Aria regresó del hospital al cabo de una semana, con el cuerpo entumecido y lleno de hematomas y un chichón en la cabeza, pero, por lo demás, sin daños permanentes, o al menos eso les aseguraron los médicos. En casa, Fereshté la ayudaba con todo, incluso con los deberes.
—Yo no terminé mis estudios, ¿sabes? —le dijo el primer día que se sentaron juntas a estudiar con los libros de texto de Aria.
—¿Las niñas no iban al colegio cuando usted era joven?
—No, no fue por eso. Cuando mis padres murieron me tocó cuidar de todo esto. —Fereshté recorrió la espaciosa sala con la mirada—. Ahora ya no queda nadie aquí, pero en aquel entonces... En cambio todos mis hermanos terminaron sus estudios.
—¿Le pesaba no ir al colegio?
—Uy, entonces sí me pesaba. Pero ya no. A veces es mejor olvidar el pasado.
—¿Por eso los caminos siempre se esfumaban? —preguntó Aria, recordando su sueño.
—¿Qué caminos? —preguntó Fereshté.
—No, nada. Es que... es que me hubiera gustado que Zahra viniera a verme —dijo Aria y devolvió la atención a sus libros.
Durante aquel tiempo, mientras estuvo convaleciente, Mana charló más con ella de lo que lo había hecho nunca y, por primera vez, se abrió un poco. Al cabo de los años, ése sería el recuerdo más nítido que Aria conservaría de Mana. Otros desaparecerían, como aquella carretera que se desvanecía en sus sueños, pero siempre recordaría aquellos días en casa con Mana mientras su cabeza tumefacta recuperaba poco a poco la normalidad. Recordaría que Mana le había contado sus penas y comprendería que mentía quien afirmara no tener nada que lamentar en la vida y que, de hecho, gran parte de la vida estaba llena de pesares, y al final del camino uno podía perfectamente concluir que más valía borrar el pasado. Pero por muchas plegarias nocturnas con que se invocara a dioses o deidades, nunca podría cambiarse nada. Los pesares son el fuego del alma, pensaría Aria un día. Aunque ese día distaba mucho de ese otro, cuando todavía era una niña sentada apaciblemente con su tercera madre, una madre que también comprendía las mentiras de la vida.
Transcurrieron las semanas, Aria se curó y Fereshté se sumió en su mutismo habitual.
«¿Cuándo perdí el rumbo?», musitó un día ante su imagen en el espejo del pasillo. Fue a la cocina y encontró a Maysi allí.
—Masumé, ¿de verdad te parece necesario que ese espejo esté en el pasillo?
Maysi levantó la cabeza de los fogones.
—¿Qué espejo?
—El espejo del pasillo —dijo Fereshté—. Es un armatoste superfluo.
—No entiendo esa palabra, madame.
—Es un trasto de mal gusto, de muy mal gusto —aclaró Fereshté—. Nadie debería verse la cara antes de exponerse al mundo. Puede ser catastrófico.
—¿Y qué quiere que haga? —dijo Maysi, agitando el cuchillo en el aire como si fuera una extensión de su mano y sus palabras.
—Regálaselo a los vecinos.
—Los vecinos ya tienen sus propios espejos —replicó Maysi.
—Pues dáselo a Aria —propuso Fereshté, y salió de la cocina.
Fue a la puerta de la entrada y se sentó en los peldaños de la escalinata exterior.
—Estoy demasiado pálida —dijo, mirándose las manos.
Caviló un rato sobre su jardín y decidió que ese mismo día compraría gardenias. Hacía tiempo que no plantaban gardenias, pero por más que lo pensaba no recordaba el porqué.
—Quizá porque me recordaban a él. Él las plantaba a menudo —susurró por fin.
Otra vez estaba hablando sola. Tenía que dejar de hacerlo.
—Nunca debería haberle comprado esa bicicleta —dijo, esta vez en voz más alta.
Se preguntó si Aria podía oírla desde la habitación de arriba.
Luego se encaminó hacia la floristería por su ruta habitual; primero pasó por delante de los tenderetes de dulces y las panaderías y a continuación dejó atrás la hilera de mezquitas, que habían sido los primeros edificios de Teherán, mucho antes de que la dinastía Qajar estableciera su capital en la ciudad. Databan de la época en que Teherán era poco más que un pueblo habitado por analfabetos, donde los niños no iban al colegio y los tratantes y mercaderes llegados de todos los rincones del país se congregaban en los cafés.
Fereshté observó a las mujeres tocadas con velos negros que entraban en tropel en las mezquitas siguiendo a sus hombres. ¿Cómo se vería el mundo detrás de aquellos velos? Ella nunca había llevado pañuelo, ni siquiera en los tiempos de los Qajar, antes de que el padre del actual sah, Rezah Sah, ordenara a todas las mujeres que se lo quitaran. Fereshté recordó que, tan pronto como abdicó el antiguo sah, su joven hijo —que, pensándolo bien, en ese momento ya debía de rondar los cincuenta— comunicó a las mujeres del país que podían volver a ponerse el velo si lo deseaban. El hijo nunca había sido tan autoritario como el padre, y las mujeres del país, o al menos la inmensa mayoría de ellas, volvieron a ponerse el velo, como el pez blanco del mar Caspio que retorna a su lugar de origen cada estación. Fereshté nunca había llegado a comprenderlo. Aunque a las jóvenes, a las chicas de la edad de Aria, parecía traerles sin cuidado ese asunto. Apenas se veía a alguna con velo. Quizá hubiera quedado por fin relegado al pasado.
Mientras veía cómo las entradas de las mezquitas se llenaban de fieles, se olvidó de las flores y sintió un impulso inusitado de seguir a aquella gente. Aguardó hasta que la última persona cruzó el umbral de una mezquita arrastrando los pies y entró. El olor a piel de cabra era abrumador, como también el de las rústicas babuchas y pellizas. Se quedó de pie justo al lado de la puerta sin atreverse a pasar más allá y observó a los fieles rezando, los hombres a un lado, las mujeres a otro. Alrededor de un cuarto de hora más tarde, un mulá se dirigió a la congregación desde lo alto del mimbar, en la parte este de la mezquita. La túnica lo hacía parecer más grande de lo que era, y aunque Fereshté no podía saberlo, bajo el turbante se escondía una mata de pelo rojo que el mulá, natural de Qazvín, había heredado de su bisabuela, nacida en Babol, quien a su vez lo había heredado de su bisabuela, natural de una región cercana a Moscú. El sermón del día versó sobre los asuntos habituales: los pecados del mundo occidental, la importancia de la castidad y la honestidad en las actuales circunstancias y las alabanzas de rigor al sah.
—La Revolución Blanca traerá la igualdad al pueblo —dijo el mulá—. Una vez más nuestro gran monarca, como todos los grandes monarcas iraníes, ha captado el sentir de su pueblo. —La congregación aplaudió—. Tenemos mucha suerte de contar con un líder tan benevolente.
La congregación aplaudió de nuevo.
Fereshté abandonó la mezquita y respiró hondo. El olor a jacintos le indicaba que la floristería estaba cerca. Al volver la esquina, se topó con una boda. Los recién casados corrían hacia un coche mientras la gente les lanzaba primero puñados de arroz y luego agua, aunque poniendo mucho cuidado de no darles. Algunos invitados golpeaban cacerolas armando tal estruendo que se los oía desde el otro extremo de la calle. Luego Fereshté oyó el batir desesperado de unas alas: alguien se había llevado una gallina y la tenía sujeta por el pescuezo. El animal intentaba escabullirse, pero un hombre vestido con traje —quizá un hermano, un tío o el padre de la novia— atenazó al animal con fuerza y, valiéndose de una navaja de bolsillo, le rebanó el pescuezo. Con la sangre que empezó a manar salpicó el agua, el arroz y el coche, en el que la pareja había corrido a refugiarse y desde el que sonreía y saludaba a la concurrencia. Alguien puso la tradicional marcha nupcial en un tocadiscos viejo y maltrecho y la pareja se alejó en el vehículo.
Fereshté fue apresuradamente hacia el canal del alcantarillado y vomitó. Se secó el sudor de la cara y volvió la mirada hacia la calzada y el polvo, teñidos de roja sangre.
Llegó a la floristería momentos antes de que cerraran.
—Quería llegar antes, señor Safai, pero me ha sido imposible —se disculpó.
El dueño del establecimiento levantó la mano en señal de protesta.
—Sólo con verla ya nos alegra el día, señora —le dijo, y le preparó su ramo habitual: jacintos, azucenas, jazmines, flores de liriodendro, margaritas y rosas.
—Hoy me llevaré gardenias también —dijo Fereshté.
El señor Safai se detuvo un instante, y Fereshté recordó al muchacho que había ayudado a su padre en la tienda años atrás. Ella le compraba gardenias de vez en cuando, pero desde entonces había pasado mucho tiempo.
—Tenemos un abono nuevo para flores —dijo el señor Safai mientras añadía las gardenias al ramo—. Con minerales distintos. Hace que las flores salgan más grandes. Le echan abejas muertas y bacterias beneficiosas. Es más natural. Dicen que el florista del sah también lo usa. Dicen que a la reina le gusta la jardinería. Una mujer encantadora.
Qué extraño, pensó Fereshté. Después de oír echar pestes de la reina y del sah continuamente, ese día ya era la segunda vez, en la mezquita y la floristería, que hablaban de ellos con afecto.
—Es un buen hombre. El sah es un buen hombre —dijo el señor Safai, como si le hubiera leído el pensamiento.
—Ah, pero ¿qué me dice de la opinión que le merecen las mujeres? —preguntó Fereshté para desconcertar al florista—. Según su nueva revolución, ahora las mujeres pueden llegar a ser jueces. ¿Usted dejaría que lo juzgara una mujer?
—Uy, eso no llegará muy lejos, señora. —El florista descartó la idea con un ademán—. Pero es un buen hombre. Y supongo que así tiene contentas a las mujeres.
—¿Usted va a la mezquita, señor Safai?
—¿A la mezquita? No, señora. Yo no soy de mezquitas.
—¿No le gusta madrugar?
—No, señora. El problema no es madrugar. —Bajó la voz; se acercó a ella y, en un susurro, añadió sonriente—: Es que nosotros somos bahaíes. La mujer y yo. Bahaíes los dos.
—Entiendo —dijo Fereshté.
Le devolvió la sonrisa, cogió sus flores y se marchó.
De vuelta en casa, Fereshté subió a su habitación y le dejó una margarita sobre la cama. Al oírla subir por las escaleras, Aria había cerrado los ojos haciéndose la dormida, pero fingió despertarse de pronto.
—Qué bonita —dijo cogiendo la flor.
—Me la ha dado un bahaí —le respondió Fereshté—. Me pregunto en cuántas ocasiones habrá tenido toda esa gente que cambiar de religión y convertirse en algo distinto de lo que eran sus antepasados.
—¿Qué es un bahaí?
Mana no contestó. A veces no había quien la entendiera. Aria tenía la impresión de que había que descifrar sus palabras para saber la verdad, pero al mismo tiempo parecía como si en realidad Mana no quisiera que esa verdad se supiera.
Fereshté le puso la mano suavemente en la cabeza y le palpó el cuero cabelludo buscando la cicatriz del accidente.
—Hoy he visto cómo le cortaban el pescuezo a una gallina —dijo.
—Sería una ofrenda —dijo Aria—. Sale más barato que matar un cordero. ¿Ha sido en el sur de Teherán? Zahra siempre lo hacía.
A Zahra le gustaba la sangre, pensó Aria. Disfrutaba matando aquellas gallinas.
—Cuando Zahra estaba aquí empleada nunca movió un dedo para hacer nada por el estilo.
—¿Por qué se sacrifican animales?
—Para desviar culpas, me figuro. Para descargar los pecados sobre otro.
—Pobre gallina. Menos mal que al final Abraham no llegó a matar a su hijo, si no ahora todos estarían matando a los suyos.
—¿Quién dice que no lo hagan? —Fereshté rió desganada—. En el sur de Teherán todo el mundo está contento.
—Porque no ven la hora de apoderarse de vuestras tierras. —Aria rió—. Es lo que conseguirá la Revolución Blanca, ¿no?
—En mi caso la tierra no es sólo mía. Una parte es tuya también. O lo será un día. —Fereshté no la miraba a ella al decir eso—. Puedes escoger la parte que prefieres quedarte. Y luego tendremos que hacérselo saber a la familia.
Aria rió otra vez, hasta que advirtió que Fereshté hablaba en serio.
—¿Quiere decir que me la da a mí?
—Cuando muera, que espero que no sea pronto. —Fereshté sonrió—. Aunque habrá que lidiar con Nasrín, eso está claro.
Aria jugueteaba con la margarita.
—Nasrín es Abraham —dijo por fin.
—No, Nasrín es Dios —replicó Fereshté—. Despiadada. Y odia a sus hijos por igual.
—¿Por qué quiere darme parte de sus tierras?
—Puede que sea como el sah. Me gusta ayudar a los pobres —dijo Fereshté y le guiñó un ojo.
—Soy la obra de caridad que le abrirá las puertas del cielo —concluyó Aria.
Fereshté no replicó. Un momento después, se levantó y salió de la habitación.
—¡Yo no quiero sus tierras! —gritó Aria después de que saliera.
Pero sólo oyó pisadas bajando las escaleras.
Aquella noche, Fereshté observó a Maysi mientras rezaba.
Maysi rezaba cinco veces al día. Ayunaba durante el Ramadán, donaba un dos por ciento de su paga a los pobres y siempre decía: «La paz sea con él» antes de mencionar el nombre del Profeta. Maysi era casi la musulmana perfecta. Lo único que le faltaba para alcanzar la perfección era viajar a La Meca.
Esa noche Fereshté observó cómo se inclinaba adelante y atrás, se arrodillaba y luego se levantaba, besaba el suelo y tocaba la piedra que tenía delante con la frente. Tras cada uno de esos movimientos elevaba las palmas abiertas al cielo.
Momentos después, Fereshté fue a por un velo, se envolvió la cabeza y el cuerpo y se unió a Maysi. Cuando ésta se agachaba, Fereshté se agachaba con ella, y cuando besaba el suelo, Fereshté lo besaba también. Pero interrumpió el rezo antes de que Maysi pusiera fin al ritual, devolvió el velo al armario y salió de la habitación.
Una vez en su cuarto, se sentó en la cama y reconoció para sí que no había notado absolutamente nada. Dios no la había iluminado ni se había comunicado con ella. La experiencia había sido idéntica a la de sus dieciséis años, cuando entró sigilosamente en la habitación de Masumé y, al encontrarse a la joven criada rezando, repitió con ella todos los movimientos del ritual. Incluso intentó sacarla bruscamente del trance, pero Maysi siempre estaba ausente por completo cuando rezaba, desconectada del mundo del sufrimiento, volando con los pájaros por algún lugar, o al menos ésa era la impresión de Fereshté. A ese lugar Fereshté la zoroastriana no tenía acceso. O tal vez diera igual la religión que se profesara. Tal vez Fereshté no llevaba a Dios dentro. El mundo a ojos de Maysi, a ojos de los asiduos a la mezquita, era sencillo, inamovible. Mientras Dios existiera, podían respirar.
Fereshté regresó a la planta de abajo. Maysi había terminado sus rezos y estaba preparando la cena. Abgusht nuevamente.
—Dicen que quienes rezan es porque tienen grandes pecados —dijo Fereshté.
—Y tienen razón. Servidora —dijo Maysi clavándose el pulgar en el pecho—, servidora es un caso perdido, un alma sucia y desastrada. Pero rezo y Él me limpia el alma. —Señaló al techo—. Cuando se me vuelve a ensuciar, me la limpia otra vez. Él es lo mejor de lo mejor. Mucho mejor que la pobre Maysi.
—¿Qué os enseñan en esas mezquitas? —preguntó Fereshté.
—Yo no voy a las dichosas mezquitas. Allí sólo hacen que echarte más mierda encima. Perdone la expresión, madame, pero es que te echan mierda encima y luego le toca a Él limpiarte otra vez. Encima su mierda pesa más que toda la otra mierda. Perdone que sea tan mal hablada. En fin, que doble trabajo para Él. ¿Me entiende, madame? Allí de lo único que hablan es de que si salvan ahora a este imán y ahora a este otro. Los imanes no necesitan que nadie los salve. Aquí el único que salva es Dios.
—Hoy he entrado en la mezquita y han estado hablando de lo mucho que apreciaban al sah —repuso Fereshté.
—Bueno, tan pronto lo aprecian como lo odian. Supongo que eso hace la vida más interesante. Pero a servidora no le interesa ser interesante, madame. Maysi no sale de casa. Maysi leería el Corán si pudiera, pero no puede, qué se le va a hacer.
—Debería haberte enviado a la escuela cuando eras pequeña —dijo Fereshté.
Maysi se puso a cortar una zanahoria.
—La vida está bien como está —dijo—. Dios sabe para qué habrá entrado hoy en esa mezquita, madame. ¿Iba buscando algo? Mire que Maysi lo ve todo, igual que esa niña que tenemos ahí arriba.
Antes de que Fereshté pudiera responder, oyó a Aria bajando por las escaleras. No le gustó que corriera tanto, como si no le preocupara lo más mínimo su traumatismo en la cabeza. La joven entró como una exhalación en la cocina y se quedó mirando a las dos con semblante maravillado.
—¡He oído en la radio que van a ir a la luna! ¡Los americanos van a ir a la luna!
A lo lejos, la llamada a la última plegaria del día rompió aquel silencio súbito y lleno de asombro. Fereshté miró a Aria, cerró los ojos y, por una vez, se dejó llevar por la música. Percibió aquello que llamaban «alma» en su interior, pulsando contra su cuerpo mientras éste cobraba vida lentamente y la transportaba, por primera vez en su vida, al mismo lugar adonde iban quienes rezaban, a la tierra de los seres libres, o quizá a la tierra de su cuento favorito de niña, el de la princesa persa que deleitaba a soldados y monarcas con historias llenas de maravilla y embrujo para librar a su ciudad de la tiranía.