Un año después, el mundo entero fue testigo de un gran cambio. Fereshté no pudo evitar una sonrisa mientras, sentada con Mitra y Aria en el sofá frente al televisor, veía a aquel hombre dando los primeros pasos sobre la luna. Hamlet y Kokab también habían ido a casa de Fereshté para presenciar el momento, porque, una vez más, sus padres los habían dejado en casa con la sirvienta atraídos por los encantos de Nueva York. Hamlet, sentado junto a Kokab, lanzaba miradas furtivas en dirección a Mitra y a Aria, iluminadas por el resplandor de la pantalla.
—El mundo ya nunca será el mismo —observó Hamlet.
—Tienes mucha razón —asintió Mitra.
—¿Creéis que todos acabaremos viviendo en el espacio? —preguntó Hamlet—. A mí me parece que esto traerá cambios fantásticos para la vida en el planeta.
—Tienes toda la razón. El mundo evolucionará —convino Mitra.
—Tonterías. No va a cambiar nada. ¿Cómo pensáis que esto va a llenarle la barriga a nadie? —se burló Aria.
—¿Quién necesita que le llenen la barriga? —replicó Hamlet.
—La gente de ahí fuera. —Señaló la ventana con un gesto impreciso—. Eso no cambiará porque se llegue a la luna.
—Estás ciega —dijo Hamlet.
Mitra asintió.
—Sí, Aria, estás ciega.
—¡Y yo me estoy quedando sorda! —protestó Maysi, y Hamlet y Aria dejaron de discutir.
Observaron en silencio a aquel hombre embutido en su traje espacial y dando botes sobre la superficie lunar; el polvo que levantaba con las botas quedaba suspendido en el aire y algunas partículas salían despedidas y flotaban hasta perderse en el abismo. Mientras miraba las imágenes granulosas de la pantalla, Aria forzó la vista buscando la faz del Profeta por aquella superficie lunar. Siempre había oído decir que su rostro estaba allí. Lo que no podía saber era que en ese momento Fereshté también escrutaba el paisaje lunar. Ella buscaba la faz de Dios, de cualquier dios, el Dios del islam o el Dios de los judíos, Jesús, o Ahura Mazda, y como no se reveló ninguno, rezó para que continuara oculto, en algún lugar bajo el polvo lunar, decidido a no salir.
Cuando empezó a oscurecer, Fereshté acompañó a los chicos a su casa, pese a que ya tenían dieciséis años. Se mantuvo a veinte pasos de distancia, seguida a su vez por las dos sirvientas, que iban diez pasos por detrás de ella, cotilleando y riendo cogidas del brazo. Los tres adolescentes que iban delante se entretenían del mismo modo, aunque Hamlet caminaba un poco distanciado de Mitra y Aria.
De pronto Fereshté observó, o al menos tuvo la impresión de que Hamlet intentaba cogerle la mano a Aria, pero ésta la retiraba rápidamente. Qué curioso. Durante todos esos años siempre había dado por hecho que el chico armenio tenía una relación más íntima con Mitra que con Aria. En fin, se dijo, los niños cambian, como es natural. Al crecer cambian las reglas, las quebrantan y las rehacen; pierden el rumbo y lo reencuentran después. Había visto a sus hermanos pequeños hacer lo mismo, y también a Maysi. Y pese a esos saltos, todos habían sonreído y llorado por igual, habían reído tanto como habían gritado. Ella, en cambio, nunca había podido hacer nada de eso. Cuando era pequeña había visto a Charlot en el cine y no se había reído ni una sola vez, ni siquiera había sonreído, ni se había inclinado emocionada en el asiento, ni había echado la cabeza hacia atrás expectante. Ya entonces, Fereshté se había mantenido firme en su sitio, sosteniendo como un pilar todas sus emociones rechazadas. Nadie sabía lo que escondía en el fondo de su ser, pensó.
Los adolescentes que caminaban delante reían y se dejaban caer torpemente unos sobre otros, y de nuevo Fereshté advirtió que el chico armenio intentaba agarrar a Aria de la mano.
De un tiempo a esa parte, cada vez que Aria iba de visita a casa de los Shirazí tenía la impresión de que Mehri estaba siempre dormida, aquejada por una enfermedad desconocida. Al señor Shirazí le había dado por llevarse a sus hijas al bazar, y mientras ellos estaban fuera, ella a veces se quedaba al cuidado de la madre de las niñas, estudiando junto a su cama.
Las hijas de Mehri trabajaban a destajo con el padre. Habían descubierto que las clases de lectura impartidas por Aria eran de gran utilidad en el bazar.
—Podrían ir a la escuela —le había sugerido Aria al padre en una ocasión.
El señor Shirazí, sin embargo, no veía qué provecho podían sacar de ello.
—¿Para qué quieren aprender más? —respondió—. Si ya saben leer y contar. Tienen más formación que la mitad de los hombres que conozco.
Aria no se quedó muy convencida y se lo contó a Hamlet. Al final se había visto obligada a revelar la existencia de los Shirazí a Mitra y Hamlet, después de que éstos le preguntaran una y otra vez por qué solía ausentarse los viernes. Aun así, Aria rara vez los sacaba a colación, y la mayor parte de aquellas conversaciones tenían lugar en la biblioteca, adonde Mitra insistía en ir a estudiar todas las tardes.
—No sé qué decirte —susurró Hamlet, temiendo que Mitra los oyera—. De todas formas, nunca me cuentas gran cosa de esa gente.
—Tú responde a mi pregunta y déjate de bobadas, ¿vale? El padre dice que las necesita en la tienda —replicó Aria.
—¿Unas jovencitas en un bazar, rodeadas de cazurros ignorantes?
—Y yo que creía que eras un chico sencillo y abierto de mente, Hamlet Agassian.
—Y lo soy. Pero es que últimamente a la gente del bazar se le han metido unas ideas muy absurdas en la cabeza.
—¿Os queréis callar? —dijo Mitra, que tenía la cara oculta por un libro.
—Los vendedores del bazar —susurró Hamlet— han perdido el juicio por el tío ese. El que echaron del país.
—¿El ayatolá?
—Sí, ése.
—Jomeini. Todo el mundo dice que es un santo. Por lo que he oído decir a los Shirazí, es un hombre bueno, amable y noble. El cariño que tu padre le tiene al sah no debería ofuscarte, señorito Agassian.
—¡Qué va! —respondió Hamlet enfadado—. Pero para ser un señor tan noble, Jomeini escribe unas cosas muy raras. Quizá esas chicas deban ir a la escuela, después de todo.
—¿Qué cosas escribe?
—Me las ha enseñado Reza.
—¿Quién es Reza? —preguntó Aria.
—Ahora que lo preguntas, precisamente le he dicho que nos encontraría aquí. Por ahí viene.
Un chico alto avanzó hacia ellos con aire resuelto.
—¿Qué hacéis los tres aquí de clausura? —dijo en voz alta.
Mitra escondió aún más la cabeza detrás del libro.
Hamlet se levantó.
—Chicas, os presento a Reza. Es un amigo de la familia. Reza, ésta es Aria, y esa del libro es Mitra.
Reza le estrechó la mano a Hamlet y seguidamente a Aria.
—Nuestros padres trabajan juntos. Por desgracia. ¿Y tú? ¡Hola! —dijo llamando la atención de Mitra con un golpecito en el brazo.
—Enchantée —dijo Mitra sin levantar la vista.
—Mitty está ocupada —la disculpó Hamlet.
—Bajad la voz, por favor —les pidió Mitra.
—¿Vas a nuestro colegio? —le preguntó Aria al recién llegado—. Nunca te he visto por allí.
—Reza está en la universidad —aclaró Hamlet.
—Ojalá no estuviera —repuso Reza.
Era más alto que Hamlet y un año o dos mayor que los tres amigos; vestía un jersey negro de cuello alto y una chaqueta de cuero marrón.
—Reza fue quien me enseñó los escritos del ayatolá —explicó Hamlet—. Esos que corren de boca en boca entre los vendedores del bazar.
—Dispongo de la fuente original —dijo Reza.
Se sentó, se llevó un brazo a la nuca y colocó el pie derecho sobre el tobillo izquierdo. Tenía las piernas largas y delgadas, y cada vez que se inclinaba en su asiento la rodilla chocaba con la mesa. Sonrió a Aria y sacó un librito verde del bolsillo interior de la chaqueta.
Hamlet abrió unos ojos como platos.
—¿De dónde lo has sacado? Ese libro está prohibido.
—Leedlo y veréis, es para llorar. O reír. Según —dijo Reza.
—¿Es que no podéis cerrar el pico? —bufó Mitra y asomó la cabeza por detrás del libro.
Hamlet le arrebató el libro a Reza.
—No dice más que barbaridades —le explicó a Aria—. Sobre el sexo. Sobre cómo hay que tener relaciones sexuales. Y cómo no hay que tenerlas. Sobre la menstruación y cómo las mujeres deberían tener relaciones cuando sangran.
—No se puede ser más ordinario, Hamlet —protestó Aria, que tomó el libro y lo hojeó—. Son las mismas historias que cuentan los mulás. Todos los clérigos dicen lo mismo. Son las leyes y los preceptos del islam. Nadie se los toma en serio. —Dejó el libro sobre la mesa—. Reza, deberías estar mejor informado.
Él tapó el libro con las manos.
—Cuidadito —replicó Reza—, porque la gente del bazar sí se los toma en serio.
Aria se levantó.
—Si ni siquiera saben leer.
—Siempre hay alguien que sabe y se lo lee a los demás—repuso Hamlet y se volvió hacia Reza—. Leámoslo nosotros, tío.
—Aquí no —dijo Reza.
—En mi casa, entonces. Mitty, vámonos —ordenó Hamlet.
—Estoy estudiando —replicó Mitra y levantó la vista hacia ellos. Tenía las gafas empañadas y el libro demasiado cerca de los ojos.
—Quizá te harían falta unas gafas nuevas, ¿no, Ratoncita? —preguntó Aria.
—No. Lo que necesito son amigos nuevos.
—Venga, vamos —apremió Reza.
Hamlet recogió sus libros y papeles y se quedó fuera cuchicheando con Reza.
—No me apetece ir con el tipo ese —le dijo Mitra a Aria—. ¿Se puede saber quién es?
—Un universitario al que Hamlet no para de lamerle el culo, creo.
—Calla —dijo Mitra—. Pues ponte a mi lado, así no tendré que hablar con él.
—Oye, que es broma. Además, no puedo. Tengo que salir volando. —Abrazó a Mitra y se despidió—. Adiós, chalado —le dijo a Hamlet al pasar por su lado—. Y tú también —añadió y pellizcó a Reza en la mejilla.
—¿Aria no viene? —le preguntó Reza a Hamlet.
—Es más escurridiza que el mercurio —dijo Hamlet—. Pero yo sé adónde va. A los barrios del sur.
—¿Y qué se le ha perdido por allí?
—Algo sobre unas niñas a las que hay que enseñar a leer —respondió Hamlet restándole importancia.
Luego embutió los libros de Mitra en la mochila de su amiga y se la echó a la espalda.
Cuando llegaron a su casa, Hamlet se sentó a leer el libro de Jomeini en la cama, envuelto en una manta.
—¿De qué trata? —preguntó Mitra, que ya había desistido de estudiar.
Reza, sentado en el otro extremo de la habitación, observaba con aire impasible.
—¡Venga, vamos a divertirte un rato, Mitty, ¿te parece?! —exclamó Hamlet—. Reza, ¿quieres hacer los honores? —dijo lanzando el libro hacia el otro extremo de la habitación.
Reza leyó:
—«Los jóvenes en plena efervescencia sexual tienen prohibido contraer matrimonio antes de alcanzar la mayoría de edad. Esto va contra las leyes divinas. ¿Por qué prohibir el matrimonio entre púberes con el pretexto de que aún no son mayores de edad cuando se les permite poner la radio y escuchar canciones pecaminosas?»
—¿Has oído eso, Ratoncita? Tendrías que haberte casado conmigo cuando estábamos en primaria —dijo Hamlet.
Reza se echó a reír y le lanzó el libro a Hamlet.
—¿Por qué no me habré enterado yo antes de estas leyes maravillosas? —dijo Hamlet.
—No lo sé, camarada. Menos mal que hemos visto la luz.
Esta vez le tocó leer a Hamlet.
—Ratoncita, escucha esto: «Una mujer que ha contraído matrimonio para toda la vida no tiene derecho a salir de casa sin el consentimiento de su marido; debe permanecer a su disposición para el cumplimiento de cualquiera de sus deseos y no puede negarse a él salvo por un motivo religioso justificado. Si se somete por completo a su cónyuge, éste debe proporcionarle sustento, vestido y vivienda, tanto si dispone de medios como si no.»
—Maldita sea, tío, a estas alturas ya la tendría dominada por completo —le dijo Hamlet a Reza, que no podía parar de reír. Hamlet gritó—: ¡¿Has oído eso, Ratoncita? Nuestra situación en este momento podría ser muy distinta. Te prohíbo seguir huyendo de mí!
—Ese libro es ilegal, lo sabes muy bien —le contestó Mitra levantando la voz—. El sah lo ha prohibido. Como te pillen...
—Que le den por culo al sah. Y a él también —dijo Hamlet señalando a Reza.
—Que a nadie se le ocurra acercarse a mi culo, ¿eh? —protestó Reza, y les dio otro ataque de risa a los dos.
Mitra frunció el entrecejo, le arrebató el libro y se puso a hojearlo.