20

A pesar de que había hecho nuevas amistades y encontrado un hogar junto a Mana, Aria seguía convencida de que el destino no le deparaba nada bueno. Eso pensaba mientras jugueteaba con la pulserita que había encontrado esa mañana en el alféizar de la ventana. Era la primera vez que le llegaba una de color púrpura.

Aquel mismo día, por la mañana, había vuelto a pasar por casa de los Shirazí para la visita de rigor, y todo había salido mal. La señora Shirazí insistía en no dirigirle la palabra. Y Farangiz la había echado de su casa: «Mi madre está enferma y tú eres una pesada», le había dicho.

La frustración de Aria con los Shirazí no hacía sino aumentar, pero no había manera de convencer a Mana para que se olvidara de aquella familia. Se había pasado toda la semana anterior suplicándoselo.

—Por favor, Mana. Si no quieren que vaya por allí.

—La única que no quiere que vayas es la mayor, esa niña tan tristona. He hablado con la señora Shirazí y está muy contenta con tus visitas. ¿Por qué no hablas más con ella?

—Si no abre la boca. Sólo habla con sus hijas, y a veces sola.

Pero Fereshté había tomado una resolución. No había más que hablar. Llegado el viernes, su padre se presentó de buena mañana para acompañarla a casa de los Shirazí.

—Parecen buena gente —le dijo Behruz por el camino.

—A ningún niño lo obligan a hacer estas cosas en su día libre, ¿sabes? Además, tengo deberes. Mitra se ha ido por ahí de compras. Hamlet va a clases de guitarra —protestó Aria.

—Los Shirazí parecen buena gente —le repitió, como si no la hubiera oído.

—Una de las niñas sí es buena, pero la mayor es una bruja, y la madre una cochina. El padre es tonto.

—No debes hablar así de la gente —protestó Behruz.

A partir de ese momento ella se negó a hablarle.

Cuando llegó a casa de los Shirazí, Ruhangiz la estaba esperando con un lápiz y dos hojas de papel que le había pedido a un vecino.

—¿Podemos escribir? —preguntó en cuanto ella cruzó la puerta.

Aria no respondió, pero abrió una bolsa de papel y sacó las babuchas que Ruhangiz le había prestado tiempo atrás.

—Toma —dijo, tendiéndoselas—. Aún sigo esperando que algún día me devolváis mis zapatos.

Se sentaron en el suelo de la cocina. Era el único sitio donde podían disponer de una superficie lisa y firme. Ruhangiz colocó sus papeles en el suelo y dejó el lápiz perfectamente alineado entre ellos.

—Y encima creerás que ésa tiene algo que enseñarte... —gruñó Farangiz, que las estaba observando desde el umbral.

—Ven y aprende, Fara —le dijo Ruhangiz.

Pero Farangiz se dio la vuelta y se fue.

Aria empezó por el nombre de Ruhangiz. Se lo enseñó a escribir letra por letra, pidiéndole que la copiara.

—¡Nooo! —exclamó viendo los torpes garabatos de la pequeña—. Muy mal. Tienes que hacerlo igual que yo.

Ruhangiz lo intentó de nuevo, pero volvió a cometer los mismos errores.

—Déjalo. Empezaremos por el alfabeto: Alef, Be, Pe, Te. —Y escribió las cuatro primeras letras del alfabeto persa—. Con las dos primeras puedes hacer dos palabras. Primero: «aab». —Ruhangiz, que estaba muy atenta, escribió «agua»—. Y luego «babá» —Ruhangiz escribió «papá»—. Muy bien. Ya hemos terminado.

Aria se levantó.

—¿Ya hemos terminado?

—Ya te enseñaré otras cosas más adelante. Si te enseño demasiadas...

Mientras hablaba, Farangiz volvió a aparecer y le arrebató la hoja a su hermana.

—Agua, papá, agua, papá, agua, papá. —Luego, con voz burlona, mezcló las letras—. Pagua, apapá, pagua, apapá.

Ruhangiz rompió a llorar.

—¿Eso es enseñarle a leer? ¿Escribir dos palabras? —rezongó Farangiz mirando a Aria—. Así no va a aprender nada.

Ruhangiz cogió la hoja del suelo y la rasgó en dos.

La señora Shirazí entró en la cocina. Aria apenas le había prestado atención en sus visitas anteriores, y de pronto su proximidad física se le hizo extraña.

—Me estaba enseñando a escribir —le dijo Ruhangiz a su madre, limpiándose las lágrimas de los ojos.

La señora Shirazí no respondió, pero fue hasta la encimera, donde había un cuenco con verduras cortadas. En el fogón aguardaba una olla con agua. Echó los trozos en la olla y la puso a hervir.

—¿Por qué no habla? —le preguntó a Ruhangiz en voz baja, pero Farangiz la oyó.

—No habla porque la pones enferma —dijo Farangiz.

Ruhangiz miró a su hermana frunciendo el ceño.

—Mi madre está embarazada.

—¿Y por eso no habla?

—Te he dicho que no habla porque le das asco —dijo Farangiz.

La señora Shirazí parecía no haber oído nada. Se agachó lentamente para sentarse en la alfombra.

—He aprendido a escribir dos palabras, mamá. —Ruhangiz corrió hacia su madre y le señaló los pedazos de papel—. Las había escrito en ese papel.

—Muy bien —dijo la señora Shirazí y sonrió. Luego miró a Farangiz y sonrió también—. Hija, ¿te importa tirar esos papeles a la basura?

Farangiz los recogió.

—Pero si el papel lo ha roto ella —replicó Aria—. Con lo que se había esforzado Ruhi...

La señora Shirazí hizo caso omiso.

—¿No lo entiende? —insistió Aria—. Lo ha roto porque me odia. Yo sólo estaba ayudando. Y sólo porque Mana me ha pedido que lo haga.

La señora Shirazí miró a Aria con su impasibilidad habitual. Luego se volvió hacia Farangiz.

—Cariño, vigila esa olla. Pronto romperá a hervir.

Farangiz asintió. Se sentó junto a su madre y posó la cabeza sobre su hombro.

—Te voy a escribir las dos palabras otra vez —dijo Ruhangiz intentando atraer la atención de su madre de nuevo—. «Agua» y «papá».

—Así me gusta —afirmó su madre con una débil sonrisa—. Siempre has sido la más lista de mis hijas. Gohar es mi pequeña ayudante. El bebé que llevo dentro será mi alegría, y ésta es mi salvadora —dijo acariciando el pelo negro azabache de Farangiz—. La espabilada de mi hija aprenderá a leer y lo hará de maravilla. ¿A que sí?

—¡Pues por lo visto su pequeña salvadora no quiere que lea! —dijo Aria levantando la voz.

Una vez más, la señora Shirazí hizo caso omiso y bajó la vista al suelo.

—Gritar no te servirá de nada —dijo Farangiz sin mover la cabeza del hombro de su madre.

Al poco, se oyó el agua hirviendo en el fogón. Farangiz se puso en pie para ocuparse de la olla. Acababa de apagar el fuego cuando Aria la detuvo.

—Espera —dijo con voz meliflua—. Tienes razón. No gano nada gritando. ¿Me dejas que le sirva eso a tu madre, por favor?

—Los cuencos están en esa alacena —dijo Farangiz—. Hay una cuchara al lado del fregadero.

—Gracias —dijo Aria. Llevó la pesada olla a la encimera, agarró un cuenco de la alacena y vertió la sopa en él. La removió con la cuchara y sopló el caldo—. Ya no debería estar muy caliente —añadió mirando de frente a la señora Shirazí.

Pero la señora Shirazí seguía con la vista fija en el suelo.

Aria le acercó el cuenco.

—Que aproveche, señora —dijo.

Luego inhaló hondo, dio un paso atrás y le arrojó el cuenco.

Instintivamente, la señora Shirazí alzó la mirada e intentó atrapar el cuenco en pleno vuelo. Levantó las manos, pero pareció cambiar de opinión al ver acercarse el objeto. Volvió la cabeza y se protegió la cara con las manos. El cuenco cayó al suelo con gran estrépito y se hizo añicos a sus pies. Fragmentos de arcilla salieron volando por la cocina y, en las manos de la señora Shirazí, quemadas por la sopa, empezaron a formarse ampollas.

Farangiz agarró un trapo y echó a correr hacia el fregadero del patio. Mojó el trapo bajo el chorro del agua turbia y corrió otra vez al interior. La señora Shirazí respiraba agitadamente, pero seguía sin decir palabra. A toda prisa, Farangiz le colocó el trapo húmedo sobre las manos quemadas y Ruhangiz se apresuró también a prestarle auxilio. Intentó soplar aire frío sobre el trapo húmedo, pero su hermana la apartó de un empujón.

—¡Quita de ahí. Eso no sirve para nada! —gritó Farangiz.

Aria se levantó impertérrita.

—Ojalá arda igual en el infierno —dijo con frialdad.

Después aguardó a que le llegara su justo y merecido castigo, pero no sucedió nada, ni nadie le prestó la más mínima atención. La señora Shirazí lloraba en silencio mientras sus hijas corrían de un lado a otro llevándole agua para refrescarle la piel desollada.

Cuando por fin amainó su ira, se dio cuenta del grado de maldad que se había apoderado de ella, sin motivo ni pretexto, y echó a correr. Cruzó el portón metálico verde a la carrera, corrió por los callejones, pasando junto a familias de mendigos, traficantes de opio y vendedores de hojalata hasta que fue a parar a la avenida Pahlevi y se abrió paso entre el caos sin dejar de correr. Corrió con todas sus fuerzas, cuesta arriba, cada vez más arriba, en dirección a la cordillera de Elburz. Corrió hasta que no pudo más y entonces vio una parada de autobús al otro lado de la calle y, mientras otros pasaban por su lado parsimoniosamente, se montó en uno de un salto confiando en no llamar la atención del conductor. Así haría la mayor parte del trayecto en autobús. Una vez dentro, sentada tranquilamente, observó que le temblaban las manos. Una anciana le sonrió, pero Aria no le devolvió la sonrisa. Cuando por fin llegaron al centro de la ciudad, se bajó del autobús a toda velocidad y siguió corriendo, intentando aplacar la excitación del día. Cruzó a la carrera la plaza Amir-Abad, la comisaría y los cafés. Mientras bordeaba los muros del Lycée Razi, por un segundo sus pensamientos se desviaron hacia el francés, pero enseguida regresaron a los miles de palabras venenosas que habían salido por la boca de Zahra para explayarse sobre las maldades y vilezas de Aria. Aquellas palabras se le agolpaban en la cabeza en su lengua materna y la hicieron correr más lejos y más rápido durante lo que parecieron horas, hasta que llegó a la plaza Ferdowsi y vio las familiares contraventanas y el ladrillo y la plata de la centenaria mansión de Fereshté.

Una vez en la casa, subió a su cuarto a toda prisa y cerró la puerta. El rumor del tráfico, los pitidos de los coches y los gritos airados invadieron el dormitorio, así que cerró bruscamente la ventana. Luego paseó de un lado a otro de la habitación durante un rato hasta que la ira volvió a desbordarla y pegó una patada contra la pared. Se echó hacia atrás y observó el agujero que había hecho. Un trozo de escayola había quedado colgando y lo remató de un puntapié.

Fereshté llamó a la puerta.

—¡He hecho un agujero en la pared! —gritó Aria.

Pero no le abrió. Cabía la posibilidad de que Mana la echara de casa y ella terminara otra vez en la calle, o de que la mandara a vivir con Zahra o incluso con la señora Shirazí, a quien acababa de abrasarle las manos. Siguió un silencio, pero Aria sabía que Fereshté no se había movido del pasillo. Clavó la mirada en la puerta e inhaló hondo.

—¡Le he quemado las manos —dijo a voces—. Le he echado agua hirviendo encima!

—Nadie merece que le hagan algo así —dijo Fereshté, pero su voz era amable.

Aria se sentó en la cama y reflexionó unos instantes. Luego fue hacia la puerta y la abrió.

—Hay un agujero en la pared —explicó, señalándolo, y se dejó caer en la cama de nuevo.

Fereshté miró el agujero y luego a Aria.

—Me echará a la calle, ¿verdad?

—Dime, ¿a quién le has quemado las manos? —preguntó Fereshté.

—No pienso volver a esa casa. Diga usted lo que diga.

—¿Has hecho daño a las niñas? —insistió Fereshté.

—Puede que la próxima vez. Si me obliga a volver a esa casa. Esta vez ha sido a la señora Shirazí.

—Pues no te quepa duda de que te haré ir otra vez —dijo Fereshté—. Mañana mismo a primera hora. No irás al colegio. Volverás a esa casa y te disculparás. Considéralo nazri, Aria. Lo que significa devolver bien por mal. Así Dios te protegerá siempre. Y nunca te sucederá nada malo.

—La he quemado. Se le han puesto las manos rojas y le han salido ampollas —dijo Aria con los ojos llenos de lágrimas—. La odio, Mana.

Fereshté fue hacia la puerta, pero de pronto se quedó quieta. Luego se volvió, lentamente.

—Motivo de más para que te quedes castigada sin clase una semana. Cada mañana irás a su casa y suplicarás que te perdonen. Pobre gente, pobre gente.

—¡No! —aulló Aria.

Pero Fereshté ni se inmutó y con la misma calma añadió:

—Ya perdí a un hijo y no pienso perder a otro.

Cerró la puerta y se fue.

Por la mañana temprano, Aria llamaba al timbre roto de la casa de los Shirazí. El portón metálico verde que daba al patio estaba abierto, así que entró. Parecía todo más limpio que el día anterior; alguien había barrido. Subió los pocos peldaños que conducían a la puerta de entrada y, antes de llamar, Farangiz le abrió. Miró a Aria, le escupió en la cara y cerró de un portazo.

Se limpió el escupitajo. Segundos después, Ruhangiz abrió la puerta.

—Hola, Ari —le dijo, con una voz tan bajita que apenas se la oía. La oscuridad de sus ojos y su tez aceitunada resaltaban más aún a la luz del sol y, al igual que Farangiz, tenía una arruguita debajo de los párpados que le daba el aspecto de estar siempre sonriendo. Aria reparó por primera vez en que también se le formaba un hoyuelo junto a la comisura de la boca—. Mi madre está bien, pero no puede tocar nada con las manos.

—¿Puedo pasar?

Pero antes de que pudiera responderle, Farangiz, con la pequeña Gohar de la mano, se colocó bruscamente delante de su hermana.

—No, no puedes —le contestó—. Venga, vamos, Ruhi —dijo agarrándola también de la mano, y se alejó por el patio con ambas.

Ruhangiz se volvió y le hizo adiós con la mano.

—Vamos a comprar porque mamá no puede tocar nada con las manos. Adiós.

Las tres hermanas desaparecieron por el portón metálico, calzadas con unas humildes babuchas.

Aria aguardó sin saber qué hacer. Al rato, intentó espiar por una ventana cercana, pero no alcanzaba a ver nada. En otra ventana a su izquierda, que todavía tenía esquirlas de cristal pegadas en los bordes, había un tablón de madera clavado al marco que impedía la visibilidad. Llamó a la puerta con los nudillos, primero con suavidad y luego con más atrevimiento. Cuando ya estaba a punto de darse por vencida y marcharse, la señora Shirazí le abrió sujetando el pomo con un trapo; tenía las manos de color rosa brillante y la piel levantada.

Aria no podía apartar la mirada de ellas. «¿Qué he hecho?», se dijo.

La señora Shirazí abrió un poco más la puerta con el pie y retrocedió hacia el interior. Ella la siguió.

La señora Shirazí se sentó en una alfombra polvorienta del cuarto principal. Al lado tenía un cuenco con trozos de pepino pelado. Metió una mano dentro y, al rato, la sacó y metió la otra.

Aria se sentó tan lejos de ella como pudo.

—Mana me ha dicho que venga a disculparme. Dice que tengo muy mal genio.

La señora Shirazí no contestó, y su mirada era tan impenetrable como la del día anterior.

—¿Le duelen las manos?

La señora Shirazí no respondió.

—Es que me enfadé porque Ruhi es muy lista, pero Farangiz se estaba metiendo con ella y...

Aria se interrumpió: la señora Shirazí miraba para otra parte, ni siquiera la estaba escuchando.

—Tú enseña a mis hijas a leer —dijo por fin—. Enséñales a escapar de esta vida.

No miraba a Aria, tenía la vista fija en el patio.

—Eso era lo que estaba intentando...

—No les enseñes de libros. Ni de palabras. Enséñales a tratar a las personas. A personas como esas con las que vives ahora. A personas finolis de ésas. Enséñales a entenderlas.

Aria miró hacia el patio también, preguntándose si habría algo allí fuera. No vio nada raro.

—Esa gente es como todo el mundo.

—Enseña a mis hijas a entender a la gente —insistió la señora Shirazí.

Aria se volvió hacia ella y reparó en su palidez. Era menuda de cuerpo, aunque con el velo resultaba difícil hacerse una idea de sus formas. El velo tenía un estampado de flores y era de una tela ligera, como los que lucía Maysi; muy distinto a los velos negros de paño grueso que vestían otras mujeres del barrio. La señora Shirazí exhaló un hondo suspiro, como si intentara expulsar la vida de su interior pero la vida se empeñara en volver a ella.

—Es para lo único que nos vas a servir —dijo con una voz fría, carente de sentimientos.

Aria sintió una repentina punzada en el pecho. Esta vez no pudo contener las lágrimas y rompió a llorar mientras la señora Shirazí proseguía.

—Otros muchos bebés mueren. En todas partes. Se los comen los perros. Se los llevan las águilas. Mueren de hambre. Pero los míos han sobrevivido, así que mejor que aprendan a leer y a entender la vida. —Se quedó en silencio un momento. Luego se volvió al fin y fulminó a Aria con la mirada—. Seguro que tú también podrías haber muerto, como otros muchos, pero al igual que al resto de nosotros te han dejado en este mundo para que te pudras y pudras a los demás, como un gusano, ¿verdad?

La señora Shirazí se quedó mirándola hasta que una sonrisa se dibujó en su rostro y se echó a reír. Luego la risa se transformó en una carcajada estentórea.

Como si la hubieran liberado de un encantamiento, Aria se puso en pie de un salto y salió corriendo de la casa una vez más. Empujó las puertas metálicas verdes con tanto ímpetu que salieron despedidas hacia atrás y chocaron contra los muros de ladrillo. Echó a correr por el callejón, pero cuando llegó al final, confundida, detuvo sus pasos. Por un instante había pensado que la señora Shirazí se disponía a matarla. Se secó las lágrimas y se dio la vuelta, sin saber qué hacer. Detrás de ella estaba la casa, con las puertas metálicas batiendo aún. En el callejón se sintió observada por un millar de ojos. Vio una morera al otro lado de la carretera y fue hacia ella, sorteando una motocicleta que se le vino encima por el callejón. La moto hizo un rápido viraje y no la pilló por los pelos. Aria ocultó su menudo cuerpo detrás del árbol y allí se quedó sentada llorando sin parar hasta bien entrado el día.

A última hora de la tarde, todavía oculta detrás del árbol, vio una figura que salía por el portón verde. Era una mujer embozada en un velo estampado de flores azules y blancas como el que llevaba la señora Shirazí por la mañana. La mujer caminaba con la vista fija en el suelo, como si la avergonzara encararse con el mundo.

Aria se adentró en el centro de la ciudad siguiendo sus pasos. Discurrieron por los pasillos laberínticos del bazar, sorteando a los comerciantes y compradores. Aria vio a un chico con el labio leporino y creyó que se trataba de Kamran, por un segundo estuvo a punto de llamarlo a voces. Pero el chico desapareció enseguida de su vista. Los minutos se le hacían eternos. Finalmente, la luz del atardecer se coló entre las nubes y Aria vio que la señora Shirazí salía por fin del bazar. Siguió sus pasos una vez más y poco después se dio cuenta de que habían llegado a la avenida Pahlevi y que la señora Shirazí se dirigía hacia el norte.

La siguió de cerca por espacio de otra hora; cruzaron Bahjat-Abad y luego tomaron dirección noroeste hasta llegar a la plaza Youssef-Abad. Ese nombre le resultó familiar. Hizo memoria hasta que por fin se acordó de la historia que su padre le contaba a menudo: era allí, cerca de aquella plaza, donde Behruz la había encontrado cuando era sólo un bebé, entre las basuras, junto a una hilera de moreras. ¿Acaso era la primera vez que volvía a aquel lugar después de todos aquellos años? Aria observó las calles y los viejos edificios de alrededor, procurando evocar algún recuerdo de su infancia. Pero no reconocía nada.

Ya estaba anocheciendo. La señora Shirazí se metió por una calle transversal que desembocaba en una vía más antigua. Aria levantó la vista para leer el rótulo: CALLE 15. La señora Shirazí se había detenido por fin, y ante el edificio con aspecto más vetusto de toda la calle. Se alzaba aislado y era más grande que los que tenía a ambos lados y no parecía una vivienda en absoluto. Sus muros de argamasa, ladrillo y piedra estaban desmoronándose. La señora Shirazí abrió la verja de hierro para pasar al interior, y ésta emitió un chirrido metálico. Había más gente entrando. Aria se fijó en unas letras doradas grabadas sobre la puerta de la verja: «Kenisah Sukkot Shalom.» No reconoció ninguna de esas palabras. Tal vez eran vocablos para alumnos mayores que ella. Cuando la señora Shirazí hubo desaparecido en el interior, esperó un momento y luego entró con otro grupo de personas.

Se encontró ante una enorme estancia con el suelo cubierto de alfombras persas, algunas de hasta seis metros de longitud. Contó doce enormes lámparas de araña, con treinta bombillas de cristal cada una, que colgaban de los techos dorados formando un armónico patrón. Las paredes estaban decoradas con mosaicos antiguos, hexágonos y octágonos, pintados con pan de oro. En la cabecera de la sala había unos portones de madera gigantescos, tan altos como las propias paredes, con enormes bisagras de hierro. Aria cayó en la cuenta de que, mientras admiraba la estancia, había perdido de vista a la señora Shirazí. Estaba escudriñando el lugar en busca de un velo de flores azul y blanco, cuando un señor le dio unos golpecitos en el hombro.

—Arriba —le dijo, señalando con la mano.

Ella sonrió.

—Gracias.

Volvió la cabeza para mirar hacia lo alto, pero no encontró ningún rostro que conociera. Cuando se dio la vuelta, el hombre había desaparecido. Y de pronto Aria lo entendió: en la planta baja todos eran hombres o chicos jóvenes. Levantó la vista de nuevo. Sí, arriba estaban las mujeres, que observaban pacientemente sentadas y contemplaban el guirigay de abajo.

Subió las escaleras y al llegar a la galería vio a la señora Shirazí sentada en el rincón del fondo, sola. Aria se acercó a la barandilla y bajó la vista. Al ver aquellos tocados extraños que lucían los varones le dio un poco de risa. Eran unos gorritos que sólo les cubrían la coronilla, como si hubieran encogido.

—¿Por qué llevan esos gorritos tan ridículos? —dijo en voz alta.

Una mujer que estaba por allí cerca la mandó callar. Justo en ese instante, abajo, un señor con barba larga y una túnica azul y blanca avanzó hacia la cabecera de la sala. De pronto se hizo un silencio. A continuación, el señor de la barba empezó a entonar un cántico en un idioma que ella desconocía. Sabía, eso sí, que se trataba de algún tipo de plegaria, y que no era una plegaria islámica.

Al llegar a casa aquella noche, algo más tarde que de costumbre, Aria corrió de inmediato a la cocina. Maysi y Fereshté estaban sentadas juntas a la mesa.

—¡La he seguido! —exclamó Aria, casi sin resuello—. Va a un templo. Por eso no aceptaron el regalo del Corán. —Se sentía como si acabara de descubrir un tesoro—. Mana, la he seguido... a la señora Shirazí. La he seguido hasta un templo.

—¿Qué dices, criatura? —preguntó Fereshté mudando el semblante.

—A la señora Shirazí..., que he ido a Youssef-Abad. Donde Bobó me encontró de recién nacida. Hay un templo en el barrio... no sé qué Shalom.

Fereshté levantó la vista hacia el reloj inglés que colgaba de la pared, otro obsequio de la anterior reina.

—¿Por eso llegas tan tarde? Ya se ha hecho de noche. Nos tenías preocupadas.

—Son las ocho y media, madame —dijo Maysi. Y dirigiéndose a Aria—: ¿Cuántas veces hay que decírtelo? No son horas de estar en la calle dando vueltas, niña. Encima, seguro que no has comido nada, ¿a que no?

—A ver, repítemelo otra vez —pidió Fereshté con la voz quebrada—. ¿Adónde dices que has ido?

Aria había hecho el camino de regreso a toda velocidad y todavía estaba sin resuello, además de confundida por la extraña reacción ante su noticia.

—Ya se lo he dicho, he seguido a la señora Shirazí. Ha entrado en un templo, ese grande que está en Youssef-Abad. Kenisah Shalom no sé cuántos. «Kenisah» quiere decir «templo», ¿verdad?

—Una sinagoga —dijo Maysi, que agarró un cuchillo y se puso a cortar apio.

Aria lanzó una mirada a Fereshté. Se había puesto blanca de pronto.

—Sinagoga, sinagoga —repitió Maysi, moviendo la cabeza y cortando un pedazo del tallo de apio cada vez que pronunciaba la palabra.

—¿Qué pasa? —preguntó Aria.

—Nunca más volverás a casa de esa gente —dijo Fereshté tajante.

—¿Por qué? ¿No decía que quería que...?

—He dicho que no volverás nunca más a esa casa. No quiero que aprendas su religión. Tienes que ser una buena musulmana. No hay más que hablar.

Fereshté se levantó con el cuerpo rígido, y las patas de la silla donde estaba sentada rechinaron contra el suelo. Se acercó a Aria y se arrodilló delante de ella.

—Mírame bien. —Le agarró la cara con ambas manos—. Déjame que te vea los ojos.

Observó el rostro de Aria, primero la nariz, luego los labios, el mentón, la frente y el óvalo de sus mejillas.

—Mañana iremos a la mezquita —dijo peinándole con los dedos los rojizos cabellos. Volvió a cogerle la cara entre las manos y se la sacudió—. ¿Me has oído? A primera hora de la mañana. ¿Entendido? Y nunca más volverás a casa de esa gente. Ya perdí un hijo y no pienso perder otro.