Bajaron el cuerpo lentamente, en silencio. El ruido seco que hizo al golpear la tierra desató los alaridos de Zahra. Se arrojó al suelo, se aporreó la cabeza con los puños y luego los hundió en el barro y la grava mientras, a voz en grito, suplicaba al imán Alí que resucitara a su marido.
Aria, flanqueada por Mitra y Hamlet, volvió la cabeza para no verla y lloró en silencio. Muluk le dio la mano. Maysi también lloraba; las lágrimas le resbalaban por las mejillas mientras recitaba calladamente el Corán. Fereshté no podía llorar; ni siquiera podía fingir que lloraba. Lo que era peor, ni siquiera se veía capaz de mirar a Aria ni de hacerle un gesto de consuelo. Tampoco podía fingirlo. Tuvo que hacerlo por ella Muluk, su hermana pequeña, que siempre se había sentido más cómoda en el mundo.
Fereshté vio cómo sepultaban el cuerpo de Behruz para siempre. Luego se alejó lentamente de la tumba con otras personas, entre las que se contaba Zahra, agotada de tanto dramatizar. Al final, sólo se quedó Mitra para consolar a su amiga. Aria estaba inmóvil, la espalda erguida, secándose las lágrimas antes de que cayeran.
Al otro lado de la verja del cementerio, una persona se había quedado rezagada, y cuando Aria por fin se apartó de la tumba lo vio de refilón. Estaba demasiado lejos, y ella tenía los ojos demasiado llorosos para verlo con claridad, pero sus andares le recordaron a alguien.
—¿Qué miras? —le preguntó Mitra.
—Nada. Por un momento me había parecido ver a alguien que conozco.
Kamran distinguió a una mujer que lo miraba fijamente, pero desde el otro lado de la verja del cementerio no estaba seguro de que se tratara de Aria. Todas las mujeres que habían asistido al entierro iban tapadas con velo, de manera que la melena caoba de Aria no estaba a la vista. Ya sólo quedaban dos mujeres en el cementerio, pero tampoco éstas eran reconocibles.
Ambas lo miraron, apoyadas la una en la otra. Kamran las escrutó de lejos, pero no logró adivinar sus rostros. De lo único que no dudaba era de que el hombre que acababan de enterrar había sido un titán para él cuando era niño. A partir de ese momento, Behruz Bakhtiar se convertía también en la primera persona a la que había admirado que fallecía. Mientras veía cómo bajaban su cuerpo a la sepultura, Kamran se había imaginado a Behruz trepando con uñas y dientes por la fosa, hundiendo los dedos en el barro y empujándose hasta salir al exterior. La imagen lo había llenado de terror por unos instantes, hasta que su ensoñación se había visto interrumpida por el escandaloso espectáculo de Zahra.
«Mujer, no has cambiado nada, ¿eh? Piadosa como una káfir. No eres mejor que los judíos o que los cristianos», masculló Kamran. Vio a Zahra arrojarse al suelo, como si quisiera acompañar al cuerpo del señor Bakhtiar, hasta que los soldados, amigos de Bakhtiar tal vez, la levantaron. Kamran se mordió el labio deforme oculto por el bigote. «Sabías que te levantarían, ¿verdad?», se burló. Escupió en el suelo y observó divertido cómo los soldados apartaban respetuosamente a Zahra de la sepultura. Al poco, la mayoría de los dolientes se había marchado también, pero Kamran allí seguía, intentando distinguir los rostros difusos de las dos mujeres, o niñas (no estaba seguro).
De lo que sí estaba seguro Kamran era de que una chica, probablemente una de aquellas dos cuyo rostro no alcanzaba a ver, le tenía firmemente agarrado el corazón, por el ventrículo derecho, en medio del pecho, y que había tanta tristeza en aquella opresión que reverberaba hasta la boca del estómago, y allí latía, lastimaba, gemía y aullaba atravesando todas las cámaras de resonancia de su cuerpo.
Kamran decidió que esa noche, a pesar de todo el tiempo transcurrido, intentaría volver a ver a Aria. Y esa vez, cuando trepara al alféizar de su ventana, no le dejaría una pulserita, sino que entraría en su habitación, se sentaría junto al cabecero de la cama y le acariciaría el pelo. Quizá le contara algún chiste de cuando eran niños, o la instruyera en algo como entonces. Igual que entonces.
Las mujeres veladas se volvieron y empezaron a caminar en su dirección. Kamran se colocó detrás de un olivo, confiando en que el tronco y las ramas lo ocultaran. Agachó la cabeza, pero sin apartar de su vista las dos figuras. El cementerio estaba llenándose de familias que acudían a visitar a sus difuntos y de pecadores que iban allí a ver su futuro. En algún lugar entre los pecadores y los dolientes, pensó Kamran, iba Aria caminando con su amiga. Y justo estaba pensando eso cuando perdió de vista a las dos mujeres que había estado siguiendo. Salió de su escondite detrás del árbol y aguzó la vista más allá de las hileras e hileras de lápidas y muerte, pero los velos negros que envolvían como sudarios el cementerio eran un camuflaje perfecto. Ya no habría forma de encontrar a aquellas dos mujeres.
Mitra se montó en el coche que la esperaba con su madre y su hermano.
—Lo siento mucho, aunque casi no conociera a tu padre —le dijo al abrazarla.
—Yo tampoco lo conocía mucho —contestó ella con pesadumbre.
Maysi y Fereshté estaban esperando a Aria junto a un taxi, un Mercedes negro que a ella de pronto le pareció inapropiado. Como salido de una calle parisina o londinense o de alguna tierra extraña donde no ocurrían desgracias.
—¿Os importa si vuelvo dando un paseo? —les preguntó Aria—. Luego nos vemos.
Maysi la atrajo hacia sí para darle un abrazo, le estampó dos besos en cada mejilla y uno más de propina.
—Como quieras, como quieras —dijo.
Fereshté se limitó a asentir con la cabeza.
—Gracias, Mana —dijo Aria e instintivamente encaminó sus pasos hacia el sur, hacia el bazar y el casco antiguo.
No tardó en darse cuenta de que el Shush, y la casa de los Shirazí, no quedaban lejos. Llamó a la puerta de los Shirazí y entró antes de que la hicieran pasar. La casa estaba inusualmente tranquila y no había rastro de las niñas. Fue hasta la parte de atrás y, por la ventana, vio a la señora Shirazí en el patio.
Como atraída por su mirada, la mujer alzó los ojos. Se volvió a toda prisa, se acercó a la fuente del patio y se lavó la cara. Luego miró hacia la ventana de nuevo. Aria levantó una mano a modo de saludo.
—¡No están en casa! —gritó la señora Shirazí—. ¡Mis hijas. Vuelve luego, no están!
Aria, sin embargo, no se movió, y al poco la señora Shirazí fue hacia ella.
—No están —repitió entrando en la casa.
—No he venido para verlas a ellas.
—Entonces ¿a qué has venido?
—No lo sé. —Aria titubeó—. ¿Se ha enterado? De lo de mi padre. Ha muerto.
La señora Shirazí tardó en responder.
—Madame Ferdowsi no me ha dicho nada.
—Siento haberla molestado. He venido directamente del cementerio.
La señora Shirazí calló de nuevo. Se limitó a recorrer la habitación con toda calma, ordenando mantas y cojines.
—¿La ayudo? —preguntó Aria.
—¿Por qué no estás con tu familia? —dijo la señora Shirazí.
—No lo sé. Me he puesto a andar y he terminado aquí.
—Bueno, pues no deberías estar aquí.
La señora Shirazí recogió unas prendas de sus hijas que estaban desperdigadas por el suelo y subió a la planta de arriba. Aria la siguió y se quedó mirando cómo doblaba la ropa y colocaba cada prenda sobre la cama correspondiente de cada niña. Se volvió hacia la ventana, por donde entraba el sol a raudales.
—Se está bien aquí arriba —dijo y miró al exterior—. Antes yo vivía por aquí cerca, ¿sabe?
Aria bajó la vista y reconoció algunos de los edificios del barrio. Estirando un poco el cuello incluso alcanzó a ver su antigua casa. Se veía parte del patio y el balcón donde tantas veces había dormido. Se preguntó si Zahra ya habría llegado a casa.
—¿Sabe que yo antes vivía allí? Justo allí.
Señaló hacia la casa, pero la señora Shirazí no miró.
—Yo no sé nada —respondió.
—Si me hubiera conocido entonces, habría podido verme desde esta ventana. Qué curioso. —De repente, la asaltó una idea—. ¿De verdad no me conocía? Yo solía jugar allí, en ese balcón. Desde aquí se ve la esquina. —Esperó a que la señora Shirazí mirara, pero la mujer no le prestó atención—. Había un chico que vivía en mi edificio —prosiguió Aria—. Kamran Jahanpur. Tiene el labio partido. Como retorcido. ¿No lo ha visto nunca, señora Shirazí?
Mehri ajustó las sábanas en las esquinas de los colchones y no contestó.
—¿Kamran sigue viviendo allí? —preguntó Aria.
Mehri palmeó las sábanas para quitarles el polvo y le dio la espalda.
—Yo no veo nada —respondió, y se fue a la planta de abajo.
Aria la siguió hasta la cocina y se sentó a la mesa.
—¿Está segura de que no me conocía de antes? ¿Y a Kamran tampoco? Era muy bueno conmigo. Me gastaba bromas cuando me dejaban fuera castigada en el balcón. Pero ahora tengo otros amigos.
La señora Shirazí troceaba verduras en silencio.
—Yo la ayudo —se ofreció y tomó un cuchillo y se puso a cortar.
La señora Shirazí se rindió y se sentó a la mesa, frente a ella.
—Este cuchillo no sirve, señora Shirazí —observó Aria—. Le diré a Maysi que le traiga uno nuevo.
—No quiero más obras de caridad —contestó mirándola a los ojos por primera vez desde su llegada—. Y me llamo Mehri. Puedes llamarme Mehri.
Aria se quedó en casa de los Shirazí, troceando verduras con el cuchillo romo, hasta que las niñas volvieron con su padre. Las cuatro habían estado ayudándolo a limpiar la tienda del bazar.
—Dios no permita que nos llamen sucios —dijo el señor Shirazí.
—¿Eso les llaman? —preguntó Aria—. ¿Sucios?
—No, hija mía —respondió el señor Shirazí—. Sólo a veces. Sólo algunos.
—La señora Shirazí me ha dicho que se llama Mehri —le dijo en voz baja Aria al señor Shirazí mientras éste la acompañaba a la puerta.
—¿Eso te ha dicho?
—Sí. Y yo le he dicho que mi padre ha muerto. Lo hemos enterrado hoy, y después he venido aquí.
—Mi mujer nunca le dice su nombre a nadie —observó el señor Shirazí en un tono lleno de asombro, con tristeza en la mirada—. Y siento mucho lo de tu padre, guapa.
En lugar de ir hacia la plaza Ferdowsi, Aria recorrió el breve trayecto que separaba la vivienda de los Shirazí de su antigua casa. Las luces estaban encendidas y vio a Zahra por las ventanas que daban a la calle. Era extraño verla así, verdaderamente sola. Se quedó un rato observándola, mientras Zahra daba vueltas por la cocina y después se sentaba en el salón, a hojear sus revistas. Ya no vestía de negro. Llevaba un vestido ceñido y una rebeca de color burdeos. No parecía triste, pero había en ella algo singular, como si fuera la única figura enfocada en una fotografía por lo demás borrosa. O tal vez Zahra fuera la única desenfocada y las demás figuras se vieran con total claridad. En cualquier caso, ella era el centro de atención, la atracción principal. Aria ignoraba si era lo que Zahra quería; quizá no se tratara de algo voluntario.
Al cabo de un rato, fue hacia la puerta y levantó la mano para llamar. Intentó acercar el dedo al timbre, pero se detuvo. Al otro lado no se oía ningún movimiento; reinaba un silencio sepulcral. Tal vez Zahra había intuido la presencia de Aria. Y tal vez bastara con eso.
Sí, mejor dejarlo así. Aria bajó la mano y se alejó lentamente, preguntándose sobre qué estrella de cine le habría dado por leer a Zahra.
Cuando por fin llegó a su casa ya era tarde y todos estaban durmiendo. Llamó suavemente con los nudillos a la puerta de Fereshté y la despertó.
—La señora Shirazí me ha dicho su verdadero nombre —susurró.
—¿Y te ha dicho algo más? —preguntó Fereshté, de pronto desvelada por completo.
Aria negó con la cabeza y Fereshté guardó silencio. La acompañó a su habitación, la arropó como si fuera una niña y regresó a la cama.
Por la mañana, Hamlet y Mitra pasaron de nuevo a darles el pésame por la muerte de Behruz. Ambos la abrazaron con aire solemne, y esa vez, al inclinarse Hamlet sobre ella, Aria olió su colonia. Era distinta a la que usaba antes; tenía un matiz intenso, algo nuevo, masculino. Cuando se apartó, Aria advirtió que estaba recién afeitado. Se había echado un tónico calmante. En la piel sólo quedaban unos puntitos negros insignificantes... No, insignificantes no, pensó Aria. Esos puntitos, así como los pelos que apuntaban por ellos, tenían una gran importancia. Le otorgarían autoridad. Desde ese momento, Hamlet siempre se saldría con la suya, siempre tendría la última palabra.
Aria lo envidió, envidió su nueva esencia, e inhaló con fuerza, como intentando absorber su persona. Se quedó mirándole el cuello. Le trajo a la memoria un poema, cuyo autor había olvidado, en el que se hablaba del cuello de los chicos, de esos cuellos recios y musculados que estaban pidiendo a gritos una caricia. Estuvo a punto de tocárselo, pero en el último instante se contuvo y miró de reojo a Mitra confiando en que no se hubiera dado cuenta.
Después del desayuno, Hamlet se marchó para hacer unos recados con su padre, y Aria y Mitra se sentaron junto a las fuentes del jardín y jugaron a echarse agua. Fereshté las observaba desde una ventana de la planta de arriba.
Al rato se pusieron a saltar de fuente en fuente, de las más pequeñas a las más grandes, procurando mantener el equilibrio en el borde, pero en vano, porque cada dos por tres se caían al agua, que a veces les llegaba hasta los tobillos y otras hasta las rodillas. A pesar de su pena, en su semblante había un amago de sonrisa, y eso consoló a Fereshté. Viendo aquellos rostros risueños, ella también sonrió a su vez; al entornar los ojos, notó un leve escozor en las mejillas. Estaba llorando. Nunca había sentido una pena tan grande.