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El nuevo recluta metió la cabeza en el cubo. El agua destelló sobre su tez morena, le resbaló por el cuello y desapareció bajo el recio uniforme de algodón. Behruz creía conocer a todos los nuevos, pero por alguna razón ése se le había escapado. El joven volvió a hundir la cabeza en el agua y se mojó todo el pelo. El regimiento acababa de terminar la carrera de la tarde.

Behruz apagó el cigarrillo y se acercó al recluta.

—¿Toalla? —dijo y le lanzó una sin aguardar respuesta.

—Gracias —contestó el recluta, a sabiendas de que ninguno de sus compañeros tenía toalla—. ¿Tengo enchufe o qué? —añadió y se echó a reír.

—He visto su insignia de capitán.

Behruz encendió otro cigarrillo y se lo ofreció.

—No fumo. Pero gracias.

—Es mayor que los demás, pero todavía joven para ser capitán... —Dio una calada y al inhalar se le entornaron los cargados párpados. Se rascó la barba incipiente, exhaló el humo y le tendió la mano—. Me llamo Behruz.

—Y yo Ramin.

—Encantado de conocerlo, capitán.

El joven se echó a reír.

—No me trates de usted. Llámame Ramin. ¿Eres el cocinero?

Behruz exhaló otra bocanada de humo.

—De vez en cuando, pero más que nada soy chófer.

—Ah, es verdad. Creo que fuiste tú quien nos subió.

—No te vi en la trasera del camión con los demás.

—Subí con los generales —aclaró Ramin—. Con el «nos» me refería a mis hombres. Pareces demasiado joven para ser chófer. ¿Por qué no llevas uniforme como los demás? Seguro que te manejarías perfectamente con el fusil.

Él negó con la cabeza.

—Ya hace mucho que soy chófer. ¿Vas a estar un tiempo aquí destinado?

—Todo el que me permitan. —Se pasó la toalla por el cuello de nuevo—. Estoy haciendo el servicio militar. Me iré pronto de aquí. Tengo cosas más importantes que hacer.

Behruz asintió.

—Mi tienda es esa de ahí. La pequeña que está al lado del barracón grande. —Señaló hacia un altozano donde se había levantado el campamento—. Si algún día estás aburrido, pasa a saludarme.

Ramin sonrió y dejó al descubierto una dentadura perfecta. Parecía una estrella de cine.

—¿Nada más llegar y te instalan en un palacete? —dijo Behruz—. La gente pensará que le has hecho un favor a alguien.

Ramin rió de nuevo.

—No está mal para un chico de veintidós años. Y recién salido de la universidad.

El joven no hizo ningún comentario. Behruz apagó el cigarrillo entre los pies de ambos.

—Gracias por la toalla —dijo Ramin devolviéndosela.

—Quédatela. Me voy a preparar la cena.

Behrouz le dio una palmadita en el hombro y se alejó.

Durante la cena, lo buscó con la mirada pero no lo vio. Cuando la mayoría de los soldados habían regresado a sus literas, llenó un plato con arroz y estofado de berenjena. En la oscuridad, encontró su tienda.

—¿Capitán? —dijo en voz baja.

Hacía frío, le temblaban las manos y se le derramó un poco el guiso. Oyó movimiento de papeles y un cajón que se cerraba.

—Ahora voy —contestó Ramin.

Un momento después abría la cremallera de su tienda. Tenía la cara sudorosa. Behruz apartó la lona.

—Para ti —le dijo.

—Pasa. Seguro que con el humo de tu cigarrillo sabe mejor.

—Lo siento —se disculpó Behruz y arrojó la colilla al exterior.

—Era broma. En serio. Es muy amable por tu parte.

—Me ha parecido que no ibas a llegar a tiempo para la cena y he pensado que...

—Pero que muy amable —insistió Ramin—. Siéntate.

Señaló hacia el camastro con las sábanas perfectamente ajustadas que estaba en la cabecera de la tienda, pero Behruz optó por una silla cercana. El joven se sentó en la cama, con el plato sobre las rodillas. Instantes después lo dejó a un lado, se acercó a su escritorio, abrió el cajón y volvió a cerrarlo.

Behruz sonrió.

—No, nada, es que... Es que no quiero que se caigan las cosas. ¿Lo has hecho tú? —preguntó Ramin oliendo el estofado.

Él asintió con la cabeza.

—Delicioso, delicioso.

Pero se quedó mirando fijamente el plato y Behruz se preguntó de qué tenía tanto miedo.

Por la mañana, Behruz buscó otra vez al joven capitán. Pero no lo vio, ni entonces ni durante el resto del día. Por la noche se saltó la cena y se metió en su tienda, que compartía con otros cinco soldados. Tumbado en la cama, agarró el libro que guardaba debajo de la almohada y se lo llevó al pecho.

Ciro, uno de sus compañeros de dormitorio, le tiró una gorra.

—Bakhtiar, ¿sólo sabes abrazar libros?

Los demás, que acababan de llegar de la cantina, se echaron a reír.

Behruz se caló la gorra.

—Ya lo he leído —dijo—. Sólo estaba pensando en él.

—¡Pero si éste no sabe leer ni las señales de tráfico! —replicó Ciro.

Los demás rieron de nuevo.

Behruz alcanzó su paquete de tabaco, sacudió la cajetilla para sacar un cigarrillo y se lo encendió.

—¿Desde cuándo se puede fumar dentro de la tienda? —protestó Ciro—. No sabía que hubieran cambiado las reglas.

—Yo sí puedo. Vosotros sois una pandilla de idiotas que no sabéis coger un cigarrillo sin la ayuda de vuestra mamaíta.

—Ciro ha tenido niñera. Los demás, mamaítas —corrigió un compañero.

La delantera de la tienda se abrió y entró Ramin. Behruz apagó el cigarrillo. Los demás se cuadraron.

El capitán se echó a reír.

—Descansen, caballeros. ¿Me da un cigarrillo, Behruz?

Él le tendió el paquete. Ramin se metió un pitillo en la boca y esperó a que le diera fuego.

—¿Es eso cierto, señor Ciro? —Levantó la vista y dio una calada—. ¿Ha tenido usted niñera?

—No, señor —respondió Ciro—. Me crió mi abuela, señor.

—Ah, así que has tenido niñera y mamaíta.

Los demás rieron, pero Behruz no abrió la boca. Ramin lo miró a los ojos y luego se fijó en el libro que tenía sobre la cama.

—Así que le gusta leer, ¿eh?

—Hace como que le gusta, señor —intervino Ciro.

—Tú cierra el pico, malcriado —dijo Ramin, e insistió de nuevo—: ¿Entonces?

Behruz asintió con la cabeza.

—Y no cualquier clase de libro, por lo que veo.

Ramin examinó la cubierta y le guiñó un ojo.

—Tome. Le he traído la cena. —Le tendió una bolsa de papel—. Fumando como fuma más vale que se alimente bien.

—Gracias —dijo Behruz tenso, aceptando la bolsa.

—¿Se halla usted indispuesto quizá?

—No, es que esta noche no tenía apetito.

—Bien, pues le devuelvo el favor.

Ramin saludó con la cabeza a los demás soldados y salió de la tienda.

Behruz dejó la bolsa con la comida sobre la cama y se encendió otro cigarrillo. Le temblaban un poco las manos.

—Mira el enchufado. ¿Le estás poniendo el culo, Behruz? —soltó Ciro.

—Cabrón de mierda.

Ciro se tumbó en la cama y dobló los brazos debajo de la cabeza.

—Si es verdad que sabes leer esos libracos, ¿cómo es que nunca nos los lees?

—Como si tú pudieras entenderlos —replicó Pasha, un joven turco de Tabriz.

Behruz metió la comida debajo de la cama, se tumbó y se llevó el libro al pecho de nuevo. Examinó la cubierta e intentó descifrar las palabras. Llevaba un año intentándolo. Sabía exactamente qué clase de libro era, como también sabía que Ramin podría haberlo detenido por tenerlo en su posesión. Se llevó una mano al pecho para sentir el latido del corazón.

Aquella noche, tras varias horas en vela, Behruz salió de la tienda. El único que seguía despierto era Ciro.

—¿Adónde vas? —le preguntó.

—A ver dónde les dan las azotainas a los mocosos de pueblo como tú.

Cuando levantó la loneta y entró en la tienda de Ramin, se lo encontró sentado a su escritorio.

—A esto se le llama una visita temprana —dijo el joven sin levantar la vista.

Behruz hurgó en sus bolsillos y recordó que había olvidado el tabaco.

—¿Qué escribes?

—Un informe sobre libros prohibidos. Como el que tienes tú. —Lo miró y luego soltó una risotada—. Conque te gustan esas lecturas, ¿verdad? Si llega a pillarte otro, no hubieras salido tan bien parado.

Behruz asintió.

Ramin se levantó del escritorio y fue a su cama. Se sentó y se recostó contra el cabecero, con la espalda bien recta. A juzgar por cómo le quedaba el uniforme, debía de tener el cuerpo fuerte, musculado, pensó Behruz. Lo observó estirando sus largas piernas.

—Este lugar es muy distinto de donde tú vienes, ¿verdad? —dijo Behruz.

—No tanto. Hay tantos idiotas como allí.

—Me refiero a estos camastros, al rancho que comemos, al frío.

—A mí tu rancho me parece perfecto —dijo Ramin, y sonrió.

—Eres joven aún. Puede que cambies de opinión —dijo Behruz.

El joven capitán metió la mano debajo del colchón y sacó un libro.

—¿Quieres leerlo ahora? —Era el mismo que le había visto al chófer y, dando unas palmaditas sobre la cama, le dijo—: Vamos a verlo juntos. ¿Me lo lees en voz alta?

Behruz volvió a buscar el paquete de tabaco, a sabiendas de que no lo llevaba encima, y se sentó al borde de la cama, de espaldas a Ramin, que sostenía el libro por detrás de él.

Luego tomó el libro y pasó una página. Fue a abrir la boca, pero no le salió ni una palabra. Lo intentó de nuevo, pero las palabras impresas en la página no se formaban en sus labios como él siempre había soñado que harían.

—Me lo figuraba. No sabes leer, ¿verdad? —dijo Ramin, incorporándose y cogiendo de nuevo el libro—. ¿Por qué vas por ahí con ese libro si no sabes leer?

Behruz se rascó el cuello y se frotó la nuez. Al rato, sin volverse, dijo:

—Sé lo que pone ahí. Mi mujer me lo leía, hasta que un buen día se cansó.

—¿Estás casado? ¿Y tu mujer sabe leer y tú no?

Behruz percibió el movimiento de Ramin rebulléndose en la cama.

—Sigues sin responder a mi pregunta.

Confiando en encontrar la respuesta entre el silencio y las sombras, Behruz recorrió con la mirada la tienda en penumbra, pero al final sólo pudo agachar la cabeza.

—Mi mujer trabajó durante un tiempo para una familia. Le pagaron las clases. Lee un poco.

—¿Quieres que te enseñe? —preguntó Ramin.

Él no respondió.

—Sabes lo que me podría suceder si nos pillan, ¿verdad? No hay muchos capitanes que enseñen a leer a sus hombres y menos con libros que el sah teme. En un periquete tendríamos aquí a la policía secreta.

Se rió y Behruz entonces comprendió que Ramin estaba bromeando.

—Yo sólo he oído rumores —le dijo en voz baja—. Pero no hay que hacer caso de todo lo que uno oye. La gente tiende a exagerar, y por menos de nada convierte un latigazo en cien.

—Un latigazo es más que suficiente, y una ejecución también —afirmó Ramin ya con otro talante—. Yo que tú aprendería a leer todos los libros de esa lista para darle en las narices a esa escoria.

—Por algo nadie creyó al niño que gritaba «¡ahí viene el lobo!» —replicó Behruz.

—Dejémoslo —dijo el capitán e hizo que se diera la vuelta para mirarlo de frente—. ¿Quieres que te lea? Sí, venga. Debería ser yo quien te lo leyera.

Pero de pronto Ramin hizo algo inesperado: empezó a desabrocharse los botones de la camisa.

—Ayer no me acordé de lavarla. Apesta.

Empezaba a salir el sol. Ramin dejó que la camisa le resbalara por los hombros y cayera a su espalda.

—¿Te importa? —dijo entregándole la camisa a Behruz, que la tomó sin mirarlo a los ojos.

Luego se levantó de la cama, abrió un cajón y sacó una camisa limpia. Mientras la desdoblaba, los músculos de su espalda acompañaban sus movimientos. Behruz los fue nombrando uno por uno: dorsal, tríceps, trapecio.

—¿Haces ejercicio?

—¿Ejercicio, yo? Antes muerto —respondió Ramin—. Yo nunca he movido un dedo para nada, señor Behruz. Mi vida ha sido un canto a la indolencia, pero por ti trabajaré. Te leeré. Igual que hace tu mujer —añadió sonriente.

—Enséñame.

—¿Que te enseñe? He dicho que te leería. Mejor, ¿no?

—No, enséñame —dijo Behruz y se levantó a su vez.

—Está bien. Te leeré y te enseñaré. —Dejó caer la camisa que tenía en las manos—. Quizá me enseñes tú a mí también.

Se acercó a Behruz, le puso la mano sobre los ojos y con dos dedos le cerró los párpados.

—Sólo una vez —dijo y lo besó en los labios.