Habían transcurrido ocho semanas desde la primera visita de Aria al médico, y apenas se habían producido cambios. La niña seguía sin recuperar la vista. Tampoco podía ir andando sola, tenía que ir en brazos de Zahra. Y dado que Behruz estaba en el cuartel trabajando, nadie más podía acompañarla.
Aria sabía que ella sólo había accedido a acompañarla por el qué dirán.
—Si no la llevo al médico y la palma, el pueblo entero me echará la culpa, ¿no?
Eso le había oído decir Aria. También la había escuchado discutir con Behruz durante horas.
—Ni muerta voy a dejar que esas arpías me pongan verde. Eso era lo que quería, ¿verdad, señor Bakhtiar? Lo que quería desde el primer momento era tomarse la revancha.
Behruz aguantó el chaparrón sin decir una palabra. Zahra le había soltado todas las palabrotas habidas y por haber, pero finalmente había cedido. Como colofón al espectáculo, le recordó lo agradecido que debería estar por tener una mujer como ella. Y desde aquel día, salvo las dos veces que Behruz había estado en casa de permiso, Zahra se había encargado de acompañarla a pie hasta el norte de la ciudad para que le hicieran las curas. La visita médica se había convertido en una rutina. También era el único momento en que Aria podía salir de casa.
Ella siempre había sabido que Behruz temía que le ocurriera algo en su ausencia, pero ahora tenía la impresión de que Zahra compartía ese temor. Cuando no respondía de inmediato a sus llamadas, irrumpía en la habitación llamándola con la voz un tanto temblorosa. Aria había aprendido a detectar enseguida ese temblor. A percibir cosas que antes le pasaban inadvertidas, como la voz quebrada de Zahra.
De todos modos, habría preferido que fuera otro quien la acompañara al médico.
—¿Y Kamran? —le había sugerido Aria una noche que su padre estaba en casa. Hacía semanas que no veía a su amigo.
—Kamran es un niño —replicó Behruz.
—Por eso. Es un niño. Puede hacer lo que quiera —contestó ella.
Aria no logró convencerlo. Aun así, confiaba en que surgiera una solución. Mientras Zahra iba de un lado al otro del piso buscando el maquillaje, las llaves y el bolso para salir otra vez en dirección al médico, ella esperaba tranquilamente en el balcón, por si oía alguna señal de Kamran. Lo había oído en la puerta varias veces, preguntándole a Zahra si podía pasar a verla e interesándose por sus ojos, aunque ella siempre lo mandaba a freír espárragos. Ese día, sin embargo, Aria oyó algo que hacía mucho que no llegaba a sus oídos. Era Kamran con toda seguridad: estaba jugando con la pelota en el patio, la hacía botar contra la pared y saltaba para cogerla antes de que tocara el suelo.
—¿No piensas lanzarla aquí arriba? —preguntó Aria, levantando un poco la voz para que la oyera.
Kamran tardó un rato en contestar.
—Si tú no tienes interés en hablar conmigo, ¿por qué iba a tenerlo yo?
—Yo no tengo la culpa de que esa bruja te mandara a freír espárragos —replicó Aria.
—Ya ni siquiera sales al balcón.
—Porque no me dejan. Y Zahra tiene prohibido dejarme aquí encerrada.
—¿Por qué? —preguntó Kamran.
—Por si me caigo.
—¿Por qué? —preguntó Kamran de nuevo.
—Porque estoy ciega.
—Ya, pero tonta no. Puedes palpar los barrotes, ¿no?
—Zahra no quiere pasar vergüenza. Tiene miedo de que las arpías del vecindario hablen mal de ella.
—¿Qué arpías? ¿Qué van a decir? —preguntó Kamran.
—Es que si me pasa algo será por su culpa, y todo el mundo se enterará de lo mala madre que es.
—Eso ya lo saben —replicó él.
Aria se sentó recostada en la barandilla.
—No entiendes nada —le dijo.
—Ponte de pie, que no te veo —le pidió Kamran.
—Yo tampoco te veo a ti, así que estamos igual —contestó Aria.
Kamran lanzó la pelota contra la pared unas cuantas veces.
—¿Todavía te sale sangre de los ojos?
—Ya no. Pero se me han pegado con toda esa porquería.
—Pero ¿volverás a ver pronto? —preguntó Kamran.
—Tengo que ir a que me la corten, con cuchillas, la porquería. Me lleva a cuestas Zahra. Les dije que era mejor que me llevaras tú, pero como eres un niño, no puedes, y me dijeron que no.
—Yo puedo hacer lo que quiera —protestó Kamran.
—Eso les dije yo.
Se quedaron un momento en silencio.
—Entonces ¿cuándo podrás ver otra vez? —volvió a preguntar él.
—No lo sé.
Aria oyó que Zahra abría la puerta del balcón.
—Pues más vale que veas pronto. No pienso pasarme el resto de mi desgraciada vida llevando a una desgraciada como tú a cuestas.
La niña se levantó del suelo.
—Me tengo que ir —le dijo a Kamran.
—Deja de hablar con la sabandija esa y ven adentro.
Zahra la agarró por el brazo y tiró de ella hacia el interior.
—¡Cuando te pongas buena te llevo al cine otra vez! —dijo Kamran a voces cuando Aria ya se había ido.
Zahra se puso en cuclillas para que Aria pudiera echarle los brazos al cuello y así llevarla a cuestas, aunque con tacones no era tarea fácil. Su maridito iba a tener que comprarle otros, costaran lo que costasen. Sin embargo, Zahra disfrutaba paseando por la zona alta de la avenida Pahlevi. Era un placer volver a ver aquellos barrios. En los escaparates había cosas distintas. Desde que el sah se había casado con Farah, la nueva reina había introducido cosas más refinadas en la ciudad, gustos parisinos que a Zahra le encantaban.
También habían plantado hileras de árboles a ambos lados de la avenida. Al diablo esa gente que les ponía peros. Al fin y al cabo, ¿qué sabían aquellos palurdos del sur de Teherán? La mayoría ni siquiera había puesto el pie en esos barrios. Zahra estaba mirándolo todo encandilada, las tiendas, los árboles, los coches, cuando sintió que Aria se agitaba a su espalda.
—¿Estás despierta? —preguntó.
Un hombre que pasaba por su lado le gritó.
—¡A su hija le sangran los ojos!
Zahra hizo como si no lo oyera, pero el hombre se acercó. Dejó en el suelo el maletín que llevaba y se aflojó la corbata.
—¿Esa niña tiene papá, señora? ¿Está buscándole papá?
—¡Deberían cortarle los huevos! —exclamó Zahra, pero el tipo siguió acercándose.
—¿De dónde es usted, señora?
—Déjela en paz —intervino otro.
El primero le dio un empujón y lo agarró por los brazos.
—Puedo ocuparme yo solita de este energúmeno —dijo Zahra, interponiéndose, y agarró al primero por la corbata—. ¿Quiere que lo ahogue con esto?
El hombre le dio una bofetada.
Zahra sintió el escozor en la mejilla, pero no se arredró.
—¿Eso significa que sí?
—Apártese, señora. ¿No ve que este tipo no está en sus cabales? —dijo el segundo.
—Y usted seguro que tampoco, imbécil —replicó Zahra.
El primer hombre la agarró por los brazos; el segundo se alejó. Zahra intentó zafarse, pero la tenía bien sujeta. Enseguida acudieron otros, se produjo un intercambio de golpes, Zahra se escabulló y de pronto se dio cuenta de que había perdido a Aria. Se le había caído de la espalda durante la refriega.
—¿Dónde se ha metido la mierdosa esa? —Buscó con la mirada entre la muchedumbre, llamándola a voz en grito—. ¡Tú, basura inmunda!
Pero Aria había desaparecido. Estuvo veinte minutos buscándola, hasta que empezó a acusar el calor y perdió fuerzas. Nadie le prestaba la más mínima atención. Ya no se discutía su dignidad, la dignidad de una mujer; el debate se había trasladado a la política, y le llegaron retazos de una discusión acalorada en la que tan pronto se hablaba del ayatolá —cuyos textos estaban prohibidos— como del estado de la producción petrolífera, de la grandeza del sah, el rey de reyes, o del flamante presidente Kennedy.
A unos cuantos pasos de distancia, un quiosco echaba el cierre. A Zahra se le fueron los ojos hacia las revistas, dispuestas en fila unas al lado de las otras. Sofía Loren sonreía desde la portada de una de ellas. Zahra se acercó al quiosco y acarició la imagen con los dedos.
—Estamos cerrando —dijo el quiosquero.
—Sólo miraba —dijo Zahra, y luego añadió—: ¿Ha visto a una niña de tez blanca con un vestido blanco? Una niña roñosa. Con el pelo rojo.
—No he visto a ninguna niña, señora. Estamos cerrando. No toque, haga el favor.
—¡Imbécil! —exclamó Zahra.
Miró a su alrededor. El corrillo de hombres se había dispersado. Mientras dejaba vagar la mirada, oyó una voz. Una voz tan familiar para ella como el aire que respiraba.
—¿Esta niña? —preguntó alguien con una voz rota que emergía entre las rendijas del tiempo.
Zahra se dio la vuelta. Una mujer menuda, tapada de arriba abajo con un velo azul de flores, sostenía un gran cesto lleno de fruta en una mano y otro gran cesto con flores en la otra. Los llevaba apretados contra la barriga; sus enormes pechos se derramaban sobre ellos. A su lado, Aria escondía la cara entre la delicada tela del velo.
—¿No me digas que esta niña es tuya? —dijo la mujer—. Te habría hecho con una criatura ya mucho mayor que ésta, pedazo de burra.
Aquel acento de Isfahán. Inconfundible. Zahra agarró a la mujer por los hombros, con el corazón desbocado.
—Me la he encontrado apoyada en una pared. Te había visto antes con ella a cuestas. Al principio no estaba segura de que fueras tú, pero vaya si lo eras, qué demonios. Luego ha llegado ese desgraciado y he pensado que mejor agarraba a la niña mientras te lo quitabas de encima. Vaya una gentuza, ¿eh? Pero mírala ella, enfrentándose sola al canalla ese, a quién se le ocurre. Tonta. Bueno, bueno, bueno.
Zahra no podía apartar la vista de aquella mujer.
—Pero qué gorda y qué fea te has puesto, Masumé.
—¿Cómo estás, hermana?
Al reírse, los pechos le saltaron sobre la barriga, que chocó contra la carita de Aria.
—Vejestorio —dijo Zahra, sonriendo—. Después de tantos años.
Una hora después, Aria estaba profundamente dormida sobre un sofá suntuoso, y Masumé estaba sentada delante de Zahra a una larga mesa de cocina, cortando apio en rodajas para la cena. Se le marcaban los hoyuelos cuando sonreía y, aunque había engordado, su cara redonda seguía pareciendo desproporcionada para tan corta estatura. Masumé tenía dieciséis años cuando Zahra la había visto por última vez. Estaba muy estropeada; Zahra apenas reconocía a la persona que tenía delante y pensó que quizá su vieja amiga pensara lo mismo de ella.
—El mundo es un pañuelo. Dios ha querido que nos encontremos otra vez, hermana —dijo Masumé—. ¿Te acuerdas de cuando corríamos por las calles sisando manzanas y dulces de los carros de los vendedores ambulantes? Nunca llegamos a pagar por aquellas locuras, así que puede que el escarmiento nos espere a la vuelta de la esquina. ¿Tú qué crees?
—Tu lengua parece que sigue intacta después de todos estos años. Muchas veces me he preguntado si no te habrías metido en líos después de que yo me fuera.
—Se ocuparon de mí como es debido. Yo hacía mi trabajo, me sacaba mi jornal, nunca me metía con nadie... y nunca les sisaba nada, no como tú. Los señores siempre se han portado bien conmigo. No me puedo quejar.
Zahra observó la cocina, que tan bien conocía, y los calderos de latón, colgados de unos ganchos en la pared. Cuando ella y Masumé trabajaban allí de niñas, corría el rumor de que aquellos cacharros habían sido un obsequio de la reina de Inglaterra, la anterior, llegados de su palacio londinense en señal de agradecimiento para con el señor Ferdowsi por su «extraordinario talento y sus manos mágicas». Pero, quién sabe, quizá fueran cuentos. Ahora, junto a los dos fregaderos de latón situados a ambos extremos de la habitación, había frigoríficos y hornos, y la cubertería más elegante que Zahra había visto en su vida, apilada de cualquier modo junto a aquella vajilla de porcelana que llevaba el apellido de la antigua casa real iraní, Qajar, primorosamente grabado en el borde, y el símbolo del pavo real debajo. Vestigios todos de la antigua dinastía, desaparecida en torno a la misma época en que habían nacido Masumé y ella. Zahra cogió uno de los platos grabados.
—La antigua realeza vivía mucho mejor, la verdad. Más al estilo de los reyes de Inglaterra. Este nuevo sah es demasiado americano para mi gusto. Las estrellas de cine europeas viven mejor que la realeza incluso. ¿Por qué te empeñas en trabajar para esta gente inmunda?
—Los Ferdowsi no son mala gente.
—¿Ah no? —dijo Zahra.
Masumé sujetó contra el pecho cuatro berenjenas moradas y las llevó al fregadero.
—Aquí la vida es fácil.
—¿Mejor que antes incluso?
Zahra se recostó en la silla y cruzó las piernas. Se enredó un mechón de pelo en el índice.
Masumé centró la atención en la olla que tenía delante, con su guiso de verduras y especias, la espalda encorvada y la cabeza gacha. Zahra observó las manos como muñones de su vieja amiga y se preguntó si las suyas habrían terminado igual, tan precozmente arrugadas, si la vida hubiera seguido otro curso y también se hubiera quedado en la finca de los Ferdowsi.
Masumé indagó sobre la vida de Zahra mientras seguía lavando verduras.
—Entonces ¿dices que esa niña es tuya? —preguntó Masumé, acodada en la encimera que Zahra tan bien conocía. Extrajo el cuchillo que había dejado clavado en una berenjena y la apuntó con él.
Zahra plegó y desplegó los brazos.
—Más o menos. Mi maromo se la encontró en un contenedor de no sé dónde y, bueno, ya sabes cómo soy, acepté cuidar de la pobre criatura.
—¿Más o menos? —Masumé clavó la navaja en la berenjena—. ¿De verdad os la encontrasteis por ahí tirada en una calle, o tuviste un lío con otro? O más probable aún, tu maromo dejó preñada a una pobre desgraciada. —Soltó una carcajada vulgar y escandalosa, como la que Zahra recordaba de cuando eran niñas, sin medida ni control—. La verdad es que la niña no se te parece en nada. Será eso entonces. ¿Te la pegó con otra, hermana? ¿Se buscó una segunda mujer? ¿O una tercera incluso? Ay, por el imán Husseín, no me digas que sois cuatro en casa.
Los golpes repetitivos de la navaja sobre la tabla de cortar empezaban a alterar los nervios de Zahra. Hizo lista mentalmente de todo lo que la estaba crispando: la luz que entraba por la ventana y reverberaba en el espejo de la pared de enfrente, la profusión de cacharros de latón, el agua manando por el grifo que Masumé había olvidado cerrar, las espaciosas estancias, el olor a roble, los vapores de la olla hirviendo y sobre todo la cabeza inclinada de Masumé, absorta en cierta crítica suspendida en el aire entre ambas. Esa crítica se instaló en el punto flaco de su estómago, ese que conectaba con todos los males de su vida, que le infundía una aversión generalizada y le traía a la memoria su asquerosa infancia, cuando era una huérfana miserable y vivía al cuidado de un tío abuelo que le había enseñado a limpiar los pies de quienes se alimentaban de la sangre y del sudor del prójimo y a quienes la gorda y vieja reina de Inglaterra les regalaba cacharros de latón.
—Pero ¿no te acabo de contar lo de la niña, cabeza de chorlito? —replicó Zahra—. A saber dónde andará, la puta que la parió. En cuanto al maromo, ni me lo mientes; harta me tiene.
—Aun así, bien que cuidas de ella. Qué buena eres.
«Buena» no era un término que Zahra acostumbrara a oír. Ni siquiera recordaba que Masumé se lo hubiera dicho alguna vez en su infancia; siempre era ella quien salía en su defensa y cargaba con las culpas de sus correrías. A los hijos de los Ferdowsi, sobre todo a la hermana mayor, nunca les había temblado el pulso a la hora de castigar a Masumé. Zahra lo recordaba muy bien. A veces, incluso en el presente, le remordía la conciencia por tanto como los había odiado, por tantas veces como les había robado. Pero sobre todo por no haber podido gozar de lo que las hermanas Ferdowsi, Muluk y Fereshté, tenían: cosas de niñas, cosas bonitas, cosas que Zahra había detestado destrozar. Aunque, pensándolo bien, no le habían dejado opción.
Zahra se levantó y se acercó a la puerta para echarle una ojeada a Aria, que seguía tumbada en el sofá.
—Qué cansada está la criatura —dijo Masumé—, y con todas esas vendas... Suerte ha tenido de no quedarse ciega. Mi hermano perdió la vista por lo mismo. Tracoma, ¿no? Bichos en los ojos, hay que ver lo que son las cosas. Al final al pobre desgraciado lo pilló un carro de mulas, cuando todavía no tenía los treinta cumplidos. Qué se podía esperar. No vio venir el carro. La vida, hermana. ¡La vida! —exclamó, trabajando con los nudillos la masa de carne picada que tenía entre las manos—. Os quedaréis a cenar, espero. Madame se alegrará de verte. Es curioso que el señor le dejara la casa a ella en vez de a los hermanos. Aunque esta gente tiene casas por todas partes. Aunque mira qué raro este caserón, tan antiguo y en medio de la ciudad. Y va y se lo deja a una hija en vez de a un hijo. Curioso, ¿no? Ésta es gente de mucha alcurnia. Fue una vergüenza que te fueras de esa manera. Con lo bien que podrías haber vivido aquí.
Zahra entornó los ojos mirando las cacerolas de latón como si despidieran llamaradas de sol. La antigua rabia empezaba a bullir nuevamente en su interior. Con qué facilidad olvida la gente, pensó. Pero quizá el tiempo mitigara hasta el más terrible de los recuerdos.