Pasaron días y después meses sin que Aria volviera a tener noticias de Kamran. Jamás volvió a llamarla y al final su recuerdo se desvaneció. Entretanto, sus días con Mitra y Hamlet transcurrían como de costumbre. Hasta que un sábado Mitra faltó a clase.
—¿Le habrá pasado algo? —le preguntó a Hamlet cuando salieron a sentarse con el bocadillo a las escaleras de fuera—. Habíamos quedado en que hoy me ayudaría con los deberes. Le he traído unos dulces que ha hecho Maysi.
—Han metido a su padre en la cárcel. Por orden del sah. Ha ido a visitarlo allí con su madre y su hermano —le respondió Hamlet.
—Me estás mintiendo —afirmó Aria—. ¿Es un ladrón su padre?
—No creo. Pero dijo que el sah lo era, y creo que por eso lo han metido en la cárcel. Pero yo vivo cerca del sah y nunca lo he visto robar nada.
—¿Qué dijo su padre que había robado el sah?
—Todo el petróleo.
—Qué tontería —dijo Aria—. De poder robar, yo robaría en la heladería de la esquina de Ferdowsi con la calle Sah Reza, esa que es de muchos colorines. Hacen helados caseros.
—¿Tú no has robado nunca? En los barrios del sur todo el mundo roba.
Instantes después, Hamlet se encontró tirado en la acera. Aria le había atizado un bofetón tan de repente que ni siquiera había visto venir la mano. Estaba tumbado en el suelo, completamente aturdido.
—No me extrañaría que volvieran a expulsarte —le dijo Hamlet.
—Pues muy bien —replicó Aria.
No volvió a dirigirle la palabra en todo el día. Qué inocente había sido al pensar que podría hacer amigos en aquel lugar.
Cuando terminaron las clases, Hamlet la vio pasar al otro lado de la verja del colegio, yendo hacia casa a toda velocidad.
—¡No se lo he dicho a nadie! —gritó Hamlet.
Aria no se detuvo.
—¡No le he dicho a nadie que me has pegado! ¡Pero no puedes seguir pegando a la gente! —le gritó aún más alto.
Padres e hijos se paraban a mirar. Aria se detuvo también. Y Hamlet le dio alcance.
—Pegas como un chico —le dijo—. ¿Vas para casa? ¿Quieres que vayamos a esa heladería que decías? Tengo dinero.
Ella se negó a responder, pero Hamlet hizo todo el trayecto de autobús sentado a su lado.
Una semana después, Mitra volvió al colegio.
—Hamlet me ha contado que le pegaste —fue lo primero que le dijo, pero no había censura en sus palabras.
—A los niños hay que tratarlos con mano dura para que aprendan —soltó Aria, y las dos rieron—. Entonces, ¿tu padre ya ha salido de la cárcel?
Mitra miró a su alrededor un tanto incómoda y luego asintió.
—Hamlet debería callar la boca —señaló.
Aria cambió de tema.
—¿Quieres venir a ver mi casa? Es muy grande. Estará mi madre, pero no habla.
—Así te ayudo con los deberes —dijo Mitra.
Por la tarde, mientras estudiaban, Aria reparó en que Mitra se mordía con saña el pulgar. Vio incluso que le salía un hilillo de sangre, aunque Mitra enseguida se la chupó. Estuvieron trabajando hasta el atardecer, conjugando verbos, hasta que Mana entró en la cocina para anunciar que el padre de Mitra había acudido a recogerla.
Mitra miró rápidamente a Aria, a todas luces sorprendida de que su padre se hubiera presentado allí. Se levantó, se puso el abrigo y metió la mano en el bolsillo para ocultar su pulgar lastimado.
—Es verdad que mi padre trabaja con gente del petróleo —le dijo en voz baja a Aria mientras se dirigían a la puerta, donde él la estaba esperando.
Mitra, sin embargo, no le dijo que no había olvidado la primera vez que aquellos ingleses en traje y corbata se habían presentado en su casa y amenazado a su padre. «Señor Ahari, nunca hubo ningún golpe. Los iraníes estaban deseando que su rey regresara, nada más», le dijo uno de aquellos caballeros trajeados.
Mitra recordaba lo enfadado que se puso su padre. Empujó a aquel hombre contra la mesa de la cocina con tanta fuerza que la tiró al suelo, junto con todo el servicio de té y el azucarero que su madre había dispuesto encima. El otro individuo se abalanzó contra su padre y lo inmovilizó.
—Nunca hubo necesidad de nacionalizar el petróleo —dijo el primero, ajustándose el nudo de la corbata—. La empresa siempre ha pagado a sus empleados.
—Esto no tiene nada que ver con los empleados —replicó su padre y arremetió de nuevo contra aquel hombre. Esa vez también lo retuvo la madre de Mitra, mientras Mitra y su hermano, Maziar, observaban la escena aterrados desde una esquina de la cocina.
—Han pasado diez años desde ese golpe, como usted lo llama, señor Ahari, y el país nunca ha vivido mejor.
—La mitad de mis hombres no puede alimentar a sus hijos mientras que ese rey infame vive en un palacio rodeado de plata y oro —replicó el padre de Mitra.
Esas palabras habían bastado para que lo detuvieran.
Después de lo ocurrido, el Lycée envió a Mitra y Maziar a casa una semana. Se había corrido la voz y todos sabían lo de su padre. Lo dejaron en libertad al cabo de una semana, pero volvieron a arrestarlo. Cuando aquellos caballeros trajeados se presentaron en su casa por segunda vez, no se mostraron tan amistosos.
—No hay ningún motivo para crear un sindicato, señor Ahari. A partir de mañana su contrato con la Compañía Petrolera Anglo- Iraní queda rescindido.
—¿Qué es un sindicato, Mazi? —le preguntó Mitra a su hermano.
—Cuando todos los obreros se juntan y regañan al jefe.
—Pero el jefe es babá —dijo Mitra.
—No, regañan al jefe de babá, que es un inglés.
Al día siguiente, Mitra empezó a mordisquearse el pulgar. Al principio era como si se lo royera, pero con el tiempo la piel arrugada que rodeaba la uña se le quedó tan insensible que cuando se clavaba los dientes no los sentía. Cuando la herida se le abría, dejaba que se le secara unos días y luego volvía a abrírsela a dentelladas.
—¡Babá se ha metido en el Tudeh! —exclamó Maziar un tiempo después.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Mitra.
Iba tapada con un velo. Se disponía a cumplir con el rezo de la tarde, tal como le había enseñado su madre. Había dispuesto su piedra de oración en el centro de una pequeña alfombra bordada y ya había hecho las abluciones de rigor.
—Porque he visto en su escritorio el papel que ha firmado. Aparecía el nombre del Partido de las Masas, el Tudeh. Ahora está con los comunistas rusos.
Con el dinero que ganó, su padre compró armas. Un día, al entrar en su habitación, Mitra se había encontrado a su padre serrando las tablas de madera del suelo. Después sacó un poco de hormigón, metió las armas en el hueco y clavó las tablas de nuevo. Luego le dio unas palmaditas a Mitra en la cabeza y una piruleta. Pero en lugar de chuparla, Mitra se pasó el resto del día mordiéndose el pulgar.
Ese día en casa de Mana, Mitra saludó a su padre en el vestíbulo. Era un hombre alto y corpulento, y lucía uno de esos enormes mostachos que tapaban completamente el labio superior e impedían adivinar lo que su dueño iba a decir. A Aria le fascinaban esos bigotes, y en esa ocasión pensó que la próxima vez que viera a Kamran le diría que se dejara uno igual. Así nadie se daría cuenta de que tenía el labio distinto a los demás.