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La señora Shirazí restregaba los platos intentando dejarlos limpios, pero le dolían las manos. Alguien le había dicho que padecía una enfermedad de los huesos, una dolencia llamada «artritis». No recordaba quién le había dicho eso, pero sí recordaba vagamente que las manos y los dedos de su madre no tenían un aspecto normal. Ella era muy pequeña entonces. Ni siquiera estaba segura de la autenticidad de aquel recuerdo. Quizá se lo hubiera contado su hermano. Se le ocurrió que tal vez Farangiz podría encargarse de lavar los platos, pero su hija tenía ya tantos quehaceres... Quizá la otra niña pasara a hacerles una visita otra vez. Mira que llamarla Aria, en la vida había conocido a una niña que llevara un nombre tan raro, ¡si los persas se lo ponían a los niños! Dejó escapar un suspiro. Ella últimamente a veces se olvidaba de su propio nombre. Cuando no la llamaban «mamá», era la «señora Shirazí». Su marido la llamaba «mujer», o «parienta» cuando estaba enfadado, o «cariño» si estaba de buenas. Le gustaba que se dirigiera a ella con la segunda persona del plural, sonaba tan educado. Tan persa.

Había aguantado carros y carretas, su marido. Más de lo que hubieran hecho la mayoría de los hombres. Además de haber esperado una eternidad a que le concedieran el divorcio de su primer marido, había tenido la valentía de casarse con una mujer sin familia. Y el hecho de que hubiera estado casada anteriormente ya era bastante lacra: era una mujer mancillada, ya no era virgen. No obstante, Hadar le había perdonado sus pecados, así que tal vez había tenido algo de buena suerte en la vida.

Fue una gran sorpresa que aquella acaudalada señora llamara a su puerta. Nunca había conocido a una mujer así, que se expresara con tanta corrección y vistiera con tanta elegancia. Claro que había visto y hablado con gente adinerada, sí, pero la señora Ferdowsi tenía clase. Distinción.

Cuando le preguntó a la señora Ferdowsi cómo había sabido de su familia, la adinerada señora había mencionado vagamente la mezquita, donde al parecer alguien que conocía a ella y a sus hijas pensó que les vendría bien una ayuda. Pero como ella se había olido enseguida que la señora Ferdowsi le estaba mintiendo, las dos se habían sentado a hablar y sincerarse, razón por la cual esa niña, Aria, iba a pasar por su casa de vez en cuando y enseñar a las niñas a leer. O eso quería creer ella. «Soy una mujer pobre, a la que llaman señora Shirazí, y le agradezco su ayuda. Es usted una buena hija de Dios.» Sí, así había querido verlo. Aun así, se preguntaba cómo había hecho aquella niña, Aria, para terminar en el seno de una familia acaudalada y bajo la tutela de la señora Ferdowsi. Pero no hizo preguntas. Había muchas cosas que era preferible no saber.

Subió a la planta de arriba a descansar. Le dolían mucho las manos. Y también el cuerpo, después de tantas criaturas como había traído al mundo, y el corazón, pero por otros motivos. Se quedó un rato mirando por la ventana del dormitorio. Desde allí divisaba las azoteas interminables de Teherán. La ciudad cada día estaba más bonita, incluso en aquellos barrios. Habían plantado muchos árboles nuevos, y todavía quedaban pequeños riachuelos de agua dulce que bajaban de las montañas al norte y atravesaban la ciudad. A veces, cuando hacía buen tiempo, su belleza bastaba para mitigar la pobreza circundante.

Mientras seguía allí contemplando el cielo y la ciudad vio a uno de aquellos jóvenes del barrio, el hijo de Jahanpur, el que tenía el labio leporino. Kamran se llamaba. El chico se pasaba el día entrando y saliendo de casa, haciendo recados a todas horas. Salía por la mañana de madrugada, seguramente para trabajar en el bazar y contribuir al sustento de la familia, pensó. Era el único chico del edificio de enfrente al que veía con frecuencia. Las puertas de la mayoría de los demás pisos daban a la parte trasera y nunca veía las idas y venidas de la gente. El chico, que acababa de entrar en ese momento, a los pocos minutos volvió a salir, vestido de negro de la cabeza a los pies. Ella sabía que no guardaba luto por nadie, pero por la razón que fuera, una vez al mes salía de su casa vestido de negro. En esas ocasiones nunca volvía a casa hasta poco antes del amanecer. Nunca lo veía en la oscuridad, pero distinguía la luz que salía bajo el umbral de su puerta cuando la abría. Qué costumbres tan raras tenía aquella gente, pensó. Aunque había crecido con ellos, pasado casi toda su vida en realidad, y por lo general tenían un trato amable y simpático. Parecían hacerlo todo por bondad. Lo mismo podía decirse de la señora Ferdowsi. «Podemos ayudarla en lo que necesite, señora Shirazí», le había dicho. Y los vecinos la obsequiaban con los platos que preparaban para la Ashura diciendo: «¿Les apetecerá un poco de halva a sus hijas, señora Shirazí?»

Ella confiaba en que el hijo de los Jahanpur no anduviera mezclado en asuntos turbios. Sería un desperdicio de bondad, de una bondad que podía perderse fácilmente. Ésa era la gran lección que ella había aprendido de la vida.

Kamran salió de la mezquita antes de hora. Ya conocía el sermón y estaba aburriéndose. «Entro a trabajar temprano y tengo que madrugar», le dijo al mulá, quien posó una mano sobre su hombro con talante comprensivo. Era el mismo mulá que en una ocasión le había sugerido cambiarse de nombre y adoptar uno con resonancias más islámicas, un nombre árabe al fin y al cabo. «Lo consultaré con mi padre», le había contestado Kamran. Pero no se lo consultó a su padre, y por suerte el mulá se olvidó por completo del asunto.

Como acostumbraba a hacer una vez al mes, salió dando un paseo tranquilamente por la noche en calma, tomó dos autobuses en dirección norte y caminó sumido en sus pensamientos, con los puños embutidos en los bolsillos del abrigo para que no se le enfriaran las manos. Tenía los dedos entumecidos, pero no por eso soltaba la pulserita. Esta vez había escogido las cuentas de color púrpura. Había oído decir que a las niñas les gustaba el púrpura. A los tenderos del bazar no les gustaba nada. Era el color de la realeza, decían, y soltaban un escupitajo.

A medida que se acercaba a casa de Aria fue aflojando el paso, pero cuando se encontraba a unos seis metros de distancia echó a correr con todas sus fuerzas en dirección al portón. El viento le pasaba silbando por las orejas, el aire entraba y salía de sus pulmones con un fuerte jadeo y estuvo a punto de darse de bruces contra el muro de piedra. Pero en el último momento, dio un salto impulsándose con el pie derecho y levantó el brazo para agarrarse a la parte superior de la puerta. A partir de ahí fue fácil, y segundos después estaba en el alféizar de la ventana de Aria. Al espiar por el cristal, vio que estaba dormida y se preguntó en qué estaría soñando.

Se quedó allí un rato, con la espalda encorvada y los pies haciendo equilibrios en el alféizar. La luz de la luna estaba a punto de iluminar el rostro de Aria. Recordó cuando de niños le enseñaba a trepar a los árboles: ella aprendió tan bien y tan rápido que al final se le daba mejor que a él. Y menos mal, pensó. La luz de la luna se aproximó un poco. Kamran se echó el aliento caliente en los dedos, sacó la pulserita y susurró: «¿Cómo me llamaría si fuera un profeta, Abraham o Mahdi?» Mirando a Aria por última vez, dijo: «Escoge tú. A lo mejor encuentras la respuesta en tus sueños.»

Kamran le dejó la pulserita donde solía, sobre el alféizar y medio encajada en el marco de la ventana. Leyó la palabra que formaban las cuentas por última vez, cerciorándose de que no había ninguna falta de ortografía. «Emperatriz», dijo en voz alta. Tal vez algún día Aria llegara a ser emperatriz. O quizá una actriz que hiciera el papel de emperatriz, como en las películas que llegaban de la India. Kamran rezó una oración por ella. Una muy breve que había aprendido en la mezquita. Ahora iba a la mezquita más a menudo, aunque sólo porque los demás tenderos del bazar lo hacían. Les gustaba comprar y vender, frecuentar la mezquita y despotricar contra el rey. Kamran nunca cuestionaba sus frustraciones; sabía lo mucho que trabajaba aquella gente. Ellos no creían al sah cuando éste les aseguraba que su nuevo proyecto para Irán iba a cambiarles la vida para bien. La Revolución Blanca la llamaba él. Expropiaría tierras de los latifundistas para que la gente pobre, como los tenderos del bazar, pudieran comprar las suyas. En la mezquita, sin embargo, todo el mundo se quejaba del sah. «Es mentira que vaya a ocuparse de nosotros», decían.

«A lo mejor si fueras emperatriz podrías arreglarlo todo», le susurró Kamran a Aria.

Se entretuvo en la ventana unos instantes y luego desapareció en la noche, protegido de las miradas del mundo con su negra vestimenta.