23

De camino a casa de los Shirazí, Aria compró unos panes y varias bolsas de nueces en el bazar. A pesar de las súplicas, advertencias y temores de Mana, seguía visitando a la familia asiduamente.

Hacía tiempo que Fereshté había decidido hacer la vista gorda, pero no por ello dejaba de rogarle a Maysi que rezara para que Aria no fuera al infierno.

Madame, el Profeta se sentó a cenar con los judíos... ¿no ha leído nunca el Corán?

—La que no lo ha leído eres tú, Maysi —replicaba Fereshté, recordándole a su sirvienta que sabía que era analfabeta.

Aquel día, cuando Aria llegó a casa de los Shirazí, fue Ruhi quien salió a abrirle.

—¿Celebramos algo? —preguntó Ruhi.

—No. Tengo hambre —dijo ella al entrar.

La señora Shirazí estaba barriendo el suelo lentamente, como a trompicones, y al final Farangiz le arrebató la escoba y terminó ella misma la tarea. Entretanto, Aria tomó asiento con las más pequeñas en la alfombra del rincón. Se comieron el pan y las nueces, acompañándolos con el agua que Ruhi había calentado en la hervidora.

—¿Lleváis al día los deberes que os puse? —les preguntó Aria, con la boca llena.

Las niñas asintieron con la cabeza.

—Yo hasta he hecho de más —respondió Gohar, que había levantado la mano como si respondiera a una pregunta de la maestra.

—Pues ve a por ellos y me los enseñas —dijo Aria.

Era consciente de que la señora Shirazí y Farangiz la observaban a distancia. Farangiz tenía en brazos al bebé, Tuba, apretado contra su pecho.

Aria revisó los deberes de Gohar y después los de Ruhi antes de ponerles más palabras para que las aprendieran y pedirles que escribieran diez frases con cada vocablo nuevo. Como de costumbre, las dejó trabajando espalda contra espalda en el rincón mientras ella ojeaba una revista o hacía sus propios deberes. Le gustaba estar allí. La señora Shirazí nunca la molestaba, aunque a veces le hubiera gustado que lo hiciera. Notaba que la mujer sentía cierta aversión hacia ella, hasta tal vez un poco de asco, como si hubiera algo intrínseco en su presencia que la disgustara.

Cuando llevaban una hora de clase, Gohar hizo una pregunta, y la reacción de la señora Shirazí fue inmediata, volcánica. A Aria le había parecido una pregunta demasiado inocente como para provocar una reacción así, sobre todo viniendo de Gohar, una niña nada mimada.

—¿Podrías darnos la clase en tu casa algún día? —había preguntado Gohar.

Estas palabras habían bastado para que la señora Shirazí le estampara un bofetón y la mandara subir a su cuarto castigada, lo que Gohar hizo entre lágrimas.

A Aria se le aceleró el corazón. La idea no se le había pasado por la cabeza, pero ¿por qué no iban a poder ir a su casa? ¿Había algún motivo para tenerlas allí secuestradas, apartadas del mundo como si estuvieran enfermas? Pero tras meditarlo un poco más detenidamente, decidió que era imposible. Intentó darles una explicación.

—Creo que no os sentiríais cómodas. Mana, mi madre, es muy quisquillosa con la casa. No te deja tocar nada. Ni siquiera a mí.

Farangiz y Ruhi no se lo tragaron. La miraron como un público que ya hubiera visto esa función miles de veces.

—Además mis amigos... —probó Aria de nuevo—. No los conocéis, se llaman Hamlet y Mitra. Son un poco especiales. Muchas veces ni siquiera son simpáticos conmigo.

La señora Shirazí, que hasta el momento no había hecho ningún comentario, intervino.

—Ha estado muy feo invitarse así —indicó titubeante—. Gohar es pequeña todavía. Lo lamenta mucho.

Farangiz rió entre dientes desdeñosamente.

—¿Los difíciles son tus amigos o tú?

—A mí me gusta que vengas tú —intervino Ruhi—. Traes alegría a esta casa.

Aria sonrió agradecida. Se quedó hasta haberles corregido los errores de ortografía y les puso más deberes, pero se marchó sin despedirse de la señora Shirazí. De camino a casa, ya cerca de la plaza Ferdowsi, hizo un alto en casa de Mitra.

—¿Tú crees que soy un demonio? —le preguntó a Mitra cuando ésta le abrió la puerta.

—Bueno, todos podemos serlo —respondió Mitra.

—Voy a entrar y no voy a echar la lagrimita, pero me siento como una mierda y no tengo ganas de hablar —advirtió Aria.

Mitra la detuvo con la mano en alto.

—No puede ser. Tenemos un problema gordo.

—¿Un problema?

—Han llegado unas visitas para hablar con mi padre. Me han dicho que no te deje... bueno, ni a ti ni a nadie, la verdad.

—¿Qué clase de visitas?

—Pues... gente de los suyos.

—¡Rojos! —exclamó Aria.

—Vete, anda —dijo Mitra empujándola suavemente.

—¿En serio? ¿Rojos?

—Son muyahidines. Rojos musulmanes. Se reúnen para leer a Shariati.

—¿Qué? —dijo Aria.

—No sé qué filósofo. Pero es que no me dejan...

—Entonces vente conmigo.

—Ni pensarlo. Tengo que estudiar.

—No, tienes que venir conmigo. Yo te enseñaré lo que es estudiar.

Aria abrió la puerta de un empujón y subió corriendo a la habitación de Mitra antes de que su amiga pudiera detenerla. Agarró un abrigo y los libros de Mitra, corrió otra vez escaleras abajo, tiró a Mitra del brazo y salieron las dos volando por la puerta.

—Aria, he dicho que no... —protestó Mitra.

—Como me digas que no otra vez, te juro que entro ahí y monto un numerito. Y mañana en el colegio le cuento a todo el mundo que tu padre se ha propuesto matar al sah.

Dicho esto, obligó a Mitra a caminar a su vera durante los más de ochocientos metros que las separaban de la casa de los Ferdowsi.

Maysi les dio de cenar y les advirtió que no hicieran ruido.

—Ya estoy harta de tener que cambiarte los pañales —refunfuñó.

—Pero si tú nunca me has cambiado los pañales, Maysi —replicó Aria.

—Tú ya me entiendes.

—¿Dónde está Mana?

—En su mundo, me figuro —dijo Maysi—. ¿Y tú dónde te has metido esta tarde? Quería que me echaras una mano. ¿Otra vez en casa de los Shirazí?

Aria se ruborizó. Miró de refilón a Mitra.

—¿De quién? —dijo, restándole importancia—. En nuestro colegio no hay ningún Shirazí, Maysi. —Aria se levantó de la mesa—. Vamos, Mitty. La aventura nos espera.

Mitra la siguió como una niña confiada.

—Una vez Zahra me dijo que en esta casa hay magia —dijo Aria.

—¿Zahra?

—Mi tía. Tía abuela. Ven. Te voy a enseñar unas habitaciones que nunca has visto.

Cruzaron la sala de estar y enfilaron por un largo pasillo. Al final de éste se encontraba la habitación de servicio más pequeña de la casa. Por una claraboya del techo entraba la luz de la luna.

—¿A que es increíble que los americanos lleguen a pisar la luna? —le dijo Aria, y Mitra también levantó la vista hacia la ventana.

Habían tratado ese tema en el colegio con el resto de la clase y debatido sobre si sería posible o no. El techo era tan bajo que Aria llegaba con la mano a la parte inferior del cristal.

—Creo que se abre —dijo—. ¿Me ayudas?

Mitra se abrazó a las rodillas de su amiga y la levantó. Aria empujó el cristal de la ventana para ver si se abría.

—Está atascada.

Mitra dejó a su amiga en el suelo un momento y luego volvieron a intentarlo. Aria empujó con más fuerza esa vez, pero al ver que la ventana no se abría, le asestó un puñetazo. El cristal se resquebrajó por el borde, y empujando un poco más finalmente se soltó y cayó hacia atrás como la cubierta de un libro. Aria se preguntó si algún día podría invitar a las Shirazí a su casa. ¿Qué pensarían cuando vieran una mansión así?

—A lo mejor me sirves de conejillo de indias —dijo, expresando en parte sus pensamientos.

—¿De qué? —dijo Mitra sin entender.

—De rata de laboratorio. De prueba. ¿Crees que a otros les podría gustar subir aquí?

—¿A Hamlet? —respondió Mitra.

Su amiga dijo que no con un gesto.

—Hamlet no sabe apreciar la belleza.

Y, ciertamente, había belleza en el lugar. Aria trepó por la ventana y, una vez al otro lado, se alejó con prudencia del lucernario y recorrió el amplio tejado. Desde allí, pese a la oscuridad, pudieron apreciar la extensión de la finca. Bajo sus pies había al menos treinta habitaciones, distribuidas en dos edificios paralelos conectados por un único y largo balcón que parecía hacer las veces de puente. La luna llena resplandecía como una manzana iluminada. Aria se encaramó a otro tejadillo más pequeño y luego tiró de Mitra para que subiera con ella. Desde allí pudieron divisar el perfil de la urbe y del majestuoso monte Damavand, alzándose sobre Teherán como una atalaya.

—Desde aquí se ve toda la cordillera de Elburz —dijo Aria, señalando hacia las montañas cuyas sombras se cernían en la noche.

Se sentaron en el tejado en silencio, sin admitir que hacía frío para no estropear el disfrute de la espléndida vista que tenían ante sí.

—Me pregunto si los dioses de la antigüedad veían todo esto —dijo Mitra—. Mitras, Raman y Faravahar.

—¿Y tú cómo conoces a esos dioses?

—Son de los tiempos de Zoroastro, o de antes incluso. Mi padre me ha contado sus leyendas.

—Rostam seguro que lo vio porque era del monte de Damavand —dijo Aria.

—Rostam no era un dios. Bueno, quizá un semidiós —se corrigió Mitra.

Aria había estado leyendo sobre Rostam en clase, en El libro de los reyes, y le repitió como un papagayo lo que había aprendido. Era un guerrero, mitad hombre, mitad dios, que había llevado la paz a los iraníes después de millones de años de guerra. Su linaje se remontaba al principio de los tiempos. Sus antepasados habían sido los grandes dyinns que regían el universo y el cielo durante la formación del cosmos. Rostam había reunido y unificado a los iraníes: persas, kurdos, azeríes, quizá incluso judíos, pensó, si es que había judíos entonces. Algunos decían que lo había traído a la tierra el ave fénix, el Simurg, que vivía en el monte Damavand y cuyas alas se extendían de un lado al otro del universo. Su envergadura era tal que todos los iraníes —los arios, los llamaban— podrían haberse congregado bajo ellas para que las acunara el universo mismo.

—Habría espacio para todos —repitió Aria como un papagayo imaginando aquellas alas.

—¿Se puede saber de qué hablas? —preguntó Mitra.

—Del Simurg, el ave fénix.

Las cigarras chirriaban en el jardín y bajo los farolillos que iluminaban la fuente cientos de peces destellaban en el agua, que con sus reflejos se veía dorada. Aria inhaló hondo. Se respiraba un aire limpio, y revoloteaban las palomas.

—¿Has visto a Hamlet últimamente? —le preguntó Mitra al rato.

—En el colegio, como siempre —respondió Aria—. ¿Tú lo has visto?

—Alguna vez después de clase. —Mitra hizo una pausa antes de añadir—: Me habla de ti.

—¿Ah sí?

—Sí. Dice que si tu gente es tal y cual.

—¿Qué gente?

—La del sur de Teherán.

Aria apartó la mirada.

—¿Y qué dice de ellos?

—Dice: «Son duros, como Aria, y listos, como Aria, y dan miedo, como Aria.»

Las dos rieron y de pronto se quedaron calladas. Aria rompió el silencio.

—Todo el mundo dice que la gente del sur de Teherán tiene pocas luces. No caen bien en general.

—Pues para Hamlet sois todos unos genios.

Rieron de nuevo las dos.

—Oye, ¿quién es Mana? —se atrevió a preguntar por fin Mitra—. ¿Una tía rica o algo así?

—Sí, algo así. Mana es mi tía rica. Y Zahra mi tía pobre. O a lo mejor las dos son mis madres, y no mis tías. Yo qué sé.

—Perdona por ser cotilla. Siempre me ha dado vergüenza preguntártelo.

Mitra no sabía cómo continuar la conversación, pero Aria cambió de tema bruscamente.

—¿Y tu padre por qué trata con mulás musulmanes comunistas?

—No lo sé —dijo Mitra—. Según él, los mulás son peores que el demonio al que temen, y según mi madre son ángeles.

—¿Y tú?

—¿Yo qué?

—¿Crees que los mulás son ángeles o demonios?

—No sé qué pensar —respondió Mitra.

—Eso es porque haces que los demás piensen por ti —dijo Aria—. No quieres ni que te oigan los pensamientos.

—Eso no es verdad —replicó Mitra.

Aria prosiguió.

—Yo, en cambio, sí pienso. Y lo que pienso es que en esta casa han sucedido cosas raras. —Observó el tejado y se asomó otra vez a la pequeña habitación por la que habían trepado. Puso voz grave y añadió—: Cosas de fantasmas, de dyinns y espíritus, y sombras oscuras invisibles para los seres humanos.

—Cállate —dijo Mitra.

—Yo lo noto. ¿Tú no? De hecho, justo detrás de ti ahora mismo veo algo que se mueve entre los árboles. —Señaló a espaldas de Mitra, que se resistía a volver la vista hacia allí—. Maysi me ha contado historias de muertos que se aparecen en esas habitaciones por las que acabamos de pasar. Dice que también suben a este tejado. Avanzan hasta la última habitación por el pasillo de abajo y suben por esta ventana porque adoran a la luna, y la luna resucita a los muertos.

—Cállate —repitió Mitra, que cerró los ojos y se tapó los oídos.

—Hay muertos que se convierten en ángeles y otros en demonios, tanto si han sido mulás como mujeres, niños o incluso perros. Nunca sabes en qué se van a convertir.

Mitra retrocedió hacia la parte más elevada del tejado.

—¿Por qué estás haciendo esto?

—Porque tienes que escoger. —Entonces puso voz grave y dramática—: Debes escoger, Mitra Ahari: ¿Qué crees que está mal y qué crees que está bien? ¡Escoge, escoge!

Su amiga avanzó hacia ella y Mitra siguió retrocediendo hasta que no pudo continuar. Aria se echó a reír. Su voz volvía a ser normal.

—Qué tonta eres.

Mitra abrió los ojos, enfadada en un primer momento, pero enseguida se echó a reír también, un tanto avergonzada.

—No vuelvas a hacer eso.

—Tienes demasiada imaginación —repuso Aria—. Mis fantasías nunca funcionarían con los demás. Sólo ves cosas malas, pero el mundo no se va a llenar de monstruos.

Las dos rieron de nuevo y Aria dio un paso hacia Mitra y le tendió la mano.

—Venga, iremos a ver el monte Damavand.

—Ya lo estoy viendo. Está justo detrás de ti. Y el ave fénix de Rostam se eleva ahora mismo sobre él —dijo Mitra.

Aria se volvió para mirar, y por un instante fugaz creyó en la magia. Se acordó entonces de cuando, tiempo atrás, Zahra le daba voces, y de la señora Shirazí gritándole a su hija esa misma tarde. Eran como los personajes de las leyendas, que luchaban contra sus perseguidores y contra sus propios hijos. Aria sintió que el peso del mito acudía a posarse sobre ella desde las alturas, y tembló de emoción al pensar que aquellos seres imaginarios que habían pasado a la posteridad gracias a la pluma de los grandes poetas pudieran ser reales y por tanto tangibles, y que su belleza ungiera el mundo con su bondad, con su verdad. Y al volverse, dio un traspié. El tobillo, que nunca le había fallado, se le torció y Aria se tambaleó, tropezó, resbaló por las tejas de barro cocido del tejado, y tras oír el crujido de su cuerpo al chocar contra las losas del jardín de abajo, se hizo el vacío.