En la otra punta de la ciudad, cerca de Niavarán, un hombre empujaba la puerta del presidio y encorvaba el cuerpo como si tuviera miedo del aire. Se quitó las gafas de sol que le habían proporcionado, pero volvió a ponérselas en cuanto la luz le dio en los ojos. Tosió varias veces y anduvo unos metros antes de volverse para mirar el edificio donde había estado preso durante tanto tiempo. Luego se alejó prometiéndose para sus adentros no volver a echarle la vista encima nunca más.
Se encaminó hacia un café cercano que recordaba, no muy lejos del palacio del sah. Una vez allí, eligió mesa, se sentó y dejó el petate en la silla de al lado.
—¿Té? —preguntó el propietario.
—Y dátiles —respondió el hombre—. ¿Tiene servicio?
—Al fondo —dijo el propietario—. Le traigo el té y los dátiles, pues. ¿Cómo se llama?
—Ramin —respondió el hombre.
Se llevó el petate al baño. Le echó el pestillo a la puerta y vació el contenido de la bolsa: una camisa, unos pantalones, un cepillo de dientes, un espejito y una caja de dulces que uno de los cocineros del presidio —un amigo— le había regalado al despedirse. Abrió la caja, sacó un dulce, se lo comió, metió el resto en una bolsita de plástico y se la guardó en el bolsillo de los pantalones. Al vaciar la caja, apareció el dinero, espolvoreado de blanco con el azúcar de los dulces. Olía bien. Dobló tanto como pudo los billetes y luego se quitó los zapatos y metió un fajo en cada uno. Al volver a ponérselos, notó que le apretaban. Andando un tanto incómodo, regresó a su mesa, se metió un dátil en la boca, lo tragó con un sorbo de té caliente y luego se comió otro.
—Gracias —le dijo al propietario y salió del café.
Aunque era otoño y el sol apenas brillaba, Ramin no se quitó las gafas de sol. Lo primero que hizo fue encaminarse al lugar con el que llevaba soñando desde que, años atrás, Behruz había dejado de visitarlo en la cárcel. El tonto del chófer había desaparecido de su vida con la misma rapidez con la que había entrado. Ramin se recorrió toda la avenida Pahlevi, sus más de veinte kilómetros, hasta que llegó al bazar con los pies doloridos. Behruz vivía por las inmediaciones, según creía recordar de cuando había llevado a la niña a su casa, y seguramente todavía con aquella bruja. Se pateó todas y cada una de las avenidas y callejones cercanos al bazar, confiando en encontrar algo que le refrescara la memoria. La puerta de su casa era azul claro, recordó. Detuvo a una mujer tapada con velo que iba con su hijo de la mano y le preguntó.
—Señora, ¿sabe usted dónde vive la familia Bakhtiar? Behruz Bakhtiar. Su mujer se llama Zahra.
Pero la mujer se embozó con el velo y se marchó a toda prisa tirando de su pequeño. Ramin continuó haciendo indagaciones durante casi una hora, hasta que un anciano reconoció el nombre de Behruz.
—¿Uno que iba de uniforme? Hace años que no vive en este barrio. A su mujer la vi durante un tiempo, menuda pelandrusca, iba por ahí con la cabeza descubierta y medias y minifalda. Una vergüenza. Imitando a las yanquis esas.
—¿La mujer todavía vive en el barrio? —le preguntó Ramin—. ¿Se llamaba Zahra? ¿Tenía la cara así como plana? ¿Llevaba maquillaje?
—Sí, esa misma. Pero hace tiempo que se fue de aquí. Dicen que se agenció un visado y salió del país. Aunque yo creo que se volvió a su pueblo. No era tan señoritinga como para irse a Europa ni nada de eso. Que el cielo la juzgue. —El viejo recolocó el bastón; Ramin hizo ademán de ayudarlo, pero él lo apartó de un manotazo—. Déjame en paz, joven. Pareces un condenado a muerte. ¿De qué antro has salido? A ver si me vas a contagiar algo.
—Gracias por su ayuda, buen hombre —dijo Ramin.
—Vete al cuerno —respondió el anciano.
Ramin entró en el bazar. Se detuvo en el centro y contempló los múltiples pasillos que se extendían a todo lo ancho, manzana tras manzana. Allí estaban los vendedores de alfombras, de frutos secos, de joyas, y aquel eterno olor a hígado, que la gente comía a bocados ensartado en finos pinchos de metal. Por un instante le pareció el bazar de siempre, el que recordaba de su infancia. Pero de pronto reparó en algo distinto: los habituales retratos enmarcados del sah habían desaparecido de todos los puestos. No vio ni uno. Eligió un pasillo al azar y deambuló entre el gentío fijándose en el interior de las tiendas. El sah brillaba por su ausencia. Para su sorpresa lo que sí vio en todos los puestos fue una foto enmarcada de un antiguo mulá, un hombre al que Ramin reconoció del pasado, de cuando había entrado en la cárcel. Aquel mulá que había instigado una protesta y que luego había sido deportado. Vaya, pues era una forma bien elegante de mandar a la mierda al sah, se dijo Ramin, y eso que a él nunca le habían gustado nada los clérigos. Se detuvo en una de las joyerías con la intención de comprarle algo a su madre, y se quedó mirando la imagen mientras el vendedor se le acercaba con una caja de pulseras hechas con cuentas de oro.
—¿Es el viejo Jomeini? Se llamaba así, ¿no? —preguntó Ramin.
—El mismo, que Dios lo guarde. —El vendedor sacó las pulseras, las dejó sobre el mostrador y alcanzó otra caja llena de collares—. Estoy dispuesto a bailar cien veces al día para él si así me lo pide, hermano —dijo el vendedor. Sacó los collares y los desplegó sobre el mostrador—. Si me pide que le entregue toda mi fortuna, así lo haré. —Frotó con un trapo una pulsera para sacarle brillo y la levantó—. Si me pide que le vuelva la espalda a mi familia, también. Y si me pide que mate, que Dios me perdone, pues también.
Ramin asintió, apartando la mirada del vendedor para fijarse en el brillo dorado de las pulseras.
—Ese hombre será nuestra salvación, hermano. —El vendedor se dio un golpe en el pecho—. Daré mi vida por él. Y tú también deberías.
—Dicen que es un gran hombre —respondió Ramin con cautela—. Por cierto, ¿conoce usted a un tal Behruz? ¿Bakhtiar? Tiene una hija que se llama Aria.
—Aria es nombre de chico, hermano.
—Pues ésta es chica.
El joyero chasqueó la lengua disgustado y negó con la cabeza.
Los días siguientes Ramin volvió a recorrerse el bazar preguntando a un vendedor tras otro por un hombre llamado Behruz y su hija Aria. Finalmente, cuando ya estaba a punto de darse por vencido, entró en una vieja panadería y soltó el petate.
—Tres sangaks —pidió.
La panadera, una mujer regordeta, dobló aquellos panes largos y planos salpicados de semillas de sésamo negro, los metió en una bolsa y se la tendió. En la etiqueta que la dependienta llevaba prendida en el pecho ponía «Fariba». Espoleado por un atisbo de esperanza, lo intentó por última vez.
—Disculpe, señora Fariba, ¿conoce a un hombre llamado Behruz que tiene una hija que se llama Aria?
—Según cómo se mire —respondió Fariba—. Conozco a la madre de la chica, Mehri.
En la mezquita, Kamran solía observar a las mujeres tapadas con sus velos negros, todas idénticas, moviéndose y rezando al unísono como un solo ser, fundidas en una multitud de ropajes oscuros. Incluso Aria, la chica con quien en otro tiempo tanto había deseado charlar, se había disuelto en ese colectivo imaginario. Recordó el funeral del padre de Aria y su decisión de ir a verla aquella noche y ofrecerle su corazón en lugar de otra pulsera. Pero esa noche el dueño del puesto de abalorios lo descubrió saliendo a escondidas de la tienda y lo arrastró hasta la mezquita, sin dejar de darle golpes en la cabeza durante todo el trayecto, diciéndole que el día del juicio final Dios lo castigaría.
Aquella noche en la mezquita, Kamran y el vendedor de abalorios, junto a una decena de mulás y otros jóvenes a los que él no conocía, tomaron asiento en el suelo y, en lugar de rezar, leyeron los escritos de un hombre llamado Jomeini. Aquella noche marcó el comienzo de una nueva vida para Kamran. A partir de entonces, para él ya sólo habría dos cosas: el libro sagrado y el santo nacido en Jomein.
Ahora el señor Sohrabí, el vendedor de abalorios, siempre hablaba con él en la mezquita.
—Tienes una misión importante que cumplir —le dijo un día a Kamran—. ¿Puedes ayudar al vendedor de música? Ha grabado unas cintas y necesita que las distribuyas.
—¿Cintas? —preguntó Kamran—. ¿Cintas de qué?
—De canciones y otras cosas que ha incluido. Charlas. Necesito que hagas copias. Cientos de copias, puede que miles. Y luego quiero que las distribuyas.
La mayoría de los fieles había salido de la mezquita cuando el señor Sohrabí condujo a Kamran a un rincón donde había unos hombres sentados en el suelo que se habían quedado a estudiar. El mulá les estaba enseñando los logros del imán Husseín, el mártir, el santo.
—¿De quién son las charlas que hay en esa cinta? —preguntó Kamran ya sentado.
—Ya te enterarás cuando la escuches. Necesito que las distribuyas. Se te pagará por ello.
—Que las distribuya, ¿dónde?
—Por las mezquitas, por todas las mezquitas, y repártelas también entre tus amigos. Esos chicos de tu pandilla. Ahmad, y los demás.
Kamran reflexionó un momento. Ahmad y sus amigos habían cambiado. Atrás quedaban ya los hurtos y las trifulcas callejeras. En los últimos tiempos, Kamran había intentado mantenerse alejado de ellos, pero aun así asintió.
—De acuerdo —dijo.
—Las cintas no tienen nada que ver con lo que dice ése —añadió el señor Sohrabí, señalando al mulá que estaba impartiendo la clase—. Cuando la escuches comprenderás lo que hace un auténtico mulá, un ayatolá, para movilizar a la gente.
La tarde siguiente, Kamran se reunió con Ahmad y su pandilla. Habían estado consumiendo heroína —todos menos Ahmad, que había sido el proveedor— y tenían sed.
—Deberías venir a la mezquita —dijo Kamran—. Te vendrá bien.
—Y tu mulá va a hacerme rico, ¿no? —replicó Ahmad.
—Hará que nunca seas pobre.
—A lo mejor, pero es mal momento, Jahanpur —dijo Ahmad.
—¿Por qué?
—Tengo asuntos pendientes. Debo dinero. Tú ya no me sirves, a menos que tengas dinero que ofrecerme. O droga.
—¿Droga? —preguntó Kamran—. ¿Que yo te pase droga?
Saíd, un amigo de Ahmad, le tiró del brazo.
—Vamos, Ahmad.
—Yo ya no me dedico a eso. Y tú no deberías vender esa porquería. En serio, ven a la mezquita y la gente del bazar cuidará de ti —sugirió Kamran.
—¡Esa gente no gana una mierda! —dijo a voces Ahmad—. Yo saco seis veces más vendiendo droga que lo que conseguiría con sus limosnitas.
—Pues entonces te pago yo. Por eso he venido. Yo te doy dinero y tú me echas una mano.
—¿Una mano con qué?
—Tengo que hacer copias de unas cintas, tú te encargas de repartirlas, se las pasas a todos los amigos que puedas. Cuantas más distribuyas, más dinero.
—¿Quién paga? —preguntó Ahmad.
—Los tenderos del bazar. Tendrás tu dinero, pero antes tienes que ayudarme.
—¿Qué hay en esas cintas?
—Canciones, con unos mensajes intercalados. Cosas secretas —respondió Kamran.
—¿Es algo ilegal? —Ahmad miró a Saíd y los demás, tumbados en el suelo, aletargados por el efecto de la heroína—. Lo que deberíamos hacer es armarnos. Las navajas tienen más fuerza que el dinero.
—Tendrás las dos cosas. Yo te las conseguiré. Con dinero conseguirás las navajas, y con las navajas más dinero, ¿no?
Ahmad se apoyó en una farola. Sacó un cigarrillo, lo encendió y dio tres largas caladas.
—Por fin nos entendemos. Oye, ¿qué anda tramando esa gente del bazar? ¿Qué secretos son ésos?
—Si vinieras más a la mezquita, lo sabrías —respondió Kamran—. Ha llegado nuestra hora. ¿Por qué tiene que estar toda la riqueza en manos del sah?
—No debería, ¿no? —dijo Ahmad.
Kamran negó con la cabeza.
—Como tampoco debería estar en manos de esos canallas impíos del norte de la ciudad, con sus trajes, sus corbatas y sus relojes de oro, y esas mujeres que van vestidas como putas, con minifaldas y la melena suelta, sacudida por el asqueroso viento de esta ciudad. Se avecina un cambio. ¿Puedo contar con tu ayuda?
Ahmad se desprendió del cigarrillo con un papirotazo. Sacó una navaja del bolsillo y abrió la hoja. La luz reflejada en ella atravesó el rostro de Kamran como una cicatriz. Ahmad lo miró a los ojos unos instantes y luego dijo:
—Hermano, yo voy a donde el dinero me lleve.
Esa noche, Kamran y Ahmad crearon la grabación sonora original a partir de la que se obtendrían las copias futuras. La primera canción de la cinta fue Dancing Queen, de ABBA. Luego venían una de Julio Iglesias, otra de ABBA y una de los Beatles. Tras la quinta canción, una melodía pop iraní, introdujeron la grabación que el señor Sohrabí les había proporcionado, enviada directamente desde Irak. Contenía un sermón de Jomeini. Lo que él denominaba «llamadas a la revolución».
—Nunca había oído hablar de ese hombre —dijo Ahmad tras escucharlo.
A finales de la semana, sin embargo, después de grabar seiscientas copias, acabó conociendo la voz de Jomeini tan bien como la suya propia.
—No está mal para empezar —dijo el señor Sohrabí cuando efectuaron la entrega.
Le entregó un puñado de billetes a Kamran, quien a su vez le entregó la mitad a Ahmad. Él lo repartió entre su banda, quedándose el treinta por ciento. Así empezó el negocio. Cuantas más cintas grababan, más ganaban. Al cabo de un mes, todas las pandillas del barrio querían trabajar para la gente del bazar. Poco tiempo después, algunos querían ser vendedores del bazar. Pero eso no era tan fácil.
Kamran y su pandilla llevaban seis meses copiando cintas cuando cuatro hombres trajeados echaron abajo la puerta de la casa donde vivían los Jahanpur. Destrozaron las sillas, abrieron los armarios de la cocina, voltearon colchones y redujeron a Kamran inmovilizándolo en el suelo. Uno de los hombres le tiró del brazo hacia atrás con tanta saña que se lo rompió. La madre de Kamran se abrazó a su hija dando gritos. El padre, que se encontraba descansando en otra habitación, se acercó renqueante y vio a su hijo en el suelo.
—¡He sido yo! —exclamó—. Las cintas. Las hice yo. Les pedí a los muchachos que me ayudaran. Trabajan para mí porque tengo la mano mal. ¿Lo ven? —dijo levantándola.
Sin que Kamran pudiera hacer nada por evitarlo, aquellos hombres metieron a su padre en la parte trasera de un camión y se fueron de allí. Dentro ya estaban Ahmad, Saíd y otros, con la cara llena de hematomas. El camión los condujo al norte de la ciudad, a la prisión de Evin.
Kamran no volvería a ver a su padre con vida. El corazón de Kazem se paró aquella misma noche; o eso le comunicó la SAVAK por escrito a la familia. Les entregaron el cadáver en el cementerio, y Kamran soportó el dolor del brazo roto y un dolor más hondo aún en el corazón mientras ayudaba a otros dos hombres a bajar el cuerpo de su padre a la sepultura. Años después, cuando Evin estuviera bajo su poder, recordaría aquel dolor y éste lo propulsaría hacia un futuro que jamás había imaginado.