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La muñeca estaba medio enterrada en el jardín, con la cabeza girada hacia Aria como si estuviera esperando a que la rescatara del lecho de juncos. Aun de lejos, se fijó en que tenía los ojos del mismo color que ella. Se echó al suelo boca abajo y alargó el brazo para cogerla. Pero no pudo; era pequeña para su edad. Cualquier otra niña de cinco años habría alcanzado esa muñeca, pensó. Luego se miró el vestido que su padre le había regalado el mes pasado y ya se le había descolorido. Si seguía arrastrándose por el suelo todavía se lo estropearía más y le iba a caer un buen rapapolvo.

Cuando por fin logró tirar del cuerpo de madera, un párpado entornado de la muñeca se abrió del todo con la sacudida. Aria le guiñó el ojo a su vez. Luego reculó a rastras por el parterre, con la muñeca pegada al pecho. De puntillas, espió por la ventana que daba al jardín. Zahra debía de andar por allí dentro y si la veía con esas pintas la tomaría con ella otra vez.

Su padre llevaba una semana fuera, trabajando en los cuarteles y campamentos militares. Lo que significaba que Aria sólo comía una vez al día porque según decía Zahra una cría como ella no necesitaba más. Aunque a veces, cuando la veía distraída, le sisaba comida de la mesa.

La pequeña se puso a dar brincos por el patio agarrada a su muñeca. Esquivaba los cañones imaginarios que apuntaban entre las rendijas de los adoquines. Cuando los cañones lanzaban fuego por la boca, daba un gran salto. Luego corrió hasta la fuente del patio para beber. La pila de hormigón que rodeaba el caño era pequeña, y en verano, si hacía mucho calor, a Aria le gustaba meterse dentro a jugar. Pero los vecinos, que hacían tandas para lavar los platos en la fuente, no lo veían con buenos ojos. Cuando Zahra se enteró de que hacía eso, le dio una paliza a modo de escarmiento. Ese día, sin embargo, Aria tenía otro objetivo: lavar su muñeca nueva. Hizo como si Bobó se la hubiera regalado. Aria lo llamaba Bobó, no babá, como los demás niños a sus padres.

Se arrodilló junto a la pila, le quitó el vestido sucio a la muñeca y lo metió en el agua. Lo dejó en remojo un buen rato mientras le peinaba con los dedos la maraña apelmazada de pelo. Cuando terminó, la secó con la tela de su propio vestido, por donde estaba menos sucio. Luego sacó el vestido del agua. Se le habían quedado unos pétalos pegados entre los pliegues. Aria restregó la tela como había visto hacer a Zahra cuando lavaba la ropa. Una vez limpio, vistió a la muñeca y, con sumo cuidado, la puso a secar sobre la hierba que crecía en torno a la pila. Luego se echó a su lado y se quedó dormida. Tumbada al sol, soñó que una mujer le decía que había tenido mucha suerte de encontrarse con aquella muñeca y que, si quería ser una verdadera guerrera, debía olvidarse del hambre. Aria durmió a pierna suelta y soñó con otras cosas también, con leones en el desierto y nómadas en la montaña.

Despertó con los tirones de pelo de Zahra, con tal sobresalto que ni siquiera lloró. Luego le soltó un bofetón con el dorso de la mano, a sabiendas de que así hacía más daño. La mejilla le sangró: le había hecho un corte con la alianza.

Al otro lado del patio, un vecino, el señor Jahanpur, había presenciado la escena desde su balcón. Entró en su casa dando un portazo y luego salió de nuevo al balcón, pero esta vez con un megáfono.

—Señora... señora, tenga piedad, por lo que más quiera. Le advierto que no...

—¡Métase en sus cosas, mierdoso! —exclamó Zahra.

El señor Jahanpur volvió a intentarlo, a voz en grito por el megáfono.

—¡Señora, ésa no es forma de comportarse!

Zahra dejó de pegar a la niña.

—Oiga, salvador de mierda, sepa usted que la zarrapastrosa esta es hija mía. Hago lo que me da la gana con ella.

—Señora, se le va la mano, ya se lo dije la última vez. La niña sólo estaba jugando. La estaba mirando.

—Entonces encima de imbécil es usted un pervertido —replicó Zahra—. Y deje ya ese chisme, que se va a enterar todo el vecindario.

El señor Jahanpur se quedó en silencio mientras ella metía a rastras en casa a Aria, que daba patadas al aire resistiéndose.

—¡Al balcón! —exclamó Zahra, empujando a la niña hacia allí de malos modos—. Y te quedas sin desayunar, sin comer y sin nada de nada.

—¡Me da igual porque no quiero comer nada!

Zahra cerró con llave la puerta del balcón.

Desde su atalaya, la pequeña vio al señor Jahanpur en el patio, arrodillado junto al jardín donde ella había estado jugando minutos antes. Tenía los brazos a la espalda y curioseaba entre el lecho de juncos. Luego levantó la vista hacia el piso de Aria.

—¡Este espacio es de todos, bruta! —exclamó refiriéndose a Zahra—. No es sólo suyo.

El señor Jahanpur se inclinó hacia delante para arrancar un junco y justo en ese momento Aria vio a su hijo de pie detrás de él. Después de merodear un rato alrededor de su padre, el niño fue andando tranquilamente hasta la fuente y se agachó en el cerco de hierba donde Aria había dejado su muñeca. La agarró y corrió con ella al interior de su casa, seguido por su padre.

—¡Dígale que me devuelva mi muñeca! —exigió Aria al señor Jahanpur.

Pero el señor Jahanpur no contestó.

Ya casi se había hecho de noche cuando un ruido despertó a Aria.

—¡Despierta! —gritó con apremio una voz.

La niña se restregó los ojos y metió la cabeza entre las rejas del balcón.

—¿Quién eres? —preguntó—. No te veo.

—Aquí abajo.

Una figura entró en el haz de luz de la luna. Era el hijo del vecino.

—Vivo delante de tu casa —dijo—. Esa que está ahí en la cocina es mi madre.

Señaló hacia el piso de enfrente del de Aria. En la ventana se veía a una mujer inclinada sobre un puchero humeante.

—¿Y a mí qué? Devuélveme mi muñeca. He visto que te la llevabas.

—Ya sabía que era tuya. Me la he llevado adrede para devolvértela luego. He visto que tu madre te pegaba. ¿Le has atizado tú también? Mi babá dice que si un día me da una paliza así, tengo permiso para pegarle yo también.

—Devuélveme mi muñeca.

—Espera. Necesito que me ayudes con una cosa. ¿Ves ese árbol grande que tienes ahí delante?

El niño señaló hacia un gran cerezo que se alzaba casi en el centro del patio. Las ramas eran tan largas que rozaban el balcón del piso de Aria.

—¿Qué pasa con el árbol? —dijo ella.

—¿Llegas a las ramas desde donde estás? Es que se me ha quedado la pelota ahí atascada —aclaró.

—No. Primero dame la muñeca.

—No puedo. Tendría que lanzártela y tan alto no llego. Pero mi babá dice que un día seré tan fuerte como él. ¿Quieres ver mis músculos?

—A la porra tus músculos —replicó Aria—. Y mi Bobó también tiene mucha fuerza.

—¿Qué es un «Bobó»?

—Tú también tienes uno, tonto —saltó ella—. Mi padre.

—Entonces ¿por qué lo llamas Bobó?

Aria se inclinó sobre el balcón.

—¿No tienes que ir a la escuela mañana?

—Anda, sólo tienes que sacudir un poco las ramas —dijo el niño—. Y la pelota se caerá.

—No puedo hablar contigo. Me van a castigar por tu culpa.

—Mira, si me ayudas a bajar esa pelota, mañana después de clase te traigo un regalo y te devuelvo la muñeca.

—No me hacen falta regalos —protestó ella.

El niño se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y torció el gesto.

—Te odio —dijo alzando la voz—. Eres una mocosa tonta.

—No soy una mocosa. Soy muy muy mayor —contestó ella y, al ver que su vecino no replicaba, añadió—: Tengo cinco años. Cuando nieve cumpliré los seis.

—Mira, sacude esas ramas, haz el favor. Me duele el cuello de levantar la cabeza para hablar contigo.

Aria se acercó un poco más a las rejas.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—¿Y tú? —dijo el niño.

—Yo te lo he preguntado primero.

—Kamran.

—Nunca había oído ese nombre.

—Sólo tienes cinco años. Ya tendrás tiempo.

—Yo me llamo Aria.

—¿Aria? —Kamran rió—. Eso es un nombre de niño.

—Pues no soy un niño.

—Bueno, pues no eres un niño, pero ¿me vas a ayudar o qué?

—A lo mejor. —Al mirar abajo, entre las rejas, la cara y los labios del niño, observó algo raro—. ¿Te ha pegado tu padre?

—No —respondió Kamran.

—¿Por qué tienes el labio partido? ¿Te has caído?

Kamran parecía avergonzado.

—No, es... es... de nacimiento. Tengo la boca un poco del revés.

—¿Del revés? ¿Puedo llamarte «niño del revés»?

—No, no puedes —respondió Kamran.

—Bueno. Aunque tienes que traerme el regalo que me has prometido. —Se acercó al árbol hasta casi rozar las ramas, pero no las alcanzaba—. ¡No puedo! —gritó Aria.

—Apóyate en la parte de abajo de la reja —sugirió Kamran.

Ella hizo lo que le decía y estiró el cuerpo todo lo que pudo.

—¡Ya tengo una!

—Sacúdela todo lo fuerte que puedas.

Aria sacudió la rama y oyó el sonido de la pelota al rebotar en el suelo. El niño la cogió y salió corriendo.

—¡No se olvide de mi muñeca, señor Kamran! ¡Niño con la boca del revés y los labios aplastados! —gritó a la oscuridad.

Kamran sujetó con fuerza la pelota. Con el pie, corrió hacia un lado la puerta de metal que daba al piso de sus padres, subió a su habitación a toda prisa y escondió la pelota debajo de la cama. Al regresar al piso de abajo se detuvo un momento ante la ventana por la que hacía meses que espiaba a la niña de los Bakhtiar, desde que la habían dejado salir al jardín a jugar. Le dolía que se hubiese fijado en su labio leporino, aunque tarde o temprano todo el mundo se fijaba. Menos mal que se le había ocurrido lanzar la pelota al árbol, así por fin había podido hablar con ella. Y no era tan rara como él pensaba. Casi era simpática incluso. Lo raro era ese nombre de niño que le habían puesto: Aria. Él sabía muy bien qué significaba esa palabra. Se lo dijo su padre una vez: la raza iraní. Pero ese nombre sólo se les ponía a los niños.

En la cocina, su madre estaba dándole el pecho a su hermana pequeña, que ya tenía dos años. Kamran abrió la nevera. Dentro no había más que pan.

—No toques —advirtió su madre—. Es la cena.

Kamran se sentó a la mesa y observó a su hermanita mamando del pecho de su madre.

—¿Qué hacías con esa niña? —preguntó su madre.

—Jugar —respondió Kamran.

—Es una bastarda. Aléjate de ella.

—Tiene padre y madre —replicó Kamran.

—Pero no son sus padres de verdad. Es una niña abandonada. Recogida de la calle. Y encima con los ojos azules; eso quiere decir que lleva el demonio dentro. Aléjate de ella o el dyinn vendrá a tu cama por la noche. Una vez Janum Kokab, la vecina de más abajo, recogió a una niña de la calle y luego se le murió la familia entera, hasta el gato. Y esta niña encima tiene los ojos azules. Peor todavía.

—Son verdes —replicó Kamran—. Creo.

—¿Desde cuándo ves a oscuras, hijo? Los niños endemoniados vienen de los dyinns, ¿y qué hacen los dyinns?

—Nos engañan —respondió Kamran.

—Eso es. Así que no te dejes engañar. Esa niña no te contará más que mentiras. Eso lo juraría hasta el Profeta, que la paz sea con él.

—Donde tú vivías de pequeña ¿había dyinns? —preguntó Kamran.

—En Yazd no teníamos más que polvo, dyinns y judíos. Y los templos del fuego, donde los seguidores de Zoroastro hacen sus brujerías. Los dyinns, brujerías; los judíos, brujerías; los zoroastrianos, brujerías. Me apuesto lo que quieras a que esa niña de ojos azules es judía o hija de dyinns.

—Hay niños de mi escuela que dicen que los dyinns no existen. Que son cuentos que se inventa la gente de pueblo.

—Yazd no es ningún pueblo. Antiguamente era la capital del mundo. Y si no sabes que esta tierra la creó un dyinn, no sé yo qué habrás aprendido.

Su madre se aflojó el pañuelo de la cabeza y Kamran se quedó mirando el diente cariado que le asomaba entre los labios. El de al lado ya se le había caído. Cuando pierda el podrido, pensó Kamran, parecerá una de esas desgraciadas que van por las calles.

—Los niños de mi escuela dicen que si bebes leche se te ponen los dientes bonitos —dijo Kamran.

—La leche es para los recién nacidos —replicó su madre.

—¿Babá podría traernos leche esta noche? —le preguntó Kamran.

—Dime qué hora pone —dijo su madre alargando el brazo en el que llevaba el reloj de pulsera.

—Está parado —observó Kamran—. No le has echado cuerda.

—Se dice «dado» cuerda —lo corrigió ella.

—Bueno, pues dado cuerda. Pero no sé para qué quieres un reloj de pulsera si no sabes leer la hora.

Su madre agitó la muñeca. El reloj le quedaba demasiado holgado.

—Fue un regalo de bodas de tu padre. A lo mejor tú me podrías enseñar a leer la hora. Como un buen hijo, ¿no?

Kamran oyó pasos en la puerta y se volvió.

—Ahora ve a ayudar a Kazem —le dijo su madre, volviéndose hacia la pequeña.

Kazem era el padre de Kamran. Se hacía llamar por el nombre de soltera de su madre, Kazemi, pero en Yazd todo el mundo lo había llamado siempre Kazem, desde que era niño. Cuando la madre de Kamran se casó con él, se le quedó el nombre. Pero Kamran sólo llamaba Kazem a su padre cuando sentía lástima de él.

El hombre llegó cargado con dos bolsas llenas de cosas. Kamran las cogió, las dejó en el suelo y vació el contenido. En una había trapos y dos botes de leche. En la otra, dos panes y tres manzanas podridas.

—¿Eso es todo? —le preguntó Kamran.

—Por esta noche —respondió Kazem y levantó una mano para mostrársela a la madre de Kamran: estaba envuelta en una venda sanguinolenta.

—¡Ay! ¿Qué has hecho, marido mío?

Kazem se sentó en el sofá. Al hacerlo, se levantó polvo y lo hizo toser.

—¿Que qué he hecho? A ver cómo os lo cuento. Ven aquí, hijo.

Kazem se quitó el vendaje y dejó al descubierto un dedo machacado, amoratado y tumefacto. Le tendió la venda a Kamran.

—Verás, hijo, he hecho una tontería. Los ladrillos tienen que colocarse uno encima de otro, pero no exactamente encima. Se trabaja a capas, ¿entiendes? El ladrillo de arriba se centra en medio de otros dos de la hilada de abajo. Capa de mortero, capa de ladrillo, plop, pones otro ladrillo nuevo encima, plop. Todo muy rápido: mortero, ladrillo, mortero, ladrillo. Y si te pasas de rápido, el pobre dedo se te queda así.

Kazem levantó el dedo y se rió al ver la cara horrorizada de su hijo. Le alborotó el pelo con la mano. Cuando se reía, Kazem resollaba, de tanto fumar y por tanto polvo de ladrillo en los pulmones.

—No es nada —dijo—. Todo se cura.

—¿Puedes trabajar? —preguntó Kamran.

—No te preocupes —le dijo su padre—. Uno de esos botes de leche es para ti. Bébetela. Mi niño bonito ha de tener dientes bonitos.

Le alborotó el pelo de nuevo y fue a la cocina. Le dio un beso a la pequeña, que se había quedado dormida al pecho de su madre.

—El otro bote es para ti —le indicó a su mujer—. No quiero protestas. El dinero ya vendrá. Me voy a acostar.

—Tu hijo ha estado jugando esta noche con esa niña endemoniada —señaló su madre.

—No digas eso, mamá. —Kamran se volvió a su padre, suplicándole—: Me ha devuelto la pelota.

—¿Estamos seguros de que es un dyinn? —dijo Kazem.

—Es una bastarda endemoniada recogida de la calle —le contestó la madre.

—Entonces yo que tú tendría cuidado con esa pelota a partir de ahora, hijo. Quién sabe qué maldición le habrá echado.

Kazem se rió y le hizo un guiño, pero Kamran no supo interpretar si su padre bromeaba, o si, en efecto, Aria era hija de un dyinn.