22

Al cabo de unos años, Hamlet volvía a casa después de clase cargado con los libros de Mitra y por el camino recordó aquel día en el parque Imperial cuando habían intentado secuestrarlo. Rió al rememorarlo, pero desde entonces se había acostumbrado a mirar constantemente a un lado y a otro y también atrás por si alguien lo seguía.

Ese día, sin embargo, iba cargado con los libros de texto obligatorios en segundo de secundaria. Pesaban más que los del año anterior y pensó que ése era el precio a pagar por tener quince años, que además era la edad legal para poder conducir en su país, aunque ni él ni Mitra tenían todavía el carnet.

—¿Has vuelto a la cárcel para ver a tu padre? —le preguntó a Mitra, que al verlo tan cargado le cogió un par de libros.

Hamlet, aliviado, le dio las gracias.

—Salió la semana pasada —dijo Mitra.

—¿Por qué no me lo habías dicho?

—Porque tampoco es para tirar cohetes. Total, dentro de seis meses volverán a encarcelarlo, como siempre —repuso Mitra, pero se le quebró la voz y parecía a punto de llorar.

—Claro que es para tirar cohetes. A lo mejor esta vez es la definitiva.

—No conoces a mi padre. Él no se calla como el tuyo.

—No creo que mi padre tenga razones para decir nada.

—Claro. A los Agassian la vida les sonríe. Los brillantes no son como el petróleo. A nadie le interesan.

—A la gente lista, sí.

Hamlet sonrió y Mitra le endilgó los libros de nuevo.

—¿Te acompaña a casa tu sirviente, Ratoncita? —les dijo Aria andando por detrás de ellos.

Mitra se volvió. Aria era la única persona que seguía utilizando ese apodo. Mitra sabía que lo hacía para defenderla de las otras niñas, que la llamaban Rata. Las ratoncitas eran más monas, decía siempre Aria cuando Mitra protestaba. Y Mitra había terminado acostumbrándose.

—Pues ahora que lo dices, sí —contestó Mitra mirando a Hamlet.

—Callaos de una vez las dos —protestó él.

—¿Me llevas los míos entonces?

Aria lanzó el único libro que llevaba hacia la pila que Hamlet tenía en los brazos. Cuando éste fue a cogerlo, se le cayeron los demás. Las dos se echaron a reír.

—Ayudemos a este pobre chico, Ratoncita.

Aria se agachó para recoger los libros del suelo y Mitra la imitó a regañadientes.

—Ahora tengo las manos sucias —se quejó Mitra.

—No tanto como la mente —replicó Aria.

—Eres una asquerosa. Hamlet, esta niña es una asquerosa —dijo Mitra.

—Oye, si pensáis venir a mi casa hoy, no podéis hablar así —advirtió él.

—¿Ah, pero ella también viene? —preguntó Mitra.

Hamlet se encogió de hombros.

—Me ha invitado —dijo Aria con sonrisa ufana.

Mitra volvió a soltarle los libros a Hamlet.

—Vaya, gracias por avisar.

Se alejó de él apretando el paso y Hamlet corrió para alcanzarla. Aria iba detrás. Le divertía que Hamlet hiciera rabiar a Mitra. Le recordaba a cuando ella y Kamran se tiraban los trastos a la cabeza. Había muchas cosas de Hamlet que le recordaban a Kamran, aunque no se parecían en nada; ni siquiera compartían la misma religión. Kamran era menudo y frágil, y su tez oscura tenía un tinte aceitunado. Hamlet era más bien rubio y llevaba el pelo liso, con un corte impecable. Además caminaba de otro modo, con pasos más saltarines. Kamran pisaba con tanta fuerza que a veces Aria tenía la impresión de que iba a partir la acera. Pero se daban un aire los dos. Aria se rió al ver a Hamlet dando vueltas alrededor de Mitra, que siempre estaba nerviosa o disgustada con alguien o algo. Incluso en ese momento parecía ofendida. Aria observó que estaba moviendo los labios y se acercó con mucho sigilo para descifrar sus cuchicheos.

—No me puedo creer que la dejes entrar en tu casa —le estaba diciendo a Hamlet en voz baja—. Vamos a pasar vergüenza ajena.

—Que no, mujer. De todos modos, mis padres están en París. En casa sólo estarán Kokab y el jardinero. Pero, oye, lo tuyo con la vergüenza es obsesivo. La vergüenza te avergüenza. ¿Aria no era tu amiga?

—Sí, pero... —Mitra apretó el paso—. Es que a veces dice unas cosas... unas barbaridades...

—Y a ti qué más te da. Oye, para ser hija de un comunista no haces mucho honor al legado familiar.

—Chist, calla. —Mitra miró alrededor—. Que te van a oír.

Mitra vio de reojo que Aria los estaba mirando. Ella le hizo un guiño y Mitra se volvió de nuevo hacia Hamlet.

—Está bien, invítala. Pero hace años que intentamos enseñarle modales y no ha aprendido ni a saludar como es debido.

—¡Eh! ¿Qué es eso? —exclamó Aria de pronto.

Mitra se volvió en redondo.

—¿Qué es qué?

—Eso —señaló Aria.

Los tres miraron al otro lado de la calle, allí donde la plaza Ferdowsi convergía en la calle Sah Reza. Era un cruce muy transitado, con vehículos que circulaban en direcciones opuestas y que, en ausencia de normas claras, siempre parecía que iban a chocar entre ellos. Ese día, una figura solitaria vestida de rojo de la cabeza a los pies intentaba abrirse paso entre el tráfico. Incluso el bolso y los zapatos eran de color rojo, y llevaba la melena castaña suelta, ondeando al viento. Los coches, que en un principio no parecían tener intención de detenerse, al final se vieron obligados a frenar bruscamente ante aquella mujer con la mano en alto.

—Está loca —dijo Aria—. La van a matar.

—Qué va —dijo Mitra—. Vamos.

Aria la agarró del brazo.

—¿Cómo que qué va? ¡Pero tú la has visto!

—Lleva años haciendo eso. Vive en esa plaza. Si no se ha muerto ya, no se va a morir ahora.

—¿Tú la habías visto antes? —preguntó Aria volviéndose hacia Hamlet, que asintió con la cabeza.

—Unas cuantas veces, yendo con Kokab. Te la mencioné una vez. Pero siempre que la hemos visto íbamos en coche.

Aria se quedó mirando a aquella mujer.

—Está loca de atar. ¿Por qué hace eso?

Mitra se zafó bruscamente de la mano de su amiga.

—Venga. Vamos a llegar tarde. No se puede llegar tarde a casa de Hamlet. ¿No te lo ha dicho?

—Quiero hablar con ella.

—¡No! —exclamó Mitra—. Está loca. ¿Es que no lo ves? Te va a hacer daño.

Los vehículos pitaron al unísono y se oyeron frenazos. La mujer de rojo había decidido plantarse en medio de la calle.

—Está buscando algo —dijo Aria.

—Es lo que suele hacer. Ya te lo hemos dicho.

Hamlet apartó a Aria de allí a la fuerza. Al final, paró un taxi y los tres hicieron el trayecto en silencio.

En casa de Hamlet, Aria apenas abrió la boca y se negó a cenar.

—¿Se puede saber qué te pasa? —le preguntó Mitra—. Aquí no puedes comportarte así. Si quieres estar de morros en tu casa, allá tú, pero aquí no.

Aria recorrió la habitación con la mirada, buscando algo amable que decir.

—Qué bonitas —dijo, mirando las columnas de mármol—. Y eso también.

Señaló un relieve de flores doradas talladas y grabadas en las paredes que discurría por los pasillos y entraba sinuosamente en las habitaciones. Lanzó una rápida ojeada a la piscina exterior, cuya agua empezaba a adquirir una tonalidad azul oscuro con la caída del atardecer. Pero ni el azul del agua, el dorado de las paredes o el blanco perlado del mármol consiguieron hacerle olvidar a la mujer de la plaza.

—Quiero saber qué hacía allí —le dijo a Mitra después de cenar, cuando Hamlet salió a buscar algo a su habitación.

—Qué más te da —replicó Mitra—. Te obsesionas con unas tonterías increíbles, pero te da igual portarte como una maleducada en clase o en sitios como éste. No hay quién te entienda, Aria Bakhtiar.

—Al menos yo no parezco un ratoncillo asustado —repuso Aria.

Mitra se lo tomó a risa.

—También a mí me intriga a veces esa mujer —observó—. Pero está loca, loca de atar. Es inútil hablar con ella. Por lo visto no dice más que disparates.

Cuando Hamlet entró en la habitación, se las encontró a las dos riendo otra vez.

—Toma —dijo tendiéndole una libreta a Mitra—. Te lo he terminado.

—¿Ahora resulta que le haces los deberes? —le preguntó Aria—. Lo de ser su sirviente era broma, ¿eh?

—No, sólo me ha hecho los de gramática. Una pérdida de tiempo —dijo Mitra—. Además, se ha ofrecido Hamlet.

—Nunca viene a clase los jueves, que es cuando toca esa asignatura —explicó Hamlet—. Se ha perdido todas las clases.

El argumento no pareció convencer a Aria.

—Sí, ya sé que va a ver a su padre a la cárcel. A lo mejor, si me metieran en la cárcel, me los harías a mí también.

—No tiene gracia —replicó Hamlet—. Si tus padres estuvieran en prisión no harías esas bromitas.

Aria agarró un libro de la pila que estaba sobre la mesa.

—Perdón —se disculpó.

Pero Mitra estaba abstraída escribiendo algo y no le dio mayor importancia. Un rato después, cuando Mitra salió un momento de la habitación, Aria se acercó a husmear en sus papeles. Y lo que vio en tinta de color rojo brillante no fue un escrito, ni mucho menos, sino un retrato de la mujer que habían visto en la plaza, con la melena castaña al viento y los coches embistiéndola como toros ante el capote de un torero.

Al día siguiente, bajo una lluvia torrencial, cuatro hombres se presentaron en casa de Mitra. Al mirar por la ventana de su dormitorio, los vio esperando abajo, en las escaleras de la entrada. Avisó a voces a Maziar; su hermano corrió hacia la ventana que daba a la calle.

—¡Los veo desde aquí! —exclamó desde la planta baja.

Mitra bajó corriendo.

—¿Dónde está babá?

—En la cocina —respondió Maziar.

—Esta vez pinta mal. Han venido cuatro.

Mitra espió a través de la cortina. Los cuatro agentes secretos llevaban traje. Mitra corrió hacia su padre.

—Es la SAVAK. Están ahí fuera. ¿Qué has hecho esta vez?

—No te preocupes, cielo. —Su padre se secó las manos en un trapo. Se ajustó el cuello de la camisa mirando su reflejo en la ventana de la cocina—. Todavía no me he afeitado —dijo con pesadumbre—. Trae a tu hermano a la cocina y no os mováis de aquí.

Abrió un cajón, sacó una caja de dulces y alzó la tapa. Hurgó por debajo de la capa de galletas y extrajo una bolsa de plástico.

—Todo el dinero está aquí —dijo entregándole la bolsa a Mitra—. Vuestra madre aún tardará en volver. Por suerte. Es posible que no podáis verme en algún tiempo.

A continuación besó a Mitra en la frente y estrechó con fuerza a Maziar, que había corrido hacia él para despedirse.

Los agentes aporrearon la puerta.

—Ojo con el dinero —dijo el padre de Mitra y abrió pausadamente la puerta de la calle.

En cuestión de segundos, los agentes lo tenían inmovilizado en el suelo. Después se lo llevaron en una furgoneta.

Mitra salió corriendo a la calle en dirección norte, hacia casa de Hamlet. Sólo él podría consolarla. De pequeños, cuando ella lloraba, Hamlet la estrechaba en sus brazos y la acunaba diciéndole: «Ea, Mitty, ea, Mitty. Venga, Mitty, sonríe.» Mitra intentaba inútilmente sonreír, entonces él le susurraba unas palabras en armenio, la abrazaba y le dejaba sus cuadernos de colorear. Solían pasar horas y horas juntos coloreando aquellos cuadernos. Al cabo de un rato, Mitra lo reprendía por haberse salido del dibujo y Hamlet replicaba: «Es arte moderno. Yo pinto como me da la gana.»

A Mitra le quedaban unos dibujos perfectos, con la combinación justa de colores, mientras que los de él eran excesivos, desbordantes de color. Pero había logrado consolarla, que era lo único importante.

Mitra corrió con todas sus fuerzas bajo la lluvia que le azotaba la cara. Llevaba un calzado completamente inapropiado. En algún punto del trayecto se le cayeron las gafas, aunque no reparó en que apenas veía hasta llegar a casa de Hamlet. La doncella abrió la puerta y Hamlet se asomó por detrás de ella.

—Estás empapada —le dijo.

La hizo pasar y la doncella encendió la chimenea. Hamlet le echó una toalla sobre los hombros a Mitra.

—He perdido las gafas —le dijo mientras en su rostro las gotas de lluvia se mezclaban con las lágrimas.

Hamlet le llevó una taza de té, y Mitra se echó a sus brazos y lloró desconsoladamente.

—Se lo han llevado —dijo por fin—. Y según parece están ejecutando a gente.

—Lo sé —dijo Hamlet.

—¿Cómo que lo sabes? —preguntó Mitra entre lágrimas—. ¿Cómo sabes tú eso, Hamlet Agassian? ¿Cómo es que un niño rico como tú, vecino del sah, a quien su papá le regala esas sortijas que luce en el meñique, sabe si están ejecutando a gente o no?

—Porque odio a mi padre —respondió Hamlet. Le acercó el vasito de té a los labios—. Bébetelo. Lleva nabat. Y en el azúcar hay azafrán. Lo necesitas. —Le limpió las lágrimas de la cara y la abrazó—. Algún día cambiaremos todo esto.