La señora Shirazí recordaba con toda claridad la dirección que su vieja amiga le había dado por teléfono días atrás. Ésa era una de las ventajas de ser analfabeta: una acababa desarrollando una memoria excelente. Ahora su amiga vivía en un edificio tan alto que cuando salías a los balcones de los pisos superiores tenías la impresión de que tu mirada quedaba a la misma altura que la cordillera de Elburz, con los montes Darband, Damavand y Tochal.
Tuvo que llamar varias veces a la puerta, y cuando por fin su amiga le abrió, le notó el dolor pintado en el rostro.
—Entra, Mehri, querida —dijo su amiga.
Mehri se sentó en el sofá de piel marrón con cierto recelo. Nunca se había sentado en un sofá de esa categoría.
—Tienes buen aspecto —le dijo su amiga—. No estás tan mal como esperaba.
—Y tú estás...
—Hecha un asco —la interrumpió—. No te preocupes. No tienes por qué andarte con miramientos. El dolor nos hace cosas muy raras. Ahora somos distintas, ¿verdad, Mehri?
Mehri no respondió.
—En fin, siento haberte hecho venir hasta aquí —dijo su amiga—. No te lo habría pedido si no fuera importante.
—Te acompaño en el sentimiento —le dijo Mehri.
Su amiga se acercó a la ventana y contempló las montañas a lo lejos.
—Debería haberlo imaginado —respondió—. Con su edad, tendría que haber imaginado que dejaría este mundo mucho antes que yo. Se mataba a trabajar. Sobre todo cuando la tienda empezó a tener tanto éxito. Se formaban unas colas de varios metros que a veces daban la vuelta a la manzana. Él que siempre quiso hacer dinero y, mira por dónde, al final lo consiguió.
—Era muy buena persona —dijo Mehri.
—A su pesar —dijo su amiga asintiendo con la cabeza—. Más bueno de lo que imaginas.
—Nunca vi en él ni una pizca de maldad, nunca —añadió Mehri.
—No quiero entretenerte mucho —dijo su amiga—. Tienes que volver con tus hijas. ¿Tu marido todavía trabaja?
—Sí. A veces le echo una mano.
—Ah, ¿sí? ¿Y te parece bien que una mujer con hijos haga eso?
—Tú bien que trabajabas en la panadería —contestó Mehri.
—Yo no tenía hijos; además, eran otros tiempos —repuso su amiga. Suspiró—. Bueno, iré al grano. Mi marido... —Titubeó—. Mi marido te ha dejado algo. Dinero, en el testamento. Los abogados me han pedido que te lo comunique. Y eso es todo, la verdad.
Mehri contuvo el aliento. Quería decir algo, pero era incapaz de emitir ningún sonido.
—No es necesario que te hagas la sorprendida, querida Mehri. Para mí no ha sido ninguna sorpresa. Se veía venir, desde el primer momento. Aquí tienes la carta en la que te informa de todo. Está sellada, como ves. Yo no puedo abrirla. Sólo tú puedes. Como no sabes leer, el abogado se ha ofrecido a hacerlo por ti. Ve a su bufete en taxi. Él te lo pagará. Le muestras al taxista esta dirección —dijo entregándole un papel—. En fin, creo que eso es todo.
El velo con estampado de flores de Mehri ondeaba tras ella a su paso por la calle. Tardó un buen rato en conseguir que parara un taxi. Quizá no querían llevarla, pensó. Quizá se habían dado cuenta de que no era de aquellos barrios. Cuando por fin paró uno, Mehri le mostró la dirección apuntada. El taxista la condujo hasta allí y aguardó en la calle mientras ella entraba en el edificio. Un abogado la recibió, fue a pagar al taxista y seguidamente le hizo tomar asiento y la puso al corriente de la pequeña fortuna que Asgar Karimi, el hombre que había traído a su primera hija al mundo, le había dejado en su testamento.
Mehri recordó las manos de Karimi, teñidas de rojo con su sangre. Aceptó el dinero sin decir palabra. Mientras hacía el largo trayecto a pie de vuelta a casa, estrechó contra su pecho aquella fortuna caída del cielo y, consciente de lo difícil que sería guardar el secreto, resolvió lo que hacer con ella. Los sonidos de aquella noche lejana regresaron a su memoria, reafirmando su resolución, y recordó el frío, la humedad, la nieve. Respiró hondo y captó los sonidos que la envolvían en el presente, el peso de las calles de Teherán, con sus dyinns y sus locos.
Una vez tomada su decisión, y convencida de que era la correcta, Mehri enfiló velozmente hacia el sur de la ciudad, de regreso al barrio que la había visto crecer.
Ese día Aria tenía algo importante que hacer en casa de los Shirazí.
Acababa de regresar de la mezquita, a la que había acudido tapada con un velo, sobre todo la minifalda. Aparte de rezar no había visto que allí se hiciera gran cosa, aunque algunas mujeres habían llorado por sus difuntos maridos o por los hombres que, según decían, el sah y su policía secreta habían metido entre rejas. Aria ponía atención cuando le contaban todas aquellas corruptelas e intrigas, pero no acudía a la mezquita para enterarse de esas cosas. Iba allí con la esperanza de encontrarse algún día con su amigo de la infancia, Kamran, el que le hacía aquellas pulseritas de cuentas. Se ponía todas las pulseritas que él le había regalado años atrás, las agitaba y levantaba el brazo para que la brillante luz que se colaba por las altas ventanas de la mezquita y reverberaba en los mosaicos incidiera sobre ellas, confiando en que Kamran captara sus destellos y la localizara entre la concurrencia. Pero nunca, ni una sola vez en todos los meses que llevaba yendo por allí, había sucedido tal cosa, y al final su espíritu se había dejado llevar por la musicalidad de las plegarias. Aria no sabía si había un dios, y desde que tenía quince años aún dudaba más, pero como a Mana no le importaba que fuera a la mezquita de vez en cuando y a ella la conmovían aquellos rezos, escuchaba los tristes cánticos del Corán y lloraba para sus adentros.
Al llegar a casa se quitó el velo, y ya sólo el abrigo de color crema ocultaba la minifalda. No podía dejar que Mana la viera vestida así. Se abotonó el abrigo y se anudó el cinturón, sin apretarlo demasiado. El abrigo le llegaba por debajo de las rodillas y le tapaba todo excepto el escote y el cuello de la blusa que Mana le había regalado por Año Nuevo, de un bonito verde primaveral.
Maysi gritó desde la cocina.
—¡No te olvides de los dulces para el cumpleaños de la señora Shirazí!
—¡Lo sé! —respondió Aria, a voces también. Confió en que Mana no las oyera o al menos que no se enterara de lo que se traían entre manos.
Aria guardó los dulces a toda prisa y se fue a la carrera.
Al pie de los peldaños que subían a la casa de los Shirazí, dudó un instante. Sacó un papel doblado del bolsillo del abrigo y repasó un poema que le habían puesto en clase el día anterior. Tenía que memorizarlo para el día siguiente, y no sabía de dónde iba a sacar tiempo para hacerlo. Le echó una ojeada y se lo metió de nuevo en el bolsillo justo en el momento en que Gohar abría la puerta.
Una vez dentro, se descalzó y colocó cuidadosamente los zapatos en el soporte de la entrada. El señor Shirazí había montado aquel zapatero para las niñas, pues cada una disponía ya de su propio par de zapatos y no de unas simples babuchas como antes.
—¿No vas a quitarte el abrigo? —le preguntó Gohar.
—No —respondió Aria—. No puedo quedarme mucho rato.
Avanzaron hasta el fondo del cuarto de estar, desde donde Aria vio de refilón a la señora Shirazí en la habitación contigua, inmóvil bajo una manta de lana. Gohar le susurró al oído que su madre se había pasado todo el día durmiendo allí.
En un rincón de la sala había una veintena de cojines tirados en el suelo, creando un espacio aparte para sentarse. Aria se sentó con las piernas cruzadas, contenta de que los Shirazí tuvieran por fin un lugar donde reunirse en familia.
Gohar se arrodilló junto a su madre en la habitación de al lado.
—Ha venido Aria —le dijo en voz baja.
La señora Shirazí se incorporó y tomó la carita de Gohar entre sus manos.
—Mírate. Tan pálida, y con esas ojeras. Estás falta de hierro, hija.
—Aria no quiere quitarse el abrigo —dijo Gohar.
—Da igual. Avisa a tus hermanas.
—Están en el patio.
—¿Qué están haciendo?
—Lavando ropa, creo.
—Pues avísalas.
Gohar cruzó el cuarto de estar, salió por la puerta trasera y momentos después regresó con sus hermanas. Las niñas se sentaron al lado de Aria y se comieron en silencio la fruta y los dulces que les había llevado.
Al rato, el señor Shirazí regresó del trabajo. Aria se dio cuenta de que tocaba algo clavado en el marco de la puerta y bisbiseaba antes de entrar en la casa. Sabía que el señor Shirazí había empezado a trabajar en el bazar a jornada completa, pero tenía que mantener en secreto que era un kalimi, es decir, judío. Se había comprado un rosario, pero de color verde para que nadie lo confundiera con un rosario cristiano. Siempre lo llevaba enrollado en la muñeca. Y hacía poco que había adquirido su propio puesto en el bazar, pagado con sus ahorros de toda la vida.
—Vaya, vaya. Mira, querida, si tenemos aquí a nuestra dulce Aria.
El señor Shirazí besó a Aria en la frente del mismo modo que besaba a sus hijas.
—Ha traído dulces para el cumpleaños de mamá —afirmó Gohar.
—¿Te quedas a cenar, Aria? —preguntó el padre.
—No, gracias. Tengo un examen mañana.
—Ah, ¿sí? Mira, querida, nuestra benefactora ya se examina y todo. Así me gusta, hija mía.
—Es sólo una prueba sobre un poema.
—Una prueba es una prueba. ¿Qué poema es? ¿Quién es el poeta?
Aria jugueteó con el papel doblado en el que llevaba el poema apuntado.
—No lo conocerá. Es éste. —Le tendió el papel, pero de pronto cayó en la cuenta—. Lo siento, se me había olvidado que no sabe...
—No pasa nada, niña. Léemelo tú.
El señor Shirazí agachó la cabeza y se quedó a la espera.
—Bueno, pero todo no, que es muy largo —repuso Aria, y empezó a recitar:
Soy musulmán.
Mi mihrab es una rosa roja.
Mi paño de oración, una fuente.
Mi piedra de oración, la luz.
La llanura, mi alfombra de oración.
Hago mis abluciones con el latir de las ventanas.
—¿Lo entendéis? —preguntó.
Las niñas la miraban con cara de perplejidad, pero ella continuó leyendo:
Mi Kaaba está en la orilla del agua.
Mi Kaaba está bajo las acacias.
La Piedra Negra de mi Kaaba es la claridad de los parterres.
Aria volvió a mirar a las niñas.
—¿Veis? Os dije que no lo entenderíais —añadió, y dobló el papel de nuevo.
—Es un poema para musulmanes —expuso Farangiz con desdén.
—Trata del verdadero islam y del verdadero Dios. Y del verdadero todo. Y precisamente por eso lo estamos aprendiendo a escondidas.
Aun así los Shirazí parecían no entenderlo. Se produjo un silencio tras el cual el señor Shirazí comentó alegremente:
—Yo de pequeño tenía muchos amigos musulmanes. Jugábamos a lanzar piedrecitas planas y hacerlas rebotar calle abajo, cerca de aquí. ¿Alguna vez habéis intentado dominar algo tan pequeño desde tan lejos? Cada dos por tres terminaban en la cuneta. Salían rodando por todas partes. —Se rió y se le movió la barriga. Los ojos de sus hijas brillaban al oír a su padre contar aquella vieja historia—. Mi madre nos mandaba volver a casa a grito pelado. Amenazaba con quitarnos las piedras. ¡Ja! Yo me las escondía debajo de la kipá. ¡Imaginaos! Diez niños musulmanes y yo con mi kipá. Qué bien lo pasábamos...
Aria no sabía lo que era una kipá, sin embargo no se atrevió a preguntar. Pero sí cambió de tema y anunció que al final se iba a quedar a cenar, y prometió ayudar a Ruhangiz con sus deberes.
Una vez acabada la cena, buscaron un rincón donde instalarse, aparte de las otras dos hermanas. Aria se llevó una revista y después de poner a Ruhangiz a repasar ciertas lecciones, empezó a hojearla. Ruhi levantó la vista de sus deberes y señaló una fotografía.
—¿Quién es éste? —preguntó.
—¿Cómo es posible que no lo conozcas? —dijo Aria.
—¿De qué discutís? —preguntó Gohar acercándose.
—¿No sabes quién es? —Le enseñó la fotografía a Gohar—. Te daré una pista. Es una estrella de cine.
Ruhangiz dijo que no con la cabeza.
—Nosotros nunca vemos películas.
—Babá dice que Hollywood es inmoral —intervino entonces Farangiz.
—Y el sah les da dinero a los de Hollywood y los invita a su casa. Así que él también es inmoral —dijo Gohar.
—Qué va a ser inmoral —replicó Aria—. Es un hombre muy decente, y sabe pilotar aviones.
—Es mala persona. Hace daño a la gente. Según babá, lo dice todo el mundo en el bazar —añadió Farangiz.
El señor Shirazí levantó la vista con aire severo y las echó a las dos de allí para que Ruhangiz y Aria pudieran terminar con la clase.
Antes de irse a su casa, se fue a buscar a la madre de las niñas para desearle feliz cumpleaños. La señora Shirazí había desaparecido nada más cenar, como si se propusiera esconderse.
—¡Señora Shirazí! —exclamó Aria al pie de la escalera—. ¿Está usted ahí arriba? ¿Dónde está?
Aria tarareó una melodía mientras la buscaba por la casa y después salió al pequeño patio exterior por la puerta trasera. La fuente estaba seca, y pensó que tal vez les hubieran cortado el agua. Fuera como fuese, en vista de que la señora Shirazí seguía sin aparecer por ninguna parte, se dio por vencida. Se despidió de las niñas, se ciñó bien el abrigo a la cintura otra vez para que no le asomara ni rastro de la minifalda y emprendió el camino de vuelta a su casa.