24

Cuando Aria levantó la cabeza, su mundo se volvió rojo como en el día de la Ashura, cuando la sangre corre a raudales por las calles, cuando todo muere y al día siguiente resucita con la calma silenciosa del nuevo día.

Despertó en el hospital. Mana estaba allí, en un rincón. En el otro, Bobó, sentado en una silla con un ramito de azucenas en las manos.

Maysi también estaba.

—Llevas aquí desde el alba —le dijo a Aria.

Maysi había llegado al hospital cargada con comida después de que se emitieran los diagnósticos y los médicos se marcharan.

La luna apareció sobre las montañas de nuevo, y Mitra se presentó con su madre y con su hermano, deshaciéndose en disculpas. Hamlet, que había llegado solo, estaba de pie en un rincón. Había comprado unas flores en la tienda del hospital, que ahora lucían dentro de un jarrón en la mesilla de noche. Hamlet miraba de reojo al padre de Aria, que estaba sentado en el rincón opuesto y tenía el aspecto inconfundible de la gente humilde, como la que trabajaba para su padre en la construcción.

Los siete visitantes rodeaban a Aria. Parecían discípulos ante su profeta, pensó Aria y deseó poder excomulgarlos.

—No tenéis por qué estar aquí. Ni que me hubiera muerto o algo por el estilo —balbuceó, y se llevó la sábana a la barbilla.

—Bueno, pues si no me quieren, me voy a preparar la cena por si deciden volver a casa a zampársela —dijo Maysi, pero no se movió.

Aria se volvió hacia Behruz. Su padre se levantó de la silla, fue renqueando hasta la cama y dejó las flores que le había llevado sobre la colcha.

—Cojeas —le dijo ella.

No era la primera vez que veía a su padre andar así, pero esta vez se fijó en que respiraba con dificultad y se movía más lentamente que de costumbre.

—¿Cómo has podido caerte, hija mía?

La besó en la frente y, al toser, se apoyó en la cama de la niña para no perder el equilibrio. En la mano que estaba más cerca de Aria llevaba un libro.

—¿Qué libro es ése? —le preguntó Aria, que consiguió abrir la cubierta y leer una palabra escrita: «Ramin.» Recordó, vagamente, que había conocido a alguien con ese nombre. ¿No se llamaba así aquel soldado que una vez la había acompañado a casa cuando era niña?

—No te preocupes —se apresuró a decir su padre—. Puedo llevarlo.

—¿Le pasa algo en la pierna, señor Bakhtiar? —preguntó Fereshté.

—He resbalado viniendo hacia aquí, señora, cuando me he enterado de lo ocurrido.

Behruz se metió el libro en el bolsillo de la pelliza.

—Sí, cuando se lo he contado me ha colgado el teléfono de golpe —intervino Maysi y se volvió hacia él—: Ya le he dicho que la niña estaba bien. Que había sido sólo un golpe en la cabeza.

—Algo más que un golpe, yo diría —repuso Fereshté—. Lamento haberlo preocupado, señor Bakhtiar.

—Y usted que pensaba que dejándola en nuestras manos todos los problemas de la niña se resolverían, ¿eh? —dijo Maysi y se echó a reír. Al ver que nadie más se reía, torció el gesto—. Lo decía por animar un poco el ambiente —aclaró mirando fijamente a Fereshté.

Behruz tosió de nuevo.

—Pero siéntese, señor Bakhtiar, siéntese —le dijo Fereshté.

—Algún día tú y yo deberíamos subir otra vez a esas montañas, como en los viejos tiempos —propuso Behruz tocando un instante la pierna de Aria.

—Usted no debería subir a ningún sitio —repuso Maysi, ayudándolo a volver a la silla.

—Me prometiste que iríamos al Caspio —dijo Aria y cerró los ojos de nuevo, vencida por el sueño.

Estaba quedándose traspuesta cuando una enfermera entró a toda prisa en la habitación y sacudió la cama.

—¡Despierta! Ya has dormido bastante. —Abrió los ojos en el momento en que la enfermera se volvía hacia Fereshté y le decía en voz baja—: Procuren que no se duerma.

Hamlet oyó a la enfermera y entró en acción de inmediato. Arrancó un pétalo de uno de los ramos de flores, lo enrolló y se lo arrojó a Aria en la cara.

—Eh, Mitty, ¿jugamos a ver quién le da más fuerte?

Mitra miró para otra parte, avergonzada, pero su hermano se echó a reír.

—Me apunto —dijo Maztiar.

—No, ni se te ocurra —replicó Mitra.

Hamlet le lanzó otro pétalo, y Aria apenas tuvo fuerzas para cogerlo.

—Estás loco —le dijo.

—Puede. Pero yo no habría dejado que te cayeras del tejado.

—¡Yo no la he dejado caerse! —saltó Mitra.

—No la has ayudado porque tenías miedo. Para variar —replicó Hamlet.

Entonces Behruz se levantó, apoyándose en la silla.

—El Caspio... Te llevaré, te lo prometo. —Tosió—. Y vosotros también podéis venir —dijo, mirando a Mitra y Hamlet.

—Señor Bakhtiar, debería verlo un médico —aconsejó Fereshté.

—Tengo que irme, de verdad —dijo Behruz, moviendo la cabeza al tiempo que reprimía otro acceso de tos—. Zahra me está esperando.

—¿Sabe que estoy aquí? —preguntó Aria.

Su padre se puso el sombrero y le dio un beso en la mejilla.

—Preguntará por ti seguro, hija.

—Y entonces vendrá a verme, ¿no?

Behruz carraspeó.

—La llamaré por teléfono por la mañana —le dijo a Fereshté, y luego se volvió hacia Aria—: Que sea la última vez que te subes a un tejado, hija.

Aria asintió con la cabeza y Maysi salió a acompañar a Behruz. Los demás no tardaron en irse también. Hamlet se detuvo en el umbral al despedirse.

—Si yo hubiera estado allí, te habría agarrado —insistió.

—Seguro que sí.

Por imposible que pareciera, Aria estaba convencida de ello. Tal vez Hamlet fuera la reencarnación de Rostam.

Al final sólo quedó Fereshté en la habitación, pero estaba tan callada que su silencio no tardó en adormecer a Aria, pese a que intentó con todas sus fuerzas mantenerse despierta.

Por la mañana, Mitra regresó con Hamlet cuando Aria todavía dormía y Fereshté velaba su sueño. Hamlet, que seguía alterado por lo ocurrido, se acercó a Aria.

—Tonta —le susurró al oído.

—¿Qué hacíais las dos en el tejado? —le preguntó Fereshté en voz baja a Mitra. Había necesitado un día y una noche enteros para formular esa pregunta.

—Queríamos ver el Simurg, el ave fénix —respondió Mitra con su seriedad habitual.

Antes de que Fereshté tuviera tiempo de pensar la siguiente pregunta, Maysi entró en la habitación cargada con una pesada olla.

Abgusht —anunció—. Me he tirado toda la noche preparándolo. Tengo las manos doloridas. Carne picada, alubias, hierbas, ajo, cebollas, patatas, tomates, sal. Con esto fijo que la niña despierta.

Maysi dejó la olla a los pies de la cama y miró a Fereshté.

—La cena de anoche. Se la pueden tomar ahora para desayunar.

—Masumé, quita ese puchero de la cama de la niña —ordenó Fereshté.

Maysi no se movió.

—Como no se coman esto, no vuelvo a cocinar más —replicó. Levantó la tapa—. Venga, niños, con las manos, como hacemos en los pueblos.

—¿Cómo que con las manos? —preguntó Hamlet.

Fereshté rió.

—Así —dijo.

Se arremangó, metió la mano en la olla, sacó justo la cantidad del guiso que podía agarrar entre el pulgar y los dedos y se lo metió en la boca ayudándose del pulgar. Un momento después, Hamlet y Mitra hacían lo mismo.

Mientras los demás comían alrededor de su cama, Aria tuvo un sueño en el que ella y Mana iban andando de la mano por el centro de una carretera que se perdía en el horizonte.

—Es el camino a ninguna parte —decía Fereshté—. Ya he estado aquí antes.

—Entonces enséñeme cómo es ninguna parte —contestaba Aria.

Pero al levantar la vista hacia su tercera madre, no reconocía a la Mana que tenía delante. De pronto se encontraba ante una Mana joven, con la melena larga y suelta, sin ser hermosa tampoco, pero callada y fría.

—Ningún lugar es como cualquier otro país que hayas visto —decía Mana.

Llevaba un vestido con un chaleco encima; y en el chaleco, la letra «F» bordada en seda plateada.

—Pero yo no he visto todos los países —contestaba Aria.

—Alguno sí has visto. Y alguno es cualquiera —indicó su tercera madre. Luego, para sorpresa de Aria, añadió—: Yo no soy tu tercera madre. No pienses más así. Soy tu única madre. Y cualquier madre es todas las madres. Tú nunca has tenido tres madres; siempre has tenido una sola.

Aria soltó la mano de Fereshté, y en ese momento supo que estaba soñando. Sin embargo, dejó que el sueño siguiera su curso.

—Adelante —decía Aria en el sueño. Intentaba que Mana continuara su camino sin ella y la dejara, pero al final bajaban juntas por la carretera, o quizá subían—. ¿Está segura de que no llegaremos a algún sitio?

—Lo he intentado tantas veces... —contestaba Fereshté.

Al cabo de un trecho se daban la vuelta. La carretera a sus espaldas había desaparecido.

—Siempre pasa lo mismo —decía Fereshté.

—Pues yo juraría que estaba ahí —replicaba ella.

—No —decía Fereshté—. Pensabas que estaba ahí. Pero nunca está ahí.

Continuaban andando y a cada paso que daban la carretera a sus espaldas se esfumaba y sus curvas y revueltas aparecían sólo en la estela de la memoria de Aria.

—¡Tengo una pena en el corazón, Mana. Me duele el corazón! —gritaba Aria, aún consciente de estar soñando.

—Es normal que el corazón duela; por eso es de carne —decía Fereshté, y se ponía a llorar.

Seguía llorando cuando Aria despertó sin saber si aquellos sollozos formaban parte del sueño o eran reales. Cuando miró a su alrededor vio a la Mana real sola en la habitación y, efectivamente, esa Mana que se había hecho mayor estaba llorando.

—No sabía que pudiera llorar —observó Aria, y le tocó la mano.

Fereshté la abrazó.

—¿Dónde está Mitra? —preguntó ella.

—Ha estado aquí un buen rato con Hamlet, pero se ha hecho tarde. Hamlet se ha quedado más tiempo que nadie. Le has dado un buen susto, ¿sabes? —Miró fijamente a Aria—. ¿Qué te hizo pensar que el Simurg estaba detrás de esa montaña?

—Lo decía el poeta.

—Eso es lo triste de los poetas —dijo Fereshté—. Escriben palabras hermosas y luego la gente se mata.