27

Al día siguiente, Aria y Fereshté fueron a la plaza Ferdowsi para hacer unas compras.

Aria notó que había menos bullicio del habitual en las calles, aunque luego pensó que, siendo viernes, era de esperar. Desde los disturbios de Qom, acudían más fieles que nunca a la plegaria de los viernes. La ciudad de Qom era donde habían detenido al famoso clérigo Jomeini, apodado el Indio, a quien luego habían desterrado del país. Y ahora la gente acudía a la oración de los viernes para rogar por el regreso del Indio. Ese mismo día, cuando preguntó por qué lo llamaban así, Maysi respondió:

—Es por su madre. Dicen que era de la tierra de los cinco ríos.

—¿Del Punjab quieres decir? —preguntó ella.

—Eso.

—Su abuelo —dijo alguien desde la sala de estar.

Era Ya’far; añadió que esa mañana había leído la noticia de que el clérigo tenía un abuelo indio mientras frotaba con jabón el periódico. Últimamente a Ya’far le había dado por lavar los periódicos, que luego tendía en un cable entre las mesas de caoba de la sala. Después los planchaba y no los leía hasta que no había terminado todo el proceso de limpieza. Mientras esperaba a que se secaran los periódicos, se entretenía frotando una servilleta con otra.

Fereshté no tenía en mucha estima a aquel clérigo.

—Da igual que sea indio, árabe, turco o yugoslavo —dijo—. La gente no es idiota. Ya pueden rezar todo lo que quieran los viernes, que esos clérigos nunca tendrán clemencia con ellos.

—Su abuelo es de la India —añadió Ya’far, haciendo caso omiso a las palabras de Fereshté—. El padre murió en Najaf. O eso dicen. Ese hombre está armando mucho revuelo. Pero que mucho revuelo.

—¿Quieres decir que habla demasiado?

—Sí, y se arriesga a que lo maten por lo que dice. Ay, pero el sah no se atreverá a pararle los pies —dijo Ya’far.

—¿Por qué no se atreverá? ¿Por qué? —preguntó Aria, acercándose a él.

Pero el tío Ya’far estaba distraído.

—¿Dónde está mi servilleta? ¿Habéis visto mi servilleta? Tenía una justo aquí.

Aria encontró la servilleta encajada entre el asiento y el armazón del sofá.

—¿Por qué no se atreverá el sah a pararle los pies al Indio? —preguntó de nuevo mientras le tendía la servilleta.

El tío Ya’far limpió el asiento con ella.

—Porque el sah piensa, como los mulás, que ese hombre es el elegido —respondió.

—¿Elegido? ¿Elegido por quién? —quiso saber ella.

Pero el tío Ya’far no respondió y subió a su habitación.

Aria siguió dándoles vueltas a las palabras de Ya’far el resto del día, también mientras deambulaba con Fereshté por las calles en torno a la plaza Ferdowsi, donde reinaba un extraño silencio. Después de haber entrado en prácticamente todos los comercios del barrio, recalaron por fin en la tienda de té del señor Amiri. También allí imperaba una calma inquietante, y ella tuvo el firme presentimiento de que algo importante estaba a punto de ocurrir.

Unos gritos rompieron el silencio. Aria dejó a Fereshté en la tienda y salió a la calle a ver qué pasaba. El ruido provenía del pequeño parque que estaba al otro lado del cruce, enfrente de la tetería.

En medio del parque vio a una mujer sentada en un banco, rodeada por una pandilla de chicos con edad de no haber cambiado la voz todavía. El viento le levantó una guedeja de la canosa melena, pero ella no se movió. Pese a la distancia, Aria observó que iba vestida de rojo de la cabeza a los pies.

Los chicos le gritaban y hacían burla, espoleados por su mutismo: «Viejecita, viejecita, sentada en un banco sola, solita. ¡Olvídate de muertos y de despojos, nada más asqueroso que una mujer de rojo!»

Aria cruzó hacia el parque, agarró unas piedras del suelo y las arrojó contra ellos.

—¡Largo de aquí, desgraciados! —gritó.

Los chicos se volvieron en redondo y se quedaron mirándola. Uno hizo amago de tirarle una piedra, pero los demás se lo impidieron.

—¿Quieres ver a la vieja loca? —dijo uno a voces.

Y otro añadió:

—Te matará, ya verás. Te cortará el pescuezo.

—¡Ya me encargaré de que os lo corte a vosotros y se lo dé de comer a los cerdos! —dijo Aria a voces.

Los chicos se alejaron para no armar un escándalo. Ella contuvo la respiración y se sentó en el banco al lado de la mujer de rojo. No se le ocurría cómo trabar conversación.

—Me gusta su vestido —dijo por fin.

La mujer no respondió, se limitó a cruzar las manos y las posó sobre el regazo.

—¿Puede hablar? —preguntó Aria—. Esos chicos han sido muy crueles.

La mujer de rojo negó con la cabeza.

—Nueces —dijo.

—No, decía que han sido crueles con usted —repitió Aria lentamente y en voz más alta—. ¿Ha dicho «nueces»? ¿Quiere nueces? Es que no tengo.

La mujer la agarró del brazo.

—«Te cortará el pescuezo, te cortará el pescuezo» —salmodió, repitiendo la amenaza de los chicos.

—Me llamo Aria.

—Es un nombre de chico —objetó la mujer—. No deberías llamarte así.

—Ya, pero así es como me llamo —respondió Aria, nerviosa—. Y no soy ningún chico. Aria significa «Irán» y también «canción». En latín, creo. Es un tipo de canción que canta la gente.

—Aquí es un nombre de chico —insistió la mujer de rojo—. «Nada más asqueroso que una mujer de rojo.» Es una canción. «Nueces, nueces.» Tu pretendiente las querrá. Me he comido todas las malas. Llévate las buenas. Que tu pretendiente te conozca. Llévate las buenas. Las buenas.

Señaló al otro lado de la calle. Aria miró hacia allí y divisó un puesto de nueces. Al volverse de nuevo hacia ella, vio que le resbalaba una lágrima solitaria.

—¿Está intentando decirme que ahí hay un hombre que vende nueces? —preguntó ella señalando al vendedor—. Si quiere voy y le compro unas cuantas.

—Me he comido todas las malas —respondió la mujer.

Aria cruzó la calle y compró una bolsita de nueces. Estaban recién tostadas, calientes todavía. Regresó al banco y dejó la bolsa en la falda de la mujer.

—¿Se pasa todo el día aquí sentada?

—Elige las buenas, elige las malas. Sí. Sí, aquí estoy esperando.

—Están calientes. Si se come las nueces ahora, estarán todas buenas.

La mujer rió.

—Si sigo esperando se pondrán malas.

—Pues no espere. ¿Ve? —Abrió la bolsita y sacó una nuez—. Cómaselas ahora que están recién tostadas. ¿Necesita algo más? ¿Qué más quiere? ¿Tiene dónde dormir?

La mujer asintió.

—Sí, sí.

—¿Dónde?

—Sí, sí —repitió la mujer de rojo.

—En fin, si esos chicos vuelven, grite bien alto y ya la encontraré. Sé cómo hay que pelear con los chicos.

—Llévatela, llévatela.

La mujer sostenía la bolsa en alto.

—Creía que quería nueces.

La mujer sacó una nuez y se la llevó a la boca.

—Mmm, buena. Para ti —dijo dándole la bolsa.

Decepcionada, Aria tomó la bolsa y regresó a la tienda de té. Fereshté seguía echando un vistazo a los productos y no se había dado cuenta de nada.

Esa noche, Aria acribilló a Maysi a preguntas sobre aquella mujer vestida de rojo.

—Es una historia muy larga.

—Pero yo quiero saberla —insistió ella.

—No deberías haber hablado con esa mujer.

—Estaba aburrida. Cuéntamela antes de que entre Mana.

Aria miró por la ventana de la cocina que daba al jardín, donde Mana estaba agachada frente a un lecho de tierra.

—Las campanillas ya han brotado —dijo Maysi—. La tendrán ocupada un buen rato.

Maysi volvió a su puesto frente al fregadero contoneándose como un pato.

—¿Y?

—¡Y nada! —exclamó Maysi.

—¿Qué le pasa a esa mujer? Uno de los chicos dijo que era capaz de matar.

—Haces demasiadas preguntas, niña.

—¿Por qué se viste de rojo?

—¿Sabes una cosa? Cuando yo era pequeña, cada vez que hacíamos una pregunta inoportuna nos arreaban un tortazo.

Pero como Aria seguía erre que erre, Maysi al final soltó los cuchillos, alzó las palmas al cielo, se secó las manos en un trapo y le contó la historia de la mujer de rojo.

—La llamaban Yagut. Pero quién sabe si se llamará así... Hay vecinos de la plaza Ferdowsi que la recuerdan de cuando era niña. En aquel entonces se enamoró de un chico muy joven. Un chico que la quería, según cuentan, o al menos le hizo creer que la quería. Ella era muy guapa y a él le gustaba que se vistiera de rojo. Pero un día él se marchó. Hay quienes dicen que se fue a Rusia porque era comunista, de extranjis. Otros dicen que tenía tratos con los americanos, y según otros tuvo que huir por asuntos religiosos. Pero para mí que ése era comunista. Al sah Reza no le hacían ninguna gracia los comunistas, como a su hijo ahora, que los odia. El antiguo sah tenía a mucha gente atravesada. Cuentan que una vez fue a la panadería de un pueblo y no le gustó la pinta que tenía el panadero, así que lo arrojó dentro de su propio horno. Sin que el hombre hubiera hecho nada malo.

—Sabía esa historia —dijo Aria—. Me la explicaron en el colegio. Pero el profesor nos dijo que el panadero había robado trigo durante la guerra, cuando el país se moría de hambre. Y un chico de la clase, que tenía un abuelo general...

—General, general... A mí qué me cuentas. ¿Yo qué quieres que sepa? Servidora lo único que sabe es que el viejo sah tenía a todo el mundo amedrentado. Y a los comunistas más. El caso es que el amante de Yagut salió por piernas. Y prometió que volvería a por ella, pero no volvió. Colorín, colorado.

—Así no se acaba la historia. Tiene que haber algo más —replicó Aria.

Maysi descargó el trapo sobre la encimera.

—Tú lo has querido. A él le gustaba verla vestida de rojo y siempre le decía lo bien que le quedaba ese color. Por esa razón ahora la pobre se planta allí a esperarlo sentada en un banco o dando vueltas por la plaza de aquí para allá, convencida de que si algún día su amado vuelve a Teherán, sólo así podrá reconocerla. El amor en realidad es una desgracia, no eso que dicen los románticos. Y la esperanza, otra desgracia. La esperanza te vuelve loca.

Aquella misma noche, Aria llamó por teléfono a Hamlet.

—No me contaste la verdad sobre esa mujer del parque. La de rojo. Eres un mentiroso. Escondes cosas.

Al otro lado del auricular, Hamlet no replicó.

—Mientes, y no me lo cuentas todo —insistió su amiga, que oía de fondo a Kokab llamándolo para cenar—. La he conocido hoy. Habla sola.

—Ya te dije que hablaba sola —repuso Hamlet—. ¿Y cómo que la has conocido?

—He hablado con ella. Le he comprado unas nueces —dijo Aria—. Maysi me ha contado cosas de ella, de su vida. Pero tú ya sabías la historia y no me la contaste porque no tienes corazón. Es una historia de amor. Una historia de amor, Hamlet Agassian, y tú me dijiste que esa mujer estaba loca, que era una desquiciada.

—Es que está loca —insistió Hamlet.

—Pero loca de amor, como Majnún. No es lo mismo, idiota. No tienes corazón, ni, ni... —No sabiendo qué más añadir, Aria colgó el auricular.

Una hora más tarde, ya cerca de la medianoche, Hamlet llamaba suavemente con los nudillos a la puerta de los Ferdowsi. Aria, que en cierto modo lo estaba esperando, salió a abrir.

—¿Qué?

—¿Puedo entrar?

—No.

—No sabía todo eso sobre ella —dijo Hamlet.

—No tienes idea del mundo en que vives. Claro, allí en las alturas, en tu mansión, con tu sirvienta metiéndote la comida en la boca y tu mundo de color de rosa.

Dicho esto, Aria cerró dando un portazo. La luz que salía de la habitación de Fereshté se derramó por la escalera.

—Lo siento, Mana. Vuelve a la cama —le dijo en un susurro lo bastante audible—. Era Hamlet, no te preocupes.

Fereshté bajó despacio por las escaleras, envuelta en su chal.

—¿Qué hace ese chico aquí a estas horas?

—Suplicar —dijo Aria, pero le abrió de nuevo la puerta.

Hamlet, que seguía allí plantado en el umbral, saludó a Fereshté con la mano.

—Entra, chico, llama a tus padres para que no se preocupen y te quedas aquí a dormir. No pienso dejarte volver a casa en plena noche. Pasa.

—No —insistió Aria—. Se vuelve a su casa.

Hamlet se echó a reír.

—Lo siento, señora. Es que Aria no se encontraba bien, y venía a hacerle una visita.

Fereshté lo hizo pasar.

—No creo que a estas horas de la noche le hagan falta visitas, hijo mío.

Maysi bajó instantes después. Se había echado una pelliza de piel de cabra sobre el velo y chancleteaba ruidosamente con las babuchas.

—¿Qué les hemos hecho a estos jóvenes para que nos odien?

—Sírvele un poco de sopa al chico —afirmó Fereshté—. O mejor no, déjalo, Maysi. Vuelve a la cama, ya me encargo yo.

—No, no, ya lo hago yo —respondió Maysi—. Aunque debería hacerlo esa criatura. —Señaló a Aria—. En mis tiempos, niña, si un muchacho se hubiera presentado en casa de madrugada, nos habrían puesto el culo morado. Y mira, a éste, en cambio, le damos sopa.

Hamlet sonrió y ella frunció el entrecejo.

—Es un bruto egoísta y superficial —replicó.

—Aria está furiosa conmigo —le dijo Hamlet a Maysi— porque no sabía la historia de una que va por ahí vestida de rojo.

—¿Conque era eso? —dijo Maysi—. La niña lleva todo el día dándome la tabarra con ese cuento.

—¿Os referís a Yagut? —preguntó Fereshté. Se sentó a la mesa de la cocina y Hamlet a su lado—. ¿Eso es lo que te ha traído aquí en plena noche?

—Ésa dice que le mentí. —Hamlet señaló a Aria.

—Y ése no tiene corazón. —Aria señaló a Hamlet.

Maysi les puso sendos cuencos delante. Hamlet se tomó la sopa rápidamente, pero ella apartó la suya.

—Corren rumores de que Yagut estuvo esperándolo junto al mar Caspio —les contó Maysi—. Eso antes de volver a Teherán. Diez años estuvo esperándolo a orillas del Caspio, acampada con los pescadores de la zona.

Hamlet se terminó la sopa sorbiendo ruidosamente.

—No entiendo por qué te interesa tanto —le dijo a Aria—. Mitra ha visto muchas veces a la mujer de rojo y nunca le ha dado mayor importancia.

—¿A ella le contaste la verdad?

—Le dije que esa mujer está loca.

—¿Y Mitra te creyó?

—Claro.

—Así que Mitra te creyó sin más. ¿Nunca se molestó en indagar? ¿Se lo creyó y ya está?

—Sí, se lo creyó y ya está —respondió Hamlet—. No me puso la cabeza como un bombo como tú.

—Porque te lo mereces. No sabes nada de la vida. Con la de cosas que pasan, y tú sin enterarte de nada.

—¿Ahora qué he hecho? —Hamlet se volvió hacia Fereshté—. En serio, ¿qué le pasa a esta chica?

Maysi respondió en su lugar.

—Muchas cosas le pasan —dijo y le dio una suave colleja a Aria—. Ya he intentado yo meterla en vereda, pero no hay forma.

—Iré a prepararte la cama —anunció Fereshté—. ¿Ya has avisado a tu padre? Creerá que te han vuelto a secuestrar.

Hamlet se levantó de la mesa.

—No, gracias, señora. Tomaré un taxi. A mi madre le dará un infarto si no me encuentra en la cama por la mañana. Sólo he venido por educación, para disculparme con la princesa esa de ahí.

—Princesa serás tú —protestó Aria.

Él le dio las gracias a Maysi por la sopa y miró a su amiga.

—¿Por qué tienes que ser tan rara, Aria Bakhtiar? —Siguió a Fereshté en dirección a la puerta—. ¡Pero mis disculpas de todos modos! —dijo él en voz alta al salir de la cocina.

—¡Que sepas que no las acepto!

Cuando amaneció, Maysi y Aria seguían en la cocina. Fereshté se había ido a dormir, y Hamlet había llamado por teléfono horas antes para avisar de que ya estaba acostado.

La joven se apoyó en el alféizar de la ventana. Jugueteó con la pulsera, haciendo desfilar las cuentas una tras otra. Luego pasó los dedos por encima de todas ellas y las cuentas giraron, cada una en su órbita particular. Mientras las cuentas daban vueltas, Aria sintió que la cabeza también le daba vueltas. No había dormido, y los párpados se le cerraban sin querer.

—¿Por qué Fereshté te llama Maysi? —preguntó volviéndose hacia Masumé—. Nunca te lo había preguntado.

—Cosas que pasan —respondió ella—. Un día madame me estaba pegando voces, y al ir a decir mi nombre le salió mal... Maysi.

—¿Por qué se había enfadado contigo? —quiso saber Aria.

—No tengo ganas de contarte esa historia. ¡Ya está bien de historias por hoy, maldita sea! —Movía la cabeza de un lado a otro—. Además, es del tipo de historias que no deberían contarse. Es un secreto, pero se lo chivarás a madame y nos iremos todos a hacer puñetas.

—Que no se lo voy a contar. Venga, suéltalo.

Maysi le puso delante un cuenco con sopa de la noche anterior.

—Come.

—Me dejaré morir de hambre si no me lo cuentas.

—Me parece muy bien, así nos libraremos de ti. Mula tozuda —dijo Maysi—. Está bien, en nombre del imán Reza. Fue porque robé algo. O más bien porque madame creyó que lo había robado yo. Y lo sigue creyendo todavía hoy.

—¿Le robaste?

—Ya te he dicho que no fui yo. Fue esa lagarta de Zahra. Pero eso no lo descubrí hasta mucho después.

—¿Por qué le robaste a Mana?

—Pero ¿no te estoy diciendo que no fui yo? ¿Estás sorda o qué te pasa, niña?

—¿Y Zahra por qué le robó?

—Da igual. Le robó y punto. Termínate esa sopa.

Aria se dio cuenta de que Maysi no estaba para bromas ni para atender más preguntas, así que se tomó la sopa en silencio y se fue a la cama por fin.

Mientras dormía, su mente no dejaba de darle vueltas a la historia de la mujer de rojo y su amante ruso. Horas después, al despertar, se dio cuenta de que había llorado, pero sólo conseguía recordar retazos de su sueño. El cielo era rojo, al igual que las nubes, y aparecía Bobó, con quien caminaba de la mano por una calle teñida de rojo. Un extraño viento los azotaba, y las ráfagas levantaban el pelo canoso de Bobó. Él andaba con mucho tiento, procurando no perder el equilibrio al pisar de una piedra roja a otra. En el sueño, Aria le preguntaba adónde la llevaba. «Al mar Caspio. Te enseñaré de dónde viene la sangre de tu país», decía él. Luego la tomaba en brazos. Pero no estaba claro si era ella de pequeña, la Aria a la que Bobó solía subir y bajar a cuestas de la montaña, o la del presente. Si era la del presente, ¿cómo podía el cuerpo achacoso de Bobó cargar con tanto peso? Mientras caminaba iba tarareando una melodía y ella se acurrucaba contra su pecho y se quedaba dormida. Cuando llegaban al Caspio, también el sol se había teñido de rojo, y el mar, que debería haber sido del mismo tono verde azulado que los ojos de Aria, como Bobó le había descrito infinidad de veces, era de color carmesí. «Es sangre, Bobó. Sangre de verdad», decía ella, y su padre se echaba a llorar. «No sé qué ha pasado», decía Bobó entre lágrimas. Luego la dejaba en el suelo, y juntos recogían agua roja con las cuencas de las manos. De pronto, el agua empezaba a penetrar en ellas y Aria observaba cómo entraba por sus heridas, rojas como la ira, cómo atravesaba por sus venas y les subía por los brazos, hasta que la sentía entrar en el corazón y aceleraba su latido. «¿Es el Caspio de verdad?», le preguntaba a su padre. Él callaba, hasta que por fin decía: «He fallado al gran mar de la vida; el corazón se ha convertido en una herida.»

En el momento en que Bobó pronunciaba esas palabras, se despertó llorando. Luego fue a la planta de abajo. La casa estaba en calma. Seguramente Maysi y Fereshté seguían durmiendo. Descolgó el auricular del teléfono y llamó a Behruz, pero fue Zahra quien respondió.

—No necesitarás nada, ¿verdad? Porque no tengo nada que darte.

—¿Cómo estás, Zahra? —le preguntó Aria.

—¿Acaso le importa a alguien?

Tras un breve silencio, se oyó una voz amable por el auricular:

—¿Diga? —Era Behruz—. Te he echado de menos, mi niña. ¿Qué tal la cabeza? ¿Te encuentras mejor?

—Sí, estoy mejor. Pero tengo que pedirte una cosa: ¿me llevarás al Caspio?

—Sí, claro, algún día...

—No, ahora. Tiene que ser ahora. He conocido a una mujer que estuvo allí hace años. Es una mujer que viste siempre de rojo y está buscando a una persona. Quiero ayudarla a encontrarla.

Behruz tardó en responder.

—Con una condición —dijo por fin—. Si te preguntan, di que vamos a subir a los barracones. Bueno, es verdad que subiremos.

—De acuerdo —respondió Aria.

—Y otra cosa —añadió Behruz—. Desde hace unos días no ando muy bien de salud. O sea que tendrá que acompañarnos alguien más.