Poco después de aquella segunda visita a la casa de los Shirazí, Hamlet, Mitra y Aria empezaron la secundaria. Cuando supo que, por primera vez desde su entrada en el Lycée Razi, Hamlet no iba a estar en su clase, se le hizo un nudo en la garganta. Pero su tristeza se desvaneció en cuanto se fijó en la mirada angustiosa de Mitra, que observaba cómo Hamlet, su mejor amigo, se alejaba por el pasillo en dirección a otra aula.
—Su padre lo ha sacado de nuestra clase —dijo Mitra y se limpió rápidamente la lágrima que le resbalaba por la mejilla—. No le gusta la gente como tú o como yo. Pero sobre todo como tú.
—¿La gente que no es cristiana? —preguntó Aria.
—No. La gente que no tiene dinero —le dijo Mitra—. Si aprendieras de una vez a pronunciar como es debido y no hablaras como haces a veces...
—¿Cómo hablo? —quiso saber Aria.
—He dicho «a veces», no siempre. Te he explicado mil veces cómo tienes que sentarte. Y que la comida no se toca con los dedos, ni siquiera cuando se coge del suelo.
—¿Cuándo he hecho yo eso?
—Siempre. Siempre —repitió Mitra. Se le había puesto la cara roja de abroncar a Aria—. Y ahora tenemos que pagar todos las consecuencias —dijo con pesadumbre.
El aula de Hamlet estaba en la otra ala del colegio, en el extremo opuesto del patio. Era también el aula más espaciosa de todas. Mitra y Aria podían verla desde el ventanal de la suya puesto que quedaba justo enfrente. De lejos vieron a Hamlet entrar en clase, conducido por su nueva profesora, la que nunca se había molestado en aprender farsi porque pensaba que el francés era el idioma universal. Los demás niños se pusieron en pie para darle la bienvenida.
—Todos esos niños viven en casas hechas de diamantes —le susurró a Mitra.
—Qué va.
—Bueno. Pues en casas hechas de oro —dijo Aria—. Cuando tienen una caries, rompen un interruptor de la luz y lo usan de empaste.
—Venez, les filles —pidió su profesora, madame Dadgar, y apartó a las niñas del ventanal.
Esa misma mañana, todavía en clase, Aria le dijo en voz baja a Mitra:
—Mira.
Señalaba hacia el aula de Hamlet. Allí, sobre el polvo que cubría la ventana de al lado de Hamlet, alguien había escrito con torpe caligrafía adolescente una «M», con sus curvas y sus trazos verticales un tanto torcidos. A primera vista costaba reconocerla, pero Aria estaba convencida: era una «M».
Durante el resto del día, mientras madame Dadgar hablaba, Aria estuvo tomando con mucho afán apuntes que nunca más volvería a mirar, y Mitra se dedicó a garabatear una «H» en cada página de su libreta, olvidándose de su aplicación académica, su perfeccionismo, su sentido del deber y su temor a no llegar a nada en la vida. Le contó que estaba intentando pensar en todas las palabras que empezaban con «M» y terminaban con «H», y en todas las que terminaban con «M» y empezaban con «H».
—Porque Mitra y Hamlet son nombres bonitos —dijo Mitra—. Uno es el de un príncipe danés y el otro el de una divinidad persa.
Aria levantó la vista de su destrozada libreta. Se había cansado de tomar apuntes y en ese momento estaba intentando dibujar un gorrión posado en un árbol.
—Creo que se odian. Divinidades y príncipes.
—¿Por qué? —preguntó Mitra.
—Porque unos siempre maldicen a los otros —respondió Aria—. Todas las historias hablan de lo mismo —añadió dando unos golpecitos con el cabo del lápiz sobre el pupitre.
—Pero los dioses crean a los príncipes, ¿no?
—Sí, y los príncipes odian a sus dioses.
Mitra volvió a concentrarse en su libreta.
—Mah, meh, ham y hayaam: la luna, la niebla, juntos y yo —dijo. Reordenó las palabras en la página—. Yo, juntos, la niebla, la luna. Juntos, la luna, yo, la niebla.
Cuando sonó la campana que anunciaba el final de la jornada escolar, Mitra recogió sus papeles y lápices con gran parsimonia, como si hubiera caído presa de algún encantamiento. Aria, sin embargo, estaba impaciente. Quería volver corriendo a casa.
—¡Venga, Ratoncita! —exclamó Aria, utilizando el apodo que Hamlet y ella le habían puesto recientemente a Mitra—. ¡Que hoy echan un nuevo episodio de Bonanza! —dijo tirándole de la blusa.
—¡Te he dicho que no seas tan ordinaria! —gritó Mitra.
Se acercó a la ventana para observar a los nuevos compañeros de clase de Hamlet. La «M» seguía en el cristal. Y debajo de ella, junto al dibujo de una carita triste, alguien había escrito dos palabras: Hokm-mam (mi condena).
Un mes más tarde, Hamlet continuaba lamentándose de que lo hubieran apartado de Mitra.
—Mi padre me ha condenado a vivir en la vergüenza, a arder en el infierno hasta el día que me muera... o al menos hasta que vaya a la universidad —dijo Hamlet.
—¿Por eso escribiste aquellas palabras? —preguntó Mitra.
—¿Qué palabras? —dijo Hamlet.
—El mes pasado. En la ventana, el primer día de clase.
—Si éste ni siquiera se acuerda de lo que ha desayunado esta mañana —intervino Aria.
Estaba tumbada en un banco frente a sus dos amigos, en el centro del parque Imperial, fingiendo que hacía deberes por si Maysi o Mana pasaban casualmente por allí. Hamlet y Mitra estaban haciendo los suyos también, recostados espalda contra espalda en una postura que a ella le resultaba de lo más peculiar. Desde hacía un mes, sus amigos iban cada día a hacer los deberes, y ella a fingir que hacía los suyos, al parque Imperial. Aria perdía el tiempo dando paseos o haciendo esbozos de personajes de cómic en los libros, siempre de cuatro a ocho de la tarde, hora en que todo el mundo volvía a casa para cenar. Aquella rutina se había mantenido invariable, salvo por la altura de las niñas, que estaban dando el estirón, Mitra un poco más rápido que Aria; el pobre Hamlet, en cambio, seguía sin despegar del suelo muy a su pesar. Cada mañana se miraba en el espejo, buscándose el bigote, pero sobre su labio superior no apuntaba ni el más leve atisbo de bozo, tampoco en el mentón ni junto a las patillas, y aunque ser tan lampiño no era lo normal entre la mayoría de los adolescentes armenios, Mitra lo tranquilizaba diciéndole que a los rubios les tarda más en salir el pelo.
Mitra sabía que, años atrás, se decía que el parque era obra de la dinastía Qajar. Pero luego se dijo que no, que había sido Reza Sah, el antiguo sah, padre del actual sah, quien lo había mandado construir a imitación de los parques parisinos. El lugar se había convertido en un espacio público muy frecuentado. Incluso los traficantes de opio merodeaban por allí. Aria se alegraba de estar con Hamlet y Mitra. No le gustaba quedarse sola en el parque, pues recordaba que a veces Bobó caminaba entre aquellos árboles cuando bajaba a pie de las montañas.
—Deberíamos irnos al mar —dijo Mitra, como si le leyera el pensamiento a Aria.
—Mi padre dice que el mar de verdad está en el sur de Francia, que el Caspio no es de verdad —añadió Hamlet.
—Tu padre dice demasiadas cosas —repuso Aria—. Sea un mar de verdad o no, mi padre me ha dicho que un día me llevará a ver el Caspio.
—Antes íbamos todos los veranos. ¿Tu familia no era de allí? —dijo Mitra mirando a Hamlet.
—No, son del norte. De más al norte —respondió Hamlet—. Del noroeste.
Seguían hablando sobre el Caspio cuando oyeron el ruido. Se levantaron de sus respectivos bancos para ver de dónde procedía. Vieron a un grupo de gente que iba persiguiendo a un calvo con un poblado bigote negro y una tripa que parecía moverse independientemente del resto de su cuerpo. El hombre llevaba unos pantalones negros de vestir de mala calidad y una camisa blanca que a Aria le recordó las que lucían los hombres en el sur de Teherán. Entre el grupo de gente había otros dos hombres, con traje negro también, pero, a diferencia del que perseguían, sin zapatos ni corbata. A éstos los acompañaban tres mujeres. Las tres con velo negro.
El hombre que iba en el centro del grupo corría mucho y enseguida dejó a los otros rezagados. Daba la impresión de que los hombres que iban descalzos trataban de ayudar al primero, mientras que las mujeres del velo pretendían detenerlo.
—¡Señor, no! —suplicó una de las mujeres—. ¡No, en nombre del imán Reza!
—¡Piense en lo que hará el Profeta si se entera! —gritó otra.
—¡¡El Profeta está muerto! —replicó el calvo a voces, y al oírlo las mujeres pusieron el grito en el cielo e imploraron el perdón del Profeta.
De pronto los tres hombres, los dos que iban descalzos y el calvo, se detuvieron y miraron en dirección a Aria y sus amigos.
Antes de que Aria se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, los hombres ya habían echado a correr hacia ellos.
—Son de tu barrio —dijo Mitra en tono acusador volviéndose hacia ella.
El calvo llevaba dos botones desabrochados de la camisa, y por ella asomaba una mata de pelo que parecía un matojo de hierba. En un primer momento, los niños se quedaron paralizados del susto. El calvo se abalanzó hacia los tres y agarró al que le interesaba. Hamlet saltó por el aire e instantes después colgaba boca abajo: el calvo lo sostenía por los tobillos, que le dolían por la fuerza con que los tenía sujetos.
—¡Corre, corre, Khamshid! —gritó uno de los que iban descalzos.
Las mujeres se habían puesto a dar gritos de nuevo; el calvo echó a correr y Aria y Mitra salieron tras sus pasos viendo cómo Hamlet, boca abajo, pataleaba y daba gritos.
—¡Suéltelo, suéltelo! —gritaba Aria sin dejar de correr.
Mitra lloraba tan desconsoladamente que no podía gritar. Pero no tardaron en acusar el cansancio y comprendieron que aquellos individuos se habían distanciado demasiado como para darles alcance.
—¡Para! —exclamó Aria—. ¡Para de una vez!
Mitra no podía dejar de llorar. Trató de decírselo a su amiga, que seguía gritando, pero no pudo.
—No, quiero decir que no corras más. Uno de ellos viene hacia aquí.
Era una de las mujeres, que se acercó a ellas jadeando. Corriendo junto a ella, firmemente agarrado a su mano, iba Hamlet.
—¡Niñas! —exclamó la mujer—. Id a contarle al padre de este niño, al armenio, lo que ha pasado. Contádselo al patrón ese que es amigo del sah. ¡Corred y daos prisa! Hace diez semanas que no paga a esos hombres. Por eso han querido secuestrar al niño. Pero no puedo dejar que hagan eso y los he convencido para que lo suelten. Al menos por esta vez.
Era una mujer muy hermosa de cara. Aria se fijó en que sus ojos eran azules como los azulejos turcos.
—No es verdad que no les paguen —replicó Mitra, recuperando por fin la voz. Agarró a Hamlet por el brazo y tiró de él hacia sí—. El padre de Hamlet es un hombre honrado.
—Se va a París a comer con la mujer del sah. Todo el mundo lo ha visto.
Su timbre de voz era tan hermoso como su rostro, pero Aria se estremeció al oír su acento.
—¿Y qué? El sah es buena gente —replicó Mitra.
—Pero si ha sido el sah quien ha encarcelado a tu padre —intervino Aria rápidamente, volviéndose hacia ella.
—¡Tú calla la boca! —exclamó Mitra.
La mujer se limpió el sudor de la frente y se ajustó el velo.
—Que uno sea bueno y el otro esté en la cárcel me da exactamente igual —dijo mirando desafiante a Hamlet. Él le sostenía la mirada atónito, todavía conmocionado—. Vuelve con tu padre, vuélvete a Armenia.
Dicho esto, la mujer se dio la vuelta y enfiló hacia el sur de la ciudad.
Aria y Mitra cogieron cada una por un brazo a Hamlet y echaron a correr. Llegaron al extremo norte de la ciudad con la puesta sol y emprendieron la marcha a Niavarán por las adoquinadas y angostas cuestas de Darakeh. Allí estaba el palacio del sah y también el domicilio familiar de los Agassian. Hamlet no había dicho ni una palabra en todo el trayecto, pero de pronto apretó el paso. En la parte exterior de su casa había luces encendidas y también a lo largo del interminable jardín, pero el interior parecía a oscuras. Cuando se aproximaron a la entrada, oyeron que se abría con un crujido. Enmarcado contra los grandes portones en arco había un hombre de elevada estatura que dio un paso al frente. Su reloj de pulsera dorado destelló en la oscuridad. Fue hacia Hamlet corriendo y lo tomó en brazos. El niño rompió a sollozar. Las dos retrocedieron asustadas, pero el señor Agassian les acarició la cabeza y, por primera vez en las últimas horas, Aria sintió que sus temores se disipaban un poco.
—¿Estás bien? —preguntó el señor Agassian mirando a Mitra. Y luego en dirección a Aria—: ¿Y tú?
—¿Sabe lo que ha pasado? —preguntó Mitra.
—Por supuesto. Antes de llevar a cabo su plan, esos individuos llamaron por teléfono a mi secretaria para amenazarme. He pedido a la policía que os localizara, pero han dado por hecho que estaríais en el colegio y no en un parque. De todas formas, no deberías merodear por ese parque, hijo mío. —El señor Agassian le acarició la cabeza a Hamlet y su vista se perdió en la oscuridad. Con voz quebrada, añadió—: Pero luego los policías fueron al parque y no os encontraron.
—Veníamos corriendo hacia aquí —dijo Aria.
—Ya lo veo, hija. —Suspiró—. No os preocupéis.
—Han sido empleados suyos. Mi padre dice que siempre hay que velar por los empleados —dijo Mitra.
—Tu padre tiene problemas mucho más graves, hija mía —repuso el señor Agassian.
—Esa gente nos ha dicho que hace diez semanas que no les paga —dijo Mitra.
El señor Agassian se sentó en los peldaños de la entrada; le echó el brazo por los hombros a Hamlet y lo arrimó hacia sí.
—Venid aquí —les pidió a las niñas, y las acercó a sus rodillas—. Esa gente ni siquiera lleva diez semanas trabajando para mí, hija mía. —Escrutó la oscuridad—. Lo que buscan es otra cosa.
—Dicen que usted se gasta el dinero yendo a comer a París—dijo Aria—. Con el sah.
—No, con el sah, no. Pero con su hermana y sus hermanos, sí. Y a veces con sus tías. ¿Qué hay de malo en disfrutar de lo que uno ha ganado con el sudor de su frente?
—Mi padre dice que no está bien —repuso Mitra.
—Tu padre es víctima de esta epidemia de benevolencia que nos asola. Él creció en una casa donde había comida suficiente. Yo, en cambio, no. Cuando uno se ha matado a trabajar tiene derecho a cosechar el fruto de sus esfuerzos, ¿no? —Arrimó a las niñas hacia sí un poco más—. Y supongo que también ha de pagar un precio. Pero no, niñas, no estaba hablando en serio. Yo no me voy a comer a París. Quizá la gente de por aquí lo haga, pero yo, no. —Miró hacia las luces que iluminaban el palacio de Niavarán y sus jardines—. Es posible que ellos hagan esas locuras. Yo a París voy por negocios. Y no como nunca con él. Que no os intenten convencer de lo contrario. Tampoco lo hace él. Ese hombre es incapaz de pasar un minuto fuera de su patria sin echar la lagrimita. Pilota un avión, a solas, únicamente para poder ver su país desde las alturas y luego se planta de nuevo en tierra. Su almuerzo consiste en feta y pan con pepinos. ¿Qué tonterías os enseñan en el colegio? ¿Qué bulos corren por las calles de este país? Todo son patrañas, cuentos que corren de boca en boca desde hace siglos, ¿no es cierto?
Aria y Mitra, que estaban disfrutando con su charla, sintieron un gran vacío por dentro cuando dejó de hablar.
—¡Yo soy del sur de Teherán! —dijo a voces Aria.
El señor Agassian se echó a reír.
—¿Ah sí? Pues ya puedes dar gracias al cielo de no tener que dormir allí esta noche.
—El sur de Teherán no tiene nada de malo —replicó ella.
—¿Ah, no? Bueno, si tú lo dices. —En el interior de la casa se había encendido una luz—. Ahí está tu madre —le dijo el señor Agassian a Hamlet en voz baja—. Ve a decirle que ya estás aquí sano y salvo.
Hamlet lanzó una ojeada a las dos y asintió en dirección a su padre.
—Adiós —dijo en voz baja, despidiéndose de las niñas, y entró en la casa.
El señor Agassian esperó un momento y luego llevó a las niñas al interior y les ofreció té y dulces hechos con sésamo, agua de rosas y pétalos de flores.
—¿Los armenios comen los mismos dulces que nosotros? —preguntó Aria después de que él hubiera salido de la habitación para ver cómo estaba su hijo.
—Creo que sí —respondió Mitra.
Iban por la tercera taza de té, servida por Kokab, la sirvienta, cuando Fereshté entró por la puerta.
—¡Mana! —exclamó Aria.
La madre de Mitra, que iba justo detrás de Fereshté, se agarró a su hija y la abrazó con fuerza.
—Alabado sea Dios que a vosotras no os han secuestrado —dijo.
—A las niñas no les harán nada —dijo el señor Agassian, que ya había regresado a la sala—. Con ellas no se atreven. Y como se les ocurra intentarlo, haré que les partan los brazos.
Mientras los mayores comentaban los graves incidentes del día, Aria advirtió que Mana apenas abría la boca, a diferencia del señor Agassian y la madre de Mitra, que hablaban por los codos.
—Tenemos que irnos —dijo Mana tras una pausa de cortesía, indicándole a Aria que se acercara—. Señor Agassian, si lo ocurrido llega a los tribunales, cuente con mi testimonio a su favor.
El señor Agassian le dio las gracias.
—Y disculpen que mi mujer no nos haya acompañado, está atendiendo a Hamlet. —Miró a las dos niñas y añadió amablemente—: Seguro que en un par de días estará como nuevo.
Fereshté y Aria salieron de la mano y emprendieron el camino de vuelta a casa. Fereshté nunca había aprendido a conducir y, aunque la madre de Mitra se había ofrecido a llevarlas en coche, ella insistió en que no era necesario.
—¿Aprenderás a conducir algún día, Mana? —le preguntó mientras descendían por las sinuosas carreteras.
—No. A veces uno no aprende ciertas cosas por principios.
Aria, agarrada a Fereshté, balanceó suavemente la mano adelante y atrás; a sus espaldas centelleaban los árboles iluminados del palacio de Niavarán. De pronto le vinieron a la memoria sus paseos con Bobó, y se preguntó si el sah estaría acostado en su cama en ese instante y si en sueños estaría sobrevolando el país con lágrimas en los ojos. ¿O quizá estaba en Roma, cenando con mujeres hermosas y sumido en pensamientos completamente ajenos a su país? Aria meditó detenidamente las distintas opciones, probabilidades, pruebas y explicaciones hasta que le venció el sueño y, ni siquiera allí, en ese territorio donde se hallan todas las respuestas y soluciones, dio con una sola que resolviera el enigma.