Aria se sentó en la plaza Ferdowsi y abrió la carta que Fereshté había dejado sobre la encimera de la cocina.
—Es de la prisión de Evin —le dijo Fereshté—. De un conocido tuyo. La ha traído su madre en persona. Dice que lo han vuelto a encarcelar, por meterse en no sé qué líos comunistas otra vez. Y que lleva escribiéndote desde hace un tiempo, pero como no respondes a sus cartas, le ha pedido que te entregara ésta en mano.
Querida Aria:
Lo intentaré otra vez, porque debo dejar claro todo este asunto. Te lo he explicado con detalle en mis cartas anteriores, pero uno se cansa de los detalles, y al final se da cuenta de lo poco que importan. Hay quien dice que la gracia está en los detalles, pero para mí sólo son una parte del todo, y el todo es lo que cuenta al fin y al cabo. Había un error en mi historia, en la que te conté hace ya un tiempo en aquel bar, pero era un error comprensible. ¿Recuerdas las cartas? ¿Aquellas cartas de Zahra? ¿Y el dinero? Las cartas me las mandaba ella, pero el dinero, no. El dinero venía de otra persona. No es de extrañar que me confundiera porque tanto las cartas de Zahra como los fajos de billetes empezaron a llegar al mismo tiempo, después de que tu padre dejara de visitarme en la cárcel. Me equivoqué al pensar que las dos cosas estaban relacionadas. Hasta hace poco, cuando recibí otra carta más que me sacó de mi error.
No tengo fuerzas para entrar en explicaciones, pero te adjunto la carta que me enviaron. Según me dijeron, tú tenías una copia. Te la dio una de las niñas, pero nunca contestaste.
He sabido de la existencia de la familia Shirazí durante todos estos años. Tu padre me habló de ellos. Quizá hayas leído la carta de tu hermana, y conozcas la verdad y todo esto te dé igual, pero tu hermana tenía dos copias y sólo te dio aquélla. Así que una vez más me han encomendado la tarea de hacerte llegar algo. Aquí va. Te dejo con la carta.
Con mi cariño y mi recuerdo,
Ramin
Sobresaltada, Aria recordó la carta de la señora Shirazí, la que Gohar había puesto en sus manos el día que detuvieron a Hamlet. La había olvidado por completo; habían sucedido tantas cosas en tan poco tiempo... Rebuscó en el bolso, y allí estaba, escondida debajo de los cosméticos que ya estaba prohibido utilizar. Los dedos le temblaron al abrir el sobre. Leyó la carta con calma, y con temor.
Querida niña:
No se me dan bien las cartas, tendrás que disculparme. No sé escribir. Le he pedido a Gohar que me escribiera esta carta mientras le dicto. Gohar ha estudiado algo, con los libros heredados de Ruhi. Lamento que tenga que enterarse de nuestro secreto. Tengo que hacerte una confesión. En un momento de mi vida, cometí un error. ¿Qué madre habría hecho lo que yo hice? Puede que toda la vida hayas creído que te abandonaron a tu suerte, que te dejaron morir. Es de entender. Pero en el fondo, si rebusco en mi corazón, sé que eso no es verdad. ¿Cómo debe pedir perdón una madre? No te lo pediré en esta carta. Me conformaré con esperar. Ya esperé muchos años, le rogué al buen Dios que me perdonara, hasta que un día por fin me perdonó. O eso quise creer.
El día que naciste, un hombre y su mujer, una vieja amiga, me ayudaron a traerte al mundo. De no ser por aquel hombre habrías muerto. Pero a veces la gente descubre una bondad en su interior cuya existencia ignoraba. Después de tu nacimiento no volví a saber nada de ese hombre, pues aunque te había ayudado a venir al mundo, también te rechazó. Eras una niña distinta, y a él lo habían enseñado a temer a los nuestros, a odiarnos. A causa de su miedo me vi obligada a desprenderme de ti. Seguro que aquel rechazo le remordió la conciencia toda la vida, seguro que nunca pudo olvidarlo. Antes de morir, Aria, ese hombre decidió reparar el daño que había hecho y me dejó en herencia todo lo que tenía, todo su dinero. A su mujer le dejó la panadería y ya está. Todo lo demás fue para mí. Yo puse ese dinero a buen recaudo, pero un día las niñas lo descubrieron, y el señor Shirazí también. Ninguno me dijo una palabra, pues sabían muy bien que no podía quedarme con aquel dinero. Me lo habían mandado para ti, de parte de un hombre que quería que le perdonaran sus errores.
Cuando aún eras pequeña, el señor Behruz se pasó años buscándome porque quería que tuvieras una madre mejor, una buena madre, no la clase de madre que su mujer, Zahra, había sido para ti. Esto fue antes de que madame te encontrara. Así que cuando me llegó la herencia del panadero, tú debías de tener unos quince años, supe que podía confiar en el señor Behruz. Le dije que le enviaría una pequeña cantidad cada mes para que su mujer no sospechara y él pudiera ir guardándola, y que ese dinero debía ser para ti, que debía entregártelo cuando lo necesitaras. Pero, al poco, cuando el señor Behruz murió, no supe adónde enviarlo. Estuve años esperando sin saber qué hacer. Lo escondí para que las niñas no lo encontraran, sobre todo Farangiz. Temía que me lo robara; habría sido capaz. Después, al cabo de los años, me acordé de un joven del que el señor Behruz solía hablarme. No sé qué me llevó a pensar en él. Según el señor Behruz, el señor Ramin te había cuidado, pero ahora estaba en no sé qué cárcel. Luego descubrí que era ese presidio nuevo tan grande, Evin. Así que empecé a mandarle dinero allí con la idea de que te lo guardara. Pensé que si el señor Behruz había confiado en él, yo también debía. Y que él encontraría el modo de hacértelo llegar. Pensé que quizá ese dinero pudiera ayudarte algún día.
Sé que madame ha sido muy buena contigo, pero ella también odiaba a los nuestros. La educaron en el mismo temor que a otros muchos. ¿No puede una madre pesarosa querer reparar un daño, aunque vaya en perjuicio de sus otras hijas? Yo siempre me decía que al menos ellas habían tenido una madre; a la primera, en cambio, la había dejado huérfana. Qué menos que darle algo en la vida. Dios quiera que el señor Ramin te hiciera llegar ese dinero, hija mía. Nunca llegué a conocerlo, pero por lo que me contaron de él es un buen hombre. Claro que a veces en los cuentos los que parecen buenos son malos y los que parecen malos son buenos. Uno nunca sabe. Pero yo no pierdo la esperanza. Y si te llegó ese dinero, espero que te ayudara en la vida, que hicieras algo bueno con él. Y que a lo mejor borrara mis actos fatídicos. Quiero que sepas que tu madre, esta mujer desvalida que soy, y que era entonces, nunca quiso hacerte ningún daño.
Tu madre,
Mehri
Las calles cercanas a la plaza estaban inusualmente tranquilas aquel día. De vez en cuando se oía algún bocinazo, algún grito de una madre llamando a su hijo, algún pájaro hambriento buscando algo que comer o las voces de los vendedores ambulantes de carne y nueces, pero aun así había un ambiente un tanto apagado. Tras leer la carta, Aria cruzó la plaza con su hija en brazos. La niña, que ya tenía dos años, pesaba. Y todavía no tenía nombre.
Su hijita le tiró del pañuelo que ahora llevaba a la cabeza (al final había tenido que ceder, pese a la ira de Hamlet) y la prenda se le resbaló por tercera vez. Aria la regañó.
—Cariño, si haces eso castigarán a mamá por enseñar el pelo. No hagas que los malos vengan a por nosotros.
Miró a su hija para ver si la había entendido. Pero la niña reía divertida como cualquier cría de su edad.
Aria pensó en su propia infancia y en todas las veces que había reído en aquellos tiempos. Los recuerdos se agolparon en su mente: la plaza Ferdowsi, incluso más tranquila entonces que en el presente; las noches y los días en el balcón de Zahra, a la que luego había tenido por buena persona durante unos pocos años. Y ahora comprendía que había enviado aquellas cartas a Ramin sólo por propio interés. Quizá como un intento de disculpa o un modo de justificar su comportamiento para que su nombre no se viera empañado eternamente. Luego estaban todos los que se habían perdido por el camino de la vida, pensó Aria, perdidos en sus propios ecos, como Narcisos en un estanque.
Pensó también en cuando iba al cine y Kamran le llevaba chocolatinas; cuando los dos corrían de la mano por avenidas y callejones. Y en aquella muñeca en el patio de Zahra, en Mana y su jardín, en Behruz y su montaña.
Su hijita volvió a reírse con regocijo cuando pasó una hilera de coches. Aria se fijó en el semblante abatido de los conductores, como abrumados por el peso de la vida. Los rehenes estadounidenses habían sido liberados, pero el país había entrado en guerra. Estaban mandando a niños al frente. Teherán, que siempre había sido una ciudad hermosa bajo el manto blanco de la nieve, ahora parecía oscuro a todas horas. Incluso sus gentes se vestían con ropas oscuras.
Aria cruzó la carretera y fue a sentarse en un banco rodeado de hierba cerca del centro de la plaza. Con su hija en el regazo, se ajustó de nuevo el pañuelo por temor a enseñar el pelo y al inevitable castigo. Los miembros de la Guardia Revolucionaria —que había pasado a llamarse SEPAH— se hallaban apostados en las esquinas de la plaza. Últimamente estaban por todas partes, igual que los agentes de la SAVAK en otro tiempo. Aun así, los suaves murmullos de la plaza Ferdowsi seguían teniendo su hermosura y el aire olía como el Teherán de toda la vida.
Aria cerró los ojos y sintió los últimos rayos de sol. Estuvo pensando un buen rato en la carta y el dinero, y cómo éste había cambiado de manos varias veces, y cómo se había ocultado.
Se permitió también pensar en Mitra.
—La noche se acerca —dijo una voz a su espalda.
Aria abrió los ojos. Una mujer se sentó a su lado en el banco.
—La noche, la noche —repitió.
Aria la conocía; iba vestida de rojo de la cabeza a los pies. No llevaba el mismo vestido que antes, el que ella recordaba.
—¿Sigue usted aquí?
—¿Dónde iba a estar Yagut si no? —contestó la mujer de rojo—. Noche, noche. ¿Tu hija?
Aria asintió con la cabeza.
—Hay criaturas que nacen del amor, y otras del miedo. No del odio, del miedo. El odio no existe.
—¿Cómo?
—El odio. Que no existe. ¿Cuántos años?
—Dos —respondió Aria.
—Bonita edad. Bonita edad.
—¿Sigue usted esperándole?
—¿Qué otra cosa iba a hacer si no? ¿Nombre? —preguntó Yagut, señalando con la cabeza a la niña de Aria.
—¿Nombre? —repitió ella mirando a su hija—. No lo sé. Dos años ya y todavía no he conseguido encontrar un nombre para ella que me convenza. La gente me dice que estoy loca.
—A mí también me dicen que estoy loca. —Yagut rió—. El nombre lo es todo. ¿Crees que el mundo sería así si no hubiera nombres?
—¿No tiene usted miedo?
—¿De qué?
—Está prohibido llevar ropa de colores vivos. La meterán en la cárcel.
Yagut rió de nuevo.
—¿Cómo te van a meter en la cárcel si los prisioneros son ellos? ¿Eh? —replicó y rió aún más fuerte, con unas carcajadas como de bruja.
—Si no viste de rojo, él podría no verla, ¿es eso?
—Yo visto de rojo, visto de rojo, siempre visto de rojo —respondió Yagut—. Rojo, rojo. —Se acercó a Aria—. ¿Y si no me ve? No puedo desaparecer. Él me dijo que me vistiera de rojo, así que me visto de rojo. Se me tiene que ver, ¿entiendes? Ghermez —añadió Yagut señalando a la niña de Aria.
—¿Rojo? —dijo Aria, como esperando una explicación.
—Que le pongas de nombre Ghermez. Rojo —le repitió Yagut.
Aria miró la carita de su hija, tan distinta a la suya, con el pelo negro y los ojos negros. Había salido a la familia de Hamlet. Aunque a la luz del sol, en sus cabellos apuntaban algunos reflejos rojizos, como el lienzo bajo los óleos.
—¿Que le ponga «rojo» de nombre? —dijo Aria—. ¿Está usted loca?
—Siempre lo he estado. Rojo —le insistió Yagut—. Amor. Ira. Corazón. Sangre. Si tienes sangre y corazón, nunca desapareces. Él te encontrará. Rojo.
Yagut le dio unas palmaditas en la cabeza a Aria y luego a la niña.
—Rojo, rojo, rojo —repitió a modo de salmodia—. Como yo. Yagut significa «rubí».
Aria abrió el bolso. Vio el saquito de tela que llevaba dentro desde hacía años y lo sacó.
—Tengo un regalo para usted. ¿Le gustan los regalos?
—A mí me gustan muchas cosas, querida —respondió Yagut—. Muchas cosas, muchas, muchas.
—¿Y las pulseras? ¿Las pulseras de cuentas? Tengo unas de color rojo.
Aria abrió el saquito y sacó unas cuantas. Yagut se arrimó a ella, encandilada por la factura de aquel abalorio. Acarició la pulserita con las yemas de los dedos.
—Ah. Te las ha dado un amante.
—No sé —dijo ella rápidamente—. Pero quédeselas. Puede vender alguna si necesita dinero.
Yagut la miró a los ojos y sonrió.
—El amor no se vende, querida. Pero es un bonito detalle, muy bonito.
Juntó ambas manos ahuecadas y se quedó esperando. Aria depositó unas pulseritas en ellas y luego decidió regalarle la bolsa entera.
—¡Un momento! —exclamó Aria de pronto—. Me quedaré con una sola. —Rebuscó entre las pulseras, cuyas cuentas chocaron unas con otras con un agradable repiqueteo, como conchas marinas revolcándose en el fondo del mar antes de ser arrastradas por el oleaje—. Me quedaré con ésta.
—¿Te gusta el blanco? —dijo Yagut—. Bien, muy bien.
Le hizo una reverencia a Aria, se remetió el pelo canoso bajo el pañuelo rojo que llevaba en la cabeza y se alejó.
Aria la siguió con la mirada hasta que Yagut, con la bolsita de las pulseras sujeta a la cadera, se perdió entre el tráfico. Los últimos destellos del sol empezaban a difuminarse. Estaba oscureciendo, la silueta de la cordillera de Elburz planeaba sobre la ciudad como un ser legendario, como si el mítico Simurg se elevara con el cuerpo encendido tras los picos de las montañas y protegiera la ciudad con sus alas. Por un instante, ante la mirada de Aria, los últimos reflejos dorados del sol se fundieron con el negro de la noche y todo se tiñó de rojo.