación y se apartó sin responder.
Al quinto día de encierro en la celda colectiva, la avisaron de que tenía visita: una joven apellidada Bakhtiar y un joven armenio. Mitra se negó a verlos. Al día siguiente le dijeron que la joven estaba otra vez allí, pero Mitra informó a los guardias de que no quería ver a nadie, en ninguna circunstancia, ni siquiera a su madre. Toda la correspondencia que había recibido seguía aún sin abrir, y al cabo de unas semanas los celadores dejaron de repartírsela. La pila de cartas ya recibidas continuaba escondida debajo del colchón.
Mitra era una prisionera modélica, y su abogado le comunicó que tenía intención de solicitar una condena de diez años, pero que con tres soldados muertos a sus espaldas no estaba seguro de poder conseguir ese objetivo. A fin de cuentas, las víctimas formaban parte de la Guardia Revolucionaria, la luz de un nuevo Irán.
Desvelada algunas noches, Mitra pensaba en Reza. Sabía que lo habían matado a quemarropa, cuando cientos de guardianes revolucionarios habían irrumpido en su escondite y disparado a los rebeldes, y a todo el que se encontraba a tiro, por si acaso. Al parecer entre los inocentes había dos niños, una madre y dos hombres con bigote; fusilados porque Stalin también tenía bigote, y quién sabe, podrían haber sido comunistas como él.
Una noche en la celda, al llanto de los niños se sumó el sonido de un televisor que la sacó de su ensimismamiento. En la pantalla se proyectaban unas imágenes granulosas de los estadounidenses secuestrados. Con los ojos vendados, bajaban por la escalinata de la embajada rodeados de gente que aplaudía y quemaba banderas de Estados Unidos.
—Se habla de ponerlos en libertad, de llegar a un acuerdo con Reagan en lugar de Carter. Podría haber sido Carter, pero ya no es presidente de Estados Unidos—indicó una joven que había encanecido de la noche a la mañana—. No entiendo de dónde sale toda esta rabia —añadió sacudiendo la cabeza.
Otra, la madre del niño mayor, aventuró una respuesta.
—De la época en que depusieron al primer ministro Mosadeq —dijo—. ¿No os acordáis de lo que hicieron con él en el cincuenta y tres? ¿No os acordáis de la injerencia de Estados Unidos? Ahora estos fanáticos buscan venganza. ¿De dónde creéis que sale esta revolución?
—Es por una gran causa —dijo la que había encanecido.
—Los fanáticos se esconden detrás de sus causas —replicó la madre del niño—. Tan sólo los cuerdos no tienen causas. Y ahora el mundo entero tendrá que pagar las consecuencias. Mejor que recéis para que os peguen un tiro antes de conocer el verdadero infierno. Esto no tiene que ver con Mosadeq, para ellos no.
Señaló la pantalla del televisor, donde se veía a Jomeini, rodeado de otros mulás y de un puñado de ayatolás como él, sentado con aire displicente y serio, airado pero a la vez ufano. Orgulloso de que finalmente sus compatriotas le hubieran propinado el golpe que se merecía a Estados Unidos, el gran Satán.
Por las mañanas, una vez concluido el turno de los hombres, las mujeres caminaban por el patio de arena de la prisión. Daban vueltas alrededor trazando círculos durante una hora, diez minutos en una dirección y diez en otra, repitiendo la misma secuencia varias veces. Al cabo de unas semanas, el soldado que dirigía el ejercicio, el nuevo líder de la Guardia Revolucionaria, se cansó. Primero ordenó a los demás guardias que les vendaran los ojos a las presas antes de empezar a andar. Y cuando se cansó de eso también amenazó a las mujeres con matarlas.
Mitra, con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda, fue llevada al exterior junto con sus compañeras de celda. Todas se colocaron en fila. Un guardia, con la barba cerrada y un jersey de cuello vuelto que le asomaba por el uniforme, se llevó un megáfono a los labios y ordenó: «Prohibido hacer el menor movimiento. A la que se mueva, le pego un tiro en la cabeza.»
Cuando sonó el primer disparo, las que creyeron haber recibido el balazo rompieron a gritar. A la siguiente andanada, las que dieron a sus compañeras por muertas estallaron en sollozos, y las madres, temiendo que sus hijos hubieran sido testigos de la ejecución, se quedaron paralizadas, mudas de terror.
—¡Qué sarta de cobardes sois las impías! —bramó el guardia por el megáfono después de que les quitaran la venda.
Las presas se miraron unas a otras y se dieron cuenta de que todas seguían con vida. Habían disparado al aire.
En casa de los Ferdowsi, Hamlet y Aria cenaban en silencio mientras Maysi recogía la mesa y Fereshté acunaba al bebé en sus brazos. Hacía días que no hablaban de Mitra y la última ocasión apenas la habían mencionado de pasada.
Durante un tiempo, Hamlet había considerado la posibilidad de buscar testigos para demostrar que había sido él quien había depositado la fianza por Reza. Pero se debatía en la duda: hacerlo al final habría conllevado implicar a Aria, de cuyo bolsillo había salido el dinero. Aria también había pensado en confesar, pero una mirada a su bebé le bastó para cambiar de opinión.
Esa noche cenaron con desgana. Aria apartaba los granos de arroz uno a uno y cortaba la carne en pedacitos cada vez más pequeños. Al tragar le dolía la garganta como si se le hubiera quedado algo atorado.
Hamlet trasegaba su whisky, que conseguía en el mercado negro, y Fereshté se pasaba al bebé de un brazo a otro.
Aria sacó un panfleto del bolsillo y lo desplegó sobre la mesa para mostrárselo a los demás.
—He intentado cumplir lo que, según dicen aquí, hay que hacer en la calle.
El panfleto ofrecía una serie de instrucciones detalladas, como si fuera un manual para el montaje de una mesa de comedor o la cuna de un bebé. Hamlet ojeó el panfleto, en el que se mostraban las prendas que conformaban la indumentaria oficial. Leyó en voz alta: «Vestimenta islámica apropiada para la mujer islámica iraní: quienes no deseen lucir el velo negro tradicional, disponen de una alternativa más moderna que cuenta con el beneplácito de nuestro gran líder, el imán Jomeini.»
—Así que ya lo han hecho imán —observó Hamlet.
—Sigue leyendo —dijo Aria.
Hamlet leyó rápidamente las instrucciones de la primera página. Empezaban por el tocado; sólo estaban permitidos tres colores: negro, azul oscuro y marrón. El pañuelo había que llevarlo ajustado por debajo del mentón y con el mismo largo de tela colgando a un lado y otro. La parte que cubría la cabeza debía tapar la frente y el pelo de modo que sólo quedara visible el óvalo de la cara. Las orejas en especial debían permanecer ocultas. En la página siguiente se daban instrucciones sobre la parte superior del cuerpo: las mujeres debían vestir con manga larga y cuello vuelto. Si no disponían de prendas de cuello vuelto, el velo debía tener la longitud suficiente para que la piel del cuello quedara cubierta por completo y así evitar la exposición a las miradas masculinas que pudieran mancillar su pureza. En lo tocante a la parte inferior del cuerpo, quedaban prohibidas las faldas de todo tipo. Las mujeres debían vestir pantalones y en los mismos tres colores autorizados para el velo: negro, azul oscuro y marrón. Los pantalones debían ser holgados, largos hasta por debajo del tobillo y nunca estrechos para evitar que marcaran la forma de la pierna. El calzado debía cubrir el pie por completo, y sólo se autorizaban los tres colores reglamentarios: negro, azul oscuro y marrón. El cuerpo debía cubrirse con un guardapolvo.
Hamlet rompió el panfleto en pedazos y los arrojó al otro extremo de la habitación.
—¿Se están inventando su propio islam? No tienes por qué seguir estas normas, Aria. ¿Y mis compañeras de trabajo, qué? ¿No pretenderán que entren en un tribunal vestidas así?
Saltó como un resorte de la silla, abrió de par en par los ventanales que daban al balcón y desapareció en la oscuridad. Fereshté y Aria olieron el aroma a cigarrillos Camel, que Hamlet había comprado en el mercado negro aquella misma mañana, como Aria sabía muy bien. En la cocina, Maysi lavaba los platos bajo un chorro de agua a tanta presión que no oía nada.
—Me preocupa que sólo con el sueldo de Hamlet ya no os dará para vivir —dijo Fereshté—. Además es armenio y...
—¿Y qué? Si esa gente ya no le tenía ningún respeto antes, seguirá sin tenérselo ahora. Creo que su pueblo ya está acostumbrado. Como los judíos. Mientras no reconozcamos que no creemos en Dios, nos dejarán en paz.
Fereshté cambió a la niña de brazo otra vez.
—Trae, dámela —dijo Aria—. A lo mejor podría trabajar como peluquera por las casas y sacar un dinero extra. O coser ropa, por qué no —añadió.
Fereshté miró a la niña.
—Todavía no le has puesto nombre —dijo—. Y pronto tendrá edad de saberlo. El nombre no es tan importante como crees.
—El nombre lo es todo —repuso Aria, retirándole el pelo de la frente al bebé.
Hamlet volvió a entrar. Se puso a andar en torno a la mesa del comedor buscando algo en lo que ocuparse, algún plato que llevarle a Maysi o unas servilletas que echar a lavar. Pero Maysi lo había recogido todo, y no le quedó más que la náusea en el estómago.
—¿Os acordáis de cuando ese hijo de puta prometió que regresaría a su casa de mierda en Qom?
Aria lo mandó callar.
—Baja la voz. Podría haber alguien escuchando ahí fuera. La voz llega hasta el patio.
—A la mierda los patios de esta puta ciudad. La culpa de todo la tienen los patios. —Hamlet dio la vuelta a la mesa por tercera vez—. ¿Habéis leído la prensa de hoy? Ahora resulta que Sadam quiere atacarnos. Vaya una revolución la nuestra.
—No grites —dijo Aria—. Gritar no servirá de nada.
—Y quedarse callado sí, ¿verdad? ¿Le dirías eso a Mitra si la vieras ahora? ¿Que estamos dejando que se pudra allí mientras hacemos como si no nos hubiéramos destrozado la vida?
—Cállate —dijo Aria—. Cállate de una vez. Y no la menciones. No tienes derecho a mencionarla.
Pero Hamlet levantó la voz.
—¡Pues nos quedaremos aquí tranquilamente sentados y olvidaremos que está en ese pudridero por nuestra culpa!
—¡Por TU culpa! —le soltó Aria a voz en grito—. Por su culpa, señor Agassian. Por haberla tenido engañada durante tantos años.
—Preferirías que fuera yo el que estuviera entre rejas, ¿no?
Ella levantó la vista sulfurada, pero contestó en voz baja.
—A veces, sí. A veces creo que eso sería mejor que vivir con esta culpa.
No volvieron a dirigirse la palabra en toda la noche.
A la mañana siguiente Jomeini anunció que el país había entrado en guerra.
Y aquella tarde, en el patio de la prisión de Evin, una mujer que se había estremecido al oír los disparos lanzados al aire finalmente recibió un tiro en la cabeza y murió desangrada en los brazos de sus dos hijos pequeños.
Hamlet, sentado al escritorio de su bufete de abogados, se preguntaba cómo no había enloquecido ya. Se enfrentaba a lo más vil del ser humano, desde la montaña de papeles, dosieres y documentos que tenía apilados delante hasta los nuevos casos con los que continuaban bombardeándolo a diario: maltrato conyugal, mujeres que solicitaban el divorcio (difícil de conseguir con la sharía, la nueva ley islámica), mujeres que mataban a sus maridos por pegar a sus hijos, maridos que mataban a sus mujeres por pegar a sus hijos.
En el cajón superior del escritorio guardaba las cartas que le había escrito a Mitra. Se las había devuelto todas, sin abrir. Tomó el bolígrafo dispuesto a escribirle de nuevo en ese momento. A lo mejor esta vez la leía y escuchaba sus argumentos. Pero apenas había llevado el bolígrafo al papel cuando oyó que llamaban a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó.
—Una llamada —respondió su secretaria—. Y quizá quiera marcharse a casa en cuanto cuelgue.
Hamlet se puso al teléfono. Al otro lado del auricular aguardaba un celador de la prisión de Evin.
—Será mejor que se siente —le dijo la voz.
Los guardias sacaron de nuevo a Mitra y a las demás mujeres al patio.
—Anden en la dirección de las agujas del reloj —les ordenaron. Y a continuación—: Ahora en dirección contraria.
En los últimos días a los guardias varones se habían sumado unas cuantas mujeres, con el fusil asomando por debajo del velo negro. Los hombres seguían actuando como siempre, especialmente el guardia que pegaba los labios al megáfono y gritaba tanto que nadie entendía lo que decía.
Al final del ejercicio, cuando hubieron reunido a todas las prisioneras, dejaron aparte a Mitra.
—Tú vas a otro sitio —le dijo el guardia del megáfono.
Mitra suponía que había sido él quien había ejecutado a su amiga delante de sus dos pequeños. Pero estaba equivocada. El autor del disparo había declarado que fue un accidente y había suplicado que le permitieran conservar su dignidad y su trabajo, pero aun así perdió ambos. Lo mandaron a su casa con un mes de sueldo y una carta de referencia del alcaide de la prisión. Tiempo después se enroló en el Basij, la milicia de voluntarios vestidos de paisanos y armados con machetes y navajas que cosían a cuchilladas a quienes decían lo que no debían. Le dijeron que allí encajaría mejor.
Mitra oía los pasos del guardia del megáfono a su espalda. Sentía su aliento en el cuello, y le extrañó que alguien tan joven tuviera una respiración tan fatigosa. Mientras discurrían por los pasillos de Evin le llegaba el eco de sus propias pisadas. Se adentraron en la prisión y dejaron a un lado la sala comunitaria, el bar e incluso el módulo 209, de donde salían la mayor parte de los alaridos. El guardia guiaba sus pasos con una mano posada en su hombro. Le sorprendió su delicadeza. Al fin, pasaron a una habitación donde había una mesa con cuatro sillas alrededor y una bombilla colgando de un cable en el techo.
—Siéntate —le comunicó el guardia—. Ahora mismo vendrá el juez.
El hombre que cruzó el umbral unos instantes después era un clérigo, con la barba poblada, el turbante y la túnica reglamentarios. Nada más entrar el juez, el guardia que había conducido a Mitra hasta allí le pegó una patada a la silla donde estaba sentada.
—Cuando entra el juez hay que ponerse en pie —ordenó.
Mitra se levantó del asiento.
—No sabía que ahora los mulás fueran jueces —replicó con displicencia—. Qué rápido obtienen el título.
Pero aquel mulá no se parecía al anterior que Mitra había conocido. Éste la detestaba.
El guardia le pegó otro puntapié a la silla.
—Cierra el pico.
—¿Dónde está mi abogado? —preguntó ella.
El juez se sentó en una de las sillas vacías. Se rascó la cabeza y revolvió los papeles que tenía delante.
—Ya hemos malgastado un minuto —dijo sin levantar la vista—. Le quedan otros dos.
—¿Dónde está mi abogado? —preguntó Mitra.
Por tercera vez, el guardia, semioculto en la penumbra detrás de ella, le dio un puntapié a la silla, y esta vez bajó el fusil que llevaba colgado al hombro.
—Calla, mujer. Cierra el pico y no digas más tonterías. Ya puedes sentarte y esperar tu sentencia.
Mitra intentó ver al guardia en la penumbra.
—¿Qué sentencia?
—Éste es su juicio —le contestó el juez—. Obedezca al guardia. Ya hemos malgastado dos minutos. Le queda uno —añadió y se pasó la lengua por los labios y luego se los limpió con el pulgar.
Mitra se sentó.
—Veamos —dijo el juez—. Señorita Mitra Ahari, ¿reconoce haber ayudado y secundado a un antiguo marxista, considerado una amenaza contra la República Islámica de Irán, contra el mundo islámico en general y contra su profeta Muhammad, la paz sea con él?
—Yo ayudé a un hombre que había sido maltratado por el antiguo régimen —respondió Mitra.
—¿Y ese hombre se llamaba Reza Navidi?
—Sí.
—¿Y era miembro del Tudeh?
—No.
—Pero se proponía divulgar ideas contra el islam, ¿no es cierto?
—Desconozco sus actividades hasta ese punto —contestó Mitra.
El juez levantó la voz.
—¿Tramaba acabar con la pureza del islam y nuestra revolución ese hombre?
Mitra no respondió.
—¿Acaso ese hombre no traicionaba los ideales por los que hemos dado la vida?
—Ocurrió antes de la revolución. Además, él luchaba contra el sah —respondió Mitra en voz baja.
—¿No era un traidor a nuestro gran imán Jomeini y todo lo que ha hecho?
—Ocurrió antes de la revolución —repitió Mitra.
—Me da igual cuándo ocurriera, señorita Ahari. —El juez tomo unas notas. Cuando terminó, declaró—: Bismillahir Rahmanir Raheem: en el nombre de Dios, el clemente, el misericordioso; as salaam alaykom ramatullah wa barakto: la paz, la misericordia y las bendiciones de Dios sean contigo. Por el poder que me otorga la República Islámica de Irán y la tutela absoluta de los juristas islámicos que, guiados por nuestro gran líder el imán Jomeini, imparten justicia en nuestro país, la condeno por la presente a morir en la horca acusada de traición, de conspiración contra el Gobierno de esta nación y de atentar contra la pureza y santidad del islam. —Hizo una pausa—. Llévesela —le dijo al guardia oculto en la penumbra.
Kamran mostró su identificación al llegar con la prisionera al módulo 209. Llevaba su nuevo nombre claramente impreso junto al símbolo de su nueva nación: Ehsan Jahanpur.
Los celadores les franquearon el paso, y poco después Kamran y la prisionera se encontraron ante una puerta cerrada con llave al final del pasillo. Kamran la abrió. La habitación estaba vacía. Se recolocó la gorra y el fusil, se hizo a un lado para dejar pasar a la prisionera y luego volvió a cerrar con llave. Los dos se quedaron a oscuras, esperando.
Cinco minutos después, otros dos guardias acompañados de sus respectivos reos llamaron con los nudillos a la puerta. Kamran abrió, hizo pasar a los presos y salió al pasillo. Los otros guardias se alejaron.
Kamran esperó fuera. Se mesó la barba y se palpó el labio superior partido. Al cabo de un par de minutos, los dos guardias regresaron, uno cargado con una silla, el otro con sendas sillas en cada brazo. El primero sacó un papel del bolsillo y leyó en voz alta:
—Hoseín Talebjam, Vahid Alborzi y... ¿cómo se llama el tuyo? —dijo levantando la vista hacia Kamran.
—Mitra no sé qué... Aha... —respondió Kamran.
Abrió de nuevo la puerta con la llave y los tres guardias, cada uno cargando con su silla, pasaron dentro.
Con manos inseguras, Kamran condujo amablemente a Mitra, todavía con los ojos vendados, hacia una de las sillas y la hizo subirse a ella. Después se subió él también y agarró la soga que colgaba del techo. Los otros dos guardias hicieron lo mismo con sus prisioneros. Kamran le colocó la soga al cuello a Mitra y al bajar de la silla se tuvo que agarrar a su prisionera para no caerse. Uno de los guardias, que todavía estaba atando la soga en torno al cuello de su reo, se burló de Kamran.
Finalmente, los tres guardias se colocaron delante de sus respectivos prisioneros.
—Eh, ¿tú sabes lo que hay que hacer? —dijo uno de los guardias a Kamran.
Él asintió con la cabeza.
—Ah, porque si no lo sabes, ya te lo enseño yo.
El guardia tiró de una patada la silla sobre la que se alzaba su prisionero y el reo se desplomó y quedó con los pies a escasos centímetros del suelo. El cuerpo no se movió.
Mitra, que estaba en la silla del medio, aguzó el oído esperando escuchar algún estertor a su lado, pero no oyó nada. Tenía las manos frías y no podía tragar. En el lado opuesto oía la respiración entrecortada del otro prisionero. Cuanto más se prolongaba el silencio del primer reo, más alterado parecía el segundo. Al final rompió a llorar y el guardia decidió apiadarse de él y lanzó la silla a la otra punta de la habitación.
A continuación le tocaba a Mitra.
Tampoco es tan difícil, pensó Kamran. Un puntapié y nunca más tendría que pensarlo. Y con ello haría justicia. Levantó la vista hacia el cuerpo de la mujer que tenía delante. Estaba subida a la silla, pero parecía empequeñecida. El pelo le caía sobre la venda. Kamran observó sus movimientos. No respiraba agitadamente, pero había algo raro en la postura de su cabeza. La inclinaba como si estuviera mirándolo. Por primera vez, Kamran se preguntó si había visto alguna vez a aquella chica, fuera de la prisión. Aun con los ojos vendados y el pelo tapándole la cara había algo en ella que le resultaba familiar.
Sin apartar la mirada, le dio un puntapié a la silla. Apenas logró desplazarla ligeramente, y se dio cuenta de que estaba temblando. Mitra se había quedado con una pierna colgando fuera de la silla y tuvo que hacer equilibrios sobre la otra. Los otros dos guardias miraron a Kamran y él les sostuvo la mirada como disculpándose por su repentina debilidad.
La siguiente vez le propinó una fuerte patada a la silla, tan fuerte que se rompió al estrellarse contra la pared. Mitra cayó desplomada y el cuello se le quedó estirado hacia un lado al romperse. Kamran lo observó alargarse mientras el cuerpo de la prisionera oscilaba de un lado a otro, chocando contra los cadáveres de los dos reos que la flanqueaban. Por un instante se quedó inmóvil; luego Kamran vio que levantaba una rodilla, como si intentara doblarla, pero al ver que no podía empezó a dar pequeñas sacudidas con los pies.
—Pesa menos que los otros dos —dijo uno de los guardias—. Por eso tarda más.
El cuello continuó estirándose e hizo que el cuerpo de Mitra adoptara una forma grotesca. Sus pies se agitaban convulsamente. Deben de ser actos reflejos, pensó Kamran. Imposible que siguiera forcejeando. Transcurrieron unos segundos más y el cuerpo de Mitra por fin dejó de balancearse.
La celda se quedó en silencio; los tres cuerpos colgaban inmóviles del techo. Los guardias se quedaron allí un rato, cerciorándose de que los tres estaban muertos y no sería preciso tener que ejecutarlos de nuevo. Kamran sacó un cigarrillo. Trató de encenderlo, pero el temblor de las manos se lo impidió.
—Déjame a mí —se ofreció uno de los guardias.
Había dado una única calada cuando reparó en que el otro guardia lo miraba fijamente.
—Fumar es pecado —dijo el guardia.
—Cierto —afirmó Kamran.
Arrojó el cigarrillo al suelo y lo restregó con la bota. Luego se secó el sudor de la cara con la manga. Tenía la garganta y el cuello doloridos.
—¡Dios es grande! —exclamó el otro guardia—. Vamos a descolgarlos. Misión cumplida.