11

Fereshté Ferdowsi se deleitaba con el tenue esplendor de una vida en otro tiempo llena de bullicio y animación. En su hogar se vivía una realidad particular. Ahora tocaba dormir; ahora, despertar; ahora, recoger bayas; ahora, avivar el fuego de las chimeneas; ahora, pintar las verjas de verde. Con el correr del tiempo, la vida se había hecho cada vez más rutinaria. Cuando paseaba por la zona norte de la finca y los jardines y apartamentos aparecían ante sus ojos, no podía evitar pensar que no era tan majestuosa como antiguamente, cuando todo el mundo anhelaba vivir allí y la opulencia de la mansión de los Ferdowsi era la comidilla de la plaza. ¿Cuántas habitaciones vacías tenían ahora? Qué distinto era todo en aquel tiempo; doncellas, jardineros y cocineros hacían un hogar de aquellas viviendas y las llenaban con su numerosa prole. Incluso vivían allí carpinteros, que se encargaban de las reformas y ampliaciones de la mansión, un barbero para los chicos y a veces soldados, que se hospedaban allí cuando estaban de permiso. Pero la mansión de Fereshté, un vestigio del pasado, no había logrado preservar su aristocrática solera ante el envite de la modernidad, sobre todo desde que al otro lado de la verja se multiplicaban los bloques de edificios de mayor y menor altura. Fereshté había decidido tiempo atrás que se resistiría al cambio.

En el interior de la casa ya sólo quedaban ella y Maysi. En ocasiones, su hermano mayor, Ya’far, se instalaba allí una temporada, cuando su otro hermano, Mammad, se cansaba de cuidar de él. Maysi, que había vivido en la casa desde que todos eran niños, ya formaba parte de la familia; no como una hermana sino más bien como una enigmática prima lejana, de esas que apenas salen a colación.

Ese día Fereshté regresaba a casa andando bajo el tenue resplandor del sol. Las gruesas suelas de sus zapatos planos de piel pisaban sobre el pavimento resquebrajado. Nunca había sabido llevar zapatos de tacón alto. Estaban demasiado asociados con la atracción sexual, de la que tan ajena se había sentido siempre. Fereshté se consideraba una persona asexual, incluso asexuada a veces. Estaba convencida de que el tiempo que había estado casada había sido un mero accidente. Los accidentes raras veces se repetían, y ahora las estancias de aquella casa anclada en el pasado permanecían vacías. Allí ya no quedaba nadie más que Maysi, que a esa hora ya debía de tener la cena preparada.

Pasó por la floristería de su amigo el señor Safai, como solía hacer cada atardecer al regresar del albergue adonde llevaba los pastelitos y galletas que Maysi preparaba para los pobres. El juicio de Dios llegaría algún día. Más valía estar preparados.

—Justo a tiempo —dijo el señor Safai, que estaba colocando una hilera de macetas con geranios dentro de una caja. La persiana metálica de la pequeña tienda estaba medio bajada y los periódicos, que también vendía, apilados fuera en el suelo para hacer sitio a la entrega de la mañana siguiente—. ¿Qué le pongo hoy, señora Ferdowsi?

Fereshté examinó la mercancía.

—Veo que ha sacado los jacintos. Qué curioso. —Palpó un pétalo—. ¿Con el calor que hace?

—No se imagina lo resistentes que son, duran toda la primavera. Aguantan lo que les echen.

—Qué raro.

Fereshté hablaba con un ligero temblor en la voz, no a causa de ninguna dolencia, sino de una mera alineación irregular de las cuerdas vocales, una anomalía que arrastraba desde la infancia y que había imprimido a su voz el timbre de una anciana incluso cuando era joven.

Se acercó la flor a la nariz.

—Son extraordinarios, ¿verdad?

—Ya lo creo, señora.

—A Maysi le gustarían, ¿no le parece?

—Ya lo creo, señora —dijo el señor Safai.

¿«Señora»? ¿Ya se había convertido en una «señora»? Fereshté a veces se olvidaba de la edad que tenía y del consiguiente cambio en su aspecto. Nunca había sido una belleza. Aunque tampoco cruel, no podía decirse que la genética hubiera sido muy generosa con ella, al menos en lo que respecta al físico. Por otro lado, considerando lo que su familia había puesto en sus manos, era un ser privilegiado. Eso era lo único que importaba en realidad. Tal vez su físico fuera achacable a todas aquellas relaciones de consanguinidad en su linaje o a la sangre zoroastriana. Un día pilló al sastre de la familia diciéndole a su aprendiz que en aquella casa todos parecían cuervos. El hombre se había quedado horrorizado al descubrir a la pequeña Fereshté, que entonces no tendría más de cinco años, allí plantada en el umbral. Fereshté se figuraba que el pobre debía de haber pasado días y días en vilo temiendo que lo despidieran, pero ella nunca le había ido con el cuento a su padre.

Al llegar a casa e introducir la llave en la cerradura, descubrió que la puerta ya estaba abierta. En el vestíbulo de la entrada, que se abría a la sala de estar por un lado y a los dormitorios por el otro, había algo de corriente. Se quitó los zapatos, se calzó unas zapatillas y contempló su hogar. Los cristales negros de las lámparas de araña francesas colgaban como gotas de carbón fundido sobre la espaciosa estancia que hacía las veces de sala de estar. Había cuatro arañas distribuidas en torno al perímetro del techo, y en el centro colgaba una quinta, más grande pero de cristal transparente, adornada con perlas cuidadosamente dispuestas en espiral siguiendo las facetas del cristal. Todo era tan suntuoso... La mayor parte del tiempo Fereshté ni se fijaba, pero por alguna razón ese día todo le resultaba familiar y extraño a la vez. Los listones de roble que revestían las paredes de la sala de estar se alzaban hacia el techo y, a partir de cierto punto, volvían a curvarse hacia abajo para unirse a las molduras que coronaban los dinteles de las puertas. Una de esas puertas conducía al estudio, otra al comedor, otra a la cocina y otra a la planta superior. Grandes vitrinas llenas de libros, antigüedades de porcelana rusa y retratos de época cubrían las paredes. Una luz tenue entraba por las puertas correderas de cristal que daban a la terraza y al jardín. Al otro extremo de ese jardín, de su jardín, se alzaba la otra mitad de la casa, un edificio casi tan grande como el primero, pero no tanto.

De pronto se le ocurrió preguntarse por qué sus padres habrían construido la casa con ese trazado. Ya casi había oscurecido, y en la espaciosa sala de estar apenas había luz. El brillo de millares de puntitos de seda, entretejidos en las alfombras persas que cubrían por completo los suelos de caoba, atrajo su atención. Las alfombras que rodeaban el perímetro de la estancia tenían una tonalidad azul oscuro y verde que realzaba el marrón que se extendía desde el suelo hasta el mobiliario. Sólo una pequeña alfombra de color verde oscuro, que servía de pieza central, destacaba sobre las demás.

Al cruzar la sala, Fereshté tuvo una sensación extraña. Oyó que Maysi tarareaba en la cocina. Los treinta pasos que distaban desde la puerta hasta el sofá, situado en el centro de la estancia, se le hicieron eternos. En el mueble de caoba que estaba al lado del sofá, una pequeña lamparita iluminaba la sala en penumbra. Bajo su luz se apreciaba difusamente el contorno de las extremidades y el vaivén de la respiración del pequeño cuerpo tumbado en el sofá. Fereshté se agachó para verlo mejor. Era una niña que dormía con la punta del pulgar en la boca y una venda manchada de sangre tapándole los ojos.

Fereshté volvió la cabeza hacia la cocina. Al acercarse allí reparó en que Maysi no estaba cantando, sino cuchicheando con alguien. Contando una historia de las suyas.

—Y yo le dije, mire, señora, a mí no me venga con cuentos religiosos de ésos. Si no quiero ir a la mezquita, no tengo por qué ir. Claro que al final acabé yendo, como siempre. ¡Pero habrase visto!

Se oyó una risa de hombre.

—¿Y aun así te tiró el zapato?

El hombre estaba sentado a un extremo de la mesa de la cocina y, al otro, una desconocida recorría la estancia con la mirada sin perderse detalle.

—¡Habrase visto! En toda la jeta me lo tiró. La muy chalada. Se sacó el zapato de pronto y zaca. Encima con puntería. Y con bastante fuerza, la muy cabrona. No sé de dónde demonios habrá salido, pero...

Maysi reparó en Fereshté en el umbral.

—Uy, Dios, madame, pase, pase. Tenemos compañía para la cena. Mire, mire a quién tengo aquí. ¿Se acuerda de Zahra? Zahra Miladi. Y éste es su marido, el señor Bakhtiar. Tuvimos que llamar por teléfono a la tienda del barrio para que avisaran al señor Bakhtiar de que viniera. Un milagro que lo localizáramos, ¿verdad, señorita Zahra?

Behruz se levantó rápidamente e inclinó la cabeza. Llevó la mano derecha al pecho e intentó cuadrarse como es debido.

—Señorita Ferdowsi. Behruz Bakhtiar. Es un gran honor —dijo e inclinó la cabeza de nuevo.

—Se acuerda de Zahra, ¿no? —insistió Maysi.

Zahra se levantó, se colgó el bolso al hombro, abrió la cremallera y sacó unos guantes de piel.

—¿Cómo está usted, señorita Fereshté? —saludó y, volviéndose hacia Maysi, añadió—: Pero la verdad, Maysi, tengo que irme ya. Qué trajín de vida... Todo el día sin parar de aquí para allá. Ahora compra esto, ahora lo otro.

Masumé puso cara de sorpresa.

—No me habías dicho que tuvieras que irte tan pronto.

—El señor Behruz puede quedarse un rato y ocuparse de la niña. Qué alegría tan grande, Masumé, cuánto me alegro de verte, de verdad. Si algún día necesito ayuda en casa, recurriré a ti. Y no te preocupes, que el señor te pagará bien. Encantada de verla, señorita Fereshté —dijo estrechándole levemente la mano—. Una lástima que no hayamos podido charlar un rato.

Dicho esto, Zahra cruzó por delante del fantasma de su vida anterior y, sin dirigir siquiera un vistazo al sofá donde dormía Aria, abandonó la mansión de los Ferdowsi.

—No entiendo por qué se va tan de repente —dijo Masumé.

Behruz miró a Fereshté.

—Es un honor conocerla, señora. Disculpe por irrumpir así en su casa.

—Déjese de ceremonias, señor Bakhtiar. Haga como si estuviera en su casa, se lo ruego. Siéntese, por favor. Deduzco entonces que esa niña que está ahí dormida en el sofá es su hija, ¿no es cierto?

Behruz se levantó.

—Ahora mismo la despierto.

—Siéntese, por favor, señor Bakhtiar. Deje dormir a la pobre chiquilla. Maysi, ve a por una manta para taparla.

Fereshté se apoyó en la encimera de la cocina y se fijó en el aspecto enfermizo del hombre que tenía delante. Le recordó a los empleados del servicio con los que jugaba de pequeña en la granja familiar. Tenía la cara y las manos cuarteadas. Pero por el modo en que se movía parecía más joven de lo que aparentaba, como si hubiera envejecido prematuramente.

—Si está casado con Zahra es como si fuera de la familia, señor Bakhtiar.

—Es usted muy amable —dijo Behruz haciendo otra reverencia.

—¿Hace mucho tiempo que conoce a Maysi?

—No nos habíamos visto nunca. A decir verdad, Zahra apenas me ha hablado del tiempo que estuvo aquí trabajando —dijo ruborizándose un poco.

Fereshté fue a la ventana de la cocina que daba al jardín y contempló las estrellas que salpicaban el cielo infinito de Teherán. De todos los lugares que conocía en el mundo, incluido el extremo norte de los Alpes suizos adonde su padre la había llevado de pequeña, nunca había visto estrellas como aquéllas: descaradas, entrometidas, como si desearan penetrar en las vidas de los seres humanos agolpados bajo su manto protector, descargar sobre ellos sus constelaciones y dictar el relato de sus vidas. Pero ¿a modo de advertencia? ¿De guía?, se preguntó. ¿O simplemente para divertirse con los errores que cometían?

—Una noche preciosa —dijo Behruz a su espalda.

—¿Verdad que sí? —contestó ella—. Perdone, señor Bakhtiar, pero he olvidado preguntarle: ¿a qué se dedica usted? ¿Cuál es su profesión?

Él agachó la cabeza y Fereshté se dio cuenta de lo tímido que era.

—Ah, pues... a nada importante. Estoy en el ejército.

—¿Es usted militar?

—No, qué va. Soy chófer. Desde hará ya unos veinte años.

Aria lo llamó desde la sala de estar, y Behruz se disculpó rápidamente para ir a atenderla. Fereshté lo oyó cuchichear con la pequeña. ¿Por qué estaba tardando tanto Maysi? Se sentía incómoda a solas con el señor Bakhtiar. Después de tantos años de soledad, rodeada tan sólo de un puñado de personas, aparte de sus hermanos, había olvidado cómo tratar a los demás, y en especial a gente como Bakhtiar. No porque le disgustara ese tipo de gente, ni mucho menos. De hecho, le merecía más respeto que la mayoría. Eran sólo nimiedades que la desconcertaban: su forma de hablar, de moverse, lo que decían..., y que siempre parecían no saber que ciertas cosas nunca debían hacerse. Como esas reverencias. Y, por supuesto, su desconocimiento del mundo. Sólo tenían que informarse, nada más, ya fuera a través del periódico o de la televisión. Porque, si les preguntabas, no sabían ni dónde estaba Inglaterra. Le molestaban todas esas nimiedades. ¿De qué iba a hablar ella con la niña? Fereshté tenía sobrinas y sobrinos, pero siempre había contado con el filtro de sus padres. Había tantas cosas que tener en cuenta...

—¿Ves? La señora Ferdowsi es muy buena —le iba diciendo Behruz a la niña al entrar con ella en la cocina.

—¿Está bien la niña, señor Bakhtiar? —preguntó Fereshté, fijándose de nuevo en los ojos vendados.

—Sí, es sólo un problemilla. Zahra se ha encontrado con Masumé justo cuando volvía de la última visita al médico con la niña. Ha sido Masumé quien me ha llamado. Desde su teléfono, espero que no le importe.

—Entiendo.

—Aria, saluda a la señora.

—Hola —dijo Aria, adormilada todavía.

Levantó la mano como para frotarse la venda que le tapaba los ojos, pero Behruz le retiró los dedos con delicadeza.

—¿Y qué es ese problemilla, señor Bakhtiar? —preguntó Fereshté en voz baja.

—Una infección —respondió él bajando la vista—. Pero tenemos que irnos ya. Han sido muy amables, tanto usted como Maysi. Dele las gracias de mi parte.

—Tiene una hija muy guapa, señor Bakhtiar.

—Sí. Gracias.

—Un color de tez precioso. Y ese pelo rojo tan intenso... Qué pulseritas tan bonitas lleva.

—Sí. No se las quita ni para dormir.

—Me las deja mi amigo en el balcón, a escondidas. Pero yo sé que es él.

Aria bostezó.

—Qué amigo tan encantador —le dijo Fereshté a la niña, y luego se volvió hacia Behruz—. Quédese a cenar, por favor.

—No, gracias. Tenemos que irnos, de verdad.

—¿Ocurre algo, señor Bakhtiar? —preguntó Fereshté.

—No, nada —respondió él incómodo. Una sensación extraña se había apoderado de él, como si estuviera a punto de abrir una puerta a un espacio desconocido. Farfulló—: Es, mmm, es la señora Zahra. A veces las tareas domésticas se le hacen algo cuesta arriba, y con la niña por medio...

—¿La niña no se lleva bien con su madre?

—Zahra no es su verdadera madre —confesó Behruz—. Pero Maysi podrá explicárselo mejor.

Fereshté miró a la pequeña, que gimoteaba pegada a la pierna de su padre.

—Mire, señor Bakhtiar, aquí hay sitio de sobra. Se lo digo por si las cosas se complican. Aria podría invitar a su amiguito incluso. ¿Cómo se llama?

—Se llama Kamran —intervino ella y se volvió hacia Behruz—. ¿Podemos traérnoslo?

—No se me ocurriría, señora, pero gracias de todos modos.

—Maysi estaría encantada de tener compañía. Le gusta mucho darle a la lengua, como ya habrá comprobado.

—Ya. Pero gracias por su amable ofrecimiento —dijo él con una reverencia.

Mientras bajaba con Aria por el caminillo de acceso a la casa y se adentraban en el corazón de la ciudad, el ladrillo grisáceo de la mansión se desvaneció tras ellos. Behruz se detuvo y volvió la vista. Había luz en todas las habitaciones: debía de ser Maysi, pensó, buscando la manta que nunca había llegado a llevarles. Behruz se sintió aliviado al salir de aquella casa; hablar con alguien como la señora Ferdowsi se le hacía cuesta arriba. Más incluso que con la madre de Ramin. Inhaló el aire de la ciudad, de pronto empequeñecida ante sus ojos. La niña caminaba a su lado, de la mano, y se la estrechó con delicadeza.

Una semana después, Aria se metió una uña por debajo del párpado para mantenerlo abierto e intentó por tercera vez sacarse el pus del ojo. La infección no se había extendido, les había dicho el doctor Vaziri aquella misma mañana cuando Zahra la había llevado a la consulta. Aria le había suplicado que le dejara quitarse la venda, porque, tal como le había explicado al médico, sin ella al menos distinguía los colores aunque no viera. El doctor Vaziri dio su brazo a torcer.

Ya en casa, Zahra estaba intentando enseñarle a cocinar.

—Toma esto —le dijo, y Aria palpó el contorno de un espetón metálico, más largo que su brazo—. Estamos asando kebabs. La carne está aquí, ya picada y aderezada. Tú encárgate de cortar las cebollas. Hay que pelarlas y cortarlas en rodajas. Cuando hayas terminado, las ensartas en los espetones. Ya sabes cómo. ¿No te ha enseñado tu querido padre miles de veces cuando lo interrumpes en plena faena?

Pero Bobó nunca le había enseñado a hacer eso, pensó Aria, ni ella lo había interrumpido nunca. Oyó a Zahra arrastrando los pies por el suelo de cemento.

—Tienen que estar listas para cuando yo vuelva.

Aria oyó un tintineo de llaves y una cremallera que se cerraba; Zahra desapareció tan rápido que no estaba segura de que realmente hubiera salido de casa. No había oído el portazo ni ruido de bisagras. Parecía como si se hubiera evaporado, como esos aguaceros que escampan tan repentinamente como descargan.

Encontró uno de los espetones buscando a tientas por la encimera y luego tanteó con los dedos hasta dar con la cebolla, que estaba por allí cerca, y el cuchillo al lado. Con cuidado, muy despacio, peló la fina piel de la cebolla hasta que palpó la prieta capa de dentro.

De poco servía tener bien empuñado el cuchillo, pero aun así lo agarró con firmeza en una mano mientras con la otra sostenía la redonda panza de la cebolla. Confiaba en tenerla sujeta por el centro y no por uno de los extremos. Hincó el cuchillo con fuerza, pero estaba romo. Volvió a intentarlo y logró hacer una pequeña incisión en la cebolla, pero no la suficiente. No tenía fuerza en los brazos. Tendría que probar a cortarla apretando con ambas manos.

Cuando el cuchillo traspasó por fin la cebolla, golpeó con tanta fuerza la encimera que la hoja se quedó clavada en la madera. Aria lo desenganchó a duras penas y procedió a cortar las dos mitades de la cebolla en cuartos. Luego tendría que cortarla a tiras finas para poderla mezclar con la carne. Empezaban a picarle los ojos. Seguro que Zahra sabía que ocurriría eso. Las lágrimas le escocían al pasar entre las rendijas de las pestañas pegadas.

Con los ojos arrasados por el lagrimeo incontrolable, el pus reseco se reblandeció y empezó a gotearle por las comisuras de los ojos y por las mejillas y la nariz. Pese a todo, siguió cortando la cebolla. Cuando sintió que la hoja había llegado al extremo, replegó los dedos. Sí, parecía que había logrado cortarla bien fina.

Levantó la mano para limpiarse las lágrimas y el pus de alrededor de los ojos. Le dolía hasta respirar, pero el escozor no remitía y, no sabiendo qué otra cosa hacer, se limpió los ojos con la mano de nuevo. Finalmente rompió a llorar a lágrima viva, como uno llora cuando le da igual que lo oigan. Tal vez Zahra seguía allí, sentada en una silla, observándola.

Aria alargó un brazo y miró en la dirección hacia la que apuntaba, confiando en distinguir la imagen de un cuerpo entre los colores que veía en su mente. Y para su sorpresa, vio los colores, efectivamente, los rojos, amarillos y púrpuras, pero ninguna forma corporal. Luego oyó que se abría una puerta y una voz. Se acercó el cuchillo al pecho.

—¡Por Dios bendito, niña! —exclamó Maysi.

—¿Quién es? —preguntó Aria.

—¿Quién soy? Vaya memoria tienes. —Maysi la estrechó entre sus brazos—. Venga, no llores más. Dios se burla de las niñas que lloran.

—No estoy llorando. Son las cebollas.

—¿Qué haces con ese cuchillo en la mano? Gracias al cielo que le he hecho caso a madame y he venido a ver cómo estabas.

—Me lo ha pedido Zahra.

—¿Qué te ha pedido Zahra? Deja de frotarte los ojos.

Maysi le retiró los dedos de la cara con un cariñoso manotazo. Aria sintió una corriente de aire, como si la abanicaran.

—¿Ves algo? ¿Ves mi mano? La tengo levantada. ¿Ves?

—Veo colores —dijo Aria—. Y los siento también.

—¿Esa Zahra está loca o qué? Coge tus cosas. Te vienes conmigo. Venga, ve a por tus cosas te digo.

—No puedo.

—Pues ya voy yo. ¿Dónde está tu habitación?

—Zahra volverá.

—A la porra con ella. Masumé conoce bien el paño, y desde hace tiempo. Así que te hago el petate y salimos de aquí cuanto antes.