14

Antes de que transcurriera un mes, el extenso clan de los Ferdowsi ya se había ablandado y aceptado a Aria en la familia, pese a la contumaz resistencia de madame Nasrín. Monsieur Mammad se había encargado de convencerla.

—Fereshté no tiene hijos. Déjala que se quede con esa niña —le dijo a su mujer—. Así cuando nuestra querida hermana se haga vieja no nos tocará a nosotros cuidar de ella. Tendrá que hacerlo la niña.

Fue esa última consideración lo que estuvo a punto de convencer a Nasrín, pero había una salvedad.

—El dinero. Eso significa que Aria se quedará con todo el dinero —replicó.

—A la muerte de mi hermana, el heredero seré yo. Tú no te preocupes por eso —repuso Mammad. Se señaló el pecho—. Lo importante es la sangre, un hijo ilegítimo no puede hacer nada contra eso. La ley se encarga de que así sea.

Ese argumento tranquilizó a Nasrín y Aria se convirtió en una Ferdowsi, excepto por el apellido. Pero eso a ella le traía sin cuidado. Cuando Fereshté le comunicó la noticia, ella asintió con la cabeza y dijo: «Me gusta el apellido de Bobó. No me lo voy a cambiar.»

Al ser aceptada como miembro de la familia, Aria adquirió los mismos derechos que los demás hijos de los Ferdowsi. En septiembre, empezó a ir al colegio. El Lycée Razi, centro al que sólo tenían acceso los privilegiados, estaba en lo alto de la avenida Pahlevi, al norte del barrio de Vanak. Cerca había un colegio británico, pero Mana le había dicho que los franceses eran mejores en todo. El sah y la reina también querían enviar a sus hijos al nuevo colegio de Aria, le dijo Mana. El sah dominaba el francés, el inglés y el alemán, añadió, consciente del embeleso con que Aria la escuchaba. El alemán lo había aprendido porque su padre había sido simpatizante de los nazis y porque su anterior esposa, a quien quería mucho más que a la actual, era hija de una alemana.

En la clase de Aria había quince alumnos, entre niños y niñas. Aria sabía que unos mulás habían intentado clausurar el colegio porque eran contrarios a la mezcla de sexos, pero todos los extranjeros residentes en Teherán, incluidos los alemanes, enviaban a sus hijos a aquel centro. Madame Dadgar la presentó a sus compañeros. En cada aula había unos pupitres largos con cabida para cuatro alumnos, dos chicos y dos chicas. Aria ocupó su lugar junto a la ventana. En el otro extremo se sentaba el chico más raro que había visto en la vida. Estaba apoyado en el pupitre con el mentón en la mano y miraba hacia la ventana, que daba al enorme patio que se extendía frente a la fachada principal del colegio. El chico apenas se fijó en ella.

A su lado había una niña, quieta como un perro guardián, con la nariz apuntando a la pizarra. La niña parpadeó, se volvió hacia ella y le tendió la mano.

—Me llamo Mitra —se presentó—. Y éste es Hamlet.

Mitra le dio un codazo al chico y se subió rápidamente las gafas que le resbalaban por la nariz. Aria alargó la mano, pero Hamlet seguía en su mundo. Mitra le dio un golpe en el costado.

—¡¿Qué?! —exclamó Hamlet.

Madame Dadgar hizo las presentaciones de rigor, principalmente en farsi para que Aria pudiera entenderlas, pero dejando caer alguna que otra palabra en francés.

—Hamlet, Mitra, os presento a Aria Bakhtiar. Hamlet, s’il vous plait, changez de place.

Y Hamlet se cambió de sitio y se puso a su lado.

Mitra levantó la mano.

Madame, Hamlet me copia —dijo en farsi, olvidándose de emplear el francés.

—¿Te crees tan especial como para que quiera copiarte? —replicó Hamlet—. Además, estás cegata. Si ni siquiera ves con esas gafas.

Aria oyó a unas niñas detrás que se reían por lo bajo. Madame Dadgar se acercó al pupitre.

—Mitra, querida, ¿le echarás una mano a tu compañera en las próximas semanas? —preguntó la maestra señalando a Aria con la cabeza.

—¿Y por qué no yo? —saltó Hamlet, mientras descargaba el puño con desgana sobre la mesa.

—Porque yo soy más lista que tú —contestó Mitra.

—Mitra vive cerca de ella. Le será más fácil pasar por su casa —respondió madame.

Mitra asintió y miró a Aria.

—¿Tú sabías que hay cien palabras farsi que son francesas? Así que ya conoces un centenar de vocablos franceses. Te los voy a enseñar, ya verás.

Ese día a la hora de comer, Hamlet y Mitra charlaban de pie en una esquina del patio ajenos a Aria, que merodeaba por allí.

—¿Por qué te has ofrecido a ayudar a la nueva? —preguntó Hamlet.

—Porque es tonta, y los tontos necesitan que los listos los ayuden.

—A mí no me ha parecido tonta —replicó Hamlet.

—Fíjate en el acento —dijo Mitra—. El acento siempre los delata.

—Yo también tengo acento —protestó Hamlet y le dio un puntapié a una cuerda de saltar tirada en el patio.

—Pero porque tú eres armenio —dijo Mitra—. Ella es del sur de Teherán. A los de por ahí abajo se los huele a la legua. Lo dice mi padre porque es comunista.

—¿Tú también lo serás? Mi padre ayuda a la gente. Les da trabajo y luego se lo quita. Dice que es como mejor se ayuda a la gente.

—¿Y en qué ayuda eso? —preguntó Mitra.

—Dice que les da una lección de vida.

Por unos instantes, se quedaron los dos en silencio observando a sus compañeros en el patio de recreo. Había niños corriendo de aquí para allá y el taconeo de los zapatos contra el pavimento abrasado por el sol resonaba en los oídos de Mitra.

—Tu padre le dio trabajo al mío —dijo Mitra por fin.

—Pero de eso hace mucho tiempo. Ahora tu padre trabaja para el Gobierno. Y anda metido en líos —dijo Hamlet.

—Trabaja para la compañía petrolífera.

—Eso es como decir el Gobierno, todo el mundo lo sabe. Mi padre dice que si el tuyo no se hubiera puesto a trabajar para el Gobierno como otros muchos, no habría tanto follón. Dice que por Año Nuevo el sah da un aguinaldo a todo el mundo, y bueno, que no entiende a qué viene la tirria que se le tiene al sah.

—¿Tu padre no era amigo del sah? —preguntó Mitra.

Agarró la cuerda de saltar que Hamlet había estado chutando, se la enrolló en la cintura, la desenrolló y volvió a enrollársela.

—¿La gente del sur de Teherán es mala? —le preguntó Hamlet, cambiando rápidamente de tema—. Mi padre dice que no se me ocurra ir por allí. ¿Hay cristianos?

—¡Lo que hay son monstruos! —exclamó una voz detrás de ellos. Se volvieron, pero no vieron a nadie—. ¡Aquí arriba! —exclamó la voz.

Aria estaba encaramada a la rama de un frondoso árbol, con las piernas colgando. No dijo nada más.

—¿Crees que lo habrá oído todo? —cuchicheó Hamlet.

—No lo sé —dijo Mitra.

—¿Crees que ahora nos odia? —preguntó Hamlet—. ¿Qué hacen las niñas del sur de Teherán cuando se enfadan? Mi padre dice que la gente de allí es peligrosísima, porque no hacen más que creer en Dios, ir a la mezquita y rezar para que se muera todo el mundo.

—Mi padre dice que Dios ha muerto —dijo Mitra.

Hamlet le puso la mano en el hombro.

—La vigilaré en clase. Si reza, sabremos que es peligrosa.

Hamlet levantó la vista hacia Aria; luego tomó a Mitra del brazo y se marcharon.

Aria no volvió a dirigirle la palabra a Hamlet hasta poco antes de Navidad.

Nevaba copiosamente, pero Hamlet y Mitra estaban sentados en los peldaños de entrada al colegio tomando un helado. El invierno se había enseñoreado de la ciudad y en el patio la nieve les llegaba hasta las rodillas. Los demás niños miraban a Hamlet y Mitra con cara de extrañeza.

Aria se acercó sigilosamente a ellos.

—¿De dónde los habéis sacado? —preguntó.

Hamlet, sorprendido, se puso en pie.

—Del comedor del colegio. Pero hay que pagarlos aparte. ¿Quieres que te dé un poco del mío? Mira, le puedes echar nieve encima.

Hamlet levantó el cucurucho y los copos se derramaron sobre el helado.

—Qué rarito eres. Pero sí quiero, sí.

Y pensó en Kamran y en las chocolatinas que solía llevarle, a escondidas de Zahra. Sería tan bonito devolverle el favor algún día, pensó. Kamran la había hecho más feliz que nadie. Una vez incluso le limpió la sangre de los ojos.

Los tres niños se quedaron allí fuera bajo la nieve. Echaron la cabeza hacia atrás, cerraron los ojos y sacaron la lengua.

—Son las aguas mayores de Dios —soltó Aria, y los tres rompieron a reír.

El cielo gris de Teherán se derramó sobre ellos.

Aria sonrió. Mientras los copos de nieve le caían en la lengua, miró de reojo a sus nuevos amigos: Hamlet y Mitra se daban la mano.

Aquel día Aria salió del colegio con una sensación de ligereza. Daba puntapiés a la nieve y el polvo estallaba en el aire. A lo mejor la nevada le había traído suerte, pensó. Pero enseguida rectificó. La suerte no había llegado al hacer amigos en el colegio sino que había empezado la noche anterior, cuando Mana le dijo que bajara a ponerse al teléfono porque alguien la llamaba.

—Es para ti —le dijo, tendiéndole el auricular.

Aria se puso al teléfono con miedo. Temía escuchar una voz desconocida al otro lado.

—¿Es Zahra, Mana? —preguntó.

Fereshté dijo que no con la cabeza.

—¿Estás ahí? —dijo un niño con un hilo de voz.

—¿Quién es?

—¿No me reconoces? —preguntó el niño un tanto picado.

Aria cayó en la cuenta y de pronto se le iluminó la cara.

—Kamran —dijo intentando controlar la voz para que no le temblara.

—¿Quieres ir al cine mañana? Es jueves.

—Es que... los jueves es el día que viene a verme mi Bobó —dijo.

—Se lo he preguntado a él antes. Y ha dicho que muy bien —contestó Kamran.

Aquel día después de clase, Aria llegó a casa como un tornado, se quitó los zapatos y el uniforme del colegio deprisa y corriendo y se desató la coleta.

—¡Tengo que irme, adiós! —gritó al aire.

—¡Quieta ahí, tú y todos los malditos dyinns que te tienen poseída! —exclamó Maysi—. ¿Se puede saber adónde vas?

—No tengo tiempo de hablar. Al cine. Me tengo que ir.

Cerró de un portazo con tanto ímpetu que ahogó los gritos de Maysi. Echó a correr a toda velocidad por la avenida Pahlevi durante un rato, luego dejó a un lado las boutiques y los vendedores ambulantes. Pasó junto al Café Polonia, frecuentado por extranjeros que iban allí a fumar y cantar y se acercó al cine Goldis con el corazón desbocado, y no sólo por la carrera.

Allí estaba Kamran. Esperándola tímidamente, viendo pasar a la gente.

—Qué alto te has puesto.

—Y tú sigues siendo una pesada.

Kamran intentó invitar al cine, pese a que ella llevaba un fajo de billetes.

—Me los ha dado Mana —le dijo.

—¿Mana es esa señora con la que vives ahora? —preguntó Kamran.

—Sí. No abre la boca, pero es tan buena... No me pega como Zahra; bueno, una vez me pegó. Pero es que, tienes razón, a veces soy una pesada —dijo Aria sonriente mientras le entregaba el dinero al hombre que atendía la taquilla.

Cuando llevaban media hora de película, Kamran se levantó sin decir nada y al rato volvió a aparecer. Ella apartó la mirada a regañadientes de la deslumbrante pantalla y vio que Kamran le estaba ofreciendo una chocolatina.

—Toma —le dijo.

—Ahora con Mana ya puedo comer chocolate —repuso ella. Kamran torció el gesto. Aria aceptó la chocolatina y le dio las gracias acordándose de aquel helado que no había podido guardarle—. ¿Dónde están? —le preguntó a Kamran, volviendo a centrar la atención en la pantalla.

—En París —respondió él—. Y ahora calla y concéntrate en la película.

Más tarde, cuando al salir del cine cruzaron un callejón, Aria le dijo:

—Pareces distinto.

Kamran no contestó. Al llegar al siguiente cruce, los asaltó el pestazo a cloaca que subía de las alcantarillas y se taparon la nariz. Un poco más allá, el aroma a nueces tostadas enmascaró la fetidez del aire y pudieron respirar sin temor nuevamente.

—Tienes un acento raro —dijo Aria. Otra cosa más que le había llamado la atención—. ¿Por qué hablas así?

—Hablo igual que tú. Qué pesada eres —replicó y le pellizcó la mejilla—. Borre esa sonrisa tonta de la cara, señorita. ¿Quién le ha dado permiso para meterse conmigo?

Aria le apartó la mano de la cara.

—Sólo he dicho que tienes un acento distinto. Y nadie te ha pedido que me toques la cara.

Kamran enmudeció de pronto, pero ella lo acribilló a preguntas.

—¿Cómo te va en el colegio? ¿Cuándo terminas los estudios? ¿Serás médico de mayor? ¿Sabes conducir?

Kamran no contestó. Siguió andando con la cabeza gacha durante un buen trecho.

—Tú no callas, como siempre —dijo Kamran finalmente levantando la mirada.

—Tú sí —replicó Aria.

Y era verdad. Kamran ya no era tan parlanchín como antes. Quizá aquella malformación en los labios lo estaba acomplejando. Aria se fijó en que se los tocaba mucho y se tapaba la boca con la mano. Los médicos se los habían cosido y habían corregido la hendidura, pero seguían viéndose distintos.

—El chico, el de la película, parecía tan triste... —observó Aria.

—Su madre lo odia —dijo Kamran.

—¿Y tú cómo lo sabes? —Aria le dio un empujoncito juguetón.

—¡Deja de preguntar, cabra loca! —exclamó Kamran.

—Si algún día veo que Mana me odia, le echaré mierda en la comida.

Poco después llegaron al parque Imperial, que frecuentaban todas las familias adineradas. Kamran nunca había estado allí. No le estaba prestando atención a Aria. Se daba cuenta de que algunas personas le miraban los labios y él se los tapaba con los dedos.

—Antoine Doinel —le dijo a Aria—, me quiero cortar el pelo como Antoine Doinel.

Había empezado a llover, y decidieron volver a casa corriendo el resto del camino. Corrían el uno al lado del otro. A ella se le había resbalado el pañuelo fino de la cabeza y el viento le levantaba el flequillo pelirrojo. Aria cerró los ojos. No necesitaba ver. Confiaba en Kamran, en que él la guiara como siempre había hecho.

—¡Más rápido, Aria, más rápido! —gritaba Kamran.

Al abrir los ojos, Aria lo vio con los brazos en cruz, haciendo como si planeara igual que un avión. Se fijó en que había crecido, estaba más alto. Llegaba mucho más arriba con los brazos. Observó sus movimientos de cadera, el modo en que movía la cadera, y lo copió.

—¡Qué lejos queda el sur de Teherán! —le dijo.

Entraron en un callejón y se detuvieron muy cerca de la mansión donde ahora vivía Aria. Kamran se sentó en el bordillo de la acera y Aria con él.

—¿Quieres que vayamos a comprar unos helados? —le preguntó—. El otro día unos amigos y yo nos los tomamos en el colegio.

—¿Qué amigos?

—Mitra y Hamlet.

—¿Te tratan bien?

—Me ayudan con los deberes.

—Me alegro, pues. —Le dio un puntapié a una piedra—. No puedo. Tengo que volver. Además, no tengo dinero.

—Yo invito. De parte de Mana.

—No quiero su dinero. La gente como ella se ha hecho rica gracias al sah. Todo el mundo lo sabe. Pero gracias de todos modos, niña. ¿Por qué la llamas Mana?

—Es un apodo. Su nombre de verdad es Banu Fereshté Khanum Ferdowsi.

—Qué largo —dijo Kamran. Agarró otra piedra y la lanzó al otro lado de la acera. La piedra desapareció entre el agua que corría por el canal del alcantarillado—. Antes me gustaba colarme en los cines sin pagar, pero ya no. No me parece bien robar. Y las películas son importantes, ¿sabes? No se roban.

—¿Cómo que son importantes?

—Claro, como te pasas toda la película dándole a la lengua, nunca aprendes nada —replicó Kamran.

—Eso no es verdad —dijo Aria—. De todos modos, ya me enseñarás tú.

—¿Yo qué te voy a enseñar? Ahora que te codeas con todos esos finolis, ve y les preguntas a ellos.

—¿Por qué gritas? —Aria cogió una de las piedras que había tirado Kamran—. Yo una vez robé. Zahra me pilló.

—¿Y qué hizo? —preguntó Kamran.

—Me pegó. Aquí. —Se señaló en lo alto del pómulo izquierdo, en la comisura del ojo—. Y luego en el otro lado.

Kamran le arrebató la piedra, guiñó un ojo y se alejó a la carrera. Aria dio un grito, se tiró del pañuelo de seda que llevaba al cuello y echó a correr detrás de él. Instantes después entraron corriendo en otro callejón. No se parecía en nada a otros que conocían muy bien. No había mulás ni vendedores de opio en bicicleta. Ni siquiera mujeres gordas tapadas con velos negros y cargadas de comida. Era un callejón jalonado de moreras, una más grande que las demás, en el que se acumulaban las basuras del barrio.

—Estamos en Youssef-Abad, creo —dijo Kamran—. Qué sitio tan raro para plantar árboles.

Se sentaron en el callejón y se quedaron un rato en silencio. Kamran con la vista perdida a lo lejos. Aria lo observaba.

—¿Odias a tu madre como el niño de la película? —preguntó ella por fin.

Él no contestó.

—A lo mejor más vale darle miedo a la gente que odiarla —dijo Aria—. Así nunca te harán daño.

—Pero tampoco te querrán.

—Bueno, yo te quiero —dijo ella, y le dio un beso.

Los dos se rieron, nerviosos y ruborizados. Siguieron otro rato allí sentados en silencio mientras en Teherán se ponía el sol y el aire se llenaba de aroma a kebabs, mantequilla derretida, espinacas rehogadas y arroz hervido. De los cafés salía la humareda de las shishas y los vapores del té negro. Y de las mezquitas, la llamada a la oración.

Al día siguiente Kamran se presentó otra vez en la mansión de los Ferdowsi. Nasrín, que estaba de paso por la casa visitando a su cuñada, salió a abrir.

—¡Le he traído chocolate! —dijo a voz en grito Kamran.

Nasrín lo miró con cara de pocos amigos y no respondió.

—Le he traído chocolate —dijo de nuevo Kamran, bajando la voz.

—¿A quién le has traído chocolate? —preguntó Nasrín.

—¿Está Aria en casa?

Nasrín negó con la cabeza lentamente.

—Así que se junta con gente como tú... Aquí nadie quiere tu asqueroso chocolate. Con esas manos mugrientas y llenas de microbios... Si este país no ha salido de la Edad de Piedra es por culpa de la gente de tu calaña.

Kamran, tendiéndole la chocolatina, dijo con un hilo de voz:

—¿No está Aria?

Nasrín le miró los labios y luego apartó la vista.

—La señorita Aria no quiere saber nada de la gente de tu calaña. Vete. Largo de aquí.

—Quiero darle esto —le dijo Kamran, conteniendo las lágrimas.

—Te he dicho que no lo quiere.

Nasrín cerró la puerta.

Kamran bajó la escalinata de la casa. Cuando llegó al último peldaño, dejó la chocolatina sin abrir en el suelo y, encima de ésta, la pulserita de cuentas que le había hecho durante sus horas de trabajo. Había comprado el chocolate más negro que tenían en la tienda. Era el que más le gustaba a Aria.

Regresó a casa andando despacio y sólo se detuvo al cruzarse con una multitud de personas que enarbolaban unas pancartas. Gritaban: «¡Muerte al sah! ¡Larga vida a Jomeini!» Kamran conocía uno de los dos nombres; el otro nunca lo había oído. Siguió su camino.