21

—Si la madre es judía, las hijas son judías. Lo llevan en la sangre —dijo Maysi mientras lavaba el arroz—. Por suerte para ellas, hacerse musulmán es fácil. No es ningún problema.

—¿Qué quiere decir que es judía? —preguntó Aria.

—Que es un alma de Dios. Un alma como otra cualquiera —respondió Maysi—. Sólo que condenada.

—¿La señora Shirazí y sus hijas están condenadas?

—Todo el mundo está condenado.

Maysi arrastraba los pies de un lado a otro de la cocina con aire ausente.

Después de que Aria la ayudara a preparar la cena, Maysi le dijo que buscara otra cosa en que ocuparse. En la planta de arriba, en el antiguo salón de música, monsieur Ya’far hacía sus pinitos al piano. Era su última obsesión. Tocaba una y otra vez la misma tecla o repetía un acorde hasta que sonaba bien. Llevaba veinte días machacando la misma nota, re bemol. Tan obsesivamente, pensó ella, como cuando le daba por abrillantar monedas y lavar billetes de dólar.

Por lo general, Aria no hablaba mucho con él. A veces monsieur Ya’far se quedaba en casa de Mana y otras en casa de su hermano menor, pero desde que le había dado por el piano estaba instalado en casa de Fereshté. Aria lo observó desde el umbral del salón de música. Estaba encaneciendo y los pantalones le quedaban demasiado holgados. Había adelgazado tanto porque se olvidaba de comer durante días.

—Creo que ya está bien afinada —le dijo, apoyada en el quicio de la puerta.

Monsieur Ya’far se volvió sobresaltado.

—¿Ah sí? Escucha bien. —Pulsó la misma tecla una y otra vez—. ¿Estás segura? —dijo acercando la oreja al teclado—. Yo creo que...

—Suena perfecto —lo interrumpió Aria—. Tengo que hacerle una pregunta. ¿Qué es ser judío?

—¿Cómo dices? ¿Judío? Aquí los llamamos de otra manera. Kalimi. En este país se los llama «kalimi».

—¿Por qué? —quiso saber Aria.

Monsieur Ya’far movió la cabeza de un lado a otro.

—No lo sé. Empezaron llamándolos así en Shiraz o Yazd, creo. A lo mejor es dialecto yazdi. Los hijos de Esther. —Insistió sobre la misma tecla—. ¿Conoces a alguno?

—Puede —respondió ella.

Por un instante monsieur Ya’far se olvidó de su nota perfecta. Recorrió la habitación con la mirada, metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda, un tomán. Era una moneda grande. Cogió el pañuelo del bolsillo superior de la chaqueta y se puso a darle brillo.

—Pues, mmm... No sé qué decirte.

—Era sólo curiosidad —dijo Aria—, por si sabía algo más sobre ellos. ¿Quién es Esther?

—Una princesa, de la antigüedad. Los kalimi llevan mucho tiempo en este país, más que los musulmanes. El único pueblo que lleva aquí más tiempo que ellos somos nosotros.

—¿Nosotros? —dijo Aria.

—La gente como mi familia. Uy, pero de eso no podemos hablar. Fereshté no soporta ese tema. A fin de cuentas, Dios es Dios.

Monsieur Ya’far devolvió la atención al piano y dio brillo con el pañuelo a la tecla del re bemol antes de pulsarla otra vez.

—¿Qué gente? ¿Qué es lo que no soporta? —preguntó Aria con el ruido del piano de fondo, pero Ya’far no le hizo caso y al final la niña se marchó dejándolo enfrascado en su búsqueda de la nota perfecta.

Un mes más tarde, se interrumpieron las clases para la celebración de Año Nuevo. Desde la ventana de su dormitorio, Aria oía los bocinazos de los vehículos y el ronroneo de los motores, que en su mente se habían mezclado inextricablemente con el olor a flor de cerezo. Toda la familia acudió para la celebración: Nasrín y Mammad con sus gemelos, el tío Ya’far y Muluk con Shahla y Shahnaz. Maysi había dispuesto la mesa siguiendo el orden del Haft-Sin o de las Siete Eses, con vinagre, zumaque, monedas, ajo, samanu de germen de trigo, hierba y el fruto del árbol del paraíso, el olivo ruso. Y alrededor jacintos, manzanas y objetos que empezaban con la letra «s». También había peces de colores, en una pecera gigante. Un espejo, casi tan grande como Aria, presidía la cabecera de la mesa, reflejándolo todo. Era una tradición que formaba parte de la religión zoroastriana, como bien sabía ella. Se lo habían enseñado en el colegio. Aunque ya casi no quedaban zoroastrianos practicantes de verdad.

—¿Por qué motivo seguimos celebrando así el Año Nuevo si ahora ya somos todos musulmanes? —le había preguntado Aria a Maysi mientras ésta cocinaba.

—Porque todo el mundo sigue siendo zoroastriano de puertas adentro. Pero que no se entere el Profeta.

Maysi le guiñó un ojo.

—Hamlet celebra el Año Nuevo y es cristiano —dijo Aria.

—Da igual lo que uno sea.

—¿Los kalimi lo celebrarían?

—Todos. Ellos también tienen su Año Nuevo. Kippur. Kippur creo que lo llaman.

—¿La señora Shirazí y sus hijas también?

Fereshté estaba en el otro extremo de la cocina poniendo unas flores en un jarrón. Al oír el nombre, interrumpió su tarea. Aria intercambió una mirada con ella.

—No vuelvas a hablar de ellas —le dijo Maysi en voz baja.

En la cena, Aria se fijó en que Nasrín y Mammad se acercaban el uno al otro para cuchichear. Nasrín estaba enfadada por algo. Finalmente, se apartó de su marido y se dirigió a Fereshté.

—Oye, no sé si sabes que al parecer una mujer por ley no puede adoptar sin estar casada.

—Es cierto, hermana —intervino Mammad—. ¿Cómo planeas adoptar a la niña si no tienes un marido?

—Queda tiempo aún. No le metan prisa a la mujer —dijo Maysi mientras ponía la comida en la mesa.

—De todos modos, el sah está cambiando todo eso —añadió Muluk—. Con su Revolución Blanca.

—En el colegio estamos aprendiendo sobre eso —explicó Aria—. Sobre la Revolución Blanca.

Recorrió la mesa con la mirada y todos la miraron fijamente.

—Me parece muy bien —dijo Fereshté.

Aria no había terminado aún.

—Pero sobre los judíos y los zoroastrianos no nos han enseñado nada. ¿Alguien sabe algo sobre eso? Porque me han dicho que ustedes son todos zoroastrianos.

Una exhalación habría sonado como un trueno en la sala. Los niños la miraron boquiabiertos. Nasrín y el tío Mammad soltaron los tenedores. Madame Muluk miraba fijamente el plato. El único que seguía comiendo era el tío Ya’far, ajeno por completo a todo.

Fereshté la mandó a la cama sin cenar, y sin las monedas de oro con las que tradicionalmente se obsequiaba en Año Nuevo.

—Tendrías que haberle dado un par de tortas en esa carita sonrosada —dijo Nasrín después de que Aria subiera corriendo a su dormitorio con lágrimas en los ojos—. ¿Quién es zoroastriano aquí, eso quisiera yo saber? Mi marido se llama Muhammad; su hermano, ese de ahí, Ya’far. ¿Quién es el zoroastriano? Puede que las mujeres de la familia llevéis esos ridículos nombres farsi, pero ¿zoroastriano quién?

—Nasrín, no digas tonterías. Tú también tienes un nombre farsi —dijo Mammad.

—Qué va a ser farsi. No tiene nada de farsi —replicó Nasrín—. Vosotros dos, tapaos los oídos —les ordenó a los niños, pero Hoseín y Hasán se burlaron de su madre—. Mañana a primera hora nos vamos a la mezquita. Quite eso, quite eso de ahí, muchacha. Llévese esas tonterías de la mesa —dijo mirando a Maysi y señalando hacia el Haft-Sin.

Maysi hizo un gesto de exasperación y se fue a la cocina.

—Cuando la cabeza no rula, qué se puede esperar... —dijo entre dientes.

—No consentiré que la niña esa se quede con esta casa —afirmó Nasrín y miró a Mammad—. Hágaselo usted saber a su hermana, marido mío. Acudiremos a los abogados. De hecho, ya hemos acudido. Mis hijos heredarán esta casa caiga quien caiga.

Aquella noche Fereshté tuvo dos pesadillas. En la primera, un hombre con una chistera, un bastón y unas patas de cabra en lugar de piernas entraba en su habitación andando de espaldas. Miraba por encima del hombro y sonreía. Pero su sonrisa enseguida se transformaba en carcajada. Un segundo después, lo tenía subido al colchón, a los pies de su cama. Y otro segundo después inclinaba la cara sobre ella y Fereshté levantaba la mirada y él le decía: «Me comeré los ojos de todos tus hijos.»

Fereshté intentaba gritar, pero no podía. El hombre-cabra saltaba al alféizar de la ventana y se lanzaba al vacío. Ella se levantaba para ver dónde había caído y de pronto hacía aparición por detrás y volvía a desaparecer otra vez. De nuevo en la cama, Fereshté miraba hacia el espejo que estaba al otro lado de la habitación y veía la imagen reflejada del hombre-cabra, mirándola.

En el segundo sueño, iba caminando por un sendero en un fresco día otoñal, vestida con un salto de cama. Las hojas, verdes y amarillas, revoloteaban a su alrededor agitadas por el viento. El camino estaba flanqueado por dos interminables hileras de moreras. Fereshté oteaba el horizonte hasta donde le alcanzaba la vista y, al fondo de la hilera, divisaba a Aria, que iba andando hacia ella con semblante risueño. Llevaba algo en los brazos, un bulto. Al acercarse, Fereshté se daba cuenta de que el bulto era un bebé. Cuando llegaba a la altura de Aria, la niña se lo tendía diciéndole: «Es suyo. Es su hijo, Alí. ¿Se acuerda de él?»

Un dolor atroz le oprimía el pecho. Fereshté tomaba a su hijo en brazos y era el mismo que en su recuerdo, con su carita redonda y llena de vida. De pronto esa misma cara empezaba a ponerse negra como el carbón. Sucedía todo tan rápido que a Fereshté le empezaba a quemar la mano y en un acto reflejo soltaba el bulto. El bebé caía al suelo y ardía en llamas. Fereshté miraba a Aria implorando ayuda, pero la pequeña, transformada a su vez en carbón, se incendiaba.

«Te lo advertí», decía una voz detrás de ella.

Fereshté se volvía: era Mahmud. Pero distinto que cuando se había marchado de casa. En el sueño era el muchacho que ella recordaba de su juventud, el que montaba en bicicleta, el que sudaba a chorros, el que sonreía al verla.

«Te dije que sucedería esto», insistía Mahmud.

Fereshté hacía ademán de acercarse a él, pero Mahmud retrocedía. Al bajar la vista, se fijaba en las piernas del joven: eran patas de cabra. Mahmud soltaba una risotada y luego se daba la vuelta y se alejaba al trote hasta perderse de vista.

Aquella misma noche, mientras Fereshté estaba teniendo esas pesadillas, Aria se escapó por la ventana de su dormitorio, saltó la planta que la separaba del suelo y se encaminó hacia la calle Sah Reza. Allí tomó el autobús hacia el sur que la llevara lo más lejos posible, se apeó, atravesó el bazar y, cuando ya no pudo continuar a pie, cogió otros dos autobuses. Finalmente, llegó a la casa de los Shirazí. Allí, esperó ante el portón verde a que saliera el sol.

Cuando apuntó el día y hubo suficiente claridad, cruzó el portón metálico tranquilamente. Intentó espiar por el cristal roto de la ventana que estaba al lado de la puerta, pero una vez más, el tablón de madera se lo impidió. Rodeó el edificio y se encontró ante un pequeño cobertizo con el tejado de hojalata. La puerta del cobertizo estaba abierta, y mientras iba hacia ella vio salir una rata corriendo. Levantó el brazo: con la punta de los dedos alcanzaba el tejado del cobertizo. Se encaramó a él y, desde allí, saltó a una cornisa sobre la que se abría otra ventana con el cristal roto. Era la del dormitorio de las niñas. Espió en su interior y vio a la pequeña Gohar, dormida bajo una fina manta. Aria forzó un poco la ventana y enseguida consiguió que saltara el cierre. Abrió la ventana muy despacio. Gohar murmuró algo en sueños, pero no se despertó.

En el suelo había colchones y sábanas desperdigados. Aria caminó sobre ellos con los zapatos llenos de barro, diciéndose que antes de que ella los pisara ya estaban sucios. Oyó a la familia en la planta de abajo. Se acercó sigilosamente al borde de la escalera e intentó atisbar en la habitación principal. Sólo alcanzaba a ver una esquina. Parecía que estaban desayunando, acurrucados bajo una manta. Podía distinguir la espalda de la señora Shirazí y el codo de una de las niñas. A continuación bajó varios peldaños, pero uno de ellos crujió bajo su peso y se quedó muy quieta esperando. Las voces proseguían. Puso el pie en el siguiente peldaño con mucho cuidado. En la esquina, al lado de la puerta, a unos pasos de donde la familia estaba comiendo, distinguió el Haft-Sin. No le faltaba un detalle: las hierbas aromáticas correspondientes, las plantas e incluso las monedas de oro. Se preguntó cómo se las habrían ingeniado los Shirazí para conseguir oro. Hasta habían dispuesto los consabidos peces de colores. Aria contó siete... demasiados. Tenía que haber un pez por cada miembro de la familia, según le había dicho Maysi. Pero allí había siete, uno de más. Siguió bajando, ya estaba casi en el arranque de la escalera. Dado que era una escalera de caracol, no podían verla, aunque tampoco ella podía ver ya a los Shirazí. Estaban comiendo en silencio. Se acercó con mucho sigilo al Haft-Sin, metió un dedo en la pecera y trazó una espiral en su centro. Los peces se dispersaron.

«Qué asco de vida tenéis», les dijo en un susurro. Atrapó un pez en el cuenco de la mano, pero el pez aleteaba desesperado. Luego examinó el resto de la mesa, sosegada por el aroma de los jacintos. Agarró el cuenco que contenía las monedas de oro y cayó en la cuenta de su error: eran simples riales que habían pintado de amarillo. Olfateó la cabeza de ajo y apartó la cara. Había olvidado lo hambrienta que estaba.

—¡¿Qué haces ahí?! —exclamó una voz airada.

Se volvió en redondo. Era Farangiz.

—¡Tenemos a una ladrona en casa! —dijo a voces, para que los demás se enteraran.

Finalmente, tras insultarla y acribillarla a preguntas que ella no supo responder, le ofrecieron algo de desayunar.

—No, gracias. Estoy llena. —Se palmeó la tripa, pero al rato, sentada ante el despliegue de viandas, cambió de opinión—: ¿Puedo coger un trozo de pan?

Ruhangiz le ofreció un trozo.

—Sólo quería veros. Hacía tiempo que no venía por aquí —les dijo alegremente.

Lanzó una ojeada hacia las manos de la señora Shirazí. La piel estaba rosa y arrugada, pero la marca de la quemadura seguía allí. El vientre también le había crecido. Aria sabía lo que eso quería decir e imaginó a la minúscula criatura flotando en su interior.

—¿Cómo has entrado? —preguntó el señor Shirazí con expresión divertida, dando un sorbito de té—. Hay que reconocer que no te faltan agallas, ¿eh?

Se había metido un terrón de azúcar en la boca para endulzar el té, por lo que su voz sonaba más profunda de lo que era en realidad. A Aria le dio un poco de miedo.

—Por la ventana. He saltado por encima de Gohar.

Al oír mencionar a la más pequeña de sus hijas, la señora Shirazí bajó la mirada. Su marido se revolvió inquieto.

—Está un poco resfriada, pero nada más —dijo—. Pronto se pondrá bien.

—¿Va a bajar a desayunar? —preguntó ella y devolvió el pedazo de pan a la mesa.

—Anda, cómetelo, hija —dijo el señor Shirazí—. Gohar está desganada. A lo mejor baja a cenar.

Lentamente, Aria volvió a llevarse el pedazo de pan a los labios y dio un bocado. Al tragar le dolió, pero no en la garganta. Era un dolor difuso en lo más hondo del pecho que luego se desplazó a lo más hondo del estómago, aunque ella sabía muy bien que aquel mendrugo de pan no había llegado tan lejos.

—Lo siento —dijo cuando hubo dado buena cuenta de él.

La señora Shirazí apartó la mirada.

—Uno no se disculpa por comer —contestó el señor Shirazí.

—No. Lo decía por... Siento que...

—Estás en tu casa —dijo—. Uno no se disculpa por entrar por la fuerza en su propia casa.

Aria se ruborizó. El señor Shirazí miró fijamente a su mujer y luego a Farangiz. La señora Shirazí apartó la vista de nuevo y se tapó la cara con el velo.

—Y tampoco se aleja tanto tiempo de su casa —concluyó el señor Shirazí.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Ruhangiz.

—Nos odia —dijo Farangiz, esperando que ella lo corroborara.

—¿Sois pobres porque sois judíos? —les soltó a bocajarro, y lamentó sus palabras nada más pronunciarlas.

La señora Shirazí se levantó y subió al piso de arriba sin decir una palabra. Sus dos hijas la siguieron con la mirada.

—Eres el mismísimo demonio —dijo Farangiz y corrió tras su madre.

—¿Por eso somos pobres? —Ruhangiz miraba a su padre.

El señor Shirazí dio otro sorbo del té y dejó que se mezclara con los restos del azucarillo que retenía en la boca. Movió la cabeza de un lado a otro pausadamente y luego contestó.

—Dudo que eso tenga mucho que ver —dijo y acarició el pelo de su hija.

—Mana me dijo que no pensaba dejar que se le muriera otro hijo. Y me ordenó que no volviera por aquí nunca más —dijo Aria mirando al padre y después a la hija.

—Si a alguien se le va a morir un hijo es a nosotros —replicó el señor Shirazí.

Habló con voz apesadumbrada y triste y la mirada se le fue por un instante hacia las escaleras, pero enseguida volvió a centrarla en Aria.

—¿Su hija está enferma porque son pobres o porque son judíos? Maysi dice que son almas perdidas.

Antes de que el señor Shirazí pudiera responder, su mujer regresó, sola. Farangiz se había quedado en el dormitorio con su hermana pequeña.

La señora Shirazí fue lentamente hacia la cocina. En la encimera había un plato con queso feta, que partió en pedazos. Luego cortó unas rodajas de pepino en un cuenco y esparció unas nueces por encima. Puso un trozo de pan junto al feta y dejó el plato y el cuenco en la mesa.

—Come —le dijo.

Rodeó la mesa y se sentó delante de Aria.

—Come —repitió con dureza.

Aria no se movió.

—Tengo que dar clase a las niñas —dijo—. Hace un mes que no vengo.

—Come antes, hija —dijo el señor Shirazí.

Pero ella se volvió hacia Ruhangiz.

—Te enseñaré a escribir todas las palabras del Haft-Sin que empiezan con «s» —le dijo.