28

Al día siguiente, aparcado frente a la residencia de los Ferdowsi, Behruz esperaba con el motor al ralentí para que la cabina no se enfriara. Le había costado Dios y ayuda convencer al capitán para que le dejara el camión. Al principio le había prometido que trabajaría dos viernes más, pero viendo que no sería suficiente, le prometió otros dos. Finalmente, quiso la suerte que el ejército necesitara de sus servicios para hacer una entrega en el norte, en Masuleh, un pueblo costero que, por lo que le dijo un general, era calcado a un pueblo italiano. Behruz no sabía nada sobre Italia, aparte de que Sofía Loren vivía allí. Pero pensó que si conseguía enseñarle aquel pueblo a Aria, quizá sería como enseñarle Italia.

Aria subió al camión y fueron a recoger a Mitra, que ya los estaba esperando frente a su casa.

—Si no fuera por ese golpe en la cabeza, no te haría este favor —dijo Mitra, lanzando la mochila y una delgada manta de viaje al interior de la cabina—. Pero no creas que vas a conseguir mangonearme para siempre. Yo no tengo la culpa de que te cayeras. Fue un accidente.

—No me merezco tu amistad, Mitty. En serio te lo digo —respondió Aria.

Behruz subió montaña arriba con el camión; las niñas daban botes en el asiento como marionetas desencajadas.

—¿Hay una parte del mar Caspio que es roja? —preguntó de pronto Aria al recordar su sueño.

Behruz y Mitra se echaron a reír.

—Es tan verde y tan azul como tus ojos —le respondió su padre.

El aire primaveral de Teherán era frío y en lo alto de las montañas se sentía como un arma nueva: limpio, fresco y un tanto peligroso. Aria, que iba apretujada al lado de Mitra en el asiento del copiloto, bajó la ventanilla. Soplaba un viento extraño en aquella carretera, pensó.

—Ya verás como el viento cambia cuando nos acerquemos a la carretera de Cahlus —dijo Behruz, como si le hubiera leído el pensamiento—. Es un viento distinto, como si viniera de otro planeta.

Mientras conducía, Behruz pensó en Ramin; las autoridades le habían permitido regresar de Shiraz hacía unos meses, pero le habían prohibido las visitas. Pensó también en Zahra, con remordimiento, confiando en que no se enfadase cuando se diera cuenta de que se había ido de casa sin decir palabra. Pero se imaginaría que estaba con Aria; a fin de cuentas, Zahra lo sabía todo sobre él. A lo lejos, distinguió un grupo de edificios militares del tamaño de hormigas. Los neumáticos rodaban por el camino pedregoso y enfangado que los alejaba de Teherán en dirección a los valles y bosques. No tardarían en cruzarse con los nuevos reclutas que volvían al campamento una vez concluida su marcha matinal.

A su lado, Aria le planificaba el día a Mitra: le explicó que habría que presentarse a los reclutas, le describió los distintos rangos así como el cometido y la procedencia de cada uno; se explayó detallando el tipo de vida que se llevaba allí e incluso propuso una visita al huerto de granados que había al otro lado de la colina. Behruz escuchaba la conversación y oyó, intrigado, que Aria le preguntaba a Mitra por qué siempre estaba enfadada con ella. Las oyó pelearse por cuál de las dos se sentaba más cerca de la ventanilla en el camino de ida, y discutir a causa de Hamlet, el chico armenio.

Behruz miró de refilón a Aria. En el transcurso de los años, había observado cambios en ella, además de cierta complejidad de carácter. Ahora caía en la cuenta de que ella de algún modo había desarrollado la habilidad de ser dos cosas a la vez, de ser dos Arias: la que sonreía beatíficamente ante la visión de su querido huerto de granados y la que se enfadaba con su amiga. Su rostro era como el de la Gioconda, capaz de expresar elegante amabilidad y calculado desprecio con una sola mirada. Años atrás, Ramin le había leído una descripción de la Gioconda y dijo que si se trataba de una pintura tan apreciada mundialmente era por la ambigüedad con que había sido plasmada, con aquella media sonrisa en el semblante que expresaba a la vez amor y odio, bondad y maldad. También Behruz había empezado a contemplar la vida entera bajo ese prisma.

—Quiero que veáis algo —les dijo a las chicas—. Al oeste.

Las dos miraron al horizonte, hacia donde él les señalaba.

—¿Veis aquellos valles, antes de que la montaña se eleve de nuevo?

—Sí —respondió Mitra.

—¿Tú lo ves, Aria? Llevad la vista más allá de la cordillera de Elburz y de los valles, niñas, hacia el oeste. Más allá, mucho más allá, se encuentra el castillo de Alamut.

—Sólo llego hasta donde me alcanza la vista —respondió Mitra.

—Imagínatelo, intenta imaginártelo —dijo Aria.

Behruz prosiguió.

—En el pasado estas tierras estaban llenas de fortalezas. Lo llaman el valle de los Asesinos.

—¿Asesinos? —dijo Mitra.

—Sí, por los hashashins, que era como llamaban a los seguidores de Hasán al-Sabbáh, un antiguo líder de Persia. Me gustaría llevarte allí. A ti también, Mitra. Hay parajes preciosos.

—¿Y matan a gente en ese valle? —preguntó Mitra.

—Antes sí —respondió Behruz.

—¿Los asesinaban?

Él asintió.

—Sí, los ejecutaban. En el valle imperaba el terror. Allí donde hay una belleza inmensa también hay un temor inmenso... a perder esa belleza quizá.

—¿Mataban por miedo? —preguntó Mitra.

—¡¿Por qué si no se ha matado siempre?! —exclamó Behruz—. El valle es infinito. Como un mar de arena compacta. Cuando llevas un tiempo viajando por él, te parece que todo el mundo es así. Piensas que todo el planeta es rojo. Pero justo cuando empiezas a estar seguro del espacio que te rodea, de que nada alrededor va a cambiar, de repente todo se mueve y se transforma. Los valles se deslizan hacia los ríos. Bajan en torrente desde el manantial del Caspio, como cascadas planas. Cuanto más te adentras en esas tierras, cuanto más te pierdes al norte, más se te hace evidente que nada de lo que considerabas seguro es verdad. Todo está en continua transformación. El valle rojizo se vuelve verde, las montañas crecen, cubiertas por un manto forestal de una belleza inimaginable. Llegas a las laderas de Mazandarán, desde cuya cima se divisa el mar Caspio, allá a lo lejos, y hasta puedes saborear la sal de sus aguas que arrastran las nubes.

—Pero en realidad es un lago, no un mar —dijo Aria.

—Sí, en realidad es un lago, no es un mar ni mucho menos. Pero puede dar la impresión de que es un mar. Y su agua es salada. Así es el Caspio: el gran impostor, capaz de ser dos cosas a un tiempo. De ahí su hermosura.

Antes de que cayera la noche, ya habían instalado el campamento. Las chicas olvidaron sus rencillas y disputas y como buenas adolescentes se pusieron a hablar de trapitos y de los fornidos muchachos de uniforme, que habían empezado a jugar al fútbol para atraer su atención. Aria y Mitra hablaban de aquellos chicos, de cómo sería besarse con ellos. Les habría gustado hablar de sexo también, pero ninguna de las dos podía aún, aunque ambas fantasearon con cuál de aquellos soldados darían el paso. Más tarde, después de cenar, se tumbaron al raso sobre unas mantas y contemplaron el firmamento.

—¿Con qué clase de chico te casarás? —preguntó Mitra.

—Yo nunca me voy a casar.

—Tú estás loca. Todas las mujeres se casan. Estamos obligadas —dijo Mitra—. A mí me gustaría que fuera un chico divertido, guapo y a lo mejor un poco tonto, para que hiciera siempre lo que yo quisiera.

—Pues Hamlet te iría como anillo al dedo —dijo Aria.

—Yo nunca me casaría con Hamlet.

—¿Nunca lo has pensado?

—Nunca. Jamás.

Mitra le volvió la espalda, y Aria se dio cuenta de que mentía.

—Pues él seguro que se casaría contigo —le dijo.

Mitra no hizo comentarios.

—Yo voy a ser astronauta, y algún día puede que viaje a las estrellas —soltó Aria.

Al rato, se fueron a la tienda de campaña. Mitra se durmió y soñó que un chico la estrechaba entre sus brazos con tanta fuerza que notaba su erección. Aria se quedó desvelada pensando en otras cosas: en la madre que la abandonó, en la que le pegaba y en la otra, que la quería pero era incapaz de expresarlo.

Las dos chicas estaban instaladas en una tienda contigua al campamento reservada para visitas ocasionales. Dos lámparas de queroseno iluminaban el reducido espacio. Cuando Behruz entró para darles las buenas noches, se encontró a Aria despierta, sentada en la cama. Él se había dejado la mochila en la tienda, y ella la había vaciado y estaba hojeando sus libros prohibidos.

—¿Qué lees? —preguntó su padre—. ¿Los Miserables?

Aria levantó la mirada.

—¿Cómo sabes el título si no sabes leer?

Él se sentó a su lado en la cama y dio unos toques en el libro con el dedo.

—Por la foto de la cubierta.

—Ah —dijo Aria observando la ilustración.

Behruz se fijó en otro libro que ella tenía al lado y no reconocía. Lo cogió y lo abrió. En los márgenes había unas anotaciones a lápiz, con la letra de su hija.

—Éste es tuyo —dijo Behruz.

—Sí.

—¿Es de la escuela?

—No, éste no. Lo leo por gusto.

—Veo que tienes alma de poeta.

—¿Cómo sabes que es de poesía?

—Pushkin —dijo Behruz señalando las letras de la cubierta.

—¡Pero si tú no sabes leer!

—Pero reconozco los signos.

No sabía cómo confesarle a su hija que alguien le había enseñado a leer, alguien que ahora se pudría entre rejas.

—¿Alguna vez has intentado aprender? —preguntó Aria.

Behruz no respondió.

—Ya es hora de dormir —dijo mientras recogía sus libros.

—¿Zahra te pregunta por mí alguna vez?

Se detuvo y la miró a los ojos.

—Sí. De vez en cuando.

—¿Para asegurarse de que nunca voy a volver con ella? ¿De que se ha librado de mí?

—No, no lo hace por eso. —Se paró en el umbral de la tienda, con la mirada baja—. Hija, aún tienes mucho que aprender sobre este país, sobre su gente. Esta tierra se remonta a siete mil años atrás, puede que más. Las cosas así de antiguas con el tiempo empiezan a resquebrajarse. A pudrirse. El árbol más viejo es el primero en arder, ¿no es cierto?

—¿Zahra me odia? —preguntó en voz baja.

Behruz sufrió un acceso de tos tan fuerte que dobló la espalda y se tapó la boca con la mano. Aria se dio cuenta de que le faltaba la respiración. Cuando se irguió, tenía las manos manchadas de sangre.

Ella, muy asustada, las tomó entre las suyas.

—Suelta, hija —le dijo con voz ronca—. No te preocupes.

—¿Es que no te cuida?

Aria buscó la cara de su padre. Behruz se aclaró la garganta.

—Zahra es mi mujer. No me ha hecho daño. Y es tu madre también. Acuéstate, hija.

Por la mañana, continuaron viaje a través del valle con Behruz al volante.

—Mirad allí —dijo señalando al frente, pero las niñas no veían más que una extensión de tierra interminable y unas montañas al fondo.

—En el suelo, en la tierra. ¿Lo veis? —Las chicas dijeron que no con la cabeza—. Las vías del ferrocarril —aclaró Behruz—. Reza Sah mandó tender esas vías. ¿Sabéis quién era ese hombre?

Aria dijo que no.

—El padre del sah —contestó Mitra—. El rey que hubo antes de éste. Siempre hay un rey antes de otro rey, y un rey después de otro.

—Quizá —dijo Behruz—. Él fue quien mandó construir esa línea férrea, de punta a cabo.

—¿De qué punta a qué cabo? —preguntó Aria.

—De punta a cabo del país, tonta —respondió Mitra.

—Tonta serás tú —dijo Aria y se volvió hacia Behruz—. ¿Desde el golfo Pérsico?

Él asintió.

—De arriba abajo y de oeste a este. Él salvó el país. La gente lo odia. A veces oigo a los generales despotricar contra él, pero no sé... Si los trenes llegan hasta aquí fue gracias a él —dijo en tono reflexivo—. Y luego vino Mosadeq. Creo que él también intentó usar la línea férrea.

—Mi padre odia a todos los reyes —dijo Mitra.

—Lo entiendo —respondió Behruz—. Pero no sé si hace bien o si hace mal.

—En tren puedes viajar a todas partes, ¿no? —preguntó Aria.

—Claro. Y puedes transportar comida y petróleo. Se pueden transportar todo tipo de cosas.

—Mi padre dice que los británicos se llevaron el petróleo en los trenes.

—Así es. —Behruz asintió—. Entonces teníamos un primer ministro que...

—¿Y por qué no echamos a patadas a los británicos y conducimos esos trenes nosotros? —dijo Aria—. ¡Pum, pum, pum! Yo misma los atizaré.

Aria se rió, pero Mitra frunció el entrecejo.

—Creo que eso ya lo intentamos, hija —dijo Behruz—. O al menos eso me han dicho.

—Mi padre también usa el ferrocarril. Para su trabajo. Para transportar el petróleo —dijo Mitra.

—¡Entonces él atizó a los británicos! —exclamó Aria levantando el puño en el aire.

—No, tonta. A quien intenta atizar es al sah. Creo.

—Entonces ¿qué pasó con los británicos?

—No lo sé.

Las niñas no tardaron en cansarse de hablar del ferrocarril y los británicos, pero mientras avanzaban Aria no podía apartar la mirada de las vías que habían dado pie a aquella conversación. Clavó los ojos en ellas hasta que la carretera empezó a serpentear y desaparecieron de su vista. Mitra y ella se tomaron sus refrescos en silencio. Un rato antes habían pasado por delante de una furgoneta parada en el arcén, con la puerta trasera abierta y un cartel de «Pepsi-Cola 5 centavos: los cinco centavos mejor gastados de América». Habían hecho un alto y comprado seis botellas, tras dudar entre Pepsi y otra marca con la imagen de James Dean en la etiqueta que rezaba: «¡Llévate una Kist! ¡Kist Kola, 5 centavos la botella!»

Mientras las niñas se tomaban sus refrescos, Behruz inhaló la fresca brisa del norte, una brisa como de otro planeta, y dejó la pista sin asfaltar para desviarse hacia la vía principal, la carretera de Cahlus, que habría de conducirlos hasta aquel lago inmenso, hasta el Caspio. Las niñas sacaron la cabeza por la ventanilla, y notaron un leve sabor a sal en la garganta. Se cruzaron con unos granjeros que iban tirando de sus mulas, y Aria vio a unas niñas en el campo que llevaban el pelo tapado con pañuelos estampados de flores. Como todas las gitanas, vestían pantalones bombachos de seda rosa e iban descalzas.

—Ya no parece que estemos en Irán —observó Aria.

—Irán es distinto en cada región —dijo Behruz y señaló a un grupo de personas a un lado de la carretera—. Vendedores de tapices y alfombras de Tabriz. Turcos de Tabriz. Sus alfombras son las más rojas de todas.

Aria se fijó en las alfombras al pasar en el camión. En varias de ellas distinguió la figura de un pájaro junto a una laguna, rodeado por otros veintinueve pájaros.

—Es el Simurg —dijo Mitra—. ¿Te acuerdas de la historia?

—Claro, ¿cómo la voy a olvidar? Me caí del tejado por su culpa —respondió Aria.

—Me la contó mi padre —dijo Mitra—. Me dijo que el Simurg era en realidad una abubilla, y que volaba en bandada con otros veintinueve pájaros para buscar a Dios. Y lo encontraron en un lago.

—No me acuerdo de esa parte —dijo Aria.

—Iba a contártela justo antes de que te cayeras y te partieras la cabeza —respondió Mitra.

—¿Cómo es posible que el ave fénix sean sólo treinta pájaros si se supone que es tan grande como el universo?

—A lo mejor son pájaros gigantes —dijo Mitra.

—El universo está lleno de misterios, hijas mías —añadió Behruz.

Mientras continuaban viaje, escuchó en silencio la conversación de las chicas, que versó sobre todo tipo de temas: apariciones, santos, monstruos, amores. La capacidad de asombro que detectaba en sus voces le hizo añorar su propia infancia, cuando también a él lo embelesaban los mitos.

Por fin llegaron a orillas del lago. Aria suspiró aliviada al descubrir que ni el cielo ni el mar estaban teñidos de aquel rojo que veía en sus sueños, sino de azul y verde, como su padre le había dicho siempre. Esa noche acamparon en la tienda bajo las estrellas, y las dos se durmieron enseguida.

Behruz llevaba un rato despierto, desvelado por el dolor. Se había aficionado al opio y solía dar unas caladas a escondidas antes de acostarse. Salió sigilosamente de la tienda y registró el camión, pero no encontró ni rastro de su alijo. Tal vez se lo había olvidado en casa, ¿o quizá se lo había quitado Zahra? Sí, estaba seguro de haber guardado cierta cantidad en el camión. Pegó una patada al suelo de tierra. «Zahra», pensó. Seguro que Zahra le había quitado el opio. Por un instante, se le pasó por la cabeza que lo hiciera por amor, pero tras veinte años de vida en común sabía perfectamente que el único sentimiento que Zahra albergaba hacia él era rencor. De pronto la acerada maldad de Zahra se le clavó en el cuerpo como una lanza y le laceró el corazón y todo el resto de los órganos, músculos y huesos.

Regresó a la tienda y procuró dormir. Pero despertó tras una breve cabezada y volvió a salir al exterior, desesperado. Puede que Zahra le hubiera dejado un poco de opio en el camión, aunque sólo fuera una pequeña cantidad. Le dolía todo el cuerpo; tenía las piernas entumecidas y sentía los brazos como si se los hubieran pegado a los costados. Notaba fuertes latidos en el cuello, la cabeza y el corazón. Se le escapó un grito de dolor.

Las chicas se despertaron un poco después, con la fragancia del musgo y los lirios en el aire. Habían salido de la tienda adormiladas y contemplaban el mar cuando Behruz volvió a gritar. Estaba de pie junto al camión, sujetándose el pecho.

—Estoy bien —les dijo al verlas correr hacia él—. Es que ya no soy un jovencito.

Aria alzó la vista para mirarlo, tan asustada que no le salían las palabras.

—Estoy bien, hija mía —le repitió—. He salido a tomar el aire antes de que despertarais.

Pero mientras decía esas palabras sufrió una parálisis, tropezó con una piedra y cayó de bruces al suelo. Ahora al inhalar sentía una opresión en el pecho y oía débilmente, como si le llegaran de muy lejos, las voces de Aria y Mitra pidiendo ayuda. Ya no veía lo que tenía delante, sólo una especie de pantalla en su imaginación. En esa pantalla aparecían tres rostros. El primero era el de Aria de niña, con aquel vestidito blanco que él le había regalado. Junto a ella estaba Ramin, que la llevaba de la mano. Los dos lo saludaban.

A lo lejos había otro rostro. Cuando la imagen empezó poco a poco a perfilarse, vio que era Zahra. Tenía la edad de cuando la había conocido, treinta años atrás en un viejo fumadero de opio, entonces él era muy joven y Zahra le había contado lo que él ya sabía, sobre su vida y su hijo, Ahmad. No debería haberse casado con ella. Pero si no lo hubiera hecho, no habría podido mirarse a la cara. En aquel entonces se hablaba mucho de él y sus maneras delicadas, y corrían rumores que estaban destrozando a su padre. Y no se vio capaz de dejar a Zahra sola en el mundo, soltera, traicionada por todos.

De pronto notó que Aria lo sujetaba y oyó que pronunciaba su nombre. Se sentía sin fuerzas. Se llevó una mano al pecho e intentó inhalar aire, pero le pareció distinto. No era como el aire que había respirado hasta entonces. Allí el viento soplaba de un modo diferente. El viento le estaba haciendo daño. Se puso a temblar y luego empezó a sufrir espasmos. Con gran esfuerzo, Behruz miró a los ojos a su hija.

—Aria. Mi maravillosa Aria. Te encontré bajo la luna.

Luego sintió su corazón latir por última vez y se hizo una hermosa oscuridad.