13

Maysi enfiló hacia la plaza Ferdowsi con Aria bien pegada a sus faldas. Por primera vez en treinta años, le entraron ganas de llorar. Dejó escapar un leve gruñido, como siempre que, consciente de que no podía decir lo que le habría gustado decir, se le hacía un nudo en la garganta. Había adquirido ese hábito en la infancia, cuando vivía en Isfahán y los mayores estaban siempre a la que salta, dispuestos a arrearle un tortazo en cuanto hiciera algo mal. Maysi siempre había pensado que por eso tenía el cuello tan recio: por lo mucho que escondía allí dentro.

Evocó entonces los tiempos en que Zahra todavía vivía en la casa y sus trastadas. La comida que robaba, las joyas... en especial aquella cadenita de oro con el brillante encastrado. Fue Maysi quien cargó con las culpas de aquel robo. Madame Fereshté estaba desolada.

«Déjalo, Maysi, tú sigue con tu tarea. Puede que se la haya llevado un dyinn. Puede que sea voluntad de Dios. Aunque me parece que no creo ni en una cosa ni en otra.»

Maysi escurrió el bulto en aquella ocasión, aunque quien verdaderamente había escurrido el bulto era Zahra. Después Maysi procuró no darle vueltas al asunto, pero los recuerdos se agolpaban en su mente. Recordó la cadenita en torno al cuello del bebé; aquel bebé que después la familia entera había extirpado de su memoria. Había visto tantas veces aquella cadena adornando delicadamente su cuellecito, como solía hacer la gente rica para presumir de sus criaturas ante el mundo. Fue después del robo de aquella alhaja cuando empezaron las desgracias. «Zahra», pensó Maysi. Zahra siempre traía calamidades.

La cadenita era de oro y llevaba grabada la efigie del imán Alí. Al dorso, el nombre del imán, del hombre que se había casado con la hija del profeta, del rey de los chiitas. Maysi sabía que los Ferdowsi se habían convertido al islam, y no entendía por qué una cadenita musulmana poseía tanto valor para ellos. Quizá fuera por el padre de la criatura, el joven jardinero.

Entonces le vinieron a la memoria recuerdos todavía más lejanos, de aquella noche en el tejado cuando ella y Zahra espiaron por primera vez a Mahmud. Desde aquel día Zahra no había dejado de hablar de él.

—Casi tiene tu edad —le había dicho Maysi a Zahra una noche—. No te conviene enamorarte de un muchacho tan joven. Necesitas un hombre mayor que tú.

—¿Quién ha dicho que yo esté enamorada de él? —replicó Zahra, y echó a correr.

Pero luego Maysi observó que siempre que estaban en la misma habitación que Fereshté, Zahra no miraba a su señora a los ojos. Respondía cuando se le preguntaba, pero siempre con la cabeza gacha y con respuestas rápidas y secas.

—¿Ésta se cree que es Dios o qué? —les dijo Zahra a las demás después de que Fereshté le llamara la atención por no haber terminado la colada.

—Vives en su casa —replicó Masumé.

—Pero si son ricos es porque nos roban a los demás.

Poco tiempo después, Maysi descubrió a Zahra rompiendo un plato de porcelana a propósito. Era un plato antiguo de la vajilla de Qajar, una copia idéntica a la del zar.

—Lo siento. Se me resbaló. Tengo las manos doloridas de tanto trabajar —masculló Zahra.

Fereshté no se enfadó. En realidad, apenas le dio importancia.

—La próxima vez tendrás que buscar una excusa mejor —le dijo Maysi aquella noche a la hora de acostarse.

Zahra no contestó, pero unos segundos antes de caer dormida Maysi habría jurado que la había oído llorar.

Los desquites continuaron e incluso fueron en aumento cuando se hizo evidente que el joven jardinero estaba enamorado de Fereshté. Cada vez que el mozo hacía una escapada en bicicleta con ella, Zahra siempre encontraba otra cosa que romper, otra cosa que afanar.

Al rememorar todo aquello, Maysi sintió aquel nudo atenazándole la garganta de nuevo. Observó con atención a Aria, por si la niña había reparado en sus lágrimas.

Después de que Fereshté se casara con el jardinero, a Zahra le dio por desaparecer de la casa durante el día. Masumé la encubría y se pasaba horas buscándola. Luego Zahra reaparecía por la noche, sin dar excusas ni explicaciones. Al cabo de unos meses, empezó a desaparecer también por las noches. Una vez Maysi la pilló escabulléndose por la ventana.

—¿Adónde vas? ¿Te has echado un amante o qué? —susurró Masumé desde su cama.

Zahra, ya con medio cuerpo fuera, se detuvo un momento.

—¿A ti qué te importa? —dijo.

—Siempre estás desapareciendo —dijo Maysi—. Y has cambiado. Esa cara...

—Es la cara de un ángel, y es la que tengo —replicó Zahra y saltó por la ventana, enfiló hacia el portón de piedra de la entrada y salió a la silenciosa avenida Pahlevi.

Justo al día siguiente, recordó Maysi, fue cuando Fereshté les anunció que estaba embarazada.

Fereshté observó la venda sanguinolenta que rodeaba la cabeza de la niña. Aria dormía acostada en el sofá. Desde la cocina, Maysi daba explicaciones.

—¡Digo que la niña podría quedarse ciega! —gritó Maysi, repitiendo sus palabras.

—¿Eso ha dicho el señor Bakhtiar? —preguntó Fereshté.

—A Dios pongo por testigo. ¡Yo misma se lo he oído decir al médico!

—Pero ¿tú has hablado con el médico, Maysi?

—Pues claro. Claro.

Maysi no sabía mentir. Nunca había sabido; ni siquiera cuando, siendo aún pequeña, se descubrió que había robado en las habitaciones de los niños de la casa. Fereshté le sostuvo la mirada hasta que confesó.

—Vale, quizá no haya hablado con el médico. Pero el señor Behruz sí ha hablado con él, y él sabe que el médico ha dicho que la niña se morirá.

—Creía que habías dicho que se estaba quedando ciega.

—¿Qué diferencia hay? Si estás ciega más te vale estar muerta.

—¿Y Zahra? ¿Ella qué dice?

Fereshté sacó un cobertor del armario del pasillo y tapó a Aria. Sus capas de seda cayeron suavemente sobre el cuerpo de la pequeña. Fereshté pensó que tal vez podría echar una cabezada también. Había tenido un día muy ajetreado. Antes de parar a comprar las flores había pasado por la fundación benéfica: más de treinta niños, huérfanos de madre todos. Luego la comida con su abogado y el banquero aquel. ¿Cómo había que proceder con los activos...? ¿Convenía conservarlos? ¿Venderlos? Mitad y mitad. ¿Por qué no casarse otra vez?

—¿No es hora ya, señorita Ferdowsi? —le habían dicho los dos—. Ha pasado ya mucho tiempo.

Que facilitaría mucho las cosas, le habían dicho.

Luego había almorzado con Mammad y Muluk, que vivían cerca de las montañas en sendas mansiones colindantes de estilo inglés que su padre había hecho construir. Afortunadamente, ya hacía diez años que había vuelto a hablarse con sus hermanos.

La fresca luz de finales de invierno inundaba la estancia y se posaba discretamente sobre las capas de seda del cobertor. Fereshté suspiró. ¿Sólo había transcurrido una semana desde la visita de la niña?

—Zahra no ha dicho esta boca es mía —respondió Maysi—. No sé nada de ella, ni una palabra, ni pío.

—No podemos quedarnos con la niña sin la autorización de su madre.

—Zahra dice que ella no es la madre. Y usted misma dijo que el señor Behruz no tenía inconveniente en que se quedara aquí.

—Sí, pero necesita una madre —dijo Fereshté.

—Yo nunca tuve madre y usted tampoco. Aun así somos inteligentes y felices, ¿no? Quizá yo más que usted, madame, pero aun así.

Transcurrió un mes y Aria seguía en casa de los Ferdowsi, sin que Zahra hubiera pasado a visitarla una sola vez.

Una tarde, Fereshté vio a la niña sentada en la escalinata delantera contemplando la calle. La infección de los ojos ya se había curado y volvía a ver. A la luz del sol sus ojillos azul verdoso tenían una tonalidad preciosa.

—¿Estás buscando a alguien? —le preguntó Fereshté.

—¿Hoy tenía que venir Zahra?

—No, pero vendrá tu padre.

Al principio, Behruz había pasado a ver a Aria varias veces por semana; pedía permiso en el cuartel y bajaba a toda prisa de la montaña. Pero con el tiempo había tomado la costumbre de hacerle la visita los jueves al atardecer, antes del comienzo del fin de semana. Fereshté pensó en sentarse con ella a esperar a Behruz, pero tenía que ir a comprar simientes para el jardín. Se había propuesto plantar una sección nueva y menos simétrica, de diseño más persa; algo un tanto asilvestrado y salvaje, exuberante, desordenado; algo vivaz a la par que engañosamente sereno. Sintió una necesidad compulsiva de cumplir con aquel recado. Se alejó rumiando cómo despedirse adecuadamente de Aria, con tanta desesperación como cuando a veces arrancaba malas hierbas. Pero no se le ocurrió nada, así que se marchó sin decirle una palabra.

Aria observó su marcha con indiferencia. La señora de la casa, madame Ferdowsi, continuaba siendo una extraña para ella.

Behruz llegó por fin, andando. Aria, para quien su padre era un gigante poderoso, corrió hacia él y dio un brinco para que la aupara en brazos. No se percató de que el esfuerzo le había cortado el aliento, de lo fatigado que estaba.

—¿Quieres que te enseñe toda la casa? —dijo tirando de él por la puerta.

Aria ya se había acostumbrado a aquella mansión, empezaba a conocer sus secretos, y quería que Behruz se familiarizara tanto como ella con el viejo caserón. Aria sabía dónde estaban todas y cada una de las habitaciones, incluso las prohibidas. Sabía que en la piscina no había agua, que el balcón medía casi ocho metros de largo, que el jardín daba la vuelta entera a la casa. Incluso le enseñó la cocina, donde ayudó a Maysi a cortar apio, salvia, menta y albahaca.

—Son para cocinar un guiso con carne de ternera y cabrito, patatas, ajo, azafrán y cebolla —le explicó.

—Muy bien, hija —dijo él asintiendo con la cabeza y se echó a reír.

Se quedaron un rato ayudando en la cocina hasta que Maysi se hartó de verlos por allí.

—Fuera de aquí. Fuera de mi cocina —soltó y sacudió un mantel en dirección a ellos—. Tú, la de los ojos ensangrentados. Ahora que la niña ve, de repente se cree la reina de la cocina.

En el salón, Behruz le examinó los ojos.

—Déjame ver —dijo, abriéndole bien los párpados—. Todavía están un poco rojos, pero ya empiezo a ver esos preciosos ojos azules.

—Son verdes —replicó Aria.

—A veces son verdes y a veces azules. Esa suerte que tienes.

—Zahra dice que son ojos demoníacos.

—Supersticiones —dijo su padre—. Qué historias inventa este pueblo nuestro, ¿verdad, cielo?

Aria se emocionó y la asaltó cierta inseguridad. Behruz nunca la había llamado «cielo». Era una palabra tan tierna... Una palabra como las que usaba madame Ferdowsi, no gente como Bobó o Zahra.

—¿Va a venir? —preguntó Aria.

—¿Quién?

—Zahra. A verme. Le enseñaré lo mucho que se me han curado los ojos.

Behruz tardó en responder.

—Zahra está ocupada —dijo por fin—. Pero vendrá en cuanto pueda. Ahora estás con la señora Ferdowsi. ¿Te trata bien?

—Nunca me habla. O casi nunca. Se pasa el día en el jardín con sus plantas. Pero me trata bien.

—Bueno, las plantas son bonitas —dijo él.

Behruz pasó la tarde con Aria. Fueron a los vendedores ambulantes que solían instalarse en los alrededores del mercado y le compró un pinchito de hígado y de postre faludé, un sorbete que estaba casi tan rico como un helado. Cuando empezó a oscurecer, la llevó a dormir a casa de los Ferdowsi, pero regresó a primera hora de la mañana.

—Nunca has estado en un hamam, ¿verdad?

En Shush, cerca de la casa de Behruz, habían abierto unos baños nuevos. Gracias a eso la zona de Molavi cercana al bazar no se había visto afectada por las nuevas costumbres occidentales en lo que respectaba al baño. Él la agarró de la mano y la condujo a la sección de mujeres. Pagó las dos entradas.

—Dale la mano a esta amable señorita —le dijo, indicando a una empleada—. Una hora —dijo Behruz, levantando el índice, y se volvió en la dirección contraria.

Se encontraron a la salida.

—Como los chorros del oro —dijo con una sonrisa.

Él también salía limpio y acicalado. Luego acompañó a Aria a casa de los Ferdowsi y se despidió dándole un abrazo.

Maysi, al ver a Aria, se dio un palmetazo en la cabeza.

—Pues ahora habrá que tener cuidado con los chicos —dijo y se volvió hacia Fereshté—. ¿Ha visto, madame? Habrá que tener cuidado con los chicos.

Fereshté no contestó, pero a Aria le dio la impresión de que estaba contenta.

—Qué blanca se me ha quedado la piel —dijo la niña maravillada.

—No durará mucho tan limpia —replicó Maysi—. Tienes que ayudar en la cocina. Tu padre tendrá que volver a llevarte a que te frieguen y refroten la semana que viene. ¿Qué pasa, que el hombre ha encontrado un tesoro o qué? Con lo que cuestan esos baños tan finolis...

La noche siguiente Aria ayudó a Maysi a cocinar. En un puchero gigante sobre el fogón, hervía el contenido de cuatro tazones de arroz cuyos granos empezaban a separarse y definirse. El arroz era indio, pero Maysi decía que los indios se lo habían robado a «ellos». También decía que les habían robado el té y todas las especias que había en el mundo. Según ella, de no haber sido por los persas, la India sería un desierto vacío, aunque le encantaban las películas que llegaban de allí, y sobre todo el actor Raj Kapur, que era el mejor de todos y al lado del cual Clark Gable parecía un paleto.

—¿Me estás escuchando? —dijo Maysi—. A los niños que no escuchan se los zurra. En esta casa tan pronto estás dentro como fuera, así que ten mucho cuidadito. Puedo decirle a madame que te devuelva al lugar de donde viniste.

—Se te ha caído una rama de apio al suelo —dijo Aria—. Además, se te da fatal hacerte la mala. No me das nada de miedo. Zahra lo hace mucho mejor.

Aria metió el apio debajo de la isla de la cocina de un puntapié.

—¿Los criados van a la escuela? —preguntó.

—¿Eh? Claro que no. ¿Por qué lo preguntas?

—Si voy a ser una criada, ¿por qué dice madame que voy a ir a la escuela?

—¿Qué? Por Dios bendito, ¿cuándo ha dicho eso madame? ¡En nombre del imán Reza y santa Maryam, no sé de qué me hablas! —exclamó Maysi.

—Me lo dijo madame Ferdowsi ayer. Entró en mi habitación y me dejó un cuaderno y dos lápices encima de la cama.

Maysi dejó el cuchillo sobre la encimera y al hacerlo tiró una zanahoria al suelo sin querer. Aria la metió debajo de la isla con un nuevo puntapié.

Las clases se impartirían en francés.

—Es el mejor idioma para aprender —le dijo madame Ferdowsi a la mañana siguiente—. El farsi es muy adecuado para la poesía. Es el único idioma para la poesía. Deberíamos hablarlo en sueños y sólo en sueños.

—Pero lo hablamos —replicó Aria.

—Sí, así es.

—¿Eso quiere decir que nuestras vidas son sueños?

—Supongo que sí.

Más tarde, Aria salió a reunirse con Fereshté en el jardín.

—¿Cómo debo llamarla? —le preguntó—. ¿Tengo que llamarla «madame» como hace Maysi?

—¿Y si me llamas «madre»? —sugirió Fereshté. Cogió una ciruela madura y la abrió—. Fíjate siempre en que no haya un gusano dentro. No me parece mal que me llames «madre».

—Zahra se pondrá hecha una furia.

—¿Zahra? Entonces ¿cómo te gustaría llamarme? A lo mejor podemos cambiar la palabra por otra, sólo para usarla entre nosotras. Para que Zahra no se entere. ¿A Zahra la llamabas «madre»?

Aria dijo que no con la cabeza.

—Sólo Zahra.

—Entonces ¿por qué iba a enfadarse contigo?

Era una pregunta demasiado difícil para Aria. Reflexionó un momento y luego dijo:

—Una vez me equivoqué y llamé «Bobó» a mi babá y desde entonces se le ha quedado el nombre.

—Entonces ¿te gustaría llamarme Bobó?

La niña se echó a reír.

—No.

—Pero creo que sé por dónde vas. Podríamos usar un nombre parecido a maman.

—¿Mada, por ejemplo, o Mara? O Maya o Mana.

—¿Quieres esta media ciruela? La compartimos si quieres.

Aria tomó la mitad que Fereshté le ofrecía y dejó que su jugo le llenara la boca.

—¿Cuál de esos nombres prefiere? —le preguntó a Fereshté mientras el jugo le resbalaba por la mejilla—. ¿Y si la llamo Mana?

—Me gusta.

—¿Y Zahra no se enfadará?

—Si no entiende lo que quiere decir, no.

Fueron andando hacia los cerezos, de cuyas hojas colgaban unas bayas minúsculas de color verde; sólo unas cuantas habían empezado a arrebolarse.

—Maysi dice que no es verdad que vaya a ir a la escuela. Que usted se lo ha inventado —dijo Aria—. Dice que es mentira. Que he venido a esta casa a trabajar para usted igual que antes hacía Zahra, y que las niñas como yo no van a la escuela.

Fereshté reflexionó antes de contestar, procurando escoger bien sus palabras como de costumbre.

—Deberías irte a tu cuarto —acertó a decir, aun sabiendo que su respuesta debería haber sido completamente distinta.

Tras aquella conversación en el jardín, Fereshté no volvió a dirigirle la palabra hasta al cabo de una semana. Se cruzó un par de veces con la niña en la sala de estar, pero cuando abría la boca para decir algo, no le salía nada.

Todas las noches Aria ayudaba a Maysi a preparar la cena, que por lo general consistía en algún guiso: una noche lentejas, otra noche berenjenas, otra ternera, otra pollo. Y cada noche la ayudaba a cortar las verduras y, de una patada, escondía debajo de la isla de la cocina lo que caía al suelo.

Transcurrieron otras dos semanas hasta que, un viernes a la hora del té, Aria conoció al resto de la familia de Fereshté. Primero llegaron madame Nasrín y monsieur Mammad, con sus dos hijos gemelos, Hoseín y Hasán, quienes pasaron corriendo por delante de ella sin saludarla siquiera. Monsieur Ya’far fue el siguiente en llegar. Maysi le había contado a Aria que monsieur Ya’far se pasaba horas lavándose las manos, que aquél era su pasatiempo favorito, y que también le gustaba pasarse horas lavando monedas, billetes, lápices y cuchillos. Los billetes los colgaba a secar en una cuerda después de lavarlos. Cuando monsieur Ya’far entró en la sala de estar, hizo una reverencia a Aria y luego se sentó en una butaca, sacó una nuez del bolsillo y empezó a frotarla con un pañuelo. Luego llegó madame Muluk, media hora más tarde que los demás, a las cuatro en punto de la tarde. Le dijo que así lo hacían los ingleses y que si pensaba quedarse a vivir con ellos ya podía estar preparada, lo que venía a decir que cada viernes a las cuatro de la tarde debía estar vestida como es debido y que más le valía aprender el protocolo cuanto antes si quería ser como los ingleses. Madame Muluk había llegado acompañada de sus dos hijas, Shahla y Shanaz, dos niñas larguiruchas con el pelo oscuro, una un año menor que Aria y la otra tres años mayor, que se sentaron en el sofá como dos damiselas modositas. Saltaba a la vista que ninguna de las dos veía ningún sentido en saludar, y no digamos dar la bienvenida, a una paleta como ella.

—¿Hay que decirle hola? —le preguntó Shahla a su madre.

—No hagas caso de los chicos, Aria, querida —dijo madame Muluk, refiriéndose a Hasán y Hoseín—. No tienen paciencia para nada.

«¿Y las tontas de tus hijas qué?», quiso decirle Aria, pero sonrió e hizo una inclinación con la cabeza.

—¿Qué le pasa, maman? ¿Por qué inclina la cabeza? —preguntó Shahla.

Madame Muluk le respondió con una colleja.

Un poco más tarde, desde su rincón en la cocina, adonde Maysi la había enviado para que la ayudara a cortar y no hablara con la familia, Aria aguzó el oído, y cada vez que entraba en el salón para servir fruta, té o dulces, se fijaba atentamente en ellos. Madame Nasrín tenía la manía de apretar los labios cuando paseaba la mirada por la habitación. Y cada vez decía: «En fin, qué se le va a hacer. Qué se le va a hacer», seguido de un suspiro. Monsieur Mammad, advirtió Aria, se limitaba a dar sorbitos de té.

—Bueno, ¿y qué tareas le has encargado a la niña, hermana? —oyó preguntar a madame Nasrín—. Imagino que algo ayudará en casa. Si la enseñas bien desde el principio, tendrás una buena sirvienta dentro de unos años. —Hablaba con los labios prietos, entre sorbitos de té—. Bien sabe Dios que a Masumé le vendrá bien la ayuda. Ya puede dar gracias.

—Sí, sí. Bien pensado, hermana —dijo monsieur Mammad, que por fin abría la boca.

Monsieur Ya’far dio otro sorbito de té.

—Sí. Bien pensado, hermana —repitió, aunque la conversación ya había tomado otro rumbo.

Aria había regresado a la cocina, pero le podía la curiosidad. Intentó bajarse del taburete sin hacer ruido y volver a la sala de estar.

—¿Qué haces? —le preguntó Maysi.

—Quiero ver cómo monsieur Ya’far frota la nuez.

—Ni se te ocurra.

Un momento después, madame Nasrín se unió a ellas. Fue directa a los fogones, donde estaba la hervidora, se sirvió una taza de té y la dejó sobre la mesa. Luego sacó una berenjena del cazo donde se estaba macerando, la olió y la dejó caer de nuevo.

—Qué asco. Y el té igual —dijo señalando la taza que había dejado sobre la mesa—. Está frío. Yo lo quiero caliente. —Miró a Aria a los ojos. Tenía un tono de voz agudo, y cada vez más estridente—. Pásamelo, haz el favor.

Se acercó a coger la taza y la colocó delante de madame Nasrín.

—Cómo pretendes que me beba esto, si está helado —rezongó la mujer—. ¿Quieres que le cuente a mi marido lo inútil que eres?

Aria cerró los ojos e intentó abstraerse del ruido circundante. Viendo que no lo conseguía, empezó a tararear.

—Calla, niña —dijo madame Nasrín y luego, volviéndose a Maysi—: ¿Por qué hace eso?

—Habla igual que mi madre —le contestó Aria sin abrir los ojos.

—Compórtate, niña —le dijo Maysi, amonestándola por primera vez.

Pero ella no le hizo caso.

—Igual que Zahra. Igual.

Aria sintió que la rabia se apoderaba de ella y el corazón se le disparó. Algo estaba a punto de estallar.

—¡Cómo te atreves a hablarme así! ¿Cómo se atreve la mocosa esta? —dijo madame Nasrín mirando a Maysi—. ¿Quién es esa Zahra?

Maysi se dio la vuelta y fue al otro extremo de la cocina. Su capacidad para aguantar a Nasrín tenía un límite. La niña tendría que defenderse por sí sola.

Aria abrió los ojos por fin. No, madame Nasrín no se parecía en absoluto a Zahra. Levantó la hervidora del fogón.

—¿Así que lo quiere más caliente? —le preguntó.

—¿Qué haces? —dijo madame Nasrín—. ¿Cómo te atreves a dirigirte a un adulto en ese tono?

Por un instante, Aria vaciló. Lo que estaba a punto de hacer probablemente afectaría al curso de su vida y quizá la pondría de nuevo en manos de Zahra. Pero una fuerza desconocida la impelía hacia delante y arrojó la hervidora de agua hacia madame Nasrín. Le salpicó la cara y el cuerpo. El agua no estaba caliente, pero la mujer se puso a gritar de todos modos.

Aria oía de lejos a Maysi exclamando «¡Que Dios me perdone, que Dios me perdone!» mientras se daba golpes en la cabeza.

Fereshté irrumpió en la cocina como una exhalación, seguida de Mammad y Muluk, a quienes se sumaron Hasán y Hoseín, y Shanaz y Shahla. Los niños se reían. Sólo monsieur Ya’far se había quedado en la sala de estar. Quizá frotando su nuez, pensó Aria absurdamente.

—¡Cálmate! —exclamó Fereshté con firmeza.

—Lo siento, Mana —dijo Aria, pero a decir verdad no lo sentía. Había sido una reacción instintiva. En el momento de arrojarle la hervidora, había creído saber por qué lo hacía, pero ya se le había olvidado—. Lo siento, lo siento —repetía medio alelada.

—¡¿Ves la clase de ser que nos has metido en casa?! —gritó madame Nasrín.

—Yo misma le cortaré los dedos —dijo Maysi.

Los gemelos y Shahla y Shanaz no dejaban de reír, hasta que Fereshté los mandó callar de malos modos. Luego le dio una bofetada a Aria. Dio unos pasos atrás y saltó de una cara a otra observando la reacción de cada uno de los miembros de su familia. Su venganza los había apaciguado.

Esa misma noche, después de que la familia se marchara y mandaran a Aria castigada a su cuarto, Fereshté fue a sentarse en el borde de su cama, la despertó y le pidió perdón.

—¿Me va a devolver a mi casa?

—No. Pero no todo dependerá de mí.

Aria se quedó mirándola mientras Fereshté salía de su dormitorio. Se arrebujó entre las sábanas y pensó en lo que ocurriría si madame Ferdowsi acababa mandándola de vuelta a su casa. ¿Zahra le abriría la puerta de nuevo o dejaría que se muriera de frío en la calle? A lo mejor podía dormir en los peldaños de la entrada o en el balcón, como solía hacer, y Kamran le llevaría algo de comer. Aria estaba convencida de que Kamran seguía siendo su amigo, aunque ella se hubiera ido a vivir a aquel caserón; o al menos eso esperaba. Dio media vuelta en la cama y se quedó mirando hacia la ventana. La brisa le refrescaba la cara. ¿La habría echado de menos Kamran? ¿Seguiría haciendo guardia allí abajo para verla en el balcón o lanzando pelotas al árbol para poder llamarla? Se preguntó también si Zahra se sentiría sola sin ella, sin nadie más en la casa mientras Bobó estaba lejos, en las montañas o viajando a otras ciudades, como Isfahán, Shiraz o Avaz. Antes, cuando Zahra se enfadaba, podía emprenderla a gritos con ella, pero ahora, pensó, sólo podía gritarse a sí misma.

Con la imagen de Zahra dando voces sola y la de Kamran esperando ansiosamente para verla, Aria se quedó dormida.

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Aquella noche, acurrucado delante de la finca de los Ferdowsi, Kamran se apostó a vigilar. Cuando vio que la nueva familia de Aria abandonaba la casa, suspiró y apretó los puños. Calculó rápidamente: si echaba a correr, podría salvar de un salto el primer portón de piedra y desde allí saltar al segundo y luego a la reja que conducía a la ventana de la nueva habitación de Aria.

Cuando llegó al alféizar de la ventana, flexionó un poco las rodillas y sacó la pulserita del bolsillo. Empujó con suavidad la ventana, que se abrió fácilmente, sin hacer ruido. Comprobó por última vez la palabra que formaban aquellas letras grabadas en las cuentas de la pulsera para asegurarse de que no había hecho ninguna falta de ortografía: «Recuerdo», leyó y deslizó la pulserita en el interior.