17

Una semana después, Fereshté llenó una maleta grande con productos de limpieza y trapos. Le había dicho a Behruz que esa mañana llevara el camión. Colocarían todo en la parte trasera. Maysi se había pasado la noche en vela, cocinando arroz y cordero. En aquel entonces el cordero era la carne más cara del mercado. Los Shirazí estarían muy agradecidos. Fereshté también le había dado a Aria el Corán y le había pedido que lo envolviera en un papel bonito. Unos días antes, Fereshté había llevado el libro al calígrafo y le había pedido que caligrafiara los nombres de las hijas de los Shirazí en un papel especial y lo metiera entre las páginas del libro. Con escribirlos en farsi sería suficiente por el momento, pensó. Ya añadiría los nombres musulmanes más adelante y le regalaría a la señora Shirazí un Corán para toda la familia.

Aria estaba esperando la llegada de Behruz en la puerta de la entrada.

—Tendrás que ayudar a tu padre —dijo Fereshté, arrastrando la maleta escaleras abajo—. Yo cada vez estoy peor de la rodilla.

—Bobó tampoco es ningún Hércules.

—Pero tú sí —replicó Fereshté.

Aria se sentó con las piernas cruzadas en el banco del vestíbulo.

—No quiero volver a esa casa. —Clavó la mirada en un arañazo del suelo de madera—. Son unos cochinos. El suelo está sucio y hay cagarrutas de rata y gusanos. Las niñas huelen mal.

—Pensaba que no habías visto a las niñas —dijo Fereshté.

—Se olían desde el piso de abajo. Y no tienen sofás, y sólo hay una mesa.

Fereshté callaba.

—A una de las niñas le crece una cosa rara alrededor de la boca. Huelen mal.

—Basta ya —dijo Fereshté con firmeza.

—Pero es verdad.

—Me da igual, como si están hechas de estiércol. Irás a ayudarlas. Es una decisión que hemos tomado tu padre y yo. Es un camino para llegar al cielo. He ido a la mezquita a hablar con los mulás y es lo que me han aconsejado. Así que fregarás el suelo de su casa y les llevarás comida. Incluso bañarás a la pequeña si te lo piden. No te acogí en mi casa para que acabaras mirando por encima del hombro a la gente. El dinero no te hace mejor que los demás.

—Habla como Zahra —replicó Aria y vio que el pecho de Fereshté se agitaba.

—Ya está aquí tu padre. Cuídate mucho, te espera un largo camino. Hasta la noche.

La señora Shirazí tenía tres hijas: Farangiz, Ruhangiz y Gohar. Aria las saludó a una tras otra cuando bajaron por las escaleras. La pequeña, Gohar, corrió hacia su madre, y la señora Shirazí se la llevó a la cocina y dejó a Aria sola con las otras dos. Ruhangiz le dijo hola, pero la otra dobló los brazos sobre el pecho. Aria les entregó un bote de detergente en espray a cada una y un trapo.

—Limpiad —dijo.

Ruhangiz, la mediana, pulverizó el detergente en el aire.

—¿Esto qué es?

—Es para limpiar —respondió Aria.

Farangiz, la mayor, dejó caer desdeñosamente el bote.

—Ése es tu trabajo. Mamá dice que has venido aquí a trabajar para que cuando estés muerta y enterrada vayas al cielo. —Apartó a Ruhangiz para abrirse paso y husmear en la maleta—. ¿Qué más hay ahí? —le preguntó al ver la cubierta del Corán.

—Eso es lo que usarán para rezar por ti cuando estés muerta y enterrada —soltó Aria.

Farangiz cogió el Corán. Pasó la mano por la cubierta y luego lo abrió y miró entre sus páginas.

—¿Qué es esto? —dijo al encontrar el papel con los nombres caligrafiados de las tres hermanas.

—Hechizos —respondió ella—. Hechizos mágicos. Vudú.

—¿Qué es «vudú»? —preguntó Ruhangiz, que seguía jugueteando con el pulverizador.

—Sirve para fulminar a tus enemigos.

Farangiz le tiró el Corán a la cara, pero Aria lo cogió al vuelo.

—¡No hagas eso! —exclamó.

—¿Por qué no?

—Porque es un libro sagrado, y los libros sagrados no se tiran. Además, tengo que dárselo a tu madre.

—Mi madre no lo necesita. Y esto —Farangiz señaló los detergentes— tampoco lo necesita.

—¿Cómo que no? Es una cochina. Igual que vosotras.

—¡Será burra! —exclamó Farangiz.

Le quitó a su hermana Ruhangiz el bote de detergente de la mano y lo pulverizó en la cara de Aria, que le dio una bofetada.

—¡Basta! —protestó Ruhangiz.

El señor Shirazí irrumpió en la habitación.

—Tú, jovencita —dijo señalando a Farangiz—. A la cama sin cenar y cinco azotes. —El señor Shirazí se quitó el cinturón—. Sube a tu cuarto.

Farangiz la fulminó con la mirada y subió corriendo a su habitación. Aria le tendió el Corán al señor Shirazí.

—Mana me ha dicho que le diera esto.

El señor Shirazí cogió el libro. Lo abrió, lo hojeó, leyó unas líneas y lo cerró rápidamente.

—Muy bien. Gracias —dijo.

—Los nombres de sus hijas están...

—Me parece muy bien —dijo y subió las escaleras con el libro en una mano y blandiendo el cinturón en la otra.

—¿Qué libro es ése? —preguntó Ruhangiz en voz baja.

—Es un Corán —respondió Aria.

—Ya, pero ¿qué es un Corán?

El señor Shirazí ya estaba de vuelta, y Aria no tuvo tiempo de explicárselo. Lo que hizo fue mostrar a sus anfitriones los demás detergentes y productos de limpieza que llevaba en la maleta.

—Uno es para limpiar la cocina, éste para el suelo, este otro para las mesas y ése para el baño. Mana dice que os podéis quedar con la maleta para cuando vayáis de excursión.

—¿Qué significa «excursión»? —preguntó Ruhangiz.

—Silencio —dijo su padre y miró a Aria—. Así que os parece que esta casa necesita limpieza, ¿no? —Sonreía, pero a Aria le pareció detectar algo raro en su sonrisa.

—No. Yo, no. Mana se lo ha regalado porque...

—Las niñas se encargarán de limpiar. Así harán ejercicio. Tienen que ponerse fuertes, ¿verdad, cariño? —Acarició el pelo de Ruhangiz y la atrajo hacia sí. Ruhangiz se abrazó a la pierna de su padre—. Lo harán por la noche. Pero quiero que tú hagas algo por nosotros.

Aria esperó a que continuara.

—¿Vas a la escuela, muchacha? ¿Sabes leer? —le preguntó.

—Sí —dijo Aria.

—El señor Behruz sugirió que... A ver, ¿qué clase de cosas lees? ¿Libros de cuentos? ¿Noticias?

—Puedo leer cualquier cosa.

—¿También esos poemas de los que habla todo el mundo? ¿Los de esa tal Rumi?

—Ésos son difíciles de leer para mi edad. Los aprendemos de más mayores.

—Mayores, ¿eh? —Miró a su hija—. ¿Puedes enseñar a ésta a leer?

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Aria.

—¿Cuántos años tienes, hija?

—Seis —respondió Ruhangiz.

—Es la edad a la que se empieza a leer en mi colegio. Pero yo no empecé hasta los siete.

—Entonces, será más lista que tú, ¿no? Si empiezas a enseñarle ya.

—Supongo —dijo Aria.

—Bueno, ya puedes irte a tu casa —dijo amablemente, tendiéndole el Corán que le había regalado—. El señor Behruz te estará esperando al fondo del callejón.

—Es un regalo.

—Llévatelo, muchacha —insistió el señor Shirazí.

Por un instante, Aria esperó que Ruhangiz interviniera o que la señora Shirazí saliera de la cocina, donde se había encerrado nada más llegar ella. Pero no le quedó más opción que coger el libro. Se lo encajó debajo del brazo bien sujeto, recorrió el estrecho pasillo y cruzó el patio que llevaba hasta la puerta de entrada.

Aquello seguía tan sucio como el primer día. El olor a excremento de rata impregnaba el aire. Y la puerta de entrada seguía teniendo aquel feo color verde, igual que el portón metálico de fuera. Aria apretó el Corán contra el pecho para que no se le cayera y buscó sus zapatos.

—¿Dónde están? —Se volvió y se topó de frente con Ruhangiz, que la había seguido—. Mis zapatos. ¿Dónde los habéis puesto? —preguntó con urgencia.

—Yo no los he tocado —dijo Ruhangiz.

—¿Cómo que no?

Aria la empujó con tanta fuerza que Ruhangiz dio un traspié. Al otro lado del pasillo se oyeron risas. Allí estaba Farangiz, muy risueña.

—Has sido tú, tú me has cogido los zapatos.

—Demuéstralo.

Aria atravesó corriendo el pasillo y luego subió las escaleras a toda velocidad. Los colchones de las niñas estaban en el suelo, tapados con sábanas verdes y blancas. Aria levantó las sábanas en el aire, con lo que se formó una nube de polvo, y le pegó un puntapié a una silla al azar con tanta fuerza que la estampó contra la pared.

—¡¿Dónde están?! —gritó.

Farangiz y Ruhangiz, a las que se había sumado la hermana pequeña, Gohar, la miraban desde el umbral. Aria agarró unos juguetes rotos que había esparcidos por el suelo y los estrelló contra la pared, con lo que acabaron más rotos si cabe. Luego intentó romper una sábana en dos, pero en vista de que no podía, la dejó en los brazos de Farangiz de malos modos.

—Os voy a matar —dijo con la cara bañada en lágrimas.

Con los calcetines por todo calzado, cruzó velozmente el patio lleno de barro y tiró del pomo de la puerta verde con una mano mientras en la otra sujetaba el Corán. La puerta pesaba demasiado. Dejó caer el Corán, tiró con ambas manos y echó a correr por fin hacia la calle bulliciosa.

—Vuelve. ¡Has olvidado algo! —exclamó una voz a su espalda.

Aria se volvió: era Ruhangiz, que le hacía señas con la mano; aflojó el paso, pero continuó andando. Al poco, la niña le dio alcance.

—Te has olvidado el libro —dijo tendiéndole el Corán.

Ella se detuvo y la fulminó con la mirada.

—Ya se me ha caído al suelo, así que ahora iré al infierno. Ya no lo quiero. Es una mierda. Además lleva vuestros nombres dentro.

—Dentro hay unos dibujos muy bonitos —dijo Ruhangiz.

—No son dibujos. Son palabras en otro idioma, por eso parecen raras. Pero si tan bonitos te parecen, quédate con el libro.

Aria reemprendió la marcha, pero pisó una piedra e hizo una mueca de dolor.

—Te vas a hacer daño en los pies. —Ruhangiz le tiró de la manga para detenerla. Luego se agachó, se quitó las babuchas y se las ofreció—. Te las presto.

—Me estarán pequeñas —dijo Aria.

—Pero al menos no te harás daño de camino a tu casa.

—¿Por qué ha hecho eso tu hermana? ¿Sabes por qué estoy aquí? Me obliga a venir mi madre. Quiere hacer una obra de beneficencia. Se supone que tengo que ayudaros.

—Ya, nos lo dijo babá.

Aria se quedó callada un instante y reparó en que esa hermana también parecía muy frágil. Tenía la cara huesuda y los ojos oscuros y solemnes.

—No hagas caso, mi hermana es así —explicó Ruhangiz—. Siempre ha sido así.

—Pues si os he de enseñar a leer, tendréis que tratarme bien.

—Yo no te trataré mal. Ponte mis babuchas.

Aria embutió los pies en las babuchas.

—Y llévate esto, por favor. No me dejarían tenerlo en casa. Es bonito, pero no deberías haberlo traído —dijo Ruhangiz tendiéndole el Corán.

Aria lo aceptó finalmente. Abrió la cubierta y luego pasó las primeras páginas. Observó aquellas palabras desconocidas que las cruzaban como escritas por el viento. Ruhangiz tenía razón. Eran extrañamente hermosas, parecidas al farsi pero con un significado distinto por completo, e indescifrables para Aria.

—Cuando dices que hay dibujos bonitos, ¿te refieres a esto? —dijo ella señalando las palabras.

Ruhangiz asintió. Aria arrancó la hoja.

—Como voy a ir al infierno de todos modos, me da igual. Toma. No se lo digas a nadie —susurró.

Ruhangiz tomó la hoja y la dobló de modo que le cupiera en el bolsillito minúsculo de la falda. Sonrió.

—Yo no te odio como mi hermana. Te lo prometo.

—Me alegro. Entonces te enseñaré a leer a ti primero. Y a ella se lo enseñaré todo mal.

Rieron las dos.

—¿Es verdad que si nos ayudas irás al cielo? —preguntó Ruhangiz.

—Eso dice Mana. Dice que se lo dijo un mulá.

—¿Un qué?

—Un sabio.

—Si aprendo bien, yo también seré sabia.

—Sí, tú podrás ser sabia y yo iré al cielo.

Ruhangiz rió. Aria se alejó con las babuchas apretándole los pies y notando el peso del libro en los brazos, consciente de que otro par de ojos oscuros la seguía desde la ventana del dormitorio de aquella covacha infestada de ratas. Eran los ojos de una hermana mayor que se había propuesto hacer todo lo que estuviera en sus manos para que Aria no fuera al cielo.